Había
una vez, en el campo, un matrimonio de viejitos que tenían tres
hijos. Eran muy pobres, pasaban muchas necesidades, y muchos días no
tenían qué darles de comer a los hijos. Un día, el hijo mayor le
dice a la viejita:
-M'
hijo, ¿ánde vas a ir vos, tan flojo, que podáis trabajar? Es mejor
que te quedís acá. Dios los ha de ayudar para mejorar de suerte.
Caminó,
caminó, caminó... Y al cabo de tanto camino, por unos montes muy
espesos, le salió un viejito di adentro del monte y le dice:
-Güenos
días, señor -le dice el muchacho.
Siguió
el camino el muchacho y llegó a la casa de un señor muy rico. Se
allegó, saludó y pidió trabajo. Le dijeron que necesitaban un
muchacho para mandar. Ya salió el señor y le dijo:
-Bueno
-le dice el señor, mañana te van a entregar siete ovejitas. Las
ovejitas van a seguir solitas. Vos la tenís que seguir. No te tenís
que asustar de ningún peligro. Pase lo que pase, seguí siempre de
atrás de las ovejitas. Ande ellas se paren, áhi te tenís que parar
vos. Después que sigan el camino que tienen que seguir, van a llegar
a la casa de una señora. A esa señora le tenís que entregar esta
carta. Ella te va a dar el contesto, y vos me lo traís.
Le
dio las güenas noches, y se jueron a dormir. Al otro día muy
tempranito, le entregaron al muchacho las siete ovejitas, y el siguió
di atrás. Después que anduvieron un largo camino, llegaron a un río
de aguas cristalinas. Llenito venía el río, de oría a oría,
rebalsaba el agua. Las ovejitas llegaron y áhi no más entraron y
empezaron a cruzar el río. El muchacho se paró en la oría, muerto
de miedo de ver tanta agua. No se animaba a meterse. Las ovejitas
seguían pasando y apenas se les mojaban las pezuñitas. Él creyó
que s'iba a augar, y se volvió. Las ovejitas pasaron y se perdieron
de vista.
Bué...
Ya llegó el muchacho de vuelta a la casa del señor, y el señor le
dice:
-Y
mal señor. Me tuve que volver porque me encontrí con un río muy
crecido. Si lo paso mi augo. Yo no sé cómo pasaron las ovejitas,
sería lo que son livianitas. Tome la carta. Y le entregó la carta
que era pa la señora.
-Güeno,
mi amigo, si no se animó, ¡qué le vamos a hacer! Le voy a pagar lo
mismo. Viamos, ¿qué querís que te dé de sueldo, un Dios te lo
pague o un almú de plata?
-¿Qué
voy a hacer, señor, con un Dios te lo pague? Déme no más un almú
de plata, que se lo voy a llevar a mis padres, que son muy pobres.
Bue...
Ya el señor dio la orden que llenen las alforjas, al mucha-cho, con
un almú de plata. Y se jue el muchacho recontentísimo.
-¿Qué
habrá sido de m'hijo, tan desobediente, tan flojito y tan mal criau?
¿Qué será d'él, que no ha güelto?
-No
llore, mamita, yo voy a ir a buscarlo y a buscar trabajo. Así no
vamos a pasar tantas necesidades.
-Pero
m'hijito, ¡qué te váis a ir si vos sois también tan flojo? ¿Te
irás a perder, hijito, como el otro?
El
segundo hijo, que también era desobediente y flojo como el otro, se
jue no más. La viejita le preparó unas tortas y unas rosquillas, y
se las acomodó en las alforjas. El muchacho ensilló su burro, pidió
la bendición a los padres y se jue...
El
segundo hermano, después de andar mucho, se topó con el mismo
viejito que pedía limosna. Se saludaron:
-No
tengo nada -le dice el muchacho, de mala manera, fastidiado con el
pobre.
Anduvo
un largo camino, y jue y llegó, como el otro hermano, a las casas
lindas del mismo señor. Se allegó y saludó y preguntó si tenían
trabajo. Le dijieron que pase, que 'taban necesitando un pión pa
mandar. Ya lo vio el señor y le dijo que el trabajo que él tenía
era el de llevar una carta a una señora, al otro día muy
tempranito. Le dijo al muchacho lo mismo que al otro, que tenía que
seguir di atrás de las ovejitas, pasar cuando pasaran ellas, y no
tenía que asustarse de ninguna cosa que viera y entregar la carta a
una señora de hábito negro y volver.
El
muchacho dijo que güeno, pero, como era flojón, no tenía muchas
ganas de molestarse, pero qué iba a hacer, no tenía más remedio
que trabajar.
Al
otro día de madrugada le entregaron las siete ovejitas y en cuantito
agarró el camino la tropillita, él siguió di atrás. Anduvieron y
llegaron a un gran río de aguas cristalinas. Muy profundo se vía el
río y llenito venía, se rebalsaba de oría a oría. Creyó el
muchacho que las ovejitas s'iban a parar, pero pasaron no más. Aquí
me voy a augar, pensó el muchacho. Yo no m'hi conchabáu pa esto. Y
áhi no más pegó la güelta. Las ovejitas apenas se mojaban las
pezuñitas, y pasaron como si nada juera.
-Güeno,
amigo, si ha síu tan flojo que no si ha animáu a pasar el río,
¡qué le vamos a hacer! ¿Qué quiere que le dé, un Dios te lo
pague o un almú de plata?
Y
entonce el muchacho, que era muy interesado, le dice:
En
las casas, los viejitos 'taban enfermos de tanto llorar lo que los
dos hijos no volvían. Pensaban que se hubieran perdido o que se
hubieran muerto. Entonce, el hijo menor, le dijo a la viejita:
-No
llore, mamita, yo voy a ir a saber ánde 'tán mis hermanos, y a
trabajar pa tráile pan y todo lo que necesitan mis dos viejitos.
-¡Ay,
no m'hijito! ¡Ande se va a ir usté, tan chiquito! ¡Me le va a
pasar algo! ¡Se va a perder, se me va a morir di hambre y de sé por
áhi, o lo van a comer las fieras del campo!
Y
el chico le pidió tanto a los viejitos que lo dejaran ir y que le
echaran la bendición, que al fin cedieron. La viejita le preparó
unas tortas y unos quesillos y se los puso en las alforjas, como a
los otros hermanos. Los viejitos lloraban, porque él era el más
güeno de los hijos; que los quería y atendía más, y lo iban a
estrañar muchísimo. Pero era el más alentáu, y mejor mandáu, y
más atencioso. Ellos pensaban que iba a tener mejor suerte, aunque
era tan chico, que daba lástima verlo que se juera solito. Ensilló
el único caballito que tenía, flaco y viejo. Bué... L'echaron la
bendición los viejitos y se jue. Anduvo y anduvo y anduvo, y jue muy
lejo. Llegó al camino aquél, ande sus hermanos encontraron al
viejito que pedía una caridá, y él también lo encontró. Se
saludaron:
Y
el chico le dio al viejito todo lo que le quedaba de la torta y del
quesillo que l'hizo la madre.
-Qué
Dios te lo pague y te dé de todo en abundancia, y que te haga
alentau y valiente p'andar por el campo y pa vencer todos los
inconvenientes.
El
chico, muy contento de lo que había hecho con el viejito que pedía
limosna, siguió y siguió. Llegó a la casa grande ande vivía el
señor rico, y llegó y lo hicieron pasar adelante. Saludó y pidió
conchabo. Le dijieron que sí, que necesitaban un muchacho para un
trabajo. Salió el señor, lo saludó y le dijo si se animaba a
llevar una carta a una señora viuda, que vivía muy lejos.
-Güeno,
vas a seguir unas ovejitas que te van a entregar mañana tempranito,
y tenís que pasar muchos peligros, hasta que lleguís ande 'tá la
señora, y tenís que entregarle la carta. Sois tan chico que no sé
si te vais a animar a hacer el encargue.
Bué...
El muchacho mayor en ese tiempo, llegó a las casas de los padres. De
lejo, no más, empezó a gritar:
-¡Abran
las sábanas, mis padres, que traigo las alforjas llenas de plata!
¡Abran las sábanas, que traigo dos cargas de plata!
Ya
salieron los viejitos corriendo y sacaron sus sabanitas y las
abrieron en el patio, recontentos de que volvía el hijo y de que nu
iban a ser más pobres. Y llegó el muchacho y abrazó los viejitos,
y vació las alforjas. ¡Dios Santo y María Santísima!, mierda no
más caiba, con un olor que no se podía más... Los viejitos
s'enojaron muchísimo crendo que el hijo les faltaba, y l'echaron en
la cara el atrevimiento. El muchacho si acordó de las palabras del
viejito y se calló, y les contó lo que le había pasado, y se
dieron cuenta qu'era un castigo de Dios.
Los
viejitos créidos, otra vez, abrieron las sabanitas en el patio.
Estaban lo mismo muy contentos de que volviera el hijo traendo plata.
Y llegó el muchacho y se apió, y abrazó a los viejitos, y ya vació
también las alforjas. ¡Dios nos favorezca! Mierda no más cayó,
otra vez. Más hedionda y más pior que l'otra. Los viejitos se
enojaron más y quedaron muy resentidos con los hijos que les hacían
esa farsa y eran tan malos. El hijo contó también, lo que le había
pasáu, que era, ¡claro!, un castigo de Dios.
Vamos
a ver qué hizo el menor. Tempranito al otro día, llegó, le
entregaron las siete ovejitas. Él las siguió. Caminó, caminó,
caminó... Ya llegaron al río crecido de aguas cristalinas. El chico
vio que venía muy crecido, de oría a oría. Las ovejitas comenzaron
a pasar. Cuando él vide eso, que los animalitos pasaban, tuvo
vergüenza de ser cobarde y s'entró también. Las ovejitas apenas se
mojaban las pezuñitas. Su caballito, también, apenas se mojaba los
vasos. Ya cruzaron y siguieron. Más allá, encontraron un río, un
río de leche. El muchacho se sosprendió mucho de esto, y tan grande
era, que le dio miedo. Pero vido que las ovejitas pasaban, y él di
atrás, haciendosé corajudo, pasó también. Apenas se mojaban las
pezuñas de las ovejitas, y lo mesmo, apenas se mojaban los vasos del
caballito. Y seguían andando. Más allá encontraron un río de
sangre que rebalsaba de oría a oría, y se vía que era muy hondo.
Le dio mucho miedo, pero las ovejitas pasaban y él pasó también,
siempre de atrás. Apenas se manchaban las pezuñitas de las ovejitas
y lo mesmo los vasos del caballo. Ya pasaron y siguieron. Más allá
encontraron dos peñascos muy grandes que se chocaban, que se
separaban y se juntaban, y saltaban chispas. El muchacho pensó qui
áhi s'iban a aplastar. Llegaron las ovejitas y cuando se abrieron
las piedras, pasaron, y él áhi no más pasó con ellas. Por un
chiquito no lu agarran las peñas, lo que se volvieron a juntar.
Siguieron. Las ovejitas, al pasito largo, y él atrás. Más allá
vio dos cristianos colgados de la lengua. El chico 'taba muy
impresionado, pero siguió no más. Más allá vio en un potrero de
alfa, hermosísimo, unos güeyes que ya se morían de flacos, el
cuero pegau a los güesos. Más allá encontró unos güeyes
lustrosos de gordos en un peladar. Más allá encontró una oveja con
un corderito que jugaban los saltos, los dos. Después de andar un
rato, devisó una casita blanca. Llegaron las ovejitas. Cruzaron el
patio y jueron y se echaron abajo de unos árboles, a la sombra.
Salió una señora viuda y el muchacho se dio cuenta que áhi era
ande lo mandaban. La casa 'taba llena de flores y cantaban pajaritos.
Él 'taba encantado y saludó:
-Güen
día, hijito -le dice la señora, muy atenta. Pase adelante, hijito,
¿cómo le va yendo? ¿Qué se le ofrece?
La
señora muy cariñosa lo trató muy bien. Le dio de comer y lu hizo
dormir la siesta con la cabeza en la falda d'ella, mientras lo
espulgaba. Lo despertó y le dijo que había dormido diez años. El
muchacho creía que había dormido un ratito.
Agarró
la señora y partió de un pan y un queso, una tajada de cada uno, y
le dio al muchachito pa que juera comiendo.
-Mirá,
hijito -le dice la señora, cuando te váis no tengáis miedo. Seguí
no más di atrás de las ovejitas como hais venido.
Lo
despidió la señora muy cariñosamente y le arrió las ovejitas por
el camino. El muchachito siguió otra vez de atrás. Se puso a comer
queso y pan, y comía y comía, y el pan y el queso quedaban siempre
del mismo ser, no se consumía. El chico se dio cuenta que tenían
una virtú, y se puso muy contento. Ya volvieron a encontrar lo mismo
que a la venida. La ovejita con su corderito que saltaban y
brincaban, jugando muy contento. Los güeyes gordísimos, en el
potrero pura piedra. Los güeyes flacos en el alfalfar florecido. Los
dos hombres colgados de la lengua. Las piedras que se daban unas
contra otra y hacían saltar chispas de juego, y volvió a pasar di
atrás de las ovejitas, raspando que no lo agarraran. Al río de
sangre que le dio tanto miedo y lo volvió a pasar, y al río de
leche, llenito, y al río di agua cristalina, crecido. Siempre iba el
muchachito di atrasito no más de las ovejitas, que lo libraban de
todos los peligros. Después de tanto andar, llegaron por fin, a las
casas grandes del patrón, del señor que lo había conchabau. Ya
salió a recibirlo el señor y el muchachito l' entregó una carta,
que era la contestación. Bué... El señor le hizo dar de comer y lo
mandó a dormir. El chico 'taba muy cansau y impresionau, y se jue a
dormir.
-¡Ah!,
ésas son las ládrimas que la Virgen redamó, cuando perdió a su
hijo. Son las ládrimas que las madres pierden por sus hijos cuando
sufren por ellos.
-Ésa
es la sangre de la Virgen cuando tuvo a Jesús y es la sangre de las
heridas de Jesús cuando lo crucificaron.
-Después,
encontrí dos peñas, una di un láu y otra di otro del camino, que
se juntaban y se separaban, y se volvían a juntar chocandosé y
haciendo saltar chispas de juego. Así 'taban siempre, golpiandosé
con toda la furia. Cuasi me aplastaron cuando pasí.
-Después
encontrí dos güeyes que se morían de flacos en un potrero con una
alfalfa que les llegaba al pecho di alto, florecida que daba gusto.
-¡Ah!,
ésos son los ricos avarientos, que nunca se conforman con nada, y
que guardan sus posibles, y viven como miserables de lo último.
-¡Ah!,
ésos son los pobres avenidos, que se conforman con lo que tienen,
viven contentos con poco, y a todo se allanan. Son felices dentro de
sus pobrezas, porque Dios nunca les falta.
-¡Ah!,
esa es la güena madre, que se desvive por sus hijos y los trata con
cariño, y es el güen hijo que respeta y quiere a sus padres y 'ta
siempre dando güenos momentos a sus padres.
Las
siete ovejitas que te acompañaron, son siete ángeles. Son las
mesmas siete cabrías que están en el cielo, hechas estreias. El
viejito lismonero que te pidió limosna en el camino era Dios Nuestro
Señor, que anda por el mundo para ver la caridá de los cristianos
con los necesitaus y con los viejos que ya no tienen nada. A vos te
ha premiau Dios porque juiste güeno y le distes todo lo que te
quedaba de comer, pero tus hermanos fueron castigados por mezquinos y
mal hablaus.
-¡Qué
voy a hacer con un almú de plata! Eso se gasta algún día. Déme un
Dios te lo pague, que eso no se gasta jamás, en la vida.
Ya
se jue el muchachito. Comiendo se jue, el pan y el queso que le había
dau la Virgen, y que comiera lo que comiera, no se acababa ni se
achicaba. Yba muy contento lo que iba a ver a sus viejitos.
Ya
llegó el chico y salieron los viejitos, llorando de contentos, lo
que vieron que volvía el hijo, que no se había perdíu, tan chico
como era, hecho un joven. También se vieron los hermanos. Ya después
que pidió la bendición a los padres y los saludó, contó todo como
había andau y lo que le había pasau, y todas las cosas que vido. Y
los hermanos se reiban porque le dieron un Dios te lo pague,
pero los padres 'taban contentos de ver lo güeno que era el chico. Y
ya salió para desensillar el cabaíto, cuando vieron que 'taban las
alforjas llenecitas de plata. Lloraban otra vez los viejecitos, al
darse cuenta del premio de Dios, y el chico se puso contentísimo de
que podía remediar la pobreza de todos, y sacaron las sábanas los
viejitos y las llenaron de plata. Los hermanos 'taban muy triste lo
que vieron el castigo de ellos. Y así tuvieron para vivir en la
abundancia toda la vida, y pan y queso que no se acababan nunca. Y
vivieron una porción de años todos muy felices.
Pilar
de Ochoa, 48 años. La Cañada. Capital. San Luis, 1929.
Campesina
analfabeta. Buena narradora.
Cuento
1018. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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anonimo (argentina) - 072
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