En
un poblado la gente pasaba mucha hambre: porque, cuando tenían una
finca cultivada, llegaban manadas de jabalíes y se lo comían todo.
Una
mujer de ese pueblo, de la cual nadie conocía que tuviera marido,
quedó embarazada. Y, en el momento del parto, dio a luz un machete,
una lanza, un hacha y un hijoi.
El
hijo empezó a crecer. Y, a medida que se hacía un hombre, observó
que aquellos objetos que su madre había parido le obedecían en
todo: cuando iba a la finca, el machete le chapeaba lo que quería;
cuando tenía que cortar un árbol grande, el hacha lo talaba
completamente sola; y si salía al bosque a cazar animales, con
sólo fijarse en el que quería abatir provocaba que la lanza se
dirigiera al cuerpo del animal en cuestión y lo matara. Y, cuanto
más crecía el chico, más afilados y certeros eran esos
instrumentos.
Un
día, su madre regresó de la finca con las manos vacías: los
jabalíes habían hecho un buen trabajo y no quedaba nada. El
muchacho pasó la noche vigilando la finca; pero los jabalíes,
al no haber nada en ella, ya no regresaron.
Había
que hacer una finca nueva. Y, con su machete y su hacha, en poco rato
la tuvo preparada. La madre fue a plantar sus verduras y volvió a la
casa. A la mañana siguiente, la madre fue a la finca y volvió
enseguida exclamando: «¿Recuerdas los árboles que habías cortado
para hacer la finca? Pues están levantados otra vez». El chico no
creía lo que su madre contaba. Pero, efectivamente, se dirigió a la
finca y comprobó que todos los árboles estaban de nuevo en su
sitio, como si nadie los hubiera cortado jamás.
El
chico reunió a toda la gente del poblado, para que acudieran con él
a la finca por la noche. Pero en todo el poblado no hubo nadie que se
atreviera a acompañarle. Así que fue solo. Y, en medio de la noche,
oyó unas voces que se acercaban. Al cabo de un rato se dio cuenta de
que era la manada de jabalíes: todos ellos podían hablar, y
comentaban que levantarían de nuevo los árboles si alguien los
cortaba otra vez.
Al
día siguiente, el muchacho ordenó a su hacha que talara otra vez
los árboles de la finca. Y por la noche acudió de nuevo a su
escondrijo. De nuevo se oyeron las voces de la manada; y cada jabalí
llevaba una botella con un líquido que hacía que los árboles
recuperaran el lugar de antaño. El chico observó que uno de los
jabalíes parecía ser el jefe de todos, y ordenó a la lanza que lo
matara. La lanza se dirigió en pos del jabalí; y, sin llegar a
matarle, lo hirió mortalmente. Los demás cerdos de la manada
recogieron el cuerpo de su jefe y regresaron huyendo a su poblado.
El
muchacho quería recuperar su valiosa lanza. Así que se dirigió a
lo más profundo del bosque, donde vivía solo un anciano. Éste le
dijo: «Los hombres de ahora tenéis dificultades porque nunca pedís
consejo a los más viejos. Ya que tú lo has hecho, te ayudaré». Le
indicó el camino del poblado de los jabalíes, pero le advirtió que
debería llevarse un caballo blanco, que él mismo le regaló, y tres
bolsas llenas de calabazas, de cacahuetes y de maíz,
respectiva-mente.
El
muchacho se despidió de su madre, y le entregó una botella mágica
para que supiera cómo se encontraba: si le herían o se encontraba
en un grave apuro, el líquido de la botella se pondría rojo; en
caso contrario, permanecería de color blancoii.
La madre le dio las tres bolsas que el anciano había dispuesto, y el
muchacho partió en su caballo blanco.
Al
llegar al poblado, se dio cuenta de que no se trataba de un poblado
de jabalíes: eran fantasmas, que por la noche adquirían esa forma;
y estaban celebrando el funeral por su jefe, que finalmente había
fallecido. El muchacho entró en el poblado llorando
desesperadamente: «¡Oh, Dios mío! Alguien ha atravesado a mi
buen padre con una lanza, y voy a quedarme solo en la vida!». La
gente le acogió con mucho cariño, puesto que efectivamente creyeron
que se trataba del hijo de su jefe; y lo alojaron en una casa en la
que vivían un ciego y un tartamudo.
Por
la mañana siguiente, el muchacho pidió una lanza para salir a
cazar. Unos no estaban de acuerdo con que le dieran la misma lanza
que había matado al jefe del poblado, pero el muchacho les replicó:
«Tengo derecho a ella, puesto que soy su hijo. Y no podemos celebrar
el funeral si no hay carne suficiente para todos». Así los
convenció, y se adentró en el bosque junto con sus dos compañeros.
Y
cada vez que observaba la presencia de un animal, se dirigía así a
su lanza: «Te ordené que mataras al jefe de la manada de jabalíes,
y lo hiciste. Ahora mata a este otro animal». Y regresó al poblado
cargado de toda suerte de piezas, de manera que la fiesta empezó con
gran alborozo.
Mientras
tanto, el ciego y el tartamudo discutían sobre la coveniencia
de explicar lo sucedido a todo el poblado. Como no se pusieron de
acuerdo, llegaron a las manos y se dieron muerte mutuamente.
Entonces el chico comprendió que había llegado el momento de
huir. Montó en su caballo blanco y emprendió el regreso al poblado
de su madre.
Al
amanecer, los fantasmas entraron en la casa del muchacho para pedirle
que volviera de nuevo al bosque para cazar más animales. Pero, al
ver los cadáveres del ciego y el tartamudo, creyeron que el chico
les había matado y se pusieron a volar en su busca.
Aquella
mañana, la madre del muchacho sacó la botella mágica y vio con
horror que poco a poco el líquido que contenía adquiría un tono
rojizo, hasta llegar a ser como la sangre. En aquel momento el chico
miró atrás y vio cómo los fantasmas estaban a punto de darle
alcance. Entonces sacó las tres bolsas que el anciano había dicho,
y empezó a tirar trozos de calabaza, granos de cacahuete y maíz, al
tiempo que espoleaba a su caballo. Los fantasmas, satisfechos
por la comida que iban encontrando, se olvidaron de la
persecución. Y el muchacho regresó sano y salvo a su poblado,
con su caballo y su lanza, cayendo en los brazos de, su madre.
La
valentía del muchacho y la sabiduría del anciano habían logrado
resolver esa dificultad.
Fuente:
Jacint Creus/Mª Antonia Brunat
0.111.1
anonimo (guinea ecuatorial) - 055
i
Por
la estructura del cuento, debe referirse a Ugula. Nótese que la
madre actúa como un donante involuntario; de ahí que no serían
verosímiles la primera función del donante ni la reacción del
héroe.
ii
Es
una escena de enlace que prepara la posterior persecución.