Había
una vez una vieja que tenia un muchacho tan diablo y mañoso, que no
acertaba qué hacer con él, cómo acomodarlo en algún poder que
pudiese tomar otros modales y cambiar de costumbres. Porque le
tiraba a todo lo malo. La vieja tenía un compadre que era cura.
Quiso la suerte que el cura pensase en buscar un muchacho para los
mandados, y pensó en la comadre. En seguida jue a verla, en procura
del muchacho, pero no era éste su ahijado. Cuando llegó el cura a
la casa de su comadre, después de los cumplidos, le hizo saber el
motivo de su visita. La vieja consintió, pero le dijo que le iba a
consultar al muchacho. Ya cuando vino, le dijo al muchacho:
-Es
güeno que te ocupís, hijo. Para eso ha venido mi compadre cura,
para que lo acompañís y le hagáis sus mandados. Él te enseñará
a ser güeno, los quere mucho.
-Pero,
hijo, ¿cómo me va a hacer quedar mal, usté que es mi hijito? Ya he
quedado de mandarlo mañana, ¡Qué vergüenza será si no va! ¡Vaya,
hijo!
Y
así la vieja le proponía al muchacho, y lo sobaba por la cabeza y
la espalda, mientras tomaban mate los dos.
-Güeno
-dijo al fin el muchacho. Pero... ya sabe mama, por usté lo hago,
pero yo no quero saber nada con curas.
Queriendo
y no queriendo, el muchacho jue a presentarse al cura, al otro día.
El cura lo recibió muy contento y amable, tratandoló de hijo y
palmeandoló.
Anduvo
bien el muchacho unos días, mientras la oportunidá faltaba. Cierto
día que el cura no estaba en la casa, vino una mujer trayendolé de
regalo, al cura, un envoltorio. El muchacho lo recibió y lo guardó.
Cuando quedó solo, le picó la curiosidá por saber qué cosa le
había traido la mujer al cura. Desató, desenvolvió, y viendo que
era una gallina cocida, le arrancó una pierna y se la comió,
volviendo a dejarla atada y envuelta conforme la había recibido.
Cuando
vino el cura, siendo ya tarde, se pusieron a cenar lo que tenían
preparado para comer. Cuando habían terminado, el mucha-cho le dio
cuenta al cura de que una mujer había venido cuando él estaba
ausente y le había dejado un atado.
El
muchacho obedeció y trajo el atado al cura. El cura desató y
desenvolvió, notando la falta y fingiendo admiración, dijo que le
extrañaba mucho ver una gallina con una sola pata. Después que la
hubieron depostado ya hubieron comido, volvió a decir el cura que no
sabía cómo podía ser que una gallina tuviera una sola pata. El
muchacho le aseguró que así no más había venido la gallina, y que
eso no era raro, porque muchas veces se ven gallinas en una sola
pata. Y para probarlo, lo invitó al cura a que fueran al gallinero.
Y jueron. Entonces, el muchacho señalando las gallinas que estaban
con una pata levantada, le decía:
-¡Ah!
-contestó el muchacho, si usté le hubiera hecho ¡chúi! a la
gallina cocida, cuando la desató, también hubiera sacado la otra
pata.
El
muchacho era de una condición que no tenía miedo a nada y a naides.
El cura, que se había propuesto escarmentarlo por medio del miedo,
tramó un hecho. Buscó a un hombre que era conocido por su coraje y
le propuso pagarle bien, para que se hiciese el muerto y que
permitiese velarlo en un lugar. El cura buscó gente que viniera a
ayudar a pasar la mala noche. Todos estaban de acuerdo para ir
saliendo, uno a uno la noche del velorio y dejar al muchacho solo,
con el cuerpo, velandoló. El que hacía de muerto iba a tratar de
asustar al muchacho, en toda forma. Y así lo hicieron, después de
estar todo arreglado. Cuando llegó el día, el cura le dijo al
muchacho:
Cuando
llegó la noche, jueron el cura y el muchacho, que estaba entre todos
los concurrentes, que no demostraba ningún temor. Después de
algunas horas, jueron saliendo los del velorio uno tras otro. Cuando
quedaron pocos, el cura también se trató de ir, y le recomendó al
muchacho que no abandonara al muerto; que despavesara las velas y
atendiera que no se juera a quemar algo. Le dijo que él iba a volver
luego. Y así iban saliendo todos para dejar solo al muchacho. El
cura llevaba propósito de no volver. Así jue, y cuando quedó solo
el muchacho con el cuerpo, en el mayor silencio, el muchacho vio que
el dijunto se movía. Áhi no más le dijo:
Nada
contestó el fingido dijunto, pero el muchacho lo dio güelta de un
lado pa otro. Pasado un momento, ¡güelta a moverse el dijunto! El
muchacho le hace las mismas preguntas y lo da güelta otra vez. Y así
estuvo el dijunto moviendosé y el muchacho dandoló güelta. Al fin,
cansado el muchacho se fastidió y dijo, hablando juerte:
-Pero...
¡si lo voy a capar a este maula! Voy a ver, así, si a los muertos
les sale sangre de la capadura.
Y
acto seguido se buscó cerca de la barriga un pupero, que tenía el
muchacho, y que acostumbraba no dejarlo nunca. Haciendo ademán y
uniendo la acción a lo dicho, se jue cuchillo en mano hacia el
muerto. El muerto, que vio que no era broma, se bajó volando y
disparó puerta ajuera, perdiendo flores, mortaja y todos los
arreglos, y voltiando las velas. El muchacho iba que se las pelaba
detrás del muerto, llegaba hasta alcanzarlo en partes y lo punteaba
con el pupero. El caso es que lo dejó al falso muerto malherido y
bastante julepiado. Al fin, el dijunto, con el susto que llevaba, le
sacó ventaja al muchacho, y se le perdió en la oscuridá de la
noche. Cuando el muchacho se cansó de correr, se volvió al cuarto
mortuorio, puso en orden lo que estaba desarreglado y se sentó a
esperar. Más tarde, a eso de la madrugada, llegó el cura y le dijo
al muchacho:
-¿Cómo
le va, hijo? ¿Y la gente? ¿Y el dijunto? ¿Y esto? ¿Y aquéllo?
-¡Qué
va a ser dijunto! -dijo el muchacho. ¡Había síu más vivo que
nosotros! Se empezó a mover, le preguntí si 'taba cansau y lo di
güelta varias veces. Nada dijo. Y se movió tantas veces, que al fin
lo iba a capar, para ver si les salía sangre a los muertos. Pero...
¡Va jodido, señor! Vea, con este pupero lo puntié por donde lo
alcanzaba.
Y
se jueron. El cura se jue a la casa del que hizo de muerto, y jue
grande su aflición al encontrarlo en cama, bastante malherido. Le
costó al cura convencerlo de que no se trataba de una mala acción,
sinó de dar un susto al muchacho para corregirlo. Tuvo que correr
con los gastos de curación y de los días que perdió en el trabajo,
el hombre. Se jue el cura pensando en devolver el muchacho a la
comadre.
Al
día siguiente, el cura se jue con el muchacho y lo entregó. Al fin
la madre, la pobre vieja, lo tenía que soportar. La aconsejaba a
cada picardía que hacía, ¡pero, nada! Y hasta llegó el caso que
lo pusieron preso. La madre rogaba a Dios que se le presentase una
ocasión de empliarlo con algún hombre que pudiese gobernarlo.
Hubo
un día que acertó a pasar por allí un ciego que cantaba con una
guitarra, en la puerta de las casas, para que le diesen alguna cosa.
Y llegó a la casa de la vieja, y le dijo que le conchabara el
muchacho, que le iba a pagar bien. Que el muchacho lo iba a llevar
por los caminos, que iba a recibir lo que les dieran y que le iba
ayudar a vender cositas que llevaba.
Le
dijo la madre al muchacho si quería ocuparse con este ciego y él no
quería por nada.
-¡Ucupate,
hijo! ¡Sí, mi hijito! ¿No ves que no tengo qué hacerte hacer? Ya
estás cada día más mozo y hay que aprender a trabajar. Y a la vez
que te ganís algo, se hace un favor a ese pobre.
-Güeno,
mama. Ya li hi dicho que no me voy a ucupar con ese ciego, pero por
usté y no por naides lo voy a hacer.
Ya
llegó el día que tenía que tomar el muchacho su nuevo empleo.
Llegó el ciego y salieron los dos a caballo, con rumbo hacia el
pueblo.
Cuando
llegaron a las primeras casas, que eran de una familia que quedaba
dando frente al camino, se pararon. El ciego cantó y esperó que le
dieran algo. El muchacho recibió lo que le dieron y lo echó a la
alforja. No le dijo nada al ciego de que le hubieran dado algo. Se
adelantó un trecho, el muchacho, y sacó del envoltorio un pedazo de
arrollado y se puso a comer, muy campanente. El ciego seguía di
atrás y tomó el olor. Cuando se reunieron más allá, en la sombra
de un árbol, y se pusieron a descansar para pasar la siesta, se
pusieron a comer. Mientras comían, el ciego le preguntó al
muchacho:
Estuvieron
en el pueblo. Anduvieron vendiendo. Compraron cosas y pegaron la
güelta. En una parte dejaron los caballos y tenían que andar a pie,
un trecho. Había una acequia por la costa de una paré. Entonces, el
muchacho le dice al ciego:
-Preparesé
a dar un salto bien largo, porque aquí hay una acequia, y es muy
ancha. Ya está en la orilla. Vamos. ¡Salte!
El
ciego dio un salto lo más largo que pudo y con toda su juerza, y se
llevó la paré por delante. Se cayó en medio de la acequia, todo
machucado y con la cara lastimada.
El
ciego lo echó al diablo al muchacho y se encaró con él, diciendolé
que cómo no le había avisado que se encontraba al frente de una
paré.
El
ciego resolvió entregar el muchacho tan mal intencionau, a la madre.
Ya se jueron y cuando llegaron a la casa de la vieja se lo entregó.
El ciego, aunque creiba que el muchacho nada merecía, le pagó a la
vieja lo que le había ofertado.
La
vieja quedó muy apenada por lo que había hecho el hijo y sin saber
qué hacer con este niño. Resolvió consultarle otra vez a su
compadre cura, y al otro día se jue a la casa de él. El cura, que
había quedado con ganas de darle un buen susto al muchacho, le dijo:
El
cura pensaba hacer llegar de noche, al muchacho, a unas casas viejas,
donde asustaban para que sufriera un mal rato.
La
vieja le dijo al muchacho que se lo iba a mandar otra vez al compadre
cura. El muchacho le empezó a rezongar y a decir que no quería
saber nada con curas.
El
muchacho por el pedido de la madre dijo que lo haría. Se presentó
al cura, y él le dio las órdenes para que trajera un caballo de un
lugar distante. El cura calculó que tenía que pasar la noche por
las casas viejas donde se sabía que asustaban.
Salió
el muchacho a la hora que el cura lo despachó. Ya bastante tarde, se
encontró por el camino con un matrimonio anciano, que venían a
caballo. Con ellos entabló conversación y le preguntaron por el
lugar al que iba. Le dijeron que quedaba muy lejos, todavía, y que
seguramente lo sosprendería una tormenta que se acercaba. Le
recomendaron que se apurara mucho, no tanto por la tormenta sinó por
unas casas viejas que iba a topar, por donde no pasaba naides de
noche sin que lo asustasen. Le preguntaron si tenía miedo y él dijo
que no tenía miedo a nada. Se despidieron y los viejitos le desearon
que Dios lo ayudara.
Siguió
su camino y casualmente, cuando más se avecinaba la tormenta, pasaba
por frente de las casas viejas. Resolvió llegar y pasar la noche
allí. Cuando ya desensilló y ató el caballo, se dirigió a las
casas, y de la puerta de un cuarto le salió al encuentro un bulto y
le preguntó qué hacía áhi. Él lo invitó a pelear y le contestó
los insultos que el otro le dijo. Sacó su pupero y se juntaron a
peliar como dos gauchos bravos. Peliaron un buen rato. Cuando el
muchacho lo alcanzaba al bulto con el pupero, sonaba como si juera un
cuero seco. Por puñaladas que le pegara, nada le hacía; seguían
peliando. Peliaron tanto, que ya no podían más de cansados los dos.
Entonce el bulto le dijo que no peliaran más, que con su valor lo
había vencido, que se sentaran, que conversaran, que tenía algo que
contarle.
-Mirá
-le dijo el aparecido, sois el único hombre que me ha podido sacar
de penas, llegando a mi casa y peliando conmigo. Éste era mi
castigo. En premio te voy a dar una botija llena de plata, que tengo
enterrada en aquella esquina del cuarto. Vení y cavá allí.
Como
venía el alba, el alma en pena se despidió y desapareció,
agradeciendolé otra vez al muchacho, y diciendolé que cada vez que
estuviera apurado se acordara de ella.
El
muchacho ensilló el caballo, acomodó el regalo y se dispuso a
seguir viaje. Cuando estuvo en el carril, dijo:
Se
volvió, y tarde de la noche, llegó. Abrió su cuarto, guardó la
botija con plata y se acostó a dormir. Al día siguiente nada le
dijo a su madre del tesoro encontrado. Luego jue a devolverle el
caballo al cura y le dijo que el hombre que tenía que entregarle el
caballo no estaba, y otras mentiras, como disculpas. El cura creyó
que se había vuelto de miedo.
El
muchacho se volvió a su casa y siguió haciendo pillerías tras
pillerías, hasta que la vieja no sabía qué hacer con él. Una vez
tuvo noticias de que un hombre que viajaba pasaba por un desierto, y
resolvió, por consejos del cura, hacer que este hombre lo dejara áhi
al muchacho, para ver si sufriendo un poco se componía. La vieja le
pidió a este hombre que lo llevara al hijo y que con engaño lo
dejara, al pasar, en el desierto. Cuando la vieja le comunicó al
muchacho que tenía que acompañar a este hombre, él le dijo que
aceptaba con la condición que le comprara la mejor escopeta que
hubiera. La vieja le dijo que güeno. Entonce el muchacho, muy
contento, le contestó:
Jue,
sacó de sus botijas unas monedas de plata, y se compró la mejor
escopeta que había y una güena cantidá de tiros. Ya cuando se
despidieron, le dijo a la vieja:
-Yo
bien sé, mama, que usté quere que no esté con usté, pero yo me
voy no más. ¡La bendición, mi mama!
Ya
se jueron. Cuando llegaron al desierto se bajaron y anduvieron
caminando. El hombre dijo que se quedara allí, que él iba a buscar
agua, y con ese pretesto lo dejó solo y siguió viaje.
Tiró
un tiro a una bandada, y al mismo tiempo se le presentó un loro y le
dijo:
Y
levantó la escopeta y le apuntó, y el loro le rogó que no le
tirara. Le suplicó que jueran amigos y le prometió confiarle un
secreto. Pero, le dijo que tenía que ir con él y presentarse ante
el Rey. Le dijo que el Rey lo mandaba a llevar para hacerlo matar
porque con ese tiro le había pegado al Rey en un ojo y estaba
furioso. El loro le explicó cómo tenía que hacer para salvarse de
la rabia del Rey. Se jueron. En el camino el loro le dijo que el Rey
le iba a preguntar si él tiró ese tiro, y que él dijiera que sí.
Que lo iba a mandar a un cuarto a sacar una piedra laja, que había
en un rincón. Que no la sacara a la piedra porque se iba a hundir y
a morir sepultado. Que mirara en otro rincón, que había una
valijita, que la agarrara y saliera disparando con ella. Que tratara
de escapar lo más rápido que pudiera, porque en la puerta lo iba a
esperar el Rey con una escopeta para matarlo. Ya cuando llegaron,
pasó todo como le había dicho el loro, y el Rey le dijo:
El
muchacho obedeció. Entró, vio la valijita, la agarró y salió
disparando, agachadito. Que el muchacho éste era muy ligero. Lo
estaba esperando el Rey con la escopeta, y cuando le tiró, el
muchacho ya había desaparecido.
El
muchacho agarró el camino en dirección a su casa. Ya cuando iba
lejos, tuvo curiosidá y abrió la valijita para ver qué había
adentro. Encontró una catita muy bonita, y la catita le habló y le
dijo que la cuidara, que ella era una niña, la hija del Rey, que
estaba encantada. Y tomó la forma de una persona, y que era la niña
más hermosa del mundo. Y se volvió a hacer catita y se entró a la
valijita.
La
madre había estado pensando que cuando volviera el hijo lo iba a
hacer casar para ver si así se componía. El muchacho se había
enamorado de la niña en cuanto la vio y pensó en casarse con ella.
Al otro día, muy temprano, antes que se levantara la madre, se jue
al pueblo a comprar lo necesario para casarse.
Se
levantó la madre, y estaba tomando mate cuando vio la puerta
entreabierta del cuarto del hijo. Jue, vio que había llegado el
hijo, y descubrió la valijita. La abrió, vio la catita y pensando
que sería alguna brujería, la tiró al suelo. En eso oyó que
volvía el hijo y salió rápido.
Llegó
el muchacho, saludó a la madre y se jue a su cuarto. Abrió la
valijita y vio a la catita a las rengueadas, y que le dijo:
-¡Para
eso me has traído aquí? ¡Ingrato! Ahora, si querís verme otra
vez, me tendrás que buscar adonde me sacastes.
Se
voló, y el muchacho la siguió de atrás. Se asentaba en los árboles
y el muchacho la escapaba de agarrar, y volvía a seguir. Así
anduvieron leguas por muchos días. Cuando ya no podía más, de
cansado, y con la ropa hecha pedazos por las ramas, lastimado y
sangrando lo que se metía por entre los árboles, las pencas, los
barrancos y pedregales, oyó una voz que lo hablaba:
Miró
para todos lados y vio tres palomitas que estaban en lo alto de un
árbol. Y le volvieron a decir:
-Es
para su bien, joven. Dejesé de perseguir a esa catita. Es muy
difícil que usted pueda alcanzarla. Nosotros somos las Tres Marías
del cielo, que venimos a ayudarlo. Atienda que es para su bien. Aquí
le traemos estas cosas de virtud que lo salvarán.
Y
las palomitas dejaron cair: una, una bota; la otra, otra bota, y la
tercera, un sombrero. Con las botas podía correr leguas, y con el
sombrero, hacerse invisible. Así es que agradeció esa ayuda del
cielo. Se puso las botas y salió corriendo más ligero que el
viento. Naides lo vía porque se puso el sombrero que lo hacía
invisible.
Cuando
llegó al palacio del Rey, la niña ya estaba bajo siete llaves. Así
que era imposible saber nada de ella. El muchacho se puso el sombrero
y llegó hasta donde estaba el Rey comiendo, en ese momento. Vio que
a la niña le llevaba la comida una sirvienta, y que el mismo Rey
vigilaba la puerta. El muchacho aprovechó en la primera oportunidá
que pasó la sirvienta, y entró atrás de ella. El Rey cerró la
puerta y casi lo aprieta, al entrar, ¡claro!, ¡como él era
invisible!...
El
mozo se puso atrás de la puerta, y en cuanto salió la sirvienta, se
sacó el sombrero. La niña tuvo una gran sorpresa y una gran alegría
al verlo aparecer, pero quedó muy triste cuando lo vio todo
lastimado y ensangrentado.
-Ahora
sí serás mi esposo -le dijo- porque has hecho un sacrificio por mi
cariño, porque has sufrido tanto para encontrarme.
Conversaron
en momentos en que se iba la sirvienta y arreglaron para irse. La
niña, cuando le trajieron el último plato, se calzó una de las
botas. Se pusieron el sombrero del modo de hacerse invisible los dos,
y salieron atrás de la sirvienta. El Rey volvió a echar llave a la
puerta. Así salieron sin ser vistos y tomaron el camino para el lado
de la casa del muchacho. Llegaron a un pueblo y compraron toda la
ropa y lo que necesitaban.
Ya
llegaron a la casa. La vieja estaba loca de contenta de ver que su
hijo se iba a casar con una niña tan linda. Allí mismo se mandó
hacer un gran palacio con el dinero del tesoro que tenía.
Concertaron
el casamiento. Se casaron y se quedaron a vivir ricos y felices. El
muchacho ya no hizo más picardías y se hizo un hombre serio y
formal.
Cecilio
Agüero, 70 años. Nogolí. Belgrano. San Luis, 1950.
Campesino
nacido en la región, de la que no ha salido nunca. Escasamente sabe
leer y escribir. Aprendió el cuento del padre, que era un gran
narrador y de quien heredó esta aptitud.
El
cuento reúne motivos diversos de otros cuentos.
Cuento
913. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
0.015.1
anonimo (argentina) - 069
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