Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Obatala visita a shango

El gran orishá (dios) Obatala, el creador de la humanidad, decidió visitar a Shangó, el orishá del trueno y del relámpago, que vivía y reinaba en la ciudad de Oyo.
Obatala no usaba tambores que anunciaran su presencia. En cambio vestía de un blanco tan absoluto y tan perfecto que todos lo reconocían a distancia por su brillo. Le llamaban «El rey vestido de blanco».
Por eso, cuando su esposa supo que su marido quería partir de viaje para visitar a su amigo Shangó, su primera preocupación fue que la ropa de Obatala estuviera impecable. Sin embargo, esa noche tuvo un mal sueño.
-Obatala, no deberías ir a Oyo -le dijo a la mañana siguiente a su marido. Soñé que tus prendas blancas no se podían limpiar. Las manchas parecían desaparecer cuando las sumergía en el agua, pero apenas se secaba la ropa, se notaban otra vez.
-Pero ahora estás despierta y mi ropa está impecable -dijo Obatala. Y yo me voy a Oyo.
Sin embargo, alguna duda le había quedado, porque decidió consultar a Orunmila, el orishá de las profecías.
Orunmila arrojó sobre la bandeja unas nueces de palma y, al ver cómo caían, frunció el ceño.
-No vayas, Obatala. La desgracia te espera en Oyo.
-No puedo sospechar de mi amigo Shangó -dijo Obatala, enojado.
Y vestido con sus blanquísimas prendas, comenzó a caminar hacia Oyo. Por el camino se encontró al orishá Eshu, que estaba sentado bajo un árbol junto a una vasija llena de aceite de palma.
-Por favor, Obatala -le pidió. ¿Podrías ayudarme? Necesito que me pongas la vasija sobre la cabeza para poder llevármela. Yo no tengo bastante fuerza.
Pero cuando Obatala levantó la vasija, unas gotas de aceite mancharon su ropa, de modo que tuvo que volver a su casa para cambiarse antes de reemprender el camino.
Por segunda vez se encontró con Eshu. Ahora la vasija era más grande y el pobre Eshu parecía desesperado. Obatala, famoso por su generosidad y sus buenas acciones, lo ayudó una vez más. Por supuesto, volvió a mancharse con aceite y tuvo que volver a su casa.
La tercera vez que se encontró en Eshu, la vasija de aceite era gigantesca.
-Eshu, tendrás que disculparme, pero estoy un poco apurado -le dijo. Las manchas en su ropa lo tenían preocupado. Eran un mal presagio.
-¿Te niegas a ayudarme? -gritó Eshu, enojadísimo.
Eshu era famoso por las locuras que era capaz de hacer cuando lo dominaba la ira. Ahora, empujando con las dos manos el enorme recipiente, lo hizo caer, manchando más que nunca la blanca ropa de Obatala.
Esta vez el creador de la humanidad decidió seguir adelante, aun con su ropa manchada de aceite. Caminó y caminó a la velocidad que solo un orishá puede darle a sus pasos. Hasta que, en las cercanías de la ciudad de Oyo, vio un hermosísimo caballo blanco que pastaba suelto entre un grupo de arbustos.
«Este caballo solo puede ser de Shangó» pensó Obatala. «Se ha perdido y lo deben de estar buscando. Se lo llevaré de vuelta». Y tomando al caballo por la brida, siguió su camino.
En ese momento apareció un grupo de servidores de Shangó que estaban buscando al caballo. Cuando vieron que Obatala lo tenía, se lanzaron sobre él y comenzaron a golpearlo brutalmente.
-¡Este es el ladrón, que reciba su merecido! -gritaban.
Golpeándolo sin parar, sin escucharlo, ni prestar atención a sus protestas, los criados llevaron a Obatala a la cárcel de Oyo y allí lo encerraron en un calabozo. Con su ropa toda sucia de aceite, ¿quién iba a creer que él era de verdad el famoso rey vestido de blanco?
El tiempo pasaba y Obatala seguía encerrado. Shangó nada sabía de lo que había sucedido porque ninguno de sus servidores consideró que se tratara de un asunto de tanta importancia como para llegar al gran orishá. La bondad de Obatala estaba llegando a sus límites. Harto de ser maltratado, harto de que nadie lo escuchara, decidió que era hora de usar sus poderes. Y envió sobre Oyo la más terrible sequía que jamás se hubiera conocido. Ni una gota de agua caía del cielo. Los campos se secaron. Las reservas de agua se agotaban. Las plantas no crecían en los sembrados. La gente de Oyo comenzó a sufrir hambre.
Pero como no se sabía la causa de la sequía, nadie vino a rescatar a Obatala y el orishá, furioso, decidió enviar a la Enfermedad. Una terrible plaga se extendió por la ciudad. El Ser Sin Rostro iba de casa en casa, tocando a los humanos con sus dedos mortales.
Ante la catástrofe, Shangó llamó a sus adivinos. Con nueces de palma, arrojando huesos, conchillas y cadenas de adivinación, los magos descubrieron lo que pasaba.
-Un gran personaje está injustamente prisionero en un calabozo de la ciudad. Está vestido de blanco, pero su ropa se ha manchado con aceite. Hasta que no sea liberado no lloverá, no habrá comida ni agua y seguirá azotándonos la peste.
Shangó en persona fue a revisar uno por uno los calabozos de sus prisiones. Allí encontró a Obatala, con su barba sin cortar, sucio y maltratado. Dejando de lado todo orgullo, Shangó se arrodilló delante de Obatala como si fuera un mortal cualquiera.
-Gran Obatala, hacedor de todas las cosas, ¿qué terrible destino te trajo hasta aquí?
Entonces Obatala le relató a Shangó todo lo que le había pasado y la forma estúpida y cruel en que lo habían tratado sus servidores.
-Gran Obatala, perdón, yo no sabía nada de lo que estaba pasando.
-Nadie puede ser llamado gobernante si no sabe lo que hacen sus servidores con la autoridad que él mismo les ha entregado -contestó Obatala, indignado.
Pero como su corazón era generoso y había sido el creador de la humanidad, Obatala se conmovió ante el dolor y el sufrimiento de la gente de Oyo. Les devolvió la lluvia y se llevó la Enfermedad.
Desde entonces, cada vez que un orishá debe emprender un viaje largo, dice todavía, en recuerdo de esta triste historia y para alejar la mala suerte: «Eshu, que arrojaste aceite sobre la túnica de Obatala, por favor, no manches mi ropa en este viaje».

0.009.1 anonimo (africa-yoruba) - 059

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