Los
animales del bosque se habían acostumbrado a bañarse en un lugar
del río que no era demasiado profundo. Cada día lo hacían, porque,
además, se encontraba bastante cerca del lugar donde vivían. Y un
día organizaron una gran fiesta.
La
tortuga trabajó mucho, ayudó a prepararla. Pero, cuando llegó el
día anunciado, la echaron fuera. Ella protestó: «¿Cómo podéis
hacerme esto? He trabajado duramente, mucho más que vosotros.
¿Y ahora queréis echarme de la fiesta?». El elefante replicó: «No
alborotes tanto; piensa que podría aplastarte una sola de mis
pisadas, y jamás volveríamos a saber de ti. Mira, date cuenta de
que ni siquiera alcanzas a sentarte en la silla. ¿Sabes lo que vamos
a hacer? Métete debajo de la mesa y aprovecha lo que caiga de ella».
La
tortuga salió en;busea de su amigo el camaleón, y le dijo: «Me han
dicho que eres el curandero del poblado. Saca tus potingues, a ver si
eres capaz de hacer algo interesante: seca el pozo de donde
obtenemos el agua». El camaleón le ofreció un caracol para
que se ocupara de este trabajo.
Cuando
la tortuga metió al caracol dentro del pozo, advirtió que se estaba
tragando toda el agua. Al cabo de un rato, el pozo estaba seco
completamente; sólo quedaba algo de agua en el fondo. Entonces, la
tortuga volvió a la fiesta de los otros animales, y oyó que
comentaban: «Ahora que ya tenemos la comida en la mesa, deberíamos
ir a buscar agua. No podemos empezar sin el agua...».
El
antílope se ofreció: «Iré yo, si queréis: porque tengo unas
patas tan finas que puedo correr como el viento». Cogió un cubo y
echó a correr a toda velocidad.
Llegó
al pozo, ató una cuerda al cubo y lo echó abajo. Cuando ya empezaba
a subir el agua, el caracol empezó a hablar en un lenguaje que nadie
entendía: «Tyineke, enyongo, enyongo, enyongo...». El antílope
abandonó el cubo y escapó raudo hacia el lugar de la fiesta. El
león se enojó mucho: «¿No ves que tenemos hambre? ¿Dónde está
esa agua que tenías que traernos?». El antílope no sabía qué
decir: «Señores, en el pozo ha sucedido algo muy raro... Vayan
a comprobarlo». Se enfadaron todos los animales: «Venga ya, ¡déjate
de historias! Seguro que, tras llenar el cubo, te has dado cuenta de
que pesaba mucho; y, para preservar tus patitas, te has inventado
esta patraña! Siempre nos lías con tus mentiras...».
Y
encargaron a la marmota el mismo trabajo. Recogió el agua que
quedaba, y justo cuando cogía el cubo con la mano, sonó otra vez la
voz del caracol: «Tyineke, enyongo, enyongo, enyongo...». La
marmota, atemorizada, se escabulló a toda prisa y regresó a la
fiesta con el miedo metido en el cuerpo: «Señores, allí hay algo
que habla en un extraño lenguaje, una lengua que nunca habíamos
oído».
Pero
la marmota no podía explicarlo todo: con tanta prisa no había
advertido que el caracol, cuando terminaba de hablar, arrojaba toda
el agua y el pozo volvía a llenarse. Luego se la bebía de nuevo, y
el pozo quedaba otra vez vacío.
«Si
queréis ya me acercaré yo, que tengo manos y piernas como una
persona». El mono se ofrecía para repetir la operación. Y,
efectivamente, la repitió: se dirigió al pozo, metió el cubo,
estiró la cuerda, y... «Tyineke, enyongo, enyongo, enyongo...». Y
vuelta a la fiesta, a toda marcha.
Las
idas y venidas se sucedían, con toda clase de animales: grandes y
pequeños, a todos les sucedía lo mismo y volvían a la fiesta con
las manos vacías. El gorila ya estaba harto: «Ya está bien de
tanta tontería. Iré yo. No hay voz que pueda asustarme». Fue, y
regresó igual que los demás. Y lo mismo le pasó al elefante, que
fue el último.
Entonces
habló la tortuga: «Iré yo, a pesar de que no me hayáis aceptado
en vuestra fiesta. Iré, a cambio de comida». Los animales se reían
de ella, puesto que no la consideraban capacitada para algo en lo que
todos ellos habían fracasado. La tortuga fue al pozo, se metió al
caracol en el bolsillo, y regresó con el cubo lleno de agua sobre su
caparazón. Todos la aclamaron, pero el león objetó: «Has sido muy
valiente. Pero aquí no te queremos. ¡Véte fuera!».
La
tortuga se marchó de la fiesta. Empezó a excavar la tierra, hasta
que salió por debajo de la mesa donde los demás animales estaban
comiendo, sin darse cuenta de lo que sucedía. Dejó al caracol en el
suelo, y éste gritó de nuevo: «Tyineke, enyongo, enyongo,
enyongo...». Y arrojó toda el agua que llevaba en el estómago. Los
animales huyeron precipitadamente: perseguidos por la tromba de
agua, se metían en los peores sitios, se caían, tropezaban unos con
otros...
La
tortuga empezó a comer tranquilamente. Los animales empezaron a
acercarse de nuevo, sorteando los charcos, todavía sin mucha
convicción. Cuando la tortuga terminó de comer, el caracol
desapareció.
Entonces,
los animales recuperaron su confianza: «¡Vaya por Dios, qué
atrevida eres! ¡O sea qué te has zampado nuestra comida! ¡Pues no
habrá más remedio que comerte a ti también!». La tortuga ni se
inmutó: «Quizá me comeréis. Pero tened en cuenta que yo
siempre os he hablado en un lenguaje que todos comprendíamos. Lo que
decía aquel caracol, ni siquiera sabría repetirlo». Los animales
estaban sorprendidos: ¿Cómo puedes saber que se trataba sólo
de un caracol?». Ella respondió: «Debo suponer que lo era, puesto
que una vez los había oído y también me asusté como vosotros».
Las
palabras conciliadoras de la tortuga no surtieron efecto: «De todas
maneras habrá que comerte, puesto que no nos queda otra cosa». Los
animales cogieron a la tortuga para comérsela. Ella, sin embargo, se
dirigió al león: «Jamás creí que fueras tan ignorante. Si
queréis que tenga un gusto más delicioso, no tenéis que comerme
aquí mismo: cuando estoy en un poblado, estoy tan dura como un
hueso; lo que debéis hacer es llevarme junto al río, porque allí
incluso la concha se me vuelve blanda y sabe mejon».
La
creyeron, y la transportaron junto al río. Al llegar a la parte más
profunda, la tortuga se acercó al agua y miró su reflejo: «¿Os
dais cuenta de que en realidad estoy metida en el río? Ésta es la
auténtica tortuga, la más blanda, la más sabrosa. Éste es el
mejor plato que podéis comer: la tortuga de caparazón tierno».
El
león estaba satisfecho: se miraba las garras, se lamía los labios,
pensaba que masticaría a la tortuga con todo detenimiento. La
tortuga les metía prisa: «¿Qué estáis esperando? Venid uno a uno
en busca de la cena, tomadme...» .
Los
animales se disponían a saltar, cuando rugió la voz del león: «Un
momento, que nadie salte todavía. ¡Seré yo el que empiece el
festín!». Se lanzó de cabeza al agua. Los cocodrilos se
abalanzaron sobre él y lo devoraron. Y el río quedó teñido de
sangre. La tortuga estaba entusiasmada: «¿Os habéis fijado,
amigos? El león me ha arrancado un pata, y todo se ha llenado
de sangre. Apresuraos, porque no creo que os llame a la mesa. Si
perdéis el tiempo, él solo va a comerme entera». Los animales se
tiraron al río, y todos fueron devorados.
El
camaleón también quería saltar, pero la tortuga le advirtió: «No
seas imbécil, y regresemos al poblado». Desde entonces vivieron
felices y fueron buenos amigos.
Fuente:
Jacint Creus/Mª Antonia Brunat
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