Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 1 de enero de 2015

La muerte madrina

Érase una vez un pobre jornalero. Su mujer tuvo un hijo, y, como eran tan pobres, no sabían a quién convidar de padrino para bautizar al niño.
Un día salió el jornalero a un camino, dispuesto a convidar al primero que pasara. Pero se cansó de esperar y no pasó nadie. Ya se venía para su casa, muy triste, cuando se le apareció la muerte y le preguntó que qué le pasaba. El jornalero le dijo que tenía un hijo sin bautizar, pues como en su casa eran tan pobres nadie quería ser su padrino. Entonces la muerte le dijo:
-Bueno, no se apure usted, que yo lo sacaré de pila, lo cuidaré y hasta le daré estudios de médico. Ya tengo muchos ahijados, y todos están muy contentos de serlo.
Conque fueron y bautizaron al niño y, cuando ya fue médico, se le presentó la muerte y le entregó una hierba, diciéndole:
-Con esta hierba podrás curar a todo el que tú quieras, por muy enfermo que esté. Nada más con que le toques los labios se pondrá bueno. Pero, ojo, si al visitar a un enfermo me ves a mí a la cabecera, dirás que tiene remedio y podrás curarlo. Pero si me ves a los pies de la cama, dirás que no tiene remedio y no intentarás nada, porque a ese ya le toca.
El muchacho obedeció a su madrina y llegó a coger fama de buen médico, pues eran muchos los que se curaban con él. Un día lo llamaron para que visitara a un rico que se estaba muriendo, diciéndole que si lo curaba le pagarían mucho dinero. Cuando entró en la habitación vio a la muerte a los pies de la cama. Pero, a pesar de eso, dijo que aquel hombre tenía remedio, le pasó la hierba por los labios y lo curó. Cogió su dinero y cuando ya iba para su casa se encontró con su madrina, que le dijo:
-Eres un mal ahijado. Por esta vez te perdono, pero recuerda que no debes curar a nadie si me ves a mí a los pies de la cama.
Pasó el tiempo y otro día volvieron a llamar al muchacho a casa de otro hombre muy rico, más rico todavía que el anterior, diciéndole que le darían el doble de dinero si lo curaba. Cuando el muchacho se presentó en la habitación, vio a la muerte a los pies de la cama, haciéndole señas de que no fuese a repetir la misma faena. Pero él no le hizo caso y dejó de mirarla, por lo que no vio que lo amenazaba con su guadaña. Aplicó su medicina, cobró su dinero y se fue. Cuando ya iba para su casa, la muerte le salió otra vez al encuentro y le dijo:
-Ya me lo has hecho dos veces. La próxima, te tocará a ti.
Ocurrió entonces que la hija del rey se puso enferma, y todos los médicos dijeron que no tenía remedio. Pero el rey publicó un bando diciendo que aquel que fuera capaz de curar a la princesa se casaría con ella. Llegó la noticia a oídos del muchacho y se puso en camino, muy preocupado por saber si se encontraría o no a la muerte y si estaría a los pies o a la cabecera de la cama. Se presentó en palacio temblando cuando entró en la habitación. Y allí estaba la muerte, a los pies de la cama. El rey le suplicó al muchacho que hiciera todo lo posible por salvar a su hija y le prometió que la boda sería antes de un año si la princesa se curaba, y que lo nombraría heredero de todos sus reinos. El muchacho miraba de reojo a la muerte, pero esta le hacía señas de que no. Y así un rato.
Por fin él se atrevió, sacó su yerba, la pasó por los labios de la princesa y en seguida esta se puso buena. El rey y todo el mundo en el palacio se pusieron muy contentos y empezaron ya los preparativos de la boda.
Pero el muchacho se encontró con la muerte, que le dijo:
-Esta sí que no te la perdono.
Él entonces se puso a llorar y a suplicarle que por lo menos le dejara tiempo de casarse con la princesa. Entonces la muerte lo llevó a una habitación donde había muchas velas encendidas y de muchos tamaños; unas muy grandes, otras medianas, otras pequeñas, y otras tan chicas que en seguida chisporroteaban y se apagaban. La muerte dijo:
-A ver si tienes suerte y averiguas cuál corresponde a tu vida. Las grandes son las de los niños que nacen, las más pequeñas...
Decía el muchacho, señalando a una de las medianas:
-¿Es esta?
Y la muerte decía que no con la cabeza. Y otra vez, señalaba él a otra un poco más pequeña:
-¿Es esta?
Y la muerte volvía a negar, y él señalaba otra más pequeña y la muerte a decir que no. Así fue llegando a las que eran cada vez más chicas y por fin se acercó tanto a una pequeñita, pequeñita, que al decir: «¿Es esta?», con solo el aliento de su voz se apagó, y allí se quedó muerto.

0.003.1 anonimo (españa) - 075

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