Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

Las lagrimas de la luna

A niebla era densa como una tupida y es­pesa vegetación. La selva se sumergía en la bruma tratando de esconderse.
Se escuchaban los gritos de los animales que viven en la espesura y también el su­surro de las hojas y el movimiento de las aguas que corrían por el lecho claro del río.
Todo tomaba proporciones fantásticas, y los árboles y los arbustos aparecían y desaparecían en el seno de la niebla que se movía cautelosa, como una gigantesca serpiente que se arrollaba queriendo abrazarlo todo.
El graznido de un oscuro zamuro dejó una estridencia temblorosa en la quietud del aire inmóvil. Aire denso y asfi­xiante que quemaba los pulmones y escocía en los ojos. Otro grito contestó presuroso. Después otro, y otro, y otro. Pare­cía que toda la fauna animal se disponía a lanzar su algarabía por algún motivo especial. Quizá algún animal enemigo ha­bía aparecido de repente, sembrando la general alarma.
Quedé quieto y expectante. Ante mí, la espesura cerraba los caminos como una poderosa puerta viva. Árboles, lianas, inmensas ramas se cruzaban entrelazándose formando una barrera vegetal que era muy difícil vencer. No obstante, sa­qué el machete y comencé a destruir cuanto se oponía a mi paso. Algunos arbustos al ser cortados, lanzaban sobre mí su pegajosa savia, como si fuera una densa y antigua saliva mis­teriosa.
Sonreí al limpiarme, porque pensé que cualquier nativo de los que poblaban aquel paraje, enseguida hubiera pensa­do en lo sorpren-dente y mágico del hecho. El machete cor­taba y el arbusto enfurecido lanzaba su secrección. Sonreí y seguí cortando lianas y arbustos y toda esa maraña de ramas y hojas que forman la tremenda barrera vegetal.
Era lenta, muy lenta, la penetración en la selva, pero tenía que hacerlo y buscar un sitio adecuado al abrigo de las ali­mañas y bichos venenosos que habitaban por aquellos rumbos.
Por allá vivía la terrible y venenosa coral, y también la po­derosa cascabel que anunciaba su paso agitando la extremi­dad de su gigantesca cola. Además, aquellos predios eran los predilectos de la feroz arañamona, y no me seducía ser la víc­tima de cualquiera de los animalitos.
La humedad y la niebla me envolvían y entumecían mi mano haciendo más difíciles los movimientos.
Dejé caer el machete al suelo y tuve la intención de sen­tarme para descansar. Pero comprendí que no debía hacer­lo porque estaba demasiado cansado. En esas condiciones, era muy fácil dar paso al sueño. Sequé el sudor de mi frente y mis manos y, envolviendo el puño del machete con el pañuelo, continué abriendo camino entre la male­za. De pronto, como si una mano invisible me hubiera ayudado y me hubiera guiado, al caer una de las más grue­sas ramas, me dio paso a un gran calvero donde se veían va­rias churuatas. Eran las viviendas de los habitantes de la selva. Viviendas primitivas hechas de palos, barro y hojas de moriche.
Quedé quieto y observé atentamente. En el calvero todo parecía inactivo y a la vez amenazante como la misma selva. Nada se movía, ni nada se oía. No había siquiera el más ino­fensivo animal que diera señales de vida. Pero quise cercio­rarme de la absoluta soledad. Lancé una piedra al centro del calvero, al tiempo que imitaba el grito del paují.
La quietud y el silencio más absoluto fue la respuesta a mi acto. Repetí nuevamente ruido y grito, pero el resultado fue el mismo. Sin embargo, no quise apresurarme. Quedé in­móvil un buen rato en espera de que saliera algún morador de las churuatas. ¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Cuando los pies comenzaron a hormiguear, lenta y caute­losamente, caminé hasta una de las viviendas. De nuevo quedé quieto y en actitud de espera y defensa. Pero tuve que con­vencerme de que allí no había absolutamente nadie. Que to­do estaba abandonado.
Llegué hasta el centro del calvero. La suciedad y el aban­dono eran bien patentes. El lugar había sido abandonado ha­cía tiempo y no existía un solo indicio de vida. Sólo selva, humedad y niebla. Niebla que iba oscureciendo las horas y acercando la noche a pasos agigantados.
Con mi linterna descubrí una especie de soportes de ma­dera donde podía colgar mi chinchorro. Desempaqueté rá­pidamente al abrigo de las aparentes paredes, y en un instante colgué mi cama para ser usada. Encendí un buen fuego para alejar las alimañas que pudieran ardar por allá, colgué todos mis bártulos en ramas sobre el tronco de mi ca­becera y me dispuse a descansar para recuperar fuerzas.
No tenía idea de los kilómetros que había recorrido pero mis pies se quejaban dolorosos, acusando la larga caminata.
No quise quitarme las botas, porque a veces hay que correr ligero y rápido, huyendo de la amenaza de cualquier peligro que surge cuando menos se lo espera. Peligro que corre por la selva como una inevitable exhalación.
Tomé un poco de agua fresca y, mordisqueando una tier­na raíz, me tumbé en mi chinchorro.
El sol estaba muy alto cuando abrí los ojos. La espesura no me había dejado ver los primeros rayos del sol y menos aún las tibias luces del amanecer.
Salté a tierra y observé a mi alrededor. Aún quedaban pe­queñas brasas, pero lo que yo buscaba era agua. Por allá te­nía que pasar un río, arroyo o riachuelo, porque los indios siempre levantaban sus viviendas cerca de algún cauce.
Escuché con atención. Sí, se oía el rumor del agua. Era muy quedo, pero denunciaba su presencia. Me orienté y ca­miné hacia mi derecha. Justo a unos cincuenta pasos más o menos, corría un caudaloso arroyo. Formaba un pequeño re­codo donde el agua se remansaba suavemente. Me desnudé y, arrojándome al líquido elemento, disfruté de su cálido frescor.
Aquello me gustaba y decidí quedarme un par de días an­tes de proseguir mi marcha. Exploré minuciosamente aquel terreno y busqué con afán a los habitantes del abandonado poblado. También decidí cazar un par de aves y conseguir al­gún pez para tener provisiones. Estaba cansado de comer frutos y raíces.
A pesar de mis esfuerzos, no pude encontrar rastros re­cientes de los habitantes, que sin duda alguna habían estado allí algún tiempo.
Levanté mi campamento y de nuevo seguí por los cami­nos selváticos. A medida que me adentraba en la espesura el mar vegetal me iba descubriendo su inmensa belleza. Flores de vivos colores y formas que ningún ser civilizado había contemplado aún. Árboles fantásticos, de desnudos y bri­llantes troncos. Lianas y plantas trepadoras que parecían im­ponentes brazos de colosales e inconte-nibles fuerzas.
Había oído hablar del mal de la selva, del embrujo peli­groso de esos horizontes vegetales que van cercando al hom­bre hasta enloquecerle con su belleza.
Los gritos y los chillidos de los tucanes, los cristofué, las paraulatas, el paují, los monos, loros, guacamayos, periqui­tos, cardenales, y hasta el ruido de algún puma, era el coro permanente que me acompañaba en las horas del día.
Al llegar la noche, todo era silencio, roto a veces por ex­traños susurros, sigilosos pasos y el engañoso llanto del co­codrilo en las dormidas aguas. Los pasos me hacían presentir que estaba vigilado y seguido.
Por fin, tras varios días de continua marcha, encontré un caudaloso río. Me senté en la orilla y sumergí los pies des­calzos en el frescor del agua. Era un gran alivio sentir la ca­ricia del líquido elemento. Observé a mi alrededor. Todo parecía tranquilo, pero mis oídos permanecían atentos y to­do mi ser era el anhelo de algo que revoloteaba o caminaba a la par mía.
De pronto, en la otra orilla, apareció una mujer. Como el sol me daba de cara, no podía verla bien. Me moví cau­telosamente para no llamar su atención. Vi cómo sumergía una calabaza en el agua. La llenó con un rápido y diestro movimiento y la volcó sobre su cabeza. Dos o tres veces re­pitió la misma operación; al cabo la dejó en la orilla y se sumergió en el río, momento que aproveché para sacar los pies del agua y ponerme a cubierto de sus posibles miradas.
Sigilosamente me calcé las botas y decidí seguir sus pasos. Crucé el cauce sin hacer ruido. Me aposté detrás de un grue­so árbol y esperé. No duró mucho la espera, ya que la joven, casi una niña, a juzgar por la esbeltez de su cuerpo, salió del agua enseguida. Llenó de nuevo su calabaza y se adentró por un estrecho sendero, que yo seguí tras ella. A pocos metros del río surgió un calvero y, en él, las consabidas churuatas del clan o la tribu a la que debía pertenecer la muchacha.
Me escondí estratégicamente para observarles y analizar si podía presentarme ante ellos sin ningún peligro. Mi idea y mi trabajo consistían en averiguar sus modos de vida y cuán­tos habitantes había por esas zonas.
Durante varias horas observé con detenimiento. Me pare­ció que eran pacíficos y carecían de armas. Al menos nó las te­nían a la vista, ni las habían exhibido durante mi observación.
Cuando aparecí en el calvero, la sorpresa hizo que de mo­mento quedaran inmóviles, lo que aproveché para, con mis mejores palabras y gestos, hacerles comprender que era ami­go y nada tenían que temer.
Saqué de mi equipaje unas cuantas chucherías que les ofrecí en gesto de amistad. Pero nadie se acercó. Cogí un es­pejo y, poniéndolo frente al sol, hice correr la luz por los ár­boles, por el suelo y por los espacios en sombra. Aquello les sorprendió más aún y unos y otros se miraban, por si algu­no sabía qué era lo que yo manejaba. De nuevo hice la exhi­bición y pude arrancarles unas tímidas risas.
Un niño, quizá atraído y maravillado de que la luz corrie­ra, se acercó y trató de apresarla con sus manos. Moví el es­pejo y rápidamente se trasladó el redondel de luz hacia otro lado, casi a los pies del chiquillo. Miró alternativa-mente a la luz y a mí. No se atrevía a atraparla de nuevo. Pausadamen­te fui acercándosela y la puse sobre sus rodillas. Él saltó y otra vez su risa rompió el momento expectante. Seguí po­niendo la luz sobre su piel y recorrí su cuerpo hasta llegar a sus manos... Él las volvió y cerró con fuerza tratando de apresar el redondel. Pero por más esfuerzos que realizó, la ta­rea era imposible. Sus movimientos resultaban graciosos y la sorpresa y el deseo le hacían gesticular cómicamente.
Le hice un gesto amistoso invitándole a acercarse. Poco a poco llegó hasta mí y le di el espejo. Lo tomó y corrió hacia los suyos. Las mujeres me miraban con curiosidad y creo que los hombres con un cierto temor, puesto que, a los po­cos minutos, aparecieron varios jóvenes con sus arcos y lar­gas flechas.
Observé que se ponían a la defensiva. Volví a utilizar los gestos amistosos y les tendí los regalos. Al que parecía el je­fe, le ofrecí un largo machete como el que yo llevaba en la cintura... pero tuve que dejarlo en el suelo y separarme un poco para que lo cogiera.
Después de un tira y afloja, de querer y no querer acer­carse, traté de hacerme entender pronunciando la palabra "amigo". Pero mi sorpresa fue mayúscula, cuando uno de los indígenas pintarrajeados se acercó sin temor, y me habló co­rrectamente.
-¿Por qué conoces mi idioma?
-Tenenos una misión a dos lunas de aquí.
-¿Frailes?
-Sí. Capuchinos.
-¿No llegan hasta aquí?
-A veces. Pero es muy difícil el camino. Nosotros vamos allá.
-¿Has estado en la capital?
-No. El Padre quiere llevarme, pero prefiero estar aquí.
-¿Por qué?
-Porque aquí nacimos todos y aquí quiero estar.
-¿Crees en el Dios de los cristianos?
-Todos los dioses son buenos, si nos dejan vivir en paz con los nuestros y los demás.
-¿Puedo quedarme?
-¡Sí! ¡Claro que sí! Estaremos contentos en tu compañía.
-¿Dónde me alojaré?
-¿Aquí!
Me señaló una especie de galería semicubierta. Palos sos­teniendo un tejadillo de palma y grandes hojas. No había puertas y los espacios techados eran comunales.
A mi entender y sentir, aquello era una promiscuidad in­concebible. Hombres, mujeres y niños en el mismo hábitat y sin separación en ningún aspecto. Sin embargo, para ellos era lo más natural. Todos convivían y compartían lo que la vida y la selva les brindaba. Y podían vivir en paz, porque sus necesidades estaban cubiertas y nadie deseaba tener más que los otros.
Colgué mi chinchorro y fui uno más entre ellos. Su hos­pitalidad les hizo que me ofrecieran frutas y raíces, a más de su bebida fermentada. Acepté todo para corresponder y agradecer su generosa hospitalidad.
Fui blanco de sus miradas y las risas y cuchicheos se suce­dían sin cesar. Hice oídos sordos a todo y traté de mostrame natural y solidario. Ellos se extrañaban de mí, y yo, me sor­prendía de sus modos y actitudes.
Después de comer sus frugales alimentos, nos sentamos alre-dedor de la hoguera que al anochecer se encendía para alejar a los animales dañinos y también a los espíritus noc­turnos, que a veces, según ellos, les jugaban malas pasadas. Asentí a lo que me decían y les di la razón en sus manifesta­ciones, sin mostrar extrañeza y menos aún mis verdades.
Ya sentados alrededor de la hoguera, el joven indio tomó la palabra y, dirigiéndose a mí, dijo:
-Me llamo Ernesto.
-¿Te bautizaron?
-Sí, claro. El padre de la misión lo hizo.
-¿Estáis todos bautizados?
-Algunos. Otros no han querido.
-Mi nombre es Pablo.
-¿Te perdiste?
-No, estoy buscando las misiones y a vosotros también.
-¿Sí? ¿Por qué?
-Queremos saber cuántos sois y cómo vivís.
-No somos muchos. Pero vivimos bien y tranquilos
-¿Te gusta esto más que la misión?
-Sí. Esto es mejor.
-¿No te gusta trabajar?
-Sí. Pero acá también se trabaja. De otro modo... pesca­mos... cazamos... recogemos frutas... yuca... ñames...
-¿Siempre habéis estado aquí?
-Sí. Hace mucho tiempo.
-¿Tus padres también?
-Todos. Desde más lejos de los abuelos de mis abuelos.
-¿Sois todos familia?
-Sí, sí.
-¿Los niños?
-Los cuidamos y les enseñamos a cazar y a defenderse de todo.
-Y ¿si enferman?
-El piache les cura. Invoca a los espíritus y quema hierbas que curan los males y alejan a los espíritus.
-Pero tú sabes que hay enfermedades que el piache no puede curar.
-Sí. Él lo sabe todo. En lo más escondido, encuentra el re­medio que quita los males.
-Pero se mueren los niños, ¿no?
-A veces sí porque es llegado el tiempo de que se vayan de nuestro lado.
-Y ¿no los lleváis a la misión?
-Sí. Pero allá les clavan agujas y medicamentos que al pia­
che no le gustan. Entonces no son buenos.
-Pero se curan, ¿no?
-Sí. Muchas veces.
No entendía su obcecación. Hablamos de todo. Llegó el momento en el que me sentí identificado con el medio am­biente y también con los componentes de la tribu. Admiré su destreza para cazar y preparar sus comidas con tan rudimenta­rios elementos. La pesca también la realizaban con una pericia inaudita y todo valía para comer, hasta las rojas lombrices de la tierra representaban un bocado exquisito para sus paladares.
Una noche, cuando las estrellas eran más blancas y deja­ban caer su luz sobre el calvero y las churuatas, Ernesto me hizo callar, y sigilosamente se bajó de su chinchorro. Lo vi desvanecerse como una sombra más en la densidad de la es­pesura. No puedo decir el tiempo que duró su ausencia, pe­ro sí le vi regresar presuroso y, en medio del calvero, encender una gran hoguera. No dije nada y esperé a que se acercara. Lo hizo al rato y después de esparcir las brasas en los puntos estratégicos del recinto.
-¿Qué ocurre, Ernesto?
-Hay animalitos dañinos por acá cerca.
-¿Qué animales?
-Pumas y acaso una serpiente.
-¿En la noche una serpiente?
-Sí. A veces salen en busca de comida.
Salté del chinchorro y empuñé mi arma de fuego dis­puesto a acabar con las alimañas.
-Quédate tranquilo. Con el fuego no vendrán.
-¿Estás seguro?
-Sí.
-De todos modos, creo que debemos hacer guardia cerca de la hoguera.
-Mejor acá.
Dispuso unas ramas y unas grandes hojas de moriche. Lo acondicionó a unos metros del fuego y ante él nos sentamos los dos. Yo estaba tenso y expectante. Por el contrario, él ob­servaba atento sin perder la calma.
El tiempo pasaba lentamente. Las brasas hacían guiños fantás-ticos y las diminutas llamas exhibían sus extraños co­lores que iban del azulado al amenazante rojo.
-Una vez -comenzó a decir Ernesto casi en voz baja, hace mucho, mucho tiempo, cuando aún ningún indio
habitaba estas selvas, salió del río un pequeño y bonito pez. Pero como no sabía respirar, se ahogaba con el aire. Entonces, un pez anciano que sabía lo que pasaba cuando se salía del agua, le dio un fuerte golpe con su poderosa aleta y de nuevo fue a caer al río. El pez viejito, que sabía mucho, le explicó que había dos mundos muy diferentes y cada habitante sólo podía vivir en el mundo donde ha­bía nacido... En el de fuera que es la tierra, había que es­tar sujeto a ella, porque es la madre que lo sustenta y sin su alimento no se puede vivir. Y esos son los árboles, las flo­res, los frutos, las plantas... y ese es su mundo.
El otro mundo, donde se podía mover libre y encontrar alimentos en todas partes, era el mundo del agua, donde ellos vivían. El agua es buena y tiene todo lo necesario para vivir y crecer. Además, en el fondo de ella, también hay plantas que les dan cobijo y comida. Pero el pez nunca pue­de estar quieto y va de un lado a otro, paseando y viéndolo todo. A veces llega a lugares en los que hay mucha, muchísi­ma agua y dicen que es muy salada, pero también hay mu­chos, muchísimos peces y de muchas familias... son tantas que no se conocen...
El pez pequeño escuchaba con mucha atención, pero aún suspiraba por el lugar donde había estado. Vio los grandes árboles, los pequeños y espesos arbustos y también las flores de hermosos y brillantes colores. El pez grande le hizo ver los grandes peligros que podía correr y que, a partir de su ad­vertencia, debía pensar muy bien lo que iba a hacer.
El pez chiquito se quedó un poco asustado y sorprendido de tanta cosa como le había contado el anciano pez, pero cuando vio que se daba la vuelta y se iba a las aguas profun­das, hizo lo mismo pero para volverse á la orilla. No obstan­te, esta vez tuvo más cuidado y no salió del todo, sino que de vez en cuando asomaba su cabecita y volvía a meterla ba­jo el agua para seguir respirando.
Así un día y otro día, volvía a la orilla a observar todo lo que en ella había. Y una de las muchas, muchísimas veces que volvió, se quedó sorprendido al ver que sobre el agua se inclinaba una flor intensamente blanca, con unos pétalos y un tallo esbelto y delicado. La miró una y otra vez. Admiró las diminutas hojas del joven tallo y quedó prendado de la blancura de los pétalos y de la belleza de toda la flor.
Dicen los viejos sabios de la tribu, y los que nos precedie­ron, los que fueron antes de los abuelos de nuestros abuelos y quizá más lejos, que llegó un momento en que el pez, lle­no de amor, se acercó cuanto pudo a la flor y ella le habló. El pececillo no entendía y permanecía quieto mirándola y mirándola muy fijamente con sus ojitos brillantes y amoro­sos. Pasaron los días y la flor continuaba hablándole suave­mentes sin que el pececito pudiera entenderla. Hasta que un buen día, las palabras quedaron prendidas en su oído y en­tendió perfectamente lo que le dijo. Él también habló y son­rió a la flor con toda su ilusión. Ella le pedía que saliera del agua y se quedara a vivir a su lado. Contestó que ése era también su deseo, pero que si salía del agua, no podría vivir porque el aire lo mataría, y no se verían más. La flor no com­prendió cómo podía ser eso, puesto que ella sí podía respirar y vivir al lado del agua.
El pececillo habló con el gran pez y le contó lo que pasa­ba. El consejo fue que la flor debía vivir en el agua puesto que para ella era más fácil. Corrió hacia la orilla donde esta­ba la flor, y le dijo todo ilusionado que ella sí podría vivir en las aguas, que sería la más hermosa de todas las flores y siem­pre estarían juntos.
-Tendrás que ayudarme a salir de la tierra -dijo con­tenta.
-Lo haré -contestó él muy alegre.
Las aguas del río les hablaron tratando de disuadirles de su locura, porque ni uno ni otro podían vivir fuera de su ele­mento. Pero entre la flor y el pececillo había brotado el amor, y el amor es tan ciego que no entiende de razones. Nadie iba a detenerles en su intento.
Y una noche, cuando la Luna contemplaba hierática un plenilunio de estrellas y su luz caía a raudales sobre los árbo­les y el agua, llegó el pececillo dispuesto a llevarse a la flor que le esperaba impaciente y enternecida.
-Ven, ven. Estoy dispuesta. Sólo tienes que ir quitando esas arenas y mis raíces saldrán enseguida.
-Ahora mismo lo haré -dijo dispuesto el pececillo.
Y dicho y hecho. Puso todo su esfuerzo y todo su amor en lo que se había propuesto y comenzó a retirar las arenas con sus pequeñas aletas. También, a veces, las quitaba con su bo­quita. Pero según iba apartando unas, resbalaban otras, y otras, y otras, haciendo más difícil su trabajo.
-Tendrás que quitarlas de otra manera -advirtió la flor.
El pececillo nadó de un lado a otro viendo cómo podría hacerlo mejor. Reparó en una pequeña piedra y le dio un fuerte coletazo haciéndola caer al fondo del río, así queda­ron casi al descubierto todas las raicillas de la flor.
Con todo cuidado, el pececito las agarró con sus dientes, pero como eran tan finas las cortó. La flor cayó a tierra y gri­tó asustada, llamando al pececillo lastimeramente. Presuroso y también asustado, el pez saltó fuera del agua, pero lo hizo con tanto impulso que fue a caer bastante lejos de su amada. Los dos se miraron, porque era lo único que podían hacer, y se sonrieron. Intentaron acercarse por todos los medios a su alcance, pero la distancia era grande para sus pequeñas fuer­zas y no pudieron lograrlo. Al ver que no conseguían nada, ambos se desesperaron, pero siguieron en su intento.
El tiempo pasaba y el pez no podía respirar por más que abría su diminuta boca. La flor se había mojado demasiado y estaba atrapada por la humedad de la tierra. Los dos sus­piraron y el suspiro llegó hasta la Luna que estaba distraída mirando las estrellas. Quiso saber de quiénes eran los suspi­ros y comenzó a mirar a su alrededor. En el cielo nadie sus­piraba... en el aire... ¡tampoco! Entonces miró a la tierra enviando su más potente luz. Vio cómo el arroyo cristalino corría presuroso y asustado llamando al pez grande, lo que la extrañó muchísimo, y siguió mirando con más cuidado, has­ta que vio a la flor que comenzaba a perder su blancura con­virtiéndose en hojas transparentes. Y más allá, vio las rojas y verdes escamas del pececillo que se iba quedando quieto, quieto, quieto...
Como la Luna lo sabe todo, enseguida comprendió cuan­to estaba pasando. La flor y el pececillo se morían por su amor. Quiso salvarlos, pero comprendió que era demasiado tarde. En el cielo una estrella corrió a dar la noticia a todos los astros y a las más lejanas estrellas, y también fue a la gru­ta donde suele dormir el Sol... Los árboles callaron. La selva se quedó silenciosa y quieta. Todos los animalillos permane­cieron en sus cuevas y cuando llegó el pez grande a la orilla no pudo hacer nada. La Luna, arriba, miraba y miraba con amargura cómo desaparecían los dos pequeños seres. Al con­templar la tristeza general, comenzó a llorar y a llorar y a llo­rar. Sus lágrimas eran muchas, muchas, muchísimas y caían entre las estrellas y llegaban a la tierra y a los ríos. Caían pre­surosas desde el cielo inundándolo todo y casi cubriéndolo todo: árboles, arbustos, flores, aguas, caminos...
Y fueron tantas y tantas las lágrimas que derramó la Lu­na, que los dioses de los bosques, de las selvas, los del día y de la noche, los del cielo y de la tierra, los del agua y de los aires, las recogieron, y al ir a guardarlas en las grutas de to­dos los tiempos y de los que aún estaban por llegar, vieron que eran muy hermosas y las convirtieron en mujeres y hombres. Esos hombres y mujeres fueron dejados en lo más intrincado de la selva, junto al arroyo donde la flor y el pececito se quedaron para siempre. Esos hombres y esas mujeres, fieles al amor, fueron los padres de nuestros pri­meros padres que, después de los tiempos, nos hicieron a nosotros.
Así lo han dicho siempre los sabios de la tribu, desde los más lejanos hasta los de hoy, y lo creemos así. Somos hijos de la Luna, de las lágrimas de la Luna; siempre será así has­ta el final de los tiempos.
Ernesto se quedó mirando con sus grandes ojos al fuego que parecía sonreír en la serenidad de la hora. Quedé sor­prendido y admirado del relato que nadie le había pedido y que sin embargo él, quizá por el embrujo del fuego y el sor­tilegio de la noche, necesitó decir en voz alta, rememorando lo que palpitaba en su interior y le habían contado los sabios de su tribu.
Callaron sus palabras. Permaneció tan inmóvil que pensé por un momento que se iba a fundir en el misterio de la no­che y la selva.
El alba comenzó a levantarse presurosa. El fuego se extin­guía ensoñador y melancólico, y yo, sin saber si dormía o so­ñaba, sentí el poderoso despertar de la selva y el jubiloso grito de un madrugador cristofué irrumpió en la radiante mañana de un anaranjado amanecer.
¡iCristofueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!

0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070

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