Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

lunes, 2 de febrero de 2015

El muchacho corajudo .913

Había una vez una vieja que tenia un muchacho tan diablo y mañoso, que no acertaba qué hacer con él, cómo acomodarlo en algún poder que pudiese tomar otros modales y cambiar de costumbres. Porque le tiraba a todo lo malo. La vieja tenía un compadre que era cura. Quiso la suerte que el cura pensase en buscar un muchacho para los mandados, y pensó en la comadre. En seguida jue a verla, en procura del muchacho, pero no era éste su ahijado. Cuando llegó el cura a la casa de su comadre, después de los cumplidos, le hizo saber el motivo de su visita. La vieja consintió, pero le dijo que le iba a consultar al muchacho. Ya cuando vino, le dijo al muchacho:
-Es güeno que te ocupís, hijo. Para eso ha venido mi compadre cura, para que lo acompañís y le hagáis sus mandados. Él te enseñará a ser güeno, los quere mucho.
Y cosas por el estilo eran las que le decía la vieja al hijo. Entonces le contestó el muchacho:
-Ya sabe, mama, que yo no me quero ucupar con naides, y mucho menos con curas.
-Pero, hijo, ¿cómo me va a hacer quedar mal, usté que es mi hijito? Ya he quedado de mandarlo mañana, ¡Qué vergüenza será si no va! ¡Vaya, hijo!
Y así la vieja le proponía al muchacho, y lo sobaba por la cabeza y la espalda, mientras tomaban mate los dos.
-Güeno -dijo al fin el muchacho. Pero... ya sabe mama, por usté lo hago, pero yo no quero saber nada con curas.
Queriendo y no queriendo, el muchacho jue a presentarse al cura, al otro día. El cura lo recibió muy contento y amable, tratandoló de hijo y palmeandoló.
Anduvo bien el muchacho unos días, mientras la oportunidá faltaba. Cierto día que el cura no estaba en la casa, vino una mujer trayendolé de regalo, al cura, un envoltorio. El muchacho lo recibió y lo guardó. Cuando quedó solo, le picó la curiosidá por saber qué cosa le había traido la mujer al cura. Desató, desenvolvió, y viendo que era una gallina cocida, le arrancó una pierna y se la comió, volviendo a dejarla atada y envuelta conforme la había recibido.
Cuando vino el cura, siendo ya tarde, se pusieron a cenar lo que tenían preparado para comer. Cuando habían terminado, el mucha-cho le dio cuenta al cura de que una mujer había venido cuando él estaba ausente y le había dejado un atado.
-Traiga, hijo, ese atado -dijo el cura.
El muchacho obedeció y trajo el atado al cura. El cura desató y desenvolvió, notando la falta y fingiendo admiración, dijo que le extrañaba mucho ver una gallina con una sola pata. Después que la hubieron depostado ya hubieron comido, volvió a decir el cura que no sabía cómo podía ser que una gallina tuviera una sola pata. El muchacho le aseguró que así no más había venido la gallina, y que eso no era raro, porque muchas veces se ven gallinas en una sola pata. Y para probarlo, lo invitó al cura a que fueran al gallinero. Y jueron. Entonces, el muchacho señalando las gallinas que estaban con una pata levantada, le decía:
-¿No ve aquella gallina que tiene una sola pata? ¿No ve esta otra? ¿No ve aquel gallo?
El cura fingía inocencia, y en eso, les hizo ¡chúi! espantandolás con un ademán de la mano.
-¿No ves -le dijo el cura- cómo sacan la otra pata?
-¡Ah! -contestó el muchacho, si usté le hubiera hecho ¡chúi! a la gallina cocida, cuando la desató, también hubiera sacado la otra pata.
Por esta vez le ganó el muchacho al cura.
El muchacho era de una condición que no tenía miedo a nada y a naides. El cura, que se había propuesto escarmentarlo por medio del miedo, tramó un hecho. Buscó a un hombre que era conocido por su coraje y le propuso pagarle bien, para que se hiciese el muerto y que permitiese velarlo en un lugar. El cura buscó gente que viniera a ayudar a pasar la mala noche. Todos estaban de acuerdo para ir saliendo, uno a uno la noche del velorio y dejar al muchacho solo, con el cuerpo, velandoló. El que hacía de muerto iba a tratar de asustar al muchacho, en toda forma. Y así lo hicieron, después de estar todo arreglado. Cuando llegó el día, el cura le dijo al muchacho:
-Ha muerto un vecino y tenimos que ir, hijo, a ayudar a pasar la mala noche, velando al dijunto.
Cuando llegó la noche, jueron el cura y el muchacho, que estaba entre todos los concurrentes, que no demostraba ningún temor. Después de algunas horas, jueron saliendo los del velorio uno tras otro. Cuando quedaron pocos, el cura también se trató de ir, y le recomendó al muchacho que no abandonara al muerto; que despavesara las velas y atendiera que no se juera a quemar algo. Le dijo que él iba a volver luego. Y así iban saliendo todos para dejar solo al muchacho. El cura llevaba propósito de no volver. Así jue, y cuando quedó solo el muchacho con el cuerpo, en el mayor silencio, el muchacho vio que el dijunto se movía. Áhi no más le dijo:
-¿Por qué te 'táis moviendo, che? ¿Estáis cansado? Te voy a dar güelta.
Nada contestó el fingido dijunto, pero el muchacho lo dio güelta de un lado pa otro. Pasado un momento, ¡güelta a moverse el dijunto! El muchacho le hace las mismas preguntas y lo da güelta otra vez. Y así estuvo el dijunto moviendosé y el muchacho dandoló güelta. Al fin, cansado el muchacho se fastidió y dijo, hablando juerte:
-Pero... ¡si lo voy a capar a este maula! Voy a ver, así, si a los muertos les sale sangre de la capadura.
Y acto seguido se buscó cerca de la barriga un pupero, que tenía el muchacho, y que acostumbraba no dejarlo nunca. Haciendo ademán y uniendo la acción a lo dicho, se jue cuchillo en mano hacia el muerto. El muerto, que vio que no era broma, se bajó volando y disparó puerta ajuera, perdiendo flores, mortaja y todos los arreglos, y voltiando las velas. El muchacho iba que se las pelaba detrás del muerto, llegaba hasta alcanzarlo en partes y lo punteaba con el pupero. El caso es que lo dejó al falso muerto malherido y bastante julepiado. Al fin, el dijunto, con el susto que llevaba, le sacó ventaja al muchacho, y se le perdió en la oscuridá de la noche. Cuando el muchacho se cansó de correr, se volvió al cuarto mortuorio, puso en orden lo que estaba desarreglado y se sentó a esperar. Más tarde, a eso de la madrugada, llegó el cura y le dijo al muchacho:
-¿Cómo le va, hijo? ¿Y la gente? ¿Y el dijunto? ¿Y esto? ¿Y aquéllo?
-¡Qué va a ser dijunto! -dijo el muchacho. ¡Había síu más vivo que nosotros! Se empezó a mover, le preguntí si 'taba cansau y lo di güelta varias veces. Nada dijo. Y se movió tantas veces, que al fin lo iba a capar, para ver si les salía sangre a los muertos. Pero... ¡Va jodido, señor! Vea, con este pupero lo puntié por donde lo alcanzaba.
-¡Bárbaro! ¡Qué habrás hecho! ¡Cuándo menos!...
-Nada, señor. Como se me alzó lo corría pa velarlo.
-Bueno -dijo el cura-, vamos a casa.
Y se jueron. El cura se jue a la casa del que hizo de muerto, y jue grande su aflición al encontrarlo en cama, bastante malherido. Le costó al cura convencerlo de que no se trataba de una mala acción, sinó de dar un susto al muchacho para corregirlo. Tuvo que correr con los gastos de curación y de los días que perdió en el trabajo, el hombre. Se jue el cura pensando en devolver el muchacho a la comadre.
Al día siguiente, el cura se jue con el muchacho y lo entregó. Al fin la madre, la pobre vieja, lo tenía que soportar. La aconsejaba a cada picardía que hacía, ¡pero, nada! Y hasta llegó el caso que lo pusieron preso. La madre rogaba a Dios que se le presentase una ocasión de empliarlo con algún hombre que pudiese gobernarlo.
Hubo un día que acertó a pasar por allí un ciego que cantaba con una guitarra, en la puerta de las casas, para que le diesen alguna cosa. Y llegó a la casa de la vieja, y le dijo que le conchabara el muchacho, que le iba a pagar bien. Que el muchacho lo iba a llevar por los caminos, que iba a recibir lo que les dieran y que le iba ayudar a vender cositas que llevaba.
Le dijo la madre al muchacho si quería ocuparse con este ciego y él no quería por nada.
-¡Qué me voy a ucupar con un ciego, mama! ¡Yo no!
-¡Ucupate, hijo! ¡Sí, mi hijito! ¿No ves que no tengo qué hacerte hacer? Ya estás cada día más mozo y hay que aprender a trabajar. Y a la vez que te ganís algo, se hace un favor a ese pobre.
Y a tanto clamor de la vieja, el muchacho le dijo güeno.
-Güeno, mama. Ya li hi dicho que no me voy a ucupar con ese ciego, pero por usté y no por naides lo voy a hacer.
Ya llegó el día que tenía que tomar el muchacho su nuevo empleo. Llegó el ciego y salieron los dos a caballo, con rumbo hacia el pueblo.
Cuando llegaron a las primeras casas, que eran de una familia que quedaba dando frente al camino, se pararon. El ciego cantó y esperó que le dieran algo. El muchacho recibió lo que le dieron y lo echó a la alforja. No le dijo nada al ciego de que le hubieran dado algo. Se adelantó un trecho, el muchacho, y sacó del envoltorio un pedazo de arrollado y se puso a comer, muy campanente. El ciego seguía di atrás y tomó el olor. Cuando se reunieron más allá, en la sombra de un árbol, y se pusieron a descansar para pasar la siesta, se pusieron a comer. Mientras comían, el ciego le preguntó al muchacho:
-Decime, hijo, en la casa aquella que canté, ¿nada te dieron?
-¡Nada! -le dijo el muchacho.
-¡Cómo, nada! Si yo tomí el olor. Yo olfatié que era arrollado lo que te dieron.
-A mí no me han dado nada -le volvió a decir.
En eso quedaron, y el muchacho juró vengarse del ciego y demostrarle que su olfato no andaba bien.
Estuvieron en el pueblo. Anduvieron vendiendo. Compraron cosas y pegaron la güelta. En una parte dejaron los caballos y tenían que andar a pie, un trecho. Había una acequia por la costa de una paré. Entonces, el muchacho le dice al ciego:
-Preparesé a dar un salto bien largo, porque aquí hay una acequia, y es muy ancha. Ya está en la orilla. Vamos. ¡Salte!
El ciego dio un salto lo más largo que pudo y con toda su juerza, y se llevó la paré por delante. Se cayó en medio de la acequia, todo machucado y con la cara lastimada.
El ciego lo echó al diablo al muchacho y se encaró con él, diciendolé que cómo no le había avisado que se encontraba al frente de una paré.
-¿Y cómo no la olfatió, po? Así como olfatió el arrollado, así hubiera también olfatiau la paré.
El ciego resolvió entregar el muchacho tan mal intencionau, a la madre. Ya se jueron y cuando llegaron a la casa de la vieja se lo entregó. El ciego, aunque creiba que el muchacho nada merecía, le pagó a la vieja lo que le había ofertado.
La vieja quedó muy apenada por lo que había hecho el hijo y sin saber qué hacer con este niño. Resolvió consultarle otra vez a su compadre cura, y al otro día se jue a la casa de él. El cura, que había quedado con ganas de darle un buen susto al muchacho, le dijo:
-Dejeló, no más. Prestemeló a mí. Yo lo voy a mandar a que me traiga un caballo de un lugar lejos.
El cura pensaba hacer llegar de noche, al muchacho, a unas casas viejas, donde asustaban para que sufriera un mal rato.
La vieja le dijo al muchacho que se lo iba a mandar otra vez al compadre cura. El muchacho le empezó a rezongar y a decir que no quería saber nada con curas.
-¡Andá, hijo, haceme quedar bien! Un favor nunca se pierde, hijo.
El muchacho por el pedido de la madre dijo que lo haría. Se presentó al cura, y él le dio las órdenes para que trajera un caballo de un lugar distante. El cura calculó que tenía que pasar la noche por las casas viejas donde se sabía que asustaban.
Salió el muchacho a la hora que el cura lo despachó. Ya bastante tarde, se encontró por el camino con un matrimonio anciano, que venían a caballo. Con ellos entabló conversación y le preguntaron por el lugar al que iba. Le dijeron que quedaba muy lejos, todavía, y que seguramente lo sosprendería una tormenta que se acercaba. Le recomendaron que se apurara mucho, no tanto por la tormenta sinó por unas casas viejas que iba a topar, por donde no pasaba naides de noche sin que lo asustasen. Le preguntaron si tenía miedo y él dijo que no tenía miedo a nada. Se despidieron y los viejitos le desearon que Dios lo ayudara.
Siguió su camino y casualmente, cuando más se avecinaba la tormenta, pasaba por frente de las casas viejas. Resolvió llegar y pasar la noche allí. Cuando ya desensilló y ató el caballo, se dirigió a las casas, y de la puerta de un cuarto le salió al encuentro un bulto y le preguntó qué hacía áhi. Él lo invitó a pelear y le contestó los insultos que el otro le dijo. Sacó su pupero y se juntaron a peliar como dos gauchos bravos. Peliaron un buen rato. Cuando el muchacho lo alcanzaba al bulto con el pupero, sonaba como si juera un cuero seco. Por puñaladas que le pegara, nada le hacía; seguían peliando. Peliaron tanto, que ya no podían más de cansados los dos. Entonce el bulto le dijo que no peliaran más, que con su valor lo había vencido, que se sentaran, que conversaran, que tenía algo que contarle.
-¿Y quién sois vos? -le preguntó el muchacho.
El bulto no le contestó, y entonce el muchacho dijo:
-¡Pero... si voy a encender un fósforo para ver la casa de con quién hi peliau!
-¡No, no encendáis fósforo!
-¡Qué no!...
-No, no encendáis, mirá que yo soy un alma del otro mundo y no puedo ver luz.
Consintió el muchacho en no encender luz y se sentaron a conversar.
-Mirá -le dijo el aparecido, sois el único hombre que me ha podido sacar de penas, llegando a mi casa y peliando conmigo. Éste era mi castigo. En premio te voy a dar una botija llena de plata, que tengo enterrada en aquella esquina del cuarto. Vení y cavá allí.
-No, no, cavá vos si me hais de dar algo.
El dijunto cavó y sacó una botija llena de plata y se la entregó.
-¡Me armé! -dijo el muchacho muy contento.
Como venía el alba, el alma en pena se despidió y desapareció, agradeciendolé otra vez al muchacho, y diciendolé que cada vez que estuviera apurado se acordara de ella.
El muchacho ensilló el caballo, acomodó el regalo y se dispuso a seguir viaje. Cuando estuvo en el carril, dijo:
-Nu hi dir nada pa donde mi han mandau. Me vuelvo a mi casa.
Se volvió, y tarde de la noche, llegó. Abrió su cuarto, guardó la botija con plata y se acostó a dormir. Al día siguiente nada le dijo a su madre del tesoro encontrado. Luego jue a devolverle el caballo al cura y le dijo que el hombre que tenía que entregarle el caballo no estaba, y otras mentiras, como disculpas. El cura creyó que se había vuelto de miedo.
El muchacho se volvió a su casa y siguió haciendo pillerías tras pillerías, hasta que la vieja no sabía qué hacer con él. Una vez tuvo noticias de que un hombre que viajaba pasaba por un desierto, y resolvió, por consejos del cura, hacer que este hombre lo dejara áhi al muchacho, para ver si sufriendo un poco se componía. La vieja le pidió a este hombre que lo llevara al hijo y que con engaño lo dejara, al pasar, en el desierto. Cuando la vieja le comunicó al muchacho que tenía que acompañar a este hombre, él le dijo que aceptaba con la condición que le comprara la mejor escopeta que hubiera. La vieja le dijo que güeno. Entonce el muchacho, muy contento, le contestó:
-Yo tengo plata, mama, yo me la voy a comprar.
Jue, sacó de sus botijas unas monedas de plata, y se compró la mejor escopeta que había y una güena cantidá de tiros. Ya cuando se despidieron, le dijo a la vieja:
-Yo bien sé, mama, que usté quere que no esté con usté, pero yo me voy no más. ¡La bendición, mi mama!
-¡Que Dios te bendiga, te ayude y te haga güeno, hijo!
Ya se jueron. Cuando llegaron al desierto se bajaron y anduvieron caminando. El hombre dijo que se quedara allí, que él iba a buscar agua, y con ese pretesto lo dejó solo y siguió viaje.
El muchacho anduvo mucho, y al fin dijo:
-Voy a cazar algo con mi escopeta.
Tiró un tiro a una bandada, y al mismo tiempo se le presentó un loro y le dijo:
-¿Quién tiró ese tiro? ¿Vos hais sido?
-Yo jui, y te voy a meter otro a vos también.
Y levantó la escopeta y le apuntó, y el loro le rogó que no le tirara. Le suplicó que jueran amigos y le prometió confiarle un secreto. Pero, le dijo que tenía que ir con él y presentarse ante el Rey. Le dijo que el Rey lo mandaba a llevar para hacerlo matar porque con ese tiro le había pegado al Rey en un ojo y estaba furioso. El loro le explicó cómo tenía que hacer para salvarse de la rabia del Rey. Se jueron. En el camino el loro le dijo que el Rey le iba a preguntar si él tiró ese tiro, y que él dijiera que sí. Que lo iba a mandar a un cuarto a sacar una piedra laja, que había en un rincón. Que no la sacara a la piedra porque se iba a hundir y a morir sepultado. Que mirara en otro rincón, que había una valijita, que la agarrara y saliera disparando con ella. Que tratara de escapar lo más rápido que pudiera, porque en la puerta lo iba a esperar el Rey con una escopeta para matarlo. Ya cuando llegaron, pasó todo como le había dicho el loro, y el Rey le dijo:
-¿Vos tirastes ese tiro?
-Sí, mi Rey.
-¿No ves lo que me hais hecho? ¿No ves cómo me has pegado en el ojo?
-Sí, mi Rey.
-Güeno, entrá a ese cuarto y alcanzame una piedra laja que hay en un rincón.
El muchacho obedeció. Entró, vio la valijita, la agarró y salió disparando, agachadito. Que el muchacho éste era muy ligero. Lo estaba esperando el Rey con la escopeta, y cuando le tiró, el muchacho ya había desaparecido.
El muchacho agarró el camino en dirección a su casa. Ya cuando iba lejos, tuvo curiosidá y abrió la valijita para ver qué había adentro. Encontró una catita muy bonita, y la catita le habló y le dijo que la cuidara, que ella era una niña, la hija del Rey, que estaba encantada. Y tomó la forma de una persona, y que era la niña más hermosa del mundo. Y se volvió a hacer catita y se entró a la valijita.
El muchacho, muy pensativo se jue a su casa. Llegó de noche, guardó la valijita y se botó a dormir.
La madre había estado pensando que cuando volviera el hijo lo iba a hacer casar para ver si así se componía. El muchacho se había enamorado de la niña en cuanto la vio y pensó en casarse con ella. Al otro día, muy temprano, antes que se levantara la madre, se jue al pueblo a comprar lo necesario para casarse.
Se levantó la madre, y estaba tomando mate cuando vio la puerta entreabierta del cuarto del hijo. Jue, vio que había llegado el hijo, y descubrió la valijita. La abrió, vio la catita y pensando que sería alguna brujería, la tiró al suelo. En eso oyó que volvía el hijo y salió rápido.
Llegó el muchacho, saludó a la madre y se jue a su cuarto. Abrió la valijita y vio a la catita a las rengueadas, y que le dijo:
-¡Para eso me has traído aquí? ¡Ingrato! Ahora, si querís verme otra vez, me tendrás que buscar adonde me sacastes.
Se voló, y el muchacho la siguió de atrás. Se asentaba en los árboles y el muchacho la escapaba de agarrar, y volvía a seguir. Así anduvieron leguas por muchos días. Cuando ya no podía más, de cansado, y con la ropa hecha pedazos por las ramas, lastimado y sangrando lo que se metía por entre los árboles, las pencas, los barrancos y pedregales, oyó una voz que lo hablaba:
-¡Joven! ¡Joven! ¡Paresé! ¿Qué anda haciendo?
Miró para todos lados y vio tres palomitas que estaban en lo alto de un árbol. Y le volvieron a decir:
-Es para su bien, joven. Dejesé de perseguir a esa catita. Es muy difícil que usted pueda alcanzarla. Nosotros somos las Tres Marías del cielo, que venimos a ayudarlo. Atienda que es para su bien. Aquí le traemos estas cosas de virtud que lo salvarán.
Y las palomitas dejaron cair: una, una bota; la otra, otra bota, y la tercera, un sombrero. Con las botas podía correr leguas, y con el sombrero, hacerse invisible. Así es que agradeció esa ayuda del cielo. Se puso las botas y salió corriendo más ligero que el viento. Naides lo vía porque se puso el sombrero que lo hacía invisible.
Cuando llegó al palacio del Rey, la niña ya estaba bajo siete llaves. Así que era imposible saber nada de ella. El muchacho se puso el sombrero y llegó hasta donde estaba el Rey comiendo, en ese momento. Vio que a la niña le llevaba la comida una sirvienta, y que el mismo Rey vigilaba la puerta. El muchacho aprovechó en la primera oportunidá que pasó la sirvienta, y entró atrás de ella. El Rey cerró la puerta y casi lo aprieta, al entrar, ¡claro!, ¡como él era invisible!...
El mozo se puso atrás de la puerta, y en cuanto salió la sirvienta, se sacó el sombrero. La niña tuvo una gran sorpresa y una gran alegría al verlo aparecer, pero quedó muy triste cuando lo vio todo lastimado y ensangrentado.
-Ahora sí serás mi esposo -le dijo- porque has hecho un sacrificio por mi cariño, porque has sufrido tanto para encontrarme.
Conversaron en momentos en que se iba la sirvienta y arreglaron para irse. La niña, cuando le trajieron el último plato, se calzó una de las botas. Se pusieron el sombrero del modo de hacerse invisible los dos, y salieron atrás de la sirvienta. El Rey volvió a echar llave a la puerta. Así salieron sin ser vistos y tomaron el camino para el lado de la casa del muchacho. Llegaron a un pueblo y compraron toda la ropa y lo que necesitaban.
Ya llegaron a la casa. La vieja estaba loca de contenta de ver que su hijo se iba a casar con una niña tan linda. Allí mismo se mandó hacer un gran palacio con el dinero del tesoro que tenía.
El alma del dijunto que había salvado el muchacho, era lo que lo ayudaba de esta suerte.
Concertaron el casamiento. Se casaron y se quedaron a vivir ricos y felices. El muchacho ya no hizo más picardías y se hizo un hombre serio y formal.
Y yo me vine de allí, así es que no sé qué más pasó.

Cecilio Agüero, 70 años. Nogolí. Belgrano. San Luis, 1950.

Campesino nacido en la región, de la que no ha salido nunca. Escasamente sabe leer y escribir. Aprendió el cuento del padre, que era un gran narrador y de quien heredó esta aptitud.

El cuento reúne motivos diversos de otros cuentos.

Cuento 913. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini


0.015.1 anonimo (argentina) - 069

No hay comentarios:

Publicar un comentario