Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

La ratita gris - Cap. I

Había un hombre viudo que se llamaba Prudente y que vivía con su hija. Su mujer había muerto pocos días después del nacimiento de la niña, que se llamaba Rosalía.
El padre de Rosalía era rico y vivía en una gran casa que era de su propiedad. La casa estaba rodeada de un gran jardín, en donde Rosalía iba a pasearse siempre que quería.
Había sido criada con mucho cariño, pero su padre la acostumbró a una estricta obediencia. Le tenía prohibido dirigirle preguntas inútiles e insistir para saber lo que él no quería decirle. Casi había logrado a fuerza de cuidados y vigilancia desarraigar en ella un defecto desgraciadamente muy común: la curiosidad.
Rosalía no salía nunca del parque, que estaba rodeado de elevados muros. Nunca veía a nadie más que a su padre, pues en aquella casa no había ningún criado y todo parecía hacerse por sí solo. Rosalía tenía siempre lo que le hacía falta en vestidos, libros, labores y juguetes. Su padre la educaba por sí mismo y Rosalía, aunque tenía cerca de los quince años, no se aburría y no pensaba en que podía vivir de otro modo.
Al final del parque que rodeaba la casa había una casita sin ventanas y con una sola puerta siempre cerrada. El padre de Rosalía entraba en ella todos los días y llevaba siempre la llave de la puerta encima. Rosalía creía que aquella casita servía únicamente para guardar las herramientas del jardín y nunca había pensado en hablar acerca de ello.
Un día que buscaba una regadera para sus flores, Rosalía dijo a su padre:
-Padre mío, déme usted la llave de la casita del jardín.
-¿Para qué la quieres, Rosalía?
-Necesito una regadera y pienso que allí tal vez habrá una.
-No, Rosalía. No hay ninguna regadera allí dentro.
La voz de Prudente estaba tan alterada al pronunciar estas palabras que Rosalía le miró y vió con sorpresa que estaba muy pálido y que el sudor inundaba su frente.
-¿Qué le pasa, padre? -preguntó Rosalía, asustada.
-Nada, hija mía, nada.
-Ha sido mi petición la que le ha trastornado a usted tanto. ¿Qué hay en esa casa, que le causa un terror tan grande?
-Rosalía, no sabes lo que dices. Vete a buscar la regadera en el invernadero.
-Pero, ¿qué hay, pues, en la casita?
-Nada que te interese, Rosalía.
-¿Por qué, pues, va usted a ella todos los días y no me deja que le acompañe?
-Rosalía, ya sabes que no me gustan las preguntas. La curiosidad es un defecto muy feo.
Rosalía no dijo nada más, pero se quedó muy pensativa. La casita, en la cual nunca había pensado hasta entonces, la tenía ahora muy preocupada.
"¿Qué habrá allí dentro? -se decía. ¡Mi padre ha palidecido cuando le he dicho que me dejase entrar en ella!... Eso es que cree que si entraba yo correría algún peligro. Pero, entonces, ¿por qué va él allí todos los días? Sin duda hay encerrada una bestia feroz y él le lleva de comer... Pero si hubiese una fiera yo la oiría rugir o agitarse en su prisión. Nunca se oye ruido en la casita, por lo tanto no hay en ella ninguna bestia. Además, si la hubiese, devoraría a mi padre cuando va... a menos que esté sujeta con una cadena... Pero si está atada no hay peligro para mí tampoco. ¿Qué habrá allí? ¡Un prisionero! ¡Pero no, porque mi padre es bueno y no querría privar de aire y de libertad a un pobre inocente!... Necesito descubrir este misterio... ¿Cómo me las arreglaré? ¡Si pudiese quitarle a mi padre la llave, aunque sólo fuese por media hora!... Puede que algún día se la deje olvidada..."
Su padre interrumpió estas reflexiones llamándola con voz alterada:
-¡Rosalía!
-¡Aquí estoy, padre mío!
La muchacha volvió a casa corriendo y examinó a su padre, cuyo rostro pálido y descompuesto indicaba una fuerte agitación.
Esto la intrigó más aún y resolvió fingir alegría y despreocupación para que su padre recobrase la confianza.
Era la hora de la comida. Prudente comió poco y estuvo silencioso y triste a pesar de sus esfuerzos para no parecerlo. Rosalía, en cambio, estuvo tan alegre y despreocupada que su padre acabó por tranquilizarse completamente.
Rosalía iba a cumplir quince años dentro de tres semanas; su padre le había prometido para el día de su cumpleaños una agradable sorpresa.
Pasaron unos cuantos días y ya sólo faltaban quince para la fecha fijada.
Una mañana, Prudente dijo a Rosalía:
-¡Hija mía! Tengo que marcharme de casa durante una hora. A causa de la fiesta de tu cumpleaños tengo que salir. Espérame sin moverte de la casa y, créeme, Rosalia, no te dejes dominar por la curiosidad. Dentro de quince días sabrás lo que tanto deseas saber, pues leo en tus pensamientos y sé lo que te tiene preocupada. Adiós, hija mía, y guárdate de la curiosidad.
Prudente abrazó con ternura a su hija y se marchó como si le supiese mal tenerse que alejar de ella.
Apenas se hubo marchado, Rosalía corrió al cuarto de su padre y ¡con alegría vió la llave de la casita del jardín olvidada encima de la mesa!
La cogió y, sin tomar aliento, corrió hasta el extremo del jardín; al llegar junto a la casita se acordó de las palabras de su padre: "Guárdate de la curiosidad", vaciló y estuvo a punto de volver sobre sus pasos sin haber mirado en el interior de la casita. Pero precisamente entonces oyó un largo gemido. Se acercó a la puerta y oyó una vocecita que cantaba en voz baja:

-... ¡Estoy prisionera
de mala manera!
¡No puedo salir
y aquí he de morir!

"¡No hay duda! -se dijo Rosalía. ¡Aquí dentro hay una desgraciada criatura que mi padre ha encerrado!"
Y, golpeando suavemente en la puerta, preguntó:
-¿Quién sois y qué puedo hacer para serviros?
-¡Ábreme, Rosalía! ¡Por favor, ábreme!
-Pero, ¿por qué estáis prisionera? ¿Habéis cometido algún crimen?
-¡Ay, no, Rosalía! Es un encantador quien me retiene. Sálvame y te testimoniaré mi reconocimiento contándote quién soy.
Rosalía ya no dudó más. Su curiosidad pudo más que su obediencia y, metiendo la llave en la cerradura, trató de abrir. Temblaba de tal manera que no acertaba e iba a renunciar a ello cuando la vocecita continuó diciendo:
-Rosalía, lo que tengo que decirte es para ti muy interesante. Tu padre no es lo que aparenta ser.
Al oír estas palabras, Rosalía hizo un último esfuerzo. La llave rechinó al dar la vuelta en la cerradura y la puerta se abrió.

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