Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 11 de enero de 2015

La cabeza del ogro

Helmut era un hombre muy fuerte y trabajador que se ganaba la vida como leñador. Vivía en una casa en el bosque con su esposa Helga, que un año antes había dado a luz a un niño al que le habían puesto por nombre Karl.
Helmut era gigantesco, medía más de dos metros y podía llevar dos árboles bajo cada brazo, y a pesar de los continuos regaños de su mujer, nunca evitaba una buena pelea. Cuando alguien quería medir sus fuerzas con él, le daba una buena paliza para que se le fueran las ganas de pelear para siempre. Nunca había rechazado una pelea y nunca había perdido ninguna.
Su mujer siempre le decía: "No busques problemas, porque un día te encontrarás con un rival que pueda vencerte. Y no quiero perderte".
Helmut no le hacía caso a su mujer, pero la fama de gran luchador comenzó a precederlo y ya nadie deseaba pelearse con él.
Sin embargo, el tiempo fue pasando y los bosques ya no eran tan apacibles como antes y cada tanto el leñador se enfrentaba con algún asaltante que tomaba la decisión, a partir del encuentro con los puños de Helmut, de poner fin a su carrera delictiva.
Pero un día de otoño sucedió algo inesperado, algo digno de contarse en esta historia. El gran luchador regresaba de su trabajo acarreando dos buenos árboles debajo de cada brazo cuando un ogro saltó en su camino.
El ogro era gigantesco, mucho más grande que Helmut. Sus brazos eran fuertes y terminaban en garras. Su cuerpo estaba cubierto por un grueso pelaje negro. Su boca abierta y plagada de colmillos despedía un terrible hedor y sus ojos verdes brillaban como dos estrellas en una noche oscura.
-¡Eres grande y te comeré! -dijo el ogro antes de atacar.
Helmut no se asustó, pero se sorprendió al encontrarse con ese terrible monstruo, pues nunca en toda su vida había visto nada igual. También supo inmediatamente que no podría ganarle en un combate cuerpo a cuerpo sin armas, pues aquella criatura tenía zarpas afiladas como cuchillos y su boca era más terrible que la de una fiera salvaje.
Dejó entonces caer uno de los troncos que llevaba y usó el otro como un garrote, y cuando el ogro saltó para atraparlo le arrancó la cabeza de un solo golpe.
El cuerpo cayó inerte derramando sangre por el cuello destrozado y la cabeza rebotó contra algunos árboles hasta detenerse.
Helmut se acercó sigilosamente y comprobó que efectivamente estaba muerto. Nunca había visto una cosa tan espantosa. Nadie se lo creería. Así fue como decidió llevarse la cabeza como trofeo para mostrársela a sus amigos y a otra gente del pueblo.
Cuando regresó a la casa, dejó los dos troncos en el cobertizo para luego trabajar con ellos y entró con la cabeza del ogro en una mano para mostrársela a su mujer.
Helga dio un grito aterrador y el bebé comenzó a llorar de inmediato.
-¿Cómo se te ocurre traer esa porquería a nuestra casa? -dijo la mujer con voz en trueno.
-Para que me creas tú y para que todos los demás también me crean.
-¡Deshazte de esa cabeza inmediatamente!
-¡Claro que no! ¡Y deja de gritar que harás llorar más al niño!
-¿Nunca te pusiste a pensar que su familia puede venir aqui a reclamarla?
-Nadie vendrá, y si lo hacen, los venceré a todos.
El resto de la jornada continuó en silencio. Helga le sirvió la comida sin decir ni una sola palabra y Helmut hizo lo mismo. Sobre el hogar de piedra, donde ardía el fuego que daba calor a toda la casa, el hombre había puesto la cabeza del ogro.
Ya era entrada la noche. Helmut permanecía junto al fuego tallando una madera con un afilado cuchillo mientras Helga estaba a punto de irse a dormir, cuando tres fuertes golpes sonaron contra la puerta de la casa.
-¿Quién es? -gritó Helmut con su voz grave.
-Vengo a que me entregues la cabeza de mi hermano.
Helga palideció y corrió hacia la cuna para tomar a su hijo en brazos.
-Pues no te la daré.
-¡Dásela! -le gritó la mujer tratando de que su voz sonara como un susurro.
-Si no me la entregas por las buenas, te la quitaré por las malas -dijo la voz desde el otro lado de la puerta.
El rostro de Helmut se puso rojo como la sangre y la furia desbordó su alma. Se puso de pie de un salto, abrió la puerta de un golpe y se encontró con un ogro más grande y terrible que el anterior. Y antes de que el monstruo pudiera hacer el menor movimiento Helmut lo degolló de un solo tajo preciso y veloz, utilizando la afilada navaja con la que estaba tallando.
El ogro se llevó las manos al cuello mientras la sangre empapaba su pelaje amarronado, pero la cabeza se deslizó de su cuello como si estuviera aceitada y cayó a la tierra. Luego el cuerpo se desplomó inerte.
Helmut tomó la cabeza y por un acto reflejo cerró la puerta de un golpe. Llegó hasta el hogar y colocó la segunda cabeza junto a la primera.
Pero no bien había terminado de acomodarla tres nuevos golpes sonaron en la puerta.
¿Quien es? -preguntó Helmut mientras su esposa abría aún más sus ojos desmesurados.
-Vengo por las cabezas de mis dos hermanos -dijo una voz terrible desde el exterior.
-Pues no te las daré.
-Si no me las entregas por las buenas, te las quitaré por las malas.
Helmut caminó pisando fuerte mientras su mujer palidecía cada vez más.
El hombre abrió la puerta y descubrió un ogro mucho más grande que los anteriores, que permanecía más alejado, con la boca abierta y las garras abriéndose y cerrándose.
Helmut bajó los tres escalones que lo separaban de la tierra armado con su cuchillo.
-¿Eres un cobarde que usas cuchillo?
Helmut apretó los dientes hasta que su mandíbula se puso blanca y arrojó el cuchillo a un costado. La hoja reluciente se clavó en la tierra.
El ogro gritó mientras corría hacia el leñador con las garras preparadas y la boca abierta. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Helmut lo agarró por cada brazo y echándose hacia atrás lo hizo volar por sobre su cabeza hasta estrellarlo contra el suelo. De un salto se puso sobre él y agarrando los brazos del ogro los usó para decapitarlo con el filo de sus propias garras.
Tomó su trofeo y regresó a su hogar para colocarlo junto a los otros.
No acababa de recobrar el aliento cuando se escucharon, nuevamente, tres golpes terribles en la puerta.
-¿Quién es?
-Vengo por las cabezas de mis tres hermanos.
-Pues no te las daré.
-Si no me las entregas por las buenas, te las quitaré por las malas.
Helmut, furioso, abrió la puerta y salió. Pero no logró ver al ogro... o eso creyó que sucedía.
Este ogro era tan grande como un árbol. Helmut tuvo que mirar hacia arriba para poder verle el rostro.
-Te arrepentirás por lo que has hecho.
El leñador entró corriendo en su casa, tomó la mejor hacha y volvió a salir, mientras daba un grito de furia, y atacó con un gran golpe una de las piernas del ogro.
La criatura trató de aplastarlo, pero al ser tan grande también era muy lenta y Helmut era muy rápido. Así cada vez que intentaba aplastarla con su gigantesco pie, el leñador se hacía a un lado y descargaba un fuerte golpe de hacha que hacía saltar sangre y carne.
El ogro se agachó para darle un golpe con una de sus garras, pero Helmut lo vio venir desde lejos y aprovechó para cortarle un dedo con el filo de su hacha.
El ogro se tomó el muñón con su otra mano y ése fue el momento que el hombre aprovechó para volver a hachar con fuerza la misma pierna, en la que iba haciendo una abertura como si fuera el tronco de un árbol.
Un terrible "crac" se escuchó cuando Helmut rompió el hueso. El ogro se derrumbó contra los árboles y el leñador corrió por arriba de su espalda hasta llegar al cuello, el cual comenzó a hachar de inmediato.
El ogro trató de quitárselo de encima pero todos los intentos fueron en vano. Helmut decapitó al ogro y regresó arrastrando la enorme cabeza hasta su hogar. Claro que cuando llegó a la puerta se dio cuenta de que la cabeza era demasiado grande como para que pasara por la abertura.
El hombre, extenuado, se hallaba secándose la transpiración de su frente mientras pensaba dónde poner la cabeza, cuando escuchó dos nuevos golpes.
-¿Quién es?
-Soy una madre que ha perdido a todos sus hijos.
-¿Qué es lo que quieres?
-Sólo quiero que me devuelvas las cabezas de todos ellos para poder enterrarlos en paz.
Helga se levantó con la furia de una tormenta y le dijo con voz terminante:
-¡Dáselas, dáselas todas y termina esto de una buena vez! Helmut la miró por unos instantes y finalmente se levantó, agarró todas las cabezas y abriendo la puerta se encontró con una vieja ogresa de pechos caídos y pelaje gris. En su boca había grandes agujeros por la falta de dientes y el brillo de los ojos estaba casi apagado.
-Aquí tiene, señora.
La ogresa fue tomando las cabezas de a una y las depositó con cuidado a un costado suyo.
-¿Puedo preguntarle cómo murieron?
-Han cometido el error de retarme para pelear
-¿Usted los mató? -preguntó la ogresa con un hilo de voz rasposa.
-Sí -dijo Helmut orgulloso.
-Mal hecho.
Y cuando terminó de decir sus palabras la ogresa extendió un brazo y con sus garras decapitó a Helmut. Se agachó para recoger la cabeza del asesino de sus hijos y la depositó en el umbral de la casa, ante la mirada aterrada de Helga que aún permanecía con su hijo en brazos.
La ogresa miró a la mujer y luego a su pequeño hijo.
-No me mires de esa forma, hubieras hecho lo mismo por tus hijos.
Luego la ogresa se volvió, juntó las cabezas y se perdió en la oscuridad del bosque.

Cuentos de ogros


0.012.1 anonimo (alemania) - 078

Hambre de invierno

La familia estaba recluida en la cabaña, pues el invierno que se había instalado en la región se presentaba como el más terrible de los últimos años. El manto blanco de la nieve cubría el paisaje como si fuera una sábana gigantesca.
En el centro del hogar el fuego crepitaba y la familia se hallaba reunida en torno a él. El hambre hacía ruido en sus estómagos y la abuela entretenía a los nietos contándoles historias sobre hadas y duendes.
Todos los nietos la miraban extasiados. Cada movimiento de su mano, cada pausa... La mirada de la anciana parecía transformarse mientras contaba la historia, como si la estuviera viviendo. Y ese sentimiento era tan fuerte que podía trasladarse a los corazones de los pequeños que, por un momento, olvidaban el hambre que los acuciaba y volaban con las alas de la imaginación dentro de la historia.
Los personajes de los cuentos no pasaban hambre ni frío y siempre salían victoriosos de todos los peligros que se presentaban. Las princesas se casaban con los príncipes, los dragones eran vencidos por los paladines y las doncellas eran rescatadas por sus enamorados.
Cuando caía la noche (lo que sucedía cada vez más temprano) tomaban un plato de sopa caliente, escuchaban las historias que narraba la abuela y se iban a dormir.
El tiempo fue pasando y el invierno no daba ni la más mínima señal de querer irse. Con cada comida la sopa se hacía más líquida y el plato parecía cada vez más grande.
La abuela, una anciana cuyos ojos casi ciegos ya habían visto muchos inviernos duros, recurría a su memoria y a su talento de narraradora de historias cada vez más atrapantes para mantener el hambre fuera de las mentes de sus pequeños.
Pero, finalmente, aquello que más temía la abuela sucedió.
Uno de sus nietos, el mayor, comenzaba a dar muestras de impaciencia, y ya no participaba de los relatos como lo hacía antes.
-Ven, Gérard, siéntate con nosotros -le decía la abuela señalán-dole un taburete que permanecía junto al gran fuego.
Pero Gérard se cruzaba de brazos y desviaba la mirada hacia otra parte.
La actitud del muchacho no sólo lastimaba los sentimientos de la anciana, sino que también distraía a sus hermanos impidiendo que se instalara el clima adecuado para abstraerlos de la dura realidad.
Una noche, mientras todos dormían, un sonido casi imperceptible despertó a la mujer. Antes de abrir los ojos ya supo lo que iba a ver.
-Gérard -susurró la abuela.
El muchacho se estaba calzando las botas con determinación junto al fuego e ignoró su llamado.
-¡Gérard! -repitió la abuela con mayor énfasis.
-¡Silencio! -dijo el muchacho con el ceño fruncido, despertarás a todos.
-¿A dónde vas? -preguntó la anciana saliendo de sus cobijas y caminando hacia él.
El muchacho terminó de calzarse las botas y desde su altura habló así:
-Ya está pronto a amanecer, saldré a cazar.
-No, querido, este invierno es muy crudo, no hay animales en el bosque.
-Tengo que hacerlo, tengo que salir a buscar comida.
La vieja se acercó despacio, arrastrando con su cuerpo todos los años de su vida.
-Espera un poco, Gérard, por favor, no salgas. Todavía podemos resistir algunos días más, espera a que pase el frío.
El joven resopló y frunció aún más el ceño:
-Esperar no servirá de nada, mis hermanos tienen hambre, yo tengo hambre y sé que tú también lo sientes. En la olla no hay suficiente para una sola comida decente.
La vieja sabía que lo que le decía su nieto encarnaba la verdad más pura, pero también temía por su vida. Al ver que el muchacho seguía preparándose para salir y que se negaba a escuchar razones, entonces se decidió por emplear otra estrategia.
-No salgas, Gérard, ésta es la época en que los ogros tienen más hambre que nunca.
Gérard la miró con desdén:
-¿Ogros? ¿Estás hablando de ogros? Los ogros no existen, abuela, así como tampoco existen las hadas ni los duendes. Ningún ser mágico vendrá a rescatarnos ni llenará nuestra alacena con comida.
-Las hadas, las brujas, los duendes y los ogros existen, aunque tú no creas en ellos -repuso la anciana con total seriedad.
-No seguiré perdiendo el tiempo en una discusión contigo, saldré a cazar y volveré con comida para nuestra familia. Tú sigue entreteniéndolos con fantasías.
Gérard abrió la puerta. De su espalda colgaban el arco y un carcaj de flechas. No se volvió para saludar y cerró la puerta.
-¿Qué pasa, abuela? -se escuchó la voz de uno de los hermanos, que se había despertado.
-Nada, nada, vuelve a dormirte, querido.
Gérard dio un paso con dificultad, su pierna se enterró en la nieve y comenzó a sentir el frío en su piel. Se negó a detenerse y emprendió una corta carrera para entrar en calor.
El tiempo pasaba y la nieve congelaba el rostro del muchacho, que se sentía duro como una piedra. El frío le calaba los huesos y el aliento que escapaba de su boca se transformaba en una nube húmeda que le enfriaba la nariz.
El bosque nevado parecía un desierto, no se escuchaba ni el canto de un pájaro. El absoluto silencio blanco le dio mala espina y comenzó a considerar seriamente la posibilidad de regresar.
De pronto vio que algo se movía entre los árboles. No sabía lo que era pero no perdió tiempo y preparó su flecha. Y allí se quedó: quieto y expectante. No quería arruinar la posibilidad de atrapar a la primera cosa que veía en tantas horas.
Nada sucedía.
Luego de esperar un tiempo prudencial, comenzó a avanzar despacio, afirmando bien cada pie que se enterraba en la nieve blanca y brillante. De alguna manera, la nevada le proporcionaba la ventaja de no hacer ruido, pero la dirección del viento era muy cambiante y eso era una desventaja, pues era bastante probable que el animal que deseaba atrapar ya lo hubiera detectado con su olfato.
Avanzó un poco más y vio que su presa corría. Todavía no la había podido ver bien, pero parecía un animal grande. Se había guarecido en la oscuridad de un agujero entre unas rocas.
"Tú también tienes hambre ¿eh? ¿Saliste para buscar algo de comer como yo?" -pensó Gérard para sus adentros.
El muchacho caminó hasta la abertura de la caverna, avanzó unos pocos pasos y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Luego comenzó a avanzar nuevamente, siempre portando la flecha y el arco tensados.
Sus pasos eran sigilosos, pero pisó algo que hizo un fuerte ruido seco y casi lo hizo trastabillar. Fue ése el momento en que observó que en el suelo había algunos huesos esparcidos. Soltó el arco, movió varias veces sus dedos entumecidos y volvió a tensarlo con decisión.
La cueva se iba haciendo cada vez más grande. A su paso, Gérard seguía encontrando, de vez en cuando, algunos huesos mordisqueados. Más adelante observó que el corredor doblaba hacia la derecha. Ya casi no había luz allí dentro, por lo tanto tensó aún más su arco y se preparó para el ataque.
Grande fue su decepción cuando, al dar la vuelta a ese recodo, se encontró con una pared de piedra desnuda.
Y mientras aún permanecía ensimismado por la sorpresa, escuchó un ruido seco, como si fuera algo que se quebrara. Se volvió hacia el sonido que había provenido de sus espaldas y se encontró con una criatura enorme y peluda del tamaño de un hombre gigantesco. Sus ojos brillaban con un resplandor verde y su frente protuberante le daba un aspecto terrible a su mirada.
La nieve estaba entrelazada en el pelo de la criatura; sin lugar a dudas, eso era lo que había visto afuera, pero aún no podía entender cómo podía encontrarse la criatura del otro lado de la caverna, cuando la había seguido todo el tiempo.
Las preguntas de su mente se desvanecieron cuando un intenso y espantoso olor, similar al de la carne putrefacta, embargó su olfato.
El ogro lo miraba con sus ojos de color incandescente y la terrible boca abierta plagada de colmillos irregulares.
Gérard tensó el arco y estuvo a punto de lanzar una flecha, pero el ogro fue más rápido y con un brutal golpe de su garra le destrozó la flecha y el arco. Los restos se estrellaron contra una de las paredes de roca y luego cayeron al suelo.
El pánico a una muerte horrible se apoderó del alma de Gérard, que intentó escapar corriendo. El ogro gruñó y, a pesar de su torpeza, logró atraparlo gracias a la longitud de sus brazos.
El muchacho sintió cómo tres frías zarpas le abrían la espalda, tropezó y cayó al suelo embarrado, se dio la vuelta desenfundando su cuchillo pero ya el ogro había caído sobre él, con todo el peso de su cuerpo y extrayéndole todo el aire de sus pulmones. Gérard sintió que sus fuerzas lo abandonaban y ni siquiera pudo seguir sosteniendo la empuñadura. El arma se hundió en el barro.
El invierno fue muy crudo ese año, pero muchas criaturas lograron sobrevivir al frío intenso. La familia, que permanecía en la cabaña, ahora tenía un integrante menos y, por lo tanto, la escasa comida de que disponían logró alcanzar para todos.
Y aquel que había salido a buscar alimento, se convirtió en comida del ogro que, gracias a la carne del humano, logró sobrevivir al hambre del invierno.

Cuentos de ogros


0.120.1 anonimo (francia) - 078

El tesoro de los siete ogros

Había una vez un soldado que regresaba de las Cruzadas. Toda su vida había sido un pobre trabajador rural que prestaba su brazo para toda aquella tarea que pudiera realizar. Sin embargo, el destino no le había sonreído nunca. Sumido en la pobreza y en la miseria, aceptó unirse a las tropas del ejército cristiano que liberaría Tierra Santa de la posesión de los infieles, creyendo que de ese modo su suerte cambiaría.
En muy poco tiempo adquirió la habilidad del guerrero, aprendió cómo matar y cómo sobrevivir.
Pero llegó un día en que el ejército entero fue aplastado bajo las fuerzas enemigas. Piedras y flechas destrozaban los cuerpos de quienes se encontraban a su alrededor. Las fuerzas cristianas emprendieron entonces la retirada, pero cayeron en el intento. El enemigo los superaba en número de diez a uno.
Las cimitarras lo rodeaban y el soldado luchó valientemente, blandiendo la espada a diestra y siniestra y cercenando la vida de todo aquel que se acercara para matarlo. Pero, de pronto, un fuerte golpe en la cabeza le hizo perder la conciencia y se sumió en la oscuridad.
Cuando despertó, el dolor de la cabeza volvió inmediatamentc. Estaba empapado en sangre, propia y ajena, y tenía la visión borrosa y la boca reseca. Tomó una daga y una espada que el eneuligo no había querido llevarse y se apresuró por salir de aquel campo de batalla repleto de cadáveres que ya comenzaban a descomponerse. Algunas aves negras, animales carroñeros, ya habían empezado a darse su truculento festín.
¿Qué hacer? Su ejército estaba disuelto, no tenía salud, ni coinida ni misión. Decidió que lo mejor era regresar a su hogar, a su ticrra natal. La Cruzada, al menos para él, había terminado.
El soldado caminó durante muchos días; las heridas eran dolorosas, pero el hambre lo era aún peor y golpeaba sus sentidos romo un ariete que intentaba derribar la puerta de su voluntad.
Y cuando ya creía que iba a enloquecer por la falta de alimento vislumbró, a lo lejos, una humilde vivienda que se erigía en la planicie de un valle. Con las últimas fuerzas se dirigió hacia allí y golpeó la puerta para pedir algo de comida y agua.
Al momento se presentó un hombre grande y barbudo que, si bien al principio desconfió del extraño, que aún vestía una cota de malla destrozada y ensangrentada, finalmente lo hizo pasar y le dio de comer.
El soldado devoró el plato de sopa y el pan que le ofrecían y bebió hasta la última gota de vino que le habían servido en la taza.
-Debes comer poco si has pasado hambre durante algún tiempo -sentenció el dueño de casa.
-¿Por qué? -preguntó el soldado mientras se limpiaba la barbilla con la mano.
-Si a un estómago que ha permanecido vacío durante muc lios días le das de pronto demasiada comida, la echará fuera. Y ninguno de los dos quiere eso.
Y luego del comentario prorrumpieron en carcajadas.
El soldado agradeció el consejo y la comida y luego el hombre barbudo le mostró un lugar en el cobertizo donde podía desecansar y asearse.
Al otro día el soldado se levantó mucho mejor, el descanso al amparo del frío de la noche y la buena comida le habían sentado bien. Salió rumbo a la casa y encontró al hombre barbudo atareado en las faenas diarias.
-¿Cómo puedo recompensar lo que has hecho por mí?
-No es nada -respondió el dueño de casa secando el sudor de su frente.
El soldado repitió:
-¿Tienes algún trabajo que pueda realizar?
El hombre lo miró nuevamente con esa expresión escrutadora hasta que finalmente asintió y le mostró algunas tareas.
El soldado se quitó sus ropas de batalla y se dedicó a realizar la labor. Trabajó muy duro aquel día y el dueño de casa fue aumentando las porciones que le iba sirviendo con cada comida.
Al día siguiente el soldado se levantó al alba y trabajó más duro que el día anterior. Y así fueron pasando los días, hasta que llegó una noche en que el hombre barbudo fue más generoso con el vino que de costumbre.
El soldado percibió que algo pasaba, o que algo sucedería. Finalmente el dueño de casa se sentó y habló con voz serena:
-No puedo pagar por la labor que haces. Eres un buen hombre, pero no tengo tanto dinero y siento que me estoy aprovechando de ti.
-No... -comenzó a decir el soldado, pero fue interrumpido por el dueño de casa que habló con una voz cargada de autoridad.
-He preparado un saco con comida y agua. Y sólo puedo darte tres monedas por todo lo que has hecho. Además mi familia vendrá dentro de algunos días y la comida no sobrará en la mesa. Descansa aquí esta noche y ya mañana podrás emprender el camino a tu hogar.
El soldado agradeció la hospitalidad del hombre y, a pesar de que éste le repitió una y otra vez que podía pasar la última noche allí, tomó el saco, las tres monedas, su armadura de batalla y sus armas, y partió bajo la luz de las estrellas hacia el pueblo más cercano.
Luego de caminar durante algunas horas bajo el cielo repleto de estrellas de una noche despejada, vislumbró una taberna de la que salían luz, música y risas.
Abrió la puerta y se encontró con un lugar lleno de gente que bebía alegremente. Algunos cantaban abrazados mientras que otro grupo seguía el ritmo de un instrumento de cuerdas con las palmas o con el pie.
El soldado se acercó al tabernero, pidió un trago y se lo bebió de una vez.
Luego pidió el segundo, al que logró encontrarle algún sabor.
Y fue luego del tercero cuando recién pudo disfrutarlo. De todas maneras tampoco tenía más dinero. Dejó las monedas sobre la mesa y el tabernero las recogió rápidamente.
Se disponía a partir cuando un gran silencio se hizo en el lugar. Un hombre viejo se disponía a narrar un cuento.
-¡Es la historia de los siete ogros! -susurró un parroquiano a un compañero a quien el vino ya había hecho su efecto.
El soldado había escuchado muchas historias en la guerra, también había visto cosas increíbles, pero nada tan increíble como la historia que estaba escuchando.
El viejo narrador abría los ojos y hacía ademanes con las manos dándole más ímpetu a un relato que se iba gestando en la mente de todos los presentes.
Tal vez fue por la cantidad de alcohol que había bebido, tal vez el narrador era demasiado bueno, pero el soldado pudo sentir cada parte de la historia que contaba.
-Existe una caverna que, a simple vista, no tiene nada de especial: un agujero oscuro en la ladera del cerro. Pero ésa es la entrada al mayor tesoro que existe en este mundo y está protegido por los siete ogros más poderosos que hay, uno más terrible que el otro.
El silencio era tan profundo que sólo se escuchaba el crepitar del fuego.
-Hubo una vez un hombre que decidió entrar en la caverna y llevarse el tesoro. Toda la gente le imploró que no lo hiciera, pues todo aquel que se hubo atrevido pereció en el intento, encontrando muertes horribles que le helarían la sangre de las venas a cualquier espectador de ellas.
Algunos de los presentes dieron respingos de escalofrío. El viejo narrador continuó luego de una larga pausa:
-Algunos de los que entraron fueron devorados vivos, mordisco a mordisco. Otros que quisieron hacerse con el tesoro eran dos hermanos, ¡dos locos!, que pensaron que porque eran dos iba a ser todo más fácil. ¡Qué ilusos! Ya de entrada los agarró el primer ogro y los ató a los dos, luego los iba cortando de a pedazos y obligaba a un hermano a comerse al otro.
Algunos de los hombres hicieron arcadas, abrieron la boca, sacaron la lengua y cerraron los ojos para quitarse de la mente aquella imagen horrorosa. Pero el soldado no, él seguía escuchando atentamente:
-Pero hubo un hombre que casi llegó al final y fue el que más lejos llegó en verdad. Se dice que ése no entró por el tesoro, sino para rescatar a una hermosa mujer a quien amaba y que había sido secuestrada por los ogros de esa caverna. El hombre era un príncipe o algo parecido. Sabía luchar muy bien con cualquier clase de armas y tenía una armadura que relucía bajo la luz del sol. Se dice que, al principio, hay que avanzar unos pocos metros para que los ojos se acostumbren a la oscuridad. Y cuando estaba listo e iba a avanzar apareció el primer ogro, que tenía una boca gigantesca llena de colmillos agudos como agujas. Era grande este ogro, grande y fuerte y de pelo negro. Los ojos rojos brillaban en la oscuridad como dos brasas encendidas. Pero el guerrero lo venció fácilmente.
La gente se había agachado, inclinándose hacia adelante para escuchar mejor, puesto que el viejo, a veces, bajaba la voz hasta niveles inaudibles.
-El guerrero siguió avanzando y lo sorprendió el segundo ogro, que era tan grande como el primero pero tenía, en lugar de dedos, garras afiladas como navajas. Con las garras lo atacó y le destrozó el escudo. Pero el guerrero, luego de reponerse de la sorpresa, también lo venció fácilmente. El tercero era más grande clue el anterior y estaba armado, tenía una especie de garrote lleno de púas. Trató de pegarle varias veces, pero el guerrero saltó hacia un lado y hacia el otro y logró enterrarle la espada en un descuido, y el ogro murió. El príncipe siguió adelante y, de pronto, un relámpago iluminó la caverna de tal forma que casi lo dejó ciego. El guerrero se arrojó al suelo y arrastrándose se ocultó tras unas rocas. Pero cada vez que intentaba salir aparecía ese relámpago que fulminaba todo lo que tocaba. Entonces el guerrero se fue asomando poco a poco y logró ver a un a ogro mucho más grande que el anterior y que tenía un solo ojo en su cabeza, y de este ojo salía el relámpago. Se agachó justo a tiempo y el relámpago pasó rozándole el yelmo, que se puso rojo como si hubiera estado en el fuego de una fragua por muchas horas. El hombre se lo tuvo que sacar para no quemarse la cabeza y, entonces, lo tiró hacia el ogro, que lo siguió con la mirada, y cuando éste le estaba arrojando el relámpago, el guerrero le arrojó una daga y se la clavó en el ojo y lo mató.
Se hizo una pausa larga, el viejo se frotó la garganta y dijo como al pasar:
-Tengo un poco de sed.
En menos de lo que canta un gallo tenía tres jarras de bebidas a su alrededor. El viejo bebió pausadamente, suspiró, se limpió la barbilla y eructó. Luego inspiró profundamente y siguió contando mientras todos esperaban ansiosamente el final de la historia:
-Después apareció un ogro más grande que los anteriores, pero tenía dos cabezas y dos mazas pinchudas que manejaba con sorpren-dente habilidad. Como si fueran dos personas distintas compartiendo el mismo cuerpo. Muchas veces estuvo a punto de morir el guerrero, pero finalmente pudo derrotar al ogro de dos cabezas matándolo con su espada. Entonces apareció el sexto ogro que era tan grande que ocupaba toda la cueva. El guerrero enterró varias veces la espada en su cuerpo pero sin hallar ni su cabeza ni su corazón. El monstruo gigantesco intentaba atraparlo con su mano que parecía un carro que trataba de aplastarlo. Parecía que la caverna entera se venía abajo. Pero el guerrero logró esquivar al ogro gigantesco y siguió avan-zando.
El viejo bebió hasta agotar toda su bebida:
-Finalmente fue el séptimo ogro quien lo mató. Por eso nadie sabe cómo es el séptimo ogro, el más cruel y terrible de todos.
El silencio en el auditorio era impresionante, sólo se escuchaban los ruidos de los insectos nocturnos.
-Por eso el tesoro sigue allí, porque el séptimo ogro mató al príncipe. Éste nunca pudo rescatar a su amor, y algunos dicen que aquel que pasa desprevenido por la caverna aún escucha el llanto amargo de la joven.
-El viejo suspiró y luego dijo: Una historia de amor muy triste, muy triste en verdad. La pobre mujer allí, encerrada, esperando a que su enamorado la rescate..., si no tuvo la mala suerte de ver cómo lo devoraban después de haber vencido a los seis primeros ogros.
La conversación volvió a fluir aunque no tan animada como antes. El soldado se había quedado pensando en el tesoro de los siete ogros. Quería tener dinero, era lo que más ansiaba en el mundo, pero... ¿la historia sería cierta?
-¡Hey! -dijo el soldado llamando al viejo narrador.
El hombre siguió sentado en su silla bebiendo de la segunda jarra que tenía arriba de la mesa.
El soldado se acercó al anciano y se le sentó enfrente:
-¿Esa historia de ogros es verdad?
-¡Por supuesto que lo es!
-¿Entonces cómo sabe contra qué ogro peleó el guerrero si finalmente murió?
-Un narrador de cuentos nunca revela su fuente, para que no le roben el cuento. Pero te apuesto mi vida a que es cierto, sino, de otro modo, no lo hubiera narrado.
-¿Cómo era el séptimo ogro? -preguntó el soldado entusiasmado.
-Mmmmmm -dijo el viejo antes de responder, se meció la larga barba gris y carraspeó un poco- es un misterio, uno tan grande que nadie ha podido resolver hasta ahora.
-Si es verdad lo que cuenta, entonces podrá señalarme la caverna del tesoro de los siete ogros.
El viejo volvió a tomarse su tiempo, inspiró profundamente y al fin habló:
-Es un suicidio lo que deseas hacer, pero veo en tus ojos que ni siete ogros serían capaces de hacerte desistir. Yo soy muy viejo para un viaje tan largo pero te diré dónde podrás encontrar el lugar, es fácil de reconocer si estás allí. Deberás caminar hacia el sur durante un día y medio, encontrarás tres cerros que tienen varias cuevas. Las montañas son altas y el sol casi no las toca excepto en cl amanecer o en el atardecer. Espera el momento en que salga o se ponga el sol y verás que sus rayos iluminan, por unos instantes, todas las entradas de las cavernas que hay allí excepto una. Esa es la entrada al reino de los ogros, ésa es la puerta que te conducirá al tesoro de los siete ogros.
El soldado se levantó con renovadas fuerzas, como si una nueva energía corriera por su cuerpo. Salió de la taberna sin siquiera saludar al anciano y emprendió la caminata.
No fue difícil hallar el camino. Al segundo día, ya desde lejos, pudo vislumbrar la silueta de un grupo de cerros que se erguían en el horizonte.
El soldado apuró el paso, no quería perderse la puesta de sol que le marcaría la entrada de la cueva.
Llegó justo a tiempo, los rayos del astro rey iluminaban todas las entradas excepto una, la más oscura de todas. Un musgo verdinegro crecía entre las rocas que la conformaban.
Descansó un rato mientras revisaba sus armas. Finalmente se puso de pie, desenfundó su espada y se sumergió en la oscuridad.
El soldado hizo lo mismo que había hecho el príncipe del cuento: esperó un momento a que sus ojos se acostumbraran a las sombras. Luego comenzó a caminar con paso lento pero seguro, intentando hacer el menor ruido posible.
La antorcha titilaba en la oscuridad, parecía como si en algún niomento ésta fuera a cobrar vida y a engullirse el fuego y la luz.
Un bulto gigantesco y monstruoso se movió adelante y el soldado arrojó la antorcha a un costado para no delatar su posición. El monstruo que se acercó tenía el mismo aspecto que había desrrito el viejo: una boca gigantesca plagada de colmillos agudos, cuerpo cubierto de pelo y ojos rojos como dos brasas encendidas dle furia. Era evidente que el viejo había mentido: los siete ogros scguían vivos. O bien, lo cual era más aterrador, tenían el poder de volver de la muerte.
El ogro se acercó al fuego mientras olfateaba el aire con sus dilatadas fosas nasales. El soldado saltó desde las sombras y hundió su arma en la espalda de la criatura que se retorció de terror y aulló como un animal. El soldado la arrancó con la misma furia con la que la había clavado y cuando el ogro se volvió la enterró en la boca rompiéndole algunos colmillos.
El ogro se desplomó muerto.
Unos pasos rápidos comenzaron a retumbar desde más adelante y el soldado supuso que el aullido había llamado la atención de los demás ogros y se preparó para pelear. Tomando la antorcha y la espada mantuvo a raya al segundo ogro, que era más grande y espantoso que el primero. Tal como el cuento lo había anticipado, sus brazos terminaban en afiladas zarpas.
El ogro intentó cortarlo con poderosos golpes que el soldado esquivó hábilmente; las garras eran tan filosas que al chocar contra la pared desnuda de roca de la caverna desprendían pedazos de piedra.
El soldado usó la antorcha como una maza y le quemó la cara, y ante la sorpresa y el dolor del ogro, arremetió con la espada varias veces hasta asegurarse de que lo había matado.
Mientras el soldado intentaba recuperar el aliento, escuchó nuevamente el ruido de alguien, o algo, que se acercaba.
Y el tercer ogro no tardó en aparecer. Era más grande que los anteriores y portaba un garrote pinchudo que manejaba con gran habilidad. La antorcha del soldado estaba casi consumida, la oscuridad lo rodeaba y no lograba acercarse lo suficiente para matarlo.
De pronto, el soldado trastabilló y cayó al suelo sembrado de huesos. La espada escapó de su mano y rebotó en la oscuridad de la caverna hasta perderse de vista. El ogro sonrió con una mueca maliciosa y levantó la maza con las dos manos para asestar su golpe mortal.
El hombre apoyó las manos en el suelo para intentar escapar y se pinchó con algo, lo sujetó con fuerza y casi sin pensar usó el objeto puntiagudo para clavarlo en uno de los pies desnudos del ogro, que aulló de dolor y perdió el equilibrio.
El soldado saltó sobre el ogro y sin darle tiempo a recuperarse desenfundó su daga y lo degolló de un solo tajo.
Mientras la sangre manaba de manera abundante, se dio cuenta de que lo que había usado para apuñalar el pie del ogro había sido un hueso de alguna de sus víctimas. Luego buscó la espada y finalmente la encontró.
La antorcha permanecía en el suelo, a punto de apagarse. Oteó la cueva buscando algo de madera pero no halló nada. Intentó prender fuego al garrote del ogro que acababa de matar pero estaba tan impregnado de sangre vieja que el fuego no lo quería tocar.
Se cortó las mangas de la camisa y preparó una nueva antorcha, aunque sabía que no le duraría mucho tiempo.
Siguió caminando con mayor ansia pues ya había vencido a los tres primeros ogros. De pronto se sobresaltó al encontrar un cráneo extraño que tenía un solo agujero en lugar de dos. Una daga de bella empuñadura labrada permanecía clavada en dicha cavidad, que estaba en el medio de la frente. El soldado recordó cómo el ogro que arrojaba rayos de su único ojo había sido muerto por aquel príncipe de la historia. Con mucho esfuerzo logró sacar la daga y se la guardó en su cinturón.
Siguió avanzando en la caverna que se hacía cada vez más oscura y fría. La humedad le calaba los huesos y a pesar de sus recientes victorias sentía que el temor se le iba agrandando.
El quinto ogro de dos cabezas permanecía dormido contra una gran piedra, a su lado tenía un garrote y una maza de metal que terminaba en cuatro muescas puntiagudas.
El soldado se acercó lentamente, intentando producir el menor ruido posible, mientras sostenía una daga en cada mano. Pero cuando estaba a tres metros del monstruo, la nariz de una de las cabezas pareció olfatearlo, y entonces el ogro abrió los ojos y lo vio. Con el brazo del lado de la cabeza despierta se pegó un golpe en la cara de la otra, que parpadeó y rugió con furia.
El soldado saltó sobre la criatura y enterró ambas dagas en el pecho peludo. Las dos cabezas gritaron de dolor y sujetaron al hombre con sus poderosos brazos.
El soldado comenzó a sentir que los huesos le crujían en un abrazo que lo terminaría por aplastar.
Usó sus piernas y pateó los gigantescos genitales desnudos del ogro, que inmediatamente lo soltó. Desenfundó su espada y con dos certeros movimientos le cortó las dos cabezas.
El soldado se dio cuenta de que el ogro se había despertado porque lo había olfateado, al igual que el primero. Entonces, desenterró las dos dagas que le había clavado y despellejó al ogro y se cubrió con su piel maloliente.
Siguió avanzando casi a ciegas hasta que tropezó con algo gigantesco que, sin lugar a dudas, no era roca. Trató de adivinar la forma y se dio cuenta de que era un ogro mucho más grande que todos los anteriores, pues ocupaba casi toda la abertura de la cueva. Estaba durmiendo. Un pequeño espacio quedaba cerca de su trasero, el único hueco por el que el hombre podría pasar.
Lentamente comenzó a trepar sobre el cuerpo del ogro y cuando estaba a punto de llegar al otro lado la inmunda mole se movió. El soldado se quedó estático como una estatua. Sintió el ruido de su nariz olfateando el aire y una mano gigantesca, que lo podría aplastar con un mínimo esfuerzo, lo tocó.
El ogro volvió a sumergirse en su sueño y el soldado puro suspirar aliviado, pues el ogro había creído tocar a uno de sus compañeros al sentir la piel del ogro muerto en sus dedos.
El caballero siguió avanzando con lentitud, el corazón le galopaba como un caballo desbocado. ¿Cómo sería el séptimo y último ogro? De pronto notó que, más adelante, había una cierta luminiscencia dorada y ya no se respiraba el hedor de la cueva.
Preparó su espada debajo de la piel del ogro y siguió avanzando hasta que llegó a un recinto gigantesco que parecía un palacio de piedra. Estaba iluminado por cientos de candelabros de oro y plata. Los techos eran altos. Había escaleras y arcadas, cortinas de seda, tapices y, en el centro del salón, una gran pila de monedas, joyas y objetos preciosos.
La luz del lugar no provenía tanto de las velas como del resplandor dorado del tesoro de los siete ogros.
De pronto llegó a sus oídos el sonido de un llanto. El soldado rodeó el tesoro y se encontró con una mujer de largo pelo negro, cubierta con harapos y con la piel sucia y golpeada.
-¿Qué te sucede? -preguntó el soldado quitándose la piel maloliente del ogro que lo cubría.
La mujer pareció asustarse; las lágrimas habían formado surcos en la suciedad de su rostro, aunque el soldado se percató de inmediato de que se trataba de una bella mujer.
-Me tienen encerrada aquí desde hace mucho tiempo.
El soldado la ayudó a ponerse de pie y le dijo con voz segura:
-No te preocupes, he matado a todos los ogros.
Ella detuvo su llanto y abrió los ojos desmesuradamente.
-¿A los siete? ¿Has matado a los siete ogros? -preguntó con desesperación.
El hombre reflexionó un instante antes de responder y cayó en la cuenta de que sólo había vencido a seis de ellos.
-No maté a siete, no encontré al último. ¿Sabes cómo es el séptimo ogro?
-No, no falta ningún ogro, falta la reina, la madre de todos ellos, falta la ogresa. Ella tiene poderes mágicos y es la más fuerte de todos.
-¿La ogresa? ¿Y dónde está? -preguntó el soldado mirando a su alrededor.
-¡Aquí! -gruñó la mujer dejando sobresalir sus colmillos, y con un golpe de garra le arrancó la cabeza.

Cuentos de ogros

0.118.1 anonimo (europa) - 078

El rapto de la cristiana

Cuenta esta historia proveniente de España, específicamente de la zona de Andalucía, que por la región vivía una joven llamada Cristina. Dicen que su aspecto era el de una mujer alta y un poco excedida de peso que siempre tenía en los labios una sonrisa. Era muy amable con todos y también muy trabajadora. Cuando llegaba la tarde y tenía algún momento libre, lo aprovechaba para sentarse bajo las ramas de un gran árbol que estaba en el extenso fondo de su casa, y allí leía la Sagrada Biblia.
Pero sucedió que una tarde de primavera, Cristina terminó con sus quehaceres cotidianos y, mientras el resto de la familia se disponía a dormir una corta siesta, ella se fue a sentar bajo las frondosas ramas de aquel árbol que la cobijaba mientras leía distintos pasajes de la Biblia y deleitaba su espíritu.
Sin embargo, cuando todos se levantaron de dormir, no encontraron a Cristina por ningún lado. Una de las hermanas recordó su afición por leer la Biblia bajo el árbol, pero cuando lle,garon hasta allí sólo encontraron el santo libro de tapas negras en el suelo.
La desesperación los volvió locos. ¿Dónde estaba Cristina? Rápidamente la gente del pueblo se reunió y formaron cuadrillas de búsqueda para encontrarla. Y el sacerdote de la iglesia congregó a todos los fieles para hacer una misa en su nombre y para orar por su pronto regreso.
Lo que había sucedido era lo siguiente: Cristina se hallaba leyendo la Biblia muy concentrada, y por eso no escuchó los pasos de una gigantesca figura que se aproximaba. Era negra como el carbón y enorme como dos hombres juntos. De su boca sobresalían agudos colmillos y sus ojos brillaban con el color rojo del infierno.
La monstruosa criatura extendió una mano peluda y atrapó a Cristina por la boca, impidiéndole gritar. Tanto por la sorpresa como por el apretón en su boca, Cristina se desmayó. El ogro la arrastró hasta ponérsela sobre los hombros y se lanzó a correr con toda la velocidad que le proporcionaban sus poderosas piernas.
El ogro, que apestaba con un olor nauseabundo, corrió durante un buen trecho hasta que llegó a una zona boscosa. Allí Cristina, cabeza abajo, recuperó la conciencia. Pero sabía que si gritaba o intentaba pelear no lograría nada, sino que, por el contrario, enfurecería a la maléfica criatura todavía más.
El ogro se detuvo ante una gigantesca piedra, mucho más grande que él, y se puso a girar a su alrededor. Siete vueltas dio en el sentido de las agujas del reloj. Y cuando se detuvo frente a la roca, ésta tembló.
A pesar de que Cristina veía todo esto cabeza abajo, no podía creer lo que sus ojos le mostraban.
En la roca gigantesca, de color tan oscuro como el ogro, se hizo una fisura por la que se coló una ráfaga de luz. Luego se produjo otra y otra más.
Pronto se formó una puerta que se abrió para dejarle paso al ogro, que se internó en aquella caverna secreta portando sobre sus hombros a la pobre Cristina, que se moría del miedo.
El interior de la caverna era luminiscente, como si una extraña pintura reflejara cierta luminosidad. El ogro avanzó rápidamente por los corredores, que comenzaron a extenderse y multiplicarse como un laberinto.
Pronto comenzó a descender las escaleras, mientras Cristina oraba a Dios para que la guardara y salvara de todo mal y peligro.
Finalmente el ogro se detuvo y con un rápido movimiento la arrojó al suelo. Cristina estaba mareada y agotada, dolorida por el viaje y los golpes. Sin embargo, pudo distinguir que a su lado flameaban las llamas de un fuego y a su alrededor se encontraban varios elementos de cocina: cacerolas gigantescas, ollas enormes, cucharones impresionantes...
De pronto escuchó un gemido de dolor. Cristina enfocó la vista y vio que del otro lado del fuego se encontraba otra criatura tan fea y negra como el ogro que la había secuestrado. Sin embargo, sufría.
Cristina quiso hacer el intento de acercársele pero el ogro la empujó con un terrible golpe que la envió contra la pared.
-¡No la toques! -dijo el ogro con la furia que se escapaba de sus colmillos.
-No quería hacerle daño. Sólo ayudarla.
-Ya la vas a ayudar: cuando te coma se recuperará.
Cristina no se sorprendió, pues sabía por varias historias que los ogros se comían a la gente y supuso que ésa era la causa de su rapto. Continuó hablando con el mismo tono tranquilo:
-¿Qué le ha pasado?
-Tuvo un mal parto y ha perdido mucha sangre.
Cristina pudo ver por entre las llamas los ojos de sufrimiento de la ogresa moribunda.
-¿Por qué me has traído?
El ogro la miró con despecho y respondió:
-Porque la mejor comida para un ogro es la carne humana.
-Yo puedo ayudar a tu mujer, así no tendrá la necesidad de comerme.
-¿Y cómo la ayudarás tú? -le dijo el ogro con desprecio.
-Oraré por ella a Nuestro Señor Jesucristo.
-¿Qué? -preguntó el ogro sin comprender lo que ella decía.
-Le pediré a Jesucristo Nuestro Señor que la sane y Él la sanará.
El ogro se levantó tan alto como era y respiró con brutalidad por sus fosas nasales, que se dilataban en cada inspiración:
-Está bien. Pero no te acercarás a ella, porque si lo haces, yo mismo te comeré. Puedes rezar todo lo que desees: si mañana a la mañana no ha mejorado, te partiré en pedazos y le daré tu cuerpo a mi esposa para que te devore.
La muchacha se arrodilló en el húmedo suelo de aquella caverna oscura y pútrida y comenzó a orar con la firme convicción de su fe. Sin embargo, a pesar del terrible terror que sentía, no rezó para que la ogresa sanara y así ella salvarse, sino que rezó por verdadera misericordia. Oró con todas sus fuerzas para que aquella criatura de Dios aceptara a Jesús en su corazón y fuera sana y salva.
Tanto rezó que se quedó dormida. A la mañana se despertó con las piernas entumecidas y el cuello dolorido por la posición que había adoptado.
A su lado estaba la ogresa, que con una mano se sujetaba el vientre y con la otra le ofrecía un cuenco de agua.
Cristina aceptó el agua y bebió algunos sorbos para aplacar su terrible sed, mientras la ogresa la observaba agradecida.
-Gracias Dios, Jesús y Espíritu Santo por haber ayudado y respondido a mis plegarias -dijo Cristina, mirando a la ogresa.
Ésta comenzó a balbucear las palabras para repetirlas, pues era la primera vez que escuchaba tales nombres.
Pero, de pronto, el ogro apareció con sus ojos brillantes, pues relucían mucho más que antes y parecía furioso. Todos sus músculos estaban tensos y el pelaje que cubría su cuerpo parecía erizado.
Se detuvo bruscamente junto a Cristina y ella bajó la cabeza.
-Cumpliré mi palabra.
Y el ogro la envolvió con sus brazos poderosos y la cargó sobre su cuerpo. El olor de la criatura era tan terrible e intenso que Cristina perdió la conciencia.
Cuando despertó se hallaba contra el tronco del árbol en el que siempre leía la Biblia. Corrió a casa para decirles a todos que ya estaba bien, pero no se animó a contar la historia de inmediato, pues sabía que no le creerían.
Los días pasaban y nunca la dejaban sola, ni a sol ni a sombra. Pero un día en que se hacía una gran fiesta, Cristina aprovechó la distracción de todos, se dirigió rápidamente a su cuarto, tomó la Biblia y corrió hacia el bosque.
Y una vez allí se internó por entre los árboles más antiguos y altos, hasta que llegó a un claro en el que había una gigantesca piedra, negra como la noche sin luna.
Depositó la Santa Biblia a los pies de la roca y retrocedió unos pasos.
La gran roca tembló y las fisuras luminosas comenzaron a formarse en su superficie. Finalmente una puerta se abrió y apareció la ogresa, que llevaba a uno de sus bebés en brazos, el cual succionaba de uno de sus enormes pechos. La criatura tomó la Biblia con respeto y saludó con la cabeza a la muchacha.
Cristina sonrió y la puerta de la roca se cerró. Entonces regresó corriendo a su casa antes de que alguien notara su desaparición y se preocupara. Pero su corazón estaba feliz pues había llevado la Palabra Sagrada hasta la morada de una pareja de ogros.

Cuentos de ogros

0.003.1 anonimo (españa) - 078


El pedido de la vieja

Había una vez una mujer muy anciana y pobre que vivía en la miseria. La cabaña que tenía por hogar, que había construido su marido muchísimo tiempo atrás, estaba llena de agujeros por donde se colaba el viento frío y la lluvia. Los vidrios de las ventanas estaban rotos y algunas de ellas tenían los goznes partidos.
El terreno donde se asentaba la cabaña no estaba mucho mejor, era un árido lugar en el que no crecían ni los yuyos silvestres.
La vieja no tenía nada que comer, era flaca como un palo y había perdido casi todos sus dientes. Vestía con harapos y estaba tan enferma que no podía dar más allá de tres pasos sin caer.
No tenía hijos y su marido, que había muerto muchos años atrás, la había dejado en la más completa soledad. Por lo que la vieja hablaba sola y se quejaba continuamente de la vida que le había tocado. No había día ni noche en que la vieja no se quejara de sus desgracias. Pero eso no era todo. También maldecía. Injuriaba a las personas que recordaba en su mente enferma, maldecía a su marido por la situación en que la había dejado, maldecía el techo que permitía dejar pasar la lluvia y hasta maldecía a los cielos por dejar que llueva.
Un día de otoño la vieja oyó que alguien se acercaba -pues, a pesar de tener una mala salud y poca vista, todavía conservaba un excelente oído. El extraño se acercó a la puerta y golpeó.
-¿Quién es? -preguntó la vieja con su voz cascada.
-Soy el padre Benjamín.
-¿El padre de quién?
-Soy el párroco de la iglesia.
-Pase -dijo la vieja, la puerta está abierta.
Y por ella entró un hombre de estatura mediana, regordete, de piel muy blanca y cachetes sonrojados. Vestía de negro desde la cabeza hasta los pies. Cuando entró hizo un saludo con la cabeza al mismo tiempo que se sacaba el sombrero.
-Buenos días, señora, pasaba por el lugar y pensé que, tal vez, necesitara escuchar la palabra de Dios.
-No, gracias, señor cura, lo que necesito es comida y salud -dijo la vieja sentada en un tocón de madera que usaba como banquillo.
-Tengo algo de comida encima que le puedo dejar -dijo el sacerdote, colocando algunas vituallas sobre un tablón que servía como mesa.
-Le agradezco.
-No se olvide que Dios cumple todos sus deseos.
-¿Ah, sí? -dijo la vieja con ironía.
El cura no se dejó seducir por la pelea que le estaba buscando la vieja y continuó hablando:
-Así es, récele a Dios y Él la proveerá con lo que necesite. Dios cumple su palabra y atiende las súplicas de la gente. Pero dehe pedir bien, siempre en su nombre, porque cualquier otra oración que haga sin mencionar directamente a Dios puede ser reshondida por el Diablo.
La vieja, que no creía en nada, asintió varias veces mientras esperaba que el cura se fuera para poder comer lo que le había traído.
El cura notó que la vieja no le estaba prestando la debida atención, pero su labor ya estaba hecha y aún lo aguardaban muchas otras tareas para hacer. Se puso su sombrero negro y la saludo:
-Que Dios la bendiga.
Y se fue.
Muchos días pasaron y el hambre se volvió tan insoportable que, finalmente, una noche ventosa y fría, mientras permanecía envuelta entre las roídas mantas de su desvencijada cama, la vieja rezó:
-¡Por favor! ¡Que ya no pase más hambre!
Al decir esas palabras sintió un cierto alivio y se durmió profunda-mente.
A la mañana siguiente unos ruidos la despertaron. Se quedó muy quieta y con los ojos abiertos, escuchando los pasos que se acercaban a su destartalada casa. Los ruidos se detuvieron delante de la puerta y unos instantes después alguien golpeó.
La vieja no sabía si responder o no. ¿Qué haría si alguien quisiera asaltarla? No tenía fuerzas para defenderse. Luego se rió de sí misma: ¿quién querría asaltar a una pobre vieja que no tenía ni siquiera comida?
Los golpes volvieron a repetirse.
Fue entonces cuando una idea cruzó su mente: ¿Sería Dios? ¿Dios habría escuchado su ruego y le habría enviado a alguien para socorrerla?
Los golpes en la puerta se repitieron por tercera vez.
-¿Quién es? -preguntó mientras se ponía de pie dificultosamente ayudándose de una rama que hacía de bastón.
-¡Ahhh! -dijo una voz grave y masculina desde el exterior, ya estaba pensando que no había nadie...
-Adelante -dijo la vieja caminando con dificultad hasta el tocón de madera que hacía de banco.
La puerta se abrió con un chirrido y apareció un hombre gigantesco y corpulento. Estaba vestido con una enorme piel gris y poseía una abundante barba negra, así como largo pelo del mismo color. Sus ojos brillaban vivaces.
-Muy buenos días tenga, señora.
-Pase, hombre, y cierre la puerta que hace frío.
El hombre así lo hizo y volvió a hablar con su voz grave:
-Soy nuevo en el lugar y salí a recorrer los alrededores para conocer a mis vecinos.
-Pues le agradezco la visita, buen hombre
El hombre miró todo a su alrededor; la cabaña tenía tantos agujeros que los rayos del sol se colaban en el interior, por lo que no pudo más que exclamar:
-¡Qué lugar tan miserable éste donde vive, señora!
-Y no es para menos, además de las goteras y de la tierra estéril en la que no crece nada, paso hambre y frío.
-¿Por qué no viene conmigo a mi casa? Prepararé una rica comida...
-Ésa es una oferta que no puedo rechazar -dijo la vieja sonriendo.
-¡Vamos pues! -le dijo el extraño ofreciéndole una mano grande y peluda.
-Lo siento mucho, señor, pero estoy tan enferma que ni siquiera puedo andar más de dos o tres pasos.
-No se preocupe, yo la cargaré entonces.
El corpulento hombre tomó a la anciana y lo colocó sobre uno de sus anchos hombros, como si fuera una bolsa de papas, y salieron al exterior.
-¡La puerta! -exclamó la anciana cuando el hombre hubo dado algunos pasos. Por lo que volvió, cerró la puerta y empezaron la caminata.
Bajaron hasta el valle y cruzaron algunos arroyos de cristalinas aguas.
-¿Falta mucho hasta su casa? -le preguntó la vieja mientras permanecía cabeza abajo.
-Todavía falta un poco -repuso el hombre sin detenerse. Siguieron caminando y subieron la ladera de una montaña.
Cuando se encontraban en la cima la vieja volvió a preguntar:
-¿Falta mucho hasta su casa?
-Ya falta menos -repuso el hombre mientras seguía caminando.
Bajaron de la montaña y se internaron en un frondoso bosque. Luego de varias horas de caminar la vieja volvió a preguntar:
-¿Falta mucho hasta su casa?
-Ya casi llegamos -le respondió el hombre.
La vieja, que pendía cabeza abajo y se sentía calentita y abrigada por estar junto a esa piel gris de pelo abundante, tuvo curiosidad por saber de qué animal era y la tocó.
Ése fue el momento en que se dio cuenta de que el hombre corpulento no estaba vestido con pieles de animales, sino que ¡ésa era su propia piel!
La desesperación agarrotó su cuerpo de tal manera que hasta el hombre lo sintió y le dijo:
-¿Qué le pasa? ¡De pronto se ha puesto dura como el tronco de un árbol!
El miedo era tan grande que la vieja recordó las palabras del cura y se dio cuenta de que en su pedido anterior no había mencionado a Dios.
-La piel... -dijo la vieja titubeando. ¿Quién eres?
-¡Soy un ogro y te comeré! -dijo la criatura apretándola aún más contra su cuerpo.
-Espera un momento -le dijo la vieja de pronto.
-Ya estamos a punto de llegar.
-¡Detente!
-¿Qué sucede? -dijo el ogro deteniéndose.
-Me olvidé algo.
-¿De qué?
-¡Me olvidé de mencionar a Dios!
El ogro aulló como un animal enfurecido. El bramido de su garganta resonó por todo el páramo asustando a las aves del lugar, que se lanzaron a volar alocadas.
El ogro arrojó a la vieja al suelo y salió corriendo a gran velocidad. Pronto se perdió de vista en la espesura del bosque.
Casi a punto de desmayarse, la vieja rezó:
-¡Dios Todopoderoso, no me dejes morir aquí! -y al terminar su oración se desmayó.
En ese momento pasaba un leñador que casi se tropieza con la anciana. Dejó la pila de leña que cargaba y la tomó en brazos para llevarla al pueblo.
Cuando la vieja se recuperó de su desmayo abrio los ojos y encontró al sacerdote Benjamín a su lado:
-Tenía razón sobre cómo pedir -le dijo la vieja con un hilo de voz.
-No se preocupe, señora, ahora descanse.
-No, sé que voy a morir, me queda poco tiempo, pero antes de irme quiero contarle lo que me sucedió.
El cura escuchó atentamente la historia de la vieja y cuando ésta terminó le dio la extremaunción. La vieja sonrió y murió en paz.
Cuenta la historia que el cura usó dicha historia muchas veces en sus sermones, y así fue como el cuento sobrevivió a través de los años, pasando de boca a oído y de oído a boca.

Cuentos de ogros


0.176.1 anonimo (cristiano) - 078