Era
un viudo que tenía una hija y se volvió a casar. Se casó con una
viuda que tenía dos niñas. La niña del viudo era muy bonita y
buena. Las chicas, las otras, eran feas y tenían mucha envidia por
la belleza de la criatura.
Sin
embargo, el padre, que la quería mucho a su hijita, sufría a la par
de ella, y nunca reprendía ni a la señora ni a las hijastras.
La
habían relegado ya al olvido y ya la llevaron a la cocina para que
hiciera todos los trabajos de la cocina y le llamaban la Cenicienta,
porque siempre andaba sucia de ceniza y mal vestida.
Ella
tenía un corderito que lo estimaba mucho porque se lo dieron cuando
era chiquitito y ella lo crió y lo alimentó. Y lo quería mucho a
su corderito. El corderito la conocía a ella y se venía a donde
ella estaba.
Un
día de envidia se lo mataron, se lo carniaron al corderito. Y la
mandaron a ella a lavar las tripitas al río. Entonces fue la niña
ésta. Estaba lavando las tripitas. Vino una correntada tan fuerte
del río que se las llevó a las tripitas. Y ella lloraba por sus
tripitas. Iba por medio del río llorando. Entonces le sale un
viejito y le dice:
-¡Ay!,
señor -que le dice, el río me ha llevado las tripitas y ahora mi
madrasta me va a castigar si no las llevo lavadas.
Y
entra el viejito al río y se fue y le trajo todas las tripitas bien
lavaditas ya y se las entregó.
Arrodilladita
ella le daba las gracias, le daba las gracias al señor, éste, que
le había encontrado las tripitas. Y le quería besar las manos.
-No,
m'hijita -que le dice. Levantesé y lleve sus tripitas. Oiga -que le
dice, cuando cante un gallo usté mire para arriba -que le dice. Y
cuando rebuzne un burro, mire para abajo. ¿Se va acordar bien?
Y
en eso canta un gallo y ella mira para arriba. Y rebuzna un burro y
mira para abajo. Y entonces le cae una estrella a la niña en la
frente. Que le relumbraba tanto, que le daba tantas luces. Y el
viejito desapareció. Entonces ella se ata la cabecita para que no la
vieran las otras la estrella.
-Nada
-que le dice, más que un señor me ha encontrado, me ha dicho que
mire para arriba cuando cante un gallo y cuando rebuzne un burro que
mire para abajo.
Entonces
las chicas envidiosas mataron un corderito y también llevaron las
tripitas al río a lavar. Y van y las dejaron ir, las empujaron para
que se vayan. Y entonces sale el viejito y les dice -que se hacían
las que lloraban ellas- y que por qué lloraban. Y le dicen que
porque el río les llevaba las tripitas. Entonces el viejito entró a
comedirse a buscar las tripitas. Y después que se va el viejito dice
una:
-Que
va agarrar este viejo infeliz, qué va encontrar. Las tripas ya las
va llevar el agua. No me las va traer nada.
-Oiga,
niña -que le dice, cuando cante un gallo, hai mirar para abajo, y
cuando rebuzne un burro, mire para arriba.
Entonces
les cayó una tripa larga, en medio é la frente. Entonces las chicas
no hallaban qué hacerse. La retorcían y se las hacían como un
rodete y se ponían un trapo encima. Y la madre, contenta, diciendo
que sus hijas habían obtenido la estrella, sale a encontrarlas y se
da con que tenían una tripa en lugar de una estrella. Y se la
cortaban y más larga les aparecía. Se las volvía a cortar la vieja
y más se le crecía. Y así, sufrieron mucho con eso.
Y
entonces se fueron todas las chicas, porque de todas edades y de toda
categoría recibían en el baile. De manera que fueron las dos niñas
de la casa y la Cenicienta quedó como de costumbre haciendo su faena
de la casa. Como a las doce de la noche -tenía una varita mágica
que el viejito también le dio a ella y la llevaba escondida, que no
se la vieron, golpió la varita y pidió ella un hermoso traje, color
de oro, muy bonito, y todo lo necesario para el traje, zapatos y todo
del mismo color. Y el carruaje del mismo color del traje y de todos
los accesorios que ella llevaba.
Entonce
se presentó al baile. Todos quedaron estáticos porque nadie sabía
qué chica era ni de dónde venía esta niña tan linda, tan bonita
como era ella y tan lujosa, tan bien arreglada como iba. Entonces
estuvo en el baile. El Príncipe se enamoró, la sacó a bailar.
Bailó con ella toda la noche. Y al tiempo ya, al amanecer, tenía
ella que volver a entregar todo lo que le había pedido a la varita.
Entonces trató de huir, como que efectivamente en un abrir y cerrar
de ojos se desapareció ella del baile y el Príncipe quedó triste
porque no sabía ni quién era ni adónde buscarla después.
Entonces,
ya cuando todas se fueron y quedó ella sola, volvió a tocar su
varita y le pidió otro traje de color celeste, como el cielo, todo
del mismo color, todos los accesorios, todo. El carruaje y todo, con
unos hermosos caballos. Así que en todo llamaba la atención esta
chica. Y cuando entró, el Príncipe enamorado fue, corrió a ella y
la hizo bailar toda la noche. Hasta que después, llegada la hora que
tenía que desaparecer ella, ya se volvió a desaparecer.
Y
el Príncipe no hallaba qué hacer. Y mandaba por todas las casas a
buscarla a esta chica y no la encontraban en ninguna parte y no sabía
qué hacer.
Pero
la tercera noche que tenía que volver la chica, como la esperaba,
puso en las escalera una cosa como para que se pegara un poco y
pudiera ella dejar algo de ella para saber adónde estaba. En una
mesa la había sacado y la conversaba mucho, la tenía al lado de él.
No se separó de ella en toda la noche.
Y
le saca y le ve esa hermosa estrella que tenía. Más se enamoró
este joven de ella. Lo quería dejar. Pero en un momento se fue ella.
Al salir corriendo para tomar el coche, se le pega un zapato y ella
no pensó en el zapato, siguió corriendo para que el Príncipe no la
alcance y subió a su coche y se fue. Pero ya al Príncipe le quedó
el zapato de ella.
Al
otro día andaba un edecán con un zapatito de oro, en un almohadón,
sin encontrar a quién le quedaba bien. Fue a la casa de ellas y las
chicas, las niñas de la casa se cortaron, una un dedo. Les sangraba
y le ensuciaron el zapato. Después volvió a la otra y tampoco le
quedaba bien, y se cortó un pedazo del talón. Y tampoco le entraba.
Por último no encontró más adonde buscar y que había dicho si no
tenía alguna sirvienta, algo. Que no, que la sirvienta, que estaba
en medio de la ceniza.
-Nu
importa, señora -que le dice, yo se lo voy a medir el zapatito.
Estoy cansado de andar y no poder encontrar la dueña del zapato.
Va
y le pone el zapato, tal cual, como si la medida de ella hubiera
sido. Así que áhi se encontró él con ella.
Ya
ella pidió un traje bueno. Ya se vistió bien. Y salió a la par del
Príncipe. Y la sacó el Príncipe de la casa y estuvo en la casa de
él hasta que hicieron todos los trámites y se casó con ella.
Y
colorín colorado
el
cuento se ha terminado.
Rosario
Argüello de Doza, 84 años. Estancia Balbuena. Ojo de Agua. Santiago
del Estero, 1970.
La
narradora ha nacido y ha pasado toda su vida en el lugar.
Cuento
1032. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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anonimo (argentina) - 072
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