Había
una vez un hombre que quiso hacer compadre o comadre a la persona más
justa que encontrase.
Salió
en busca de ella y en el camino se encontró con un viejito. Al
saludarse, el viejo le preguntó qué buscaba y el viajero le dijo
que deseaba conocer a la persona más justa que hubiera para padrino
o madrina de su hijo.
El
viejito se le ofreció pero cuando le dijo que él era Dios, no
quiso, porque no le parecía justo Dios.
Caminó
más allá y se encontró con una mujer. Ésta le preguntó a quién
buscaba y le contestó que a la persona más justa que hubiera para
padrino o madrina de su hijo.
-Bueno,
compadre -le dice la muerte, yo le daré un don para ayuda y bien de
mi ahijado. A toda persona enferma usté podrá curarla con cualquier
remedio, pero siempre que cuando usté entre a ver el enfermo, yo
estuviera sentada en los pies. Si me ve en la cabecera del enfermo,
retiresé sin hacer remedio, porque ese enfer-mo no tiene cura y se
tiene que morir.
El
compadre de la muerte muy contento empezó a obrar prodigios y muy
pronto se corrió la fama de este curandero. La mujer y los hijos
mejoraron la situación.
Así
se presentó el caso de un Rey que tenía su hija muy enferma y había
desparramado noticias por todo el reino que daría lo que pidieran si
le sanan la hija.
Así
trajeron médicos, adivinos y ninguno podía acertar el remedio.
Llegó a oídos del Rey la fama del curandero que vivía lejos de
ahí. Lo mandó traer. Al penetrar en el aposento vio a su comadre
sentada en la cabecera.
Vuelve
a insistir el Rey suplicandolé que le cure la hija y él daría
cuantas cargas de oro quisiera.
El
médico se fue para dejar a su mujer la carga de oro que llevaba,
pero en el camino la comadre muerte lo esperaba, sentada en una
piedra.
-¿Qué
ha hecho, compadre? -le dijo la muerte. Acá lo estoy ESPE-rando. Ya
sabe, usté me eligió por justa y como me ha desobedecido, tengo que
llevarlo a unté en remplazo de la enferma que curó.
-Comadrita...
por favor -le dice el compadre- dejemé llegar a mi casa para
entregar a mi hijo y mi mujer esto.
-Mirá...
hagamos esto: te voy a pelar, bien peladito. Ni cabello, ni cejas, ni
pestañas que te queden. Y así te vas al pueblo y te entrás adonde
hubiera mucha aglomeración de gente. Tu comadre no te conocerá.
Antonia
Ercilia Páez. Alto Bayo. General Roca. La Rioja, 1950.
La
narradora es maestra de escuela.
Cuento
948. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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anonimo (argentina) - 069
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