Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Los monos rojos

Hablan, cuentan, dicen y quizá sueñan los viejos sabios de la tribu, que no ha mu­cho tiempo, en las noches de plenilunio, cuando el bosque descansa y aparentemen­te duermen todos sus moradores, en la es­pesura, en lo más recóndito e intrincado, suena -al principio muy quedo, para con­vertirse después en un torrente inexplicable- el son de unos extraños tambores que ninguna tribu posee, y que sin em­bargo, en esas noches, inmensas y claras, el Tam, Tam, Tam, resuena en los confines más remotos. Sube al cielo y también se adentra en el mundo subterráneo y en lo más profundo de las aguas.
Nadie, nadie, sabe qué es, pero lo cierto es que todos tie­nen miedo y quedan subyugados, inmóviles, como las oscu­ras piedras, o tal vez intentan confundirse con el verde oscuro de la vegetación, huyendo de las claras noches de luna.
Sin embargo, un miembro de la tribu, cuando comienza el sonido persistente y agudo de los tambores, lentamente, como si el sueño lo empujara, sale solo del poblado, sin ar­mas, con las manos a lo largo de su cuerpo y la mirada ardien­te y alucinada, como una mágica montaña cubierta de pri­mavera. Los demás hombres del poblado, incluyendo al ma­go sabio, y al piache conocedor de todo lo creado, no se atreven siquiera a dejar su chinchorro y seguir al muchacho, que, insomne y atrevido, va en busca del persistente Tam, Tam, Tam, nocturno.
Al amanecer, cuando las estrellas corren a otros cielos o van en busca de sus grutas dejando limpios los caminos de la bóveda celeste para que el sol lo ilumine todo, el hombre va­liente y temerario -al que llamaremos Warekarík- vuelve si­lencioso, con un brillo diferente en los claros ojos, y en su piel lleva restos de blancas cenizas y hojas verdes y tiernas, de no sé qué extraño o mágico arbusto.
Al parecer llega cansado, y sin decir a nadie nada, busca su chinchorro, se tiende en él, y con los ojos bien abiertos, mirando al cielo que dejan ver las enramadas, se pasa las ho­ras. El piache, extrañado y curioso, cargado de todos sus amuletos, sus vistosas plumas, sus tiras de raras pieles y su varita de madera viva en la mano derecha, se acercó al chin­chorro donde descansaba Warekarík. Dio varias vueltas alre­dedor, agitando su varita y musitando extrañas palabras. Levantaba los ojos al cielo, para bajarlos después hacia la tie­rra como si buscara algo transcendental y enigmático. Tres veces seis hacia la derecha y cuatro veces siete a la izquierda, para quedarse inmóvil y esperar que lo extraordinario le ha­blara, explicando qué sucedía en el alma de Warekarík.
Pero el conjuro, el exorcismo o el tarem, la palabra mági­ca, el gesto insólito y de sabor antiguo, no daban paso al mi­lagro o al hecho concreto.
-¡Warekarík!, ¡Warekarík!, ¡Warekarík! Los abuelos de tus abuelos, los más lejanos, y acaso más, mucho más allá de ellos, dirigen la voz de la sabiduría para que me contestes y digas lo que sucede en tu alma, después de estar en el lugar de los tambores.
Warekarík callaba. No salía de su mutismo. Los ojos le brillaban y en el fondo de sus pupilas la selva palpitaba en toda su grandeza. La noche le inundó de blancos rayos, y las hojas de los milenarios arbustos ofrecieron su verdor primi­genio.
Y de nuevo la voz del piache se perdía entre los sonidos de la selva como una incansable jaculatoria. Sus gestos eran po­derosas órdenes que Warekarík despreciaba en su quietud y con su silencio.
-¡¡Habla, habla, Warekarík!! Es el espíritu de la selva quien te ha embrujado. Sólo diciendo la única palabra te li­brarás del mal. El maleficio de la selva es muy peligroso. ¡Ha­bla, habla!
Una y otra vez la voz del piache sonó en todos los tonos y matices. Una y otra vez los gestos del exorcismo trazaron cír­culos y rayas en el cristal limpio del aire, en el devenir de las ca­lladas horas. El sol paseó sus rayos por aquel lugar y vio la cara de Warekarík, dispuesto a permanecer en el más absoluto de los silencios. Sonrió y le envió un fuerte rayo para calentar y toni­ficar sus músculos. El indio dio media vuelta en su chinchorro.
-¡¡Warekarík, Warekarík, Warekarík!! ¿Qué pasó anoche? ¿De quién son los tambores? ¿Son amigos? ¿Son enemigos?
Warekarík volvió su cabeza y miró al piache como si no le conociera.
-¡¡Warekarík!!
-¡Los monos rojos!
-¡No es posible! ¿Qué dices?
-¡Los monos rojos!
-¿Dónde están?
-¡Allá, allá!
Y señaló lo intrincado, lo remoto, la frontera vegetal don­de las huellas del hombre se borran a medida que camina y donde la sombra desaparece.
El piache quedó sin saber qué decir. De nuevó bailó alre­dedor del chinchorro, pronunciando quedas y misteriosas palabras, al tiempo que agitaba nerviosamente su varita de madera viva. Pero todo fue inútil. De los labios de Wareka­rík no volvió a salir una palabra más.
Llegó de nuevo la noche. Las estrellas tachonaron el cielo de blancura. La luna salió radiante iluminando el verdor de los árboles, el espejo de las aguas y el sueño inquieto de los habitantes del poblado.
De pronto, el silencio, el sueño de la noche, fue turbado por el ruido entre suave y fuerte de los lejanos tambores.

Warekarík bajó del chinchorro y de nuevo, tranquilo y se­guro con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, se adentró en la espesura.
-¡¡iTam, tam, tam, tam, tam, tam!!!
El sonido del tambor era una llamada incesante y preci­sa. Algo así como el clamor apremiante de algo urgente, y que no admitía espera.
Warekarík corrió entre los árboles. Saltó arroyos y mato­rrales. Buscó las escondidas trochas, hasta llegar a un amplio calvero iluminado totalmente por la luna.
-¡¡iAaaaaaa, heeeeeee, aejeüi!!!
Un corro de seres gigantescos se abrió ante la llegada de Warekarík, quien saltó rápido y firme al centro del extraño corro. Los tambores cambiaron de tono, como si dieran la bienvenida al recién llegado. Los extraños seres inclinaron sus cabezas y, en silencio, comenzaron a moverse en un enig­mático baile. Parecía un fascinante ritual portador de algo inaudito y desconocido.
Warekarík, en el centro del corro, fue moviéndose hasta acom-pasarse al ritmo adecuado. Entonces los tambores au­mentaron y subieron su tono. Todos bailaban rítmicamente y con un determinado compás.
¿Cuánto duró aquello? No podemos decirlo, pero sí es cierto que los seres gigantescos, y que en realidad eran mo­nos de rojo pelaje, bailaban misteriosamente mientras golpea­ban con sus enormes manos los blancos vientres donde no se veía un solo pelo.
Warekarík bailó y se abrazó con ellos cuando el movi­miento lo requería. Miró sus ojos y pronunció sus: "Aaaa, heee, aejüi". Y cuando la noche alcanzaba la mitad de su ca­rrera, todos dejaron de bailar y se sentaron en el suelo. De la espesura salieron otros seres de igual pelambre, pero más pe­queños. Eran los seres femeninos, que llevaban en sus manos una especie de cesta con toda clase de frutas tropicales. To­dos comieron con apetito.
Warekarík se dirigió al que parecía el jefe y dijo:
-El piache de mi tribu está preocupado por mis ausencias y pregunta siempre qué vengo a hacer a la espesura.
-¡No debes hablar! Es tu secreto.
-¿Por qué no puedo hablar de vosotros?
-Nos buscarán y nos seguirán hasta nuestras madrigueras.
-¿Por qué?
-El hombre es así. Le gustan nuestras pieles. Además, cree que somos peligrosos y dañinos.
-Pero no es verdad. Yo lo sé y lo diría.
-Si tú hablas, nos iremos para siempre y no podremos proteger a tu tribu.
-Les diré la verdad y...
-No te creerán.
-Sí... diré...
El mono miró a Warekarík con una mirada triste e infini­ta. Con el dolor de algo grande e incomprensible. Sabía muy bien quién era el hombre y también que, a pesar de los si­glos, no había cambiado absolutamente nada.
Las estrellas comenzaron a ocultarse. La luna corrió por los senderos del cielo... La selva se estremeció... Una lechuza se refugió en la copa más tupida de un soñoliento árbol... Una gran rana, vestida de blanco y verde, comenzó a croar llamando a los suyos... Una hoja cayó sobre las aguas bo­rrando o escondiendo a la última de las estrellas... El peti­rrojo lanzó su grito, guacamayos y loros jijearon batiendo sus verdes y rojas alas. La cacatúa despertó sobresaltada, un águi­la joven levantó su majestuoso vuelo... El lago, donde dor­mitaban los cocodrilos, movió sus aguas concéntricamente, acusando la caída de un cuerpo desconocido y toda la selva comenzó a respirar con pausa y suavidad.
-Tenemos que irnos, Warekarík.
-¿Cuándo os veré?
-En el próximo plenilunio.
-¿A tres lunas?
-Dos veces tres lunas. ¡Adiós!
Se levantaron los seres rojos de blancos vientres. Sus gran­des pies caminaron sobre las arenas y las ramas caídas en bus­ca de los árboles que forman la espesura infinita. Algunos corrieron presu-rosos, pero todos, absolutamente todos, de­saparecieron velozmente sin dejar rastro alguno.
Warekarík quedó pensativo y apesadumbrado, pero no pudo hacer nada para evitar su marcha. Sabía que se trataba de los temidos monos rojos, que tenían fama de feroces y vengativos. Pero él sabía muy bien que eran seres buenos, comprensivos, y que no hacían mal a nadie. Los cazadores buscaban con ahínco esta especie, afortunadamente sin lo­grar encontrarla. Veían sus huellas, el leve rastro que a veces dejan después de sus reuniones en los plenilunios y aunque algunos han escuchado el sonar insistente de sus tambores, siempre, siempre, el mono rojo se desvanece como si fuera un ser irreal, una sombra, una imagen que sólo la mente del hombre de la selva crea y es capaz de ver.
Warekarík dio media vuelta para encaminarse a su pobla­do y vio, al lado de una gran piedra, uno de los pequeños tambores que habían usado sus amigos, los monos rojos. Lo cogió y sus dedos tocaron la extraña y rugosa superficie. Sin­tió deseos de golpearla, pero cuando fue a hacerlo, escuchó una voz que decía:
-¡No lo hagas, Warekarík!
-¿Por qué?
-Llamarías al más sabio de los monos rojos y deberá acudir interrumpiendo su sueño, que ha de ser muy res­petado.
-¿Es de él?
-¡Sí!
-¿Por qué lo dejó olvidado?
-Para probar tu sabiduría. Si esperas al nuevo plenilunio, te enseñarán todos los secretos de la selva y te darán el má­gico "Kumí".
-¿Es cierto eso?
-Podrás verlo y comprobarlo, si eres discreto.
-Pero... ¿quién me habla? ¿quién eres tú?
-Soy el alma de la selva. No puedes verme porque aún soy invisible a tus ojos.
-¡Quiero! ¡Necesito verte!
-No puedes hacerlo. Cuando seas Gran Jefe y sepas ma­nejar el "Kumí", entonces... quizá puedas.
-¿Qué he de hacer con el tambor?
-Debes dármelo a mí -dijo un gran tronco mostrando un hueco en sus raíces.
-¿A ti?
-Sí. Mira aquí abajo. ¿Ves ese hueco? Pues ahí debes de­jarlo. Lo guardaré como he hecho muchas veces y cuando ellos vengan, sabrán dónde encontrarlo.
-Está bien. Ahí tienes.
Dejó el pequeño tambor de piel áspera y rugosa en el si­tio que le habían indicado.
-Ahora puedes ir tranquilo -dijo el árbol. Si necesitas al­go, puedes venir a pedírmelo.
-¿Podrás complacerme?
-Creo que sí.
-¿En todo?
-Casi en todo.
-¡Está bien! ¡Adiós!
-Adiós, Warekarík. No digas a nadie lo que viste y menos aún que bailaste con los monos rojos. Nadie te creería.
-Así lo haré.
Buscó la más escondida trocha que lo acercaba al po­blado y corrió. Iba pensativo por lo que había dicho el ár­bol y el alma de la selva. Comprendió que había sido elegido y sintió la plenitud de la grandeza vegetal. Miró a su alrededor: todo se movía suavemente como un sereno respirar en el infinito insomne de los días luminosos. Son­rió al pensar que tendría en sus manos el mágico y mara­villoso "Kumí", capaz de hacer a un hombre invisible o transformarlo en cualquier cosa, planta o animal. Una gran alegría invadió todo su ser. Pensó que era la criatura más importante y más grande de toda la selva. Deseaba vi­vamente que pasaran las tres lunas para reunirse de nuevo con sus amigos y protectores. Los monos rojos eran buenos y sabían más que nadie, incluyendo la sabiduría de todos los piaches conocidos. Él les iba a complacer satisfactoriamen­te, aprendiendo cuanto le enseñaran; además les mostraría en forma adecuada su fidelidad, para responder a su con­fianza.
Se sentía contento, muy contento y más aún, satisfecho. Respiró profundo y dio un gran grito de alegría que resonó y encontró eco en toda la umbría y quizá más allá, mucho más allá de ella, al confín donde nadie había osado llegar.
Saltó sobre los obstáculos que se oponían a su caminar. Abrazó a los árboles y acarició a las flores que se inclinaban a su paso.
Corrió al poblado, convencido y seguro de que de su bo­ca no saldría una sola palabra que pudiera revelar su secreto. Los monos rojos comprenderían que Warekarík siempre se­ría su verdadero y fiel amigo.

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