Para
poder alimentar a su mujer y a sus tres hijas, Ndjambu iba al bosque
a recoger leña. La cortaba, la traía al poblado, y la vendía al
panadero. A cambio, recibía mucho pan para poder alimentarse. La
vida les era más fácil de esta manera.
Sucedió
que un día encontró, en medio del bosque, una finca llena de leña
que ya estaba cortada. Cogió la que necesitaba y la llevó al
poblado para venderla. Como aquella finca era muy grande, se
acostumbró a ir allí cada día; de manera que apenas tenía que
trabajar.
Sin
embargo, como es natural, alguien cortaba esa leña que después él
recogía: era Monangai,
un fantasma que era el dueño de la finca. Al cabo de un tiempo se
dio cuenta de que alguien le robaba la leña, se escondió y
sorprendió a Ndjambu en plena acción: «De manera que eres tú el
que me roba la leña. No pases cuidado, porque debemos hacer un
trato: llévate toda la leña que quieras, pero deja que me case con
una de tus hijas». Ndjambu estuvo de acuerdo, y al día siguiente le
entregó a su hija mayor.
La
casa de Monanga estaba en un poblado en medio del bosque. Pero la
gente del poblado jamás se acercaba, porque se sabía que era un
fantasma cruel que mataba a la gente. Monanga estaba satisfecho de
haber conseguido una mujer, y le dijo: «Yo me paso el día
trabajando fuera de casa. Estarás sola, por tanto, hasta la noche.
Puedes ir a todas las habitaciones, excepto a la más pequeña. Y
debes llevar puesto este anillo que voy a regalarte».
La
mujer cumplía los deseos de Monanga. Pero oía muchos ruidos en la
habitación pequeña, que acrecentaban su curiosidad. Un día la
indiscreción provocó que abriera esa puerta: dentro de la
habitación había cinco cadáveres: «¡Dios mío! ¿Con qué clase
de hombre me he casado?». Y, al cerrar la habitación, observó que
el anillo desapareció de su mano.
Cuando
Monanga regresó a casa, preguntó a su mujer: «¿Dónde está el
anillo que te regalé?». Ella balbuceó una excusa, pero Monanga ya
había cogido el machete, y mató a la mujer.
A
la mañana siguiente, Monanga acudió a la finca de leña en busca de
Ndjambu: «Escucha: ya has cogido mucha leña de mi finca, y apenas
tienes que trabajar. Pero mi mujer se cansa haciendo el trabajo de
casa. Podríamos acordar que me trajeras a otra de tus hijas para que
la ayude y no se fatigue tanto». Ndjambu estuvo de acuerdo, y al día
siguiente le entregó a su segunda hija.
Cuando
ésta llegó a casa de Monanga, se extrañó al no ver a su hermana.
Pero él la tranquilizó: «Ha tenido que marchar al país vecino,
pero regresará dentro de unas semanas». Y le dio las mismas
instrucciones que a la primera mujer. La muchacha siguió las
instrucciones de Monanga, hasta que fue vencida por la curiosidad y
abrió la puerta de la habitación pequeña: allí vio el cadáver de
su hermana y los otros cinco; y quedó horrorizada: «¡Dios mío!
¿Con qué clase de hombre me he casado?». Al cerrar la puerta
observó que su anillo había desaparecido, y cuando Monanga regresó
a casa también la mató.
Monanga
tardó un tiempo antes de entrevistarse de nuevo con Ndjambu. Cuando
se decidió, le dio estos razonamientos: «Mi primera mujer ha ido a
visitar a una familia del país vecino, y la segunda trabaja para un
blanco. Si pudiera casarme también con tu hija pequeña, me ayudaría
mucho; y tú también tendrías que trabajar menos si sólo vives con
tu mujer». Ndjambu estuvo de acuerdo, y le entregó a su tercera
hija.
Ésta
se extrañó mucho de que la gente del poblado no acudiera nunca a su
casa, y estaba intrigada por saber lo que había en la habitación
pequeña. Un día tomó una determinación: se sacó el anillo y
abrió la puerta prohibida: «¡Dios mío! ¿Con qué clase de hombre
me he casado?». Sus dos hermanas yacían muertas junto a los otros
cadáveres. La chica cerró la puerta, se puso el anillo y esperó el
regreso de Monanga para preguntarle: «¿Cómo es que nunca viene
nadie a visitar esta casa?».
Monanga
no tuvo ningún reparo en contestarle: «Debes saber que me dedico a
matar a la gente. Pero también sé cómo debo hacer para que vuelvan
a vivir: «¿Ves esta clase de hojas que crece en tal sitio? Basta
con hacer con ellas una infusión y frotar con ella el pelo, las uñas
y las piernas de un cadáver, para que vuelva a la vida».
La
chica tomó buena nota y dejó que pasara un tiempo. Un día sugirió
a Monanga: «Mis padres no suelen cultivar patatas. Podrías
llevarles una caja para que pudieran comer unas cuantas». Él estuvo
de acuerdo, y la chica se pasó el día preparando la caja. Pero en
ella no puso ninguna patata, sino el cadáver de su hermana mayor y
una carta para sus padres explicando lo ocurrido y rogándoles que
dejaran el cadáver de su hermana en su habitación. Luego hizo un
encantamiento con su anillo, de manera que si Monanga quisiera
descubrir lo que había en la caja surgiera una voz de una tela roja
que también metió en la caja.
Al
día siguiente, cuando Monanga se disponía a partir, le dijo: «Ve
rápido y no te entretengas por el camino». Pero la caja pesaba
mucho y Monanga también sentía curiosidad. Así que se detuvo
debajo de un árbol y se dispuso a abrir la caja. Entonces resonó
una voz por t6do el bosque: «¡Monanga, que te estoy observando!».
Monanga estaba muy sorprendido: «Debe ser Dios, que lo ve todo y se
ha dado cuenta de que no hago caso a mi mujen». Así que continuó
su camino y, después de realizar su cometido, regresó a su casa.
La
chica dejó pasar un tiempo prudencial antes de pedirle de nuevo a
Monanga que llevara una caja de patatas a sus padres. Monanga no
sabía que le estaba engañando, así que no tuvo ningún
inconveniente en satisfacer los deseos de su mujer. Ésta preparó la
caja de la misma forma: se quitó el anillo; abrió la puerta de la
habitación pequeña; sacó el cadáver de su segunda hermana; cerró
la puerta; se puso de nuevo el anillo; y metió dentro de la caja a
su hermana, otra carta para sus padres, y otra tela encantada.
Por
el camino, Monanga sintió de nuevo mucha curiosidad por el enorme
peso de la caja. Pero la voz frenó su ímpetu: «¡Monanga, que te
estoy observando!». Y Monanga cumplió su encargo tal como su mujer
pretendía.
Al
cabo de un cierto tiempo, la hermana pequeña le suplicó: «Monanga,
marido mío, hace mucho tiempo que no veo a mis padres. Deja que vaya
a visitarles». Monanga accedió. La chica recogió las hojas
medicinales que su marido le había indicado, y marchó al poblado de
sus padres.
Ndjambu
y Ngwalezie lloraban desconsoladamente por la muerte de sus dos
hijas. La pequeña, sin embargo, les tranquilizó. Fabricó una
infusión con las hojas que traía, y con ella frotó el pelo, las
uñas y las piernas de sus dos hermanas. Al instante, ellas
recobraron la vida y se levantaron.
Ndjambu,
Ngwalezie y sus tres hijas se fueron a un país lejano. Y Monanga,
cuando se dio cuenta de que le habían engañado, no supo dónde
encontrarles.
Fuente:
Jacint Creus/Mª Antonia Brunat
0.111.1
anonimo (guinea ecuatorial) - 055
i
Monanga:
"estrella", en lengua ndowe.
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