Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Ogaraití (los horneros)

Hubo un gran revuelo en las altas copas de los árboles. La luna sorprendida iluminó con más fuerza, mientras el río despere­zándose levantó su voz de agua para pre­guntar:
-¿Qué sucede por ahí arriba?
-No sé -contestó el lagarto azul mo­
viendo su cabeza.
-¡Deben ser los pájaros! -terció una flor de voz aterciope­lada.
-Veamos, veamos -dijo el búho levantando el vuelo.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó una orquídea.
-¡No sabemos! El señor búho ha ido a ver qué pasa.
-¡Vaya horas de armar ruido! -dijo una liebre. Y a lo me­jor sin motivo alguno.
-¡No sé, no sé! -dijo la pereza sin moverse. El ruido vie­ne de aquel árbol.
-¿Quién vive en él? -inquirió el zamuro.
-Unos nuevos vecinos que han llegado hace poco.
-¿Sabe cómo se llaman?
-No tengo la menor idea -contestó la martineta estiran­do sus alas.
-Yo los conozco -terció el pequeño cay agitando su cola y subiendo velozmente entre las ramas. ¡Yo los conozco, yo los conozco...!
-Y yo también -afirmó el papagayo estirando el cuello.
-¿Quieren callarse de una vez? -refunfuñó enfadada la comadreja. No son horas de molestar a nadie sin un moti­vo fundamental y urgente.
-¡Quizá lo sea! -dijo el astuto zorro.
-¡Vamos! ¿Queréis decir de una vez cómo se llaman? -exi­gió el zamuro.
-Ogaraití -aclaró el mono.
-¡Ah!, también se les conoce por "horneros" -dijo el pa­pagayo.
-¡Alonsito, también! -aclaró la martineta.
-¡Qué barbaridad! ¡Nunca he conocido a alguien que tu­viera tantos nombres! -dijo pausadamente la pereza.
-Y.. ¿qué les pasa? -preguntó el colibrí.
-Nadie sabe. Pero... ¡ah!, ahí viene el búho.
-¿Y bien? -preguntó la comadreja sin poder contener un bostezo.
-Los horneros acaban de tener dos polluelos -dijo el búho.
-Y ¿para eso tanto ruido? -se quejó la comadreja.
-¡Es natural! Estos polluelos son su primera cría -aclaró el búho. Además, son una familia muy alegre y están muy contentos.
-¿Has entrado en su nido? -preguntó el papagayo.
-No. Soy demasiado corpulento y su nido muy pequeño. Además, construyen de una manera muy singular. No es co­mo todos los nidos.
-¿No? -preguntaron a coro.
-No -prosiguió el búho. Son muy activos y hacen su ca­sa con mucha precisión y al abrigo de posibles ataques de se­res destructores.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo es esa sorprendente casa? -preguntó cu­riosa la pereza.
-Son dos habitáculos que se comunican entre sí. Pero de tal modo, que el hombre, a quien como sabéis muy bien le gustan mucho los nidos, no puede meter su mano. Así se de­fienden de ellos y de otros posibles enemigos.
-¡Qué sabios! -dijo muy convencida la chuña estirando sus largas patas.
-La verdad es que me gustaría verlo. Pero no les conozco -reflexionó el colibrí.
-Puedo presentárselos, si quiere -dijo muy ufano el papa­gayo­
-¿Esta misma noche? -preguntó de nuevo el colibrí.
-Sí. ¡Vayamos!
Levantaron el vuelo y suavemente se posaron en la rama donde el hornero había construido el nido.
Quedaron quietos observando el ir y venir del horne­ro-padre, quien en cada viaje dejaba delicadamente a la puerta de su nido una luciérnaga.
-¿Qué hacen? -inquirió en voz baja el colibrí.
-Están iluminando la casa para que los polluelos puedan ver desde el primer momento a sus padres -informó el pa­pagayo.
-¡Qué curioso! Nunca había visto una cosa igual.
-Además, ahora, cuando tengan bastante luz, invitará a sus amigos para que los visiten y vean a sus hijos -aclaró con mucha suficiencia el papagayo.
-Son pájaros muy distinguidos, ¿no?
-¡Claro! Son de muy buena familia y mejores costumbres.
-¡Ah! -exclamó asombrado el colibrí.
La luna seguía curiosa e interesada alumbrando mucho para saber con exactitud qué pasaba en aquellos parajes, donde un buen número de habitantes se habían despertado en contra de sus buenas costumbres.
-¿Qué hacemos? -preguntó el colibrí.
-Esperar a que haya más luz para acercarnos.
-¡Está bien! ¡Esperemos entonces!
-¡Oh!, ahí viene.
Efectivamente, papá-hornero llegaba con una nueva lu­ciernaga en su pico. La deposito suavemente y se acercó a los visitantes.
-¡Muy buenas noches, señor hornero!
-¡Muy buenas noches, amigos!
-Sabemos -dijo el papagayo- que les acaban de nacer dos hijos.
-Así es. Y tanto mi señora como yo estamos muy contentos. 
-Por eso hemos venido a felicitarles.
-¡Gracias! Son nuestros primeros hijos.
-Su señora estará satisfecha y muy contenta.
-Así es. ¿Quieren verlos?
-¡Con mucho gusto!
Las aves se acercaron al nido. Las luciérnagas se habían co­locado en los sitios donde podían dar más luz y todo el nido estaba muy bien iluminado. Así que todo se veía perfecta­mente.
-Mi esposa. Estos son nuestros pequeños -dijo el horne­ro posándose en el techo del nido. Pasen...
-¡Felicidades, señora! Sus hijos son muy lindos.
-¡Oh! gracias. Son ustedes muy amables.
-No les conocíamos -dijo el papagayo.
-Es que hace muy poco que vinimos y no hemos tenido tiempo de presentarnos y visitar a los vecinos.
-¿Son de muy lejos? -preguntó el colibrí.
-Sí. Venimos del Plata.
-¡Ah! -exclamó asombrado el colibrí sin saber dónde es­taba el lugar.
-Nunca fuimos por esos rumbos -aclaró el papagayo.
-Algún día irán, supongo -dijo Papá-hornero.
-¡Quizá, quizá! -contestaron ambos pájaros.
-Tienen una casa preciosa -alabó el colibrí.
-¡Gracias! -dijo mamá-hornera. ¿Quieren pasar?
-Yo no podría -aclaró el papagayo. Es demasiado pequeña.
-Yo sí -opinó el colibrí-, pero lo haré en otra ocasión, porque ahora no me parece muy oportuno.
-Quizá mañana o pasado -dijo mamá-hornera con voz de cansancio.
-¡Está bien! Mañana cuando estén más descansados vol­veremos.
-¡Gracias, son muy amables! -contestaron los horneros.
-Si necesitan algo, ya saben dónde encontrarnos.
-¡Gracias, muchas gracias!
-¡Adiós, adiós! Buenas noches.
-¡Buenas noches!
Volaron hasta sus nidos dejando a los dichosos padres con sus hijitos, y el grato sentimiento de haberles felicitado.
Cuando el papagayo y el colibrí llegaron a su árbol, los de­más habitantes preguntaron muchas cosas. Pero como aún era muy de noche y la luna tenía que seguir su camino, el búho dijo:
-Creo que lo más sensato es que se duerman. Mañana po­drán hablar con más tranquilidad.
-¡Claro!, como tú puedes ver en la noche... -se quejó re­sentido el cay.
-¡Vamos, vamos, no protesten y descansen! Mañana será otro día -concluyó enérgicamente el búho.
-Tiene razón -opinó la comadreja- es lo más sensato: ma­ñana, ¡ya hablaremos! -y dicho esto se metió en su agujero.
Algunos moradores refunfuñaron pues no estaban con­formes, querían saber más; pero al final, todos quedaron quietos y callados.
El bosque respiró con la pausa de siempre y la quietud y el sueño cubrieron la totalidad de la espesura.
La luna miró una vez más el curioso nido de los horneros y siguió su camino satisfecha de haber visto el nacimiento de unos nuevos habitantes.
El río silenció su paso y siguió fluyendo mansamente ha­cia otros lugares.
La iguana y el lagarto azul volvieron a su morada, que es­taba bajo una gran piedra protegida por duros arbustos.
La pereza cerró sus ojos y siguió en la misma postura. La chuña ocultó su cabeza bajo el ala y también se entregó al sueño. La liebre aún anduvo de un lado a otro antes de me­terse en su madriguera.
Los que no dormían eran los horneros. Estaban muy con­tentos con sus hijitos y no se cansaban de contemplarlos. Pe­ro los polluelos decidieron dormir y entonces papá-hornero habló con las luciérnagas y todas salieron quedamente del nido y fueron a posarse en el envés de unas grandes hojas muy cercanas, por si los pájaros volvían a necesitarlas.
El más absoluto de los silencios se extendió sobre la selva. Solamente se oía en la espesura el opaco crascitar de algún zamuro y el sonido de la voz del búho, advirtiendo que cum­plían su cometido de velar en la noche.
Pero llegó el amanecer y despertó al sol para que saliera de su casa. Todo se iluminó y los habitantes del bosque comen­zaron a despabilarse. A los pocos momentos el silencio huyó para dejar paso a la tremenda algarabía que formaron los moradores comentando el acontecimiento ocurrido en la noche.
-¡Hasta el río despertó! -dijo riendo el petirrojo.
-Pero ¡si nunca duerme! ¿No ves que siempre está cami­nando? -aclaró una estrella que se había quedado rezagada y corría en busca de la noche.
-Eso es cierto -dijo el río. Fui el primero en darme cuenta que ocurría algo insólito en la noche.
-En la noche, no. Dirás en la casa de los... ¿cómo dijeron que se llamaban? -inquirió la comadreja.
-Horneros, ogaraitís, alonsitos... -informó el colibrí.
-Bueno, bueno, con un solo nombre me basta -dijo la comadreja.
-La luna también se detuvo e ilumino todo muy bien -terció el cay.
-Sí, pero lo más curioso -aclaró el colibrí- es que los hor­neros iluminan sus casas con luciérnagas.
-Es que ellas son muy colaboradoras -afirmó el zamuro.
-¿Por qué? La luna da muy buena luz -terció la orquídea.
-Es que sus casas son muy raras. Tienen techo, puerta y un pasillito que lleva a la habitación interior -explicó el colibrí.
-¡Qué raro! Nunca había visto una cosa así -comentó la chuña.
-Son raros... quizá sí, quizá no, pero son muy amables y he sido invitado a visitarles hoy -dijo muy ufano el colibrí.
-¡Que importancia se da! -observó el cay moviendo su cola.
-Pues yo iré a felicitarles -indicó la martineta.
De pronto escucharon un bonito y armónico canto que se extendió por todo el bosque. Era como un himno de gracias.
-¿Quién canta? -preguntó el zamuro.
-¡Los horneros! ¿Es que aún no conoces su canto? -inte­rrogó el papagayo.
-La verdad, no me fijo casi en esas cosas -detalló el za­muro.
-Nadie canta aquí como ellos -repuso el loro.
-¡Callaos! ¡Algo se mueve entre las ramas!
-Es el búho que va a descansar. Creo que debemos mar­charnos y dejarle que duerma tranquilo.
Las aves levantaron el vuelo y fueron a posarse cerca del nido de los horneros.
-Pues lo que es yo, no me voy de aquí -murmuró la pe­reza moviéndose lentamente y mirando cómo se alejaban las aves.
El nido de los horneros estaba en silencio. Las aves que lo rodeaban se miraron sorprendidas.
-¿Qué habrá pasado? -murmuró el papagayo.
-¡Nada! ¡Que estarán durmiendo! -dijo el túcán. Ano­che les nacieron dos polluelos y ahora descansan.
-¡Claro, claro! -dijeron todos a una.
-Pero, ¡qué rara su casa! Está toda cerrada y sólo tiene ese pequeño agujero -comentó la martineta.
-¿Por qué será? -preguntó la golondrina.
-El búho dijo que las hacían así para protegerse.
-Sí -aclaró el papagayo-, por eso les llaman horneros. Real­mente la casa parece un horno.
-Pero tú no la viste -afirmó el colibrí.
-¡Lógico! ¿Crees que mi corpulencia puede entrar por ese diminuto agujero?
-¡No! Por eso no entiendo cómo puedes saber que es un horno.
-Ese nombre se lo han puesto los hombres. Ellos sí tienen algo que se le parece -concretó el papagayo.
-Eres un pájaro muy instruido -dijo el zamuro.
Y así explicaron unos y otros cuanto sabían o suponían respecto a los horneros. De algunas cosas estaban seguros porque el búho, que es quien tiene más conocimientos del bosque, de la selva o de las altas torres de los pueblos, se lo había explicado, y otras, porque se lo figuraban o lo in­tuían.
-Bueno, creo que debemos ir a nuestras tareas -sugirió el cay.
-Esta familia tiene que descansar y nosotros no hacemos nada aquí -señaló el papagayo.
Iban a levantar el vuelo cuando vieron llegar a papá-hor­nero.
-¡Oh, buenos días! Hemos venido a felicitarles -habló la martineta estirando sus alas.
-¡Muchas gracias! Salí en busca de comida y me entretu­ve hablando con el sol y nuestros amigos los árboles. Todos fueron muy gentiles anoche.
-Es lo natural -contestaron los visitantes muy orgullosos.
-Creo que les presentaré a mis hijos dentro de unos días. Aún están como adormecidos.
-Eso no es extraño -aclaró una periquita, a todos los pe­queñuelos les ocurre lo mismo en los primeros días.
-Nos parece correcto señor hornero. Es muy natural que ahora descansen. Habrá tiempo para todo. Ya nos vamos. Que tengan un buen día.
-¡Gracias, muchas gracias! ¡Son ustedes muy amables y sobre todo muy comprensivos!
-Es que la mayoría de nosotros también somos padres nos hacemos cargo del hecho.
-¡Gracias, amigos!
Las aves volaron y los animalitos que no podían trepar por los árboles, corrieron por los caminos del bosque.
De un lado a otro circuló la voz del nacimiento de los pe­queños horneros y hasta las flores hablaron sobre eho.
Mientras tanto, en el nido de los horneros todo era ale­gría y regocijo. Mamá-hornero alimentaba cuidadosa­mente a los pequeños con la comida que papá-hornero había llevado.
-Quizá vengan hoy los vecinos a visitarnos para conocer a nuestros hijitos.
-Acabo de verlos y les he dicho -aclaró papá-hornero­que dentro de unos días podrán verlos. Así tendrán los ojos abiertos.
-Pero ya están presentables -dijo mamá-hornero muy or­gullosa.
-Lo sé, lo sé. Pero prefiero que pasen unos días, si a ti no te importa.
-¡Como quieras! -dijo mamá-hornero mirando tierna­mente a los pequeños y, sin hablar más, siguió pausadamen­te dándoles de comer.
Y así fue. Cuando los diminutos pájaros ya podían po­nerse en pie, los horneros los sacaron fuera del nido y los ha­bitantes de aquella parte de la selva pudieron contemplar a los nuevos moradores.
Todos quedaron encantados y prendados de las diminutas avecillas, que se apretaban amorosamente a mamá-hornero para que los cobijara y les diera calor con sus protectoras alas.

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