Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 31 de enero de 2015

Ilombe y ugula .027

Ngwalezie, la mujer de Ndjambu, tuvo un hijo y una hija: Ugula e Ilombei. Ambos fueron creciendo y, al cabo, llegaron a la edád de ca­sarse. Entonces Ugula pidió a Ndjambu que le dejara contraer matri­monio con su hermana Ilombe. Ndjambu le contestó: «No deberías casarte, porque las mujeres no son capaces de tener amor como los hombres. Deja que lo consulte con la almohada».
Se fueron a dormir y, al día siguiente, Ndjambu dio su consenti­miento: «Podrás casarte con tu hermana, si aceptas lo siguiente: que cuando uno de los dos muera, el otro deberá acompañarle en el ataúd.» Ugula e Ilombe se casaron e hicieron vida matrimonial duran­te dos meses, al cabo de los cuales Ugula murió.
Ilombe, recordando lo prometido a su padre Ndjambu, se metió en el ataúd junto al cadáver de su hermano. Y, al verse encerrada y bajo tierra, empezó a desesperar de su suerte. Pero sucedió que un ratón iba excavando la tierra hasta el féretro de la pareja y, al entrar en él, sacó un pequeño fruto que traía en la boca y frotó con él la cabeza y el corazón de Ugula, devolviéndole la vida.
Ilombe y Ugula empujaron la tapa del ataúd con todas sus fuerzas, y pudieron salir a la carretera. Era de noche y Ugula tenía sueño: se metió el fruto mágico en el bolsillo, reclinó la cabeza sobre las rodillas de Ilombe, y se durmió plácidamente. De pronto se oyó el ruido de un motor. Instantes después, un coche se detenía frente a la pareja. A Ilombe le gustó aquel conductor; y, procurando que Ugula no se des­pertara, se fue con él.
Cuando Ugula despertó de su sueño, sufrió una pena profunda y recordó las palabras de su padre: «Las mujeres no son capaces de tener amor como los hombres». Aun así, se vistió con los andrajos más miserables que pudo encontrar y, siguiendo las huellas de los neumáti­cos, llegó a la casa donde Ilombe vivía con su nuevo amigo. Pidió trabajo y el hombre le dijo: «Podrás trabajar aquí; pero no toques los alimentos, porque vas tan sucio que debes tener sarna. Y, si alguna vez robas algo, te cortaré el cuello».
Ilombe, sin embargo, le había reconocido a pesar de los andrajos. Y advirtió a su amigo: «Has hecho mal aceptando a este empleado, por­que es un brujo». Y, cada vez que comía, le tiraba los restos que le sobraban diciéndole: «¡Come esto, perro sarnoso!». ¡Cuánta razón ha­bía tenido el viejo Ndjambu!
Hasta que llegó el día en que Ilombe decidió terminar con él: se quitó el anillo que su amigo le había regalado y lo escondió en el bolsillo de Ugula. Cuando el amigo de Ilombe regresó a casa, quiso saber dónde se encontraba aquel anillo. Y, al aparecer dentro del bol­sillo de Ugula, creyó que lo había robado; y se dispuso a cortarle el cuello.
Ugula suplicaba a Ilombe: «Si me corta el cuello, dispón que mi cuerpo sea trasladado a tu habitación; y, una vez allí, devuélveme la vida con el fruto mágico». Ilombe no quiso responderle. Cuando su amigo le hubo cortado el cuello, ordenó que echaran su cuerpo al mar.
Pero uno de los empleados, que había seguido la anterior conver-sa­ción, solicitó poder enterrar a su compañero. Al poder disponer de su cuerpo, se lo frotó con aquel fruto y, al instante, recobró la vida.
Ugula recordó de nuevo las palabras de su padre: «Las mujeres no son capaces de amar como los hombres». Y se fue de aquel lugar hasta llegar a un lejano poblado. Resultó que el rey de aquel poblado había muerto hacía poco tiempo. Y sus hijos daban muerte a todos los que se acercaban. Ugula suplicó de nuevo: «¿Cuántas veces tendré que morir? Perdonadme la vida y resucitaré a vuestro padre».
No le creyeron una palabra, pero quisieron hacer la prueba: Ugula se encerró con el cadáver del rey y recompuso su cuerpo. A continua­ción le puso sus vestidos. Y, finalmente, lo frotó con el fruto mágico. Él recuperó el aliento y se levantó. Los hijos del rey, locos de alegría, abrazaban a Ugula y le agradecían aquel milagro.
Para celebrarlo, decidieron celebrar una gran fiesta. Ugula insistió en que debía invitarse incluso a los poblados más alejados. De manera que, el día de la fiesta, Ilombe compareció entre los invitados. Recono­ció a su hermano inmediatamente y temió lo peor. Efectivamente, Ugula contó su historia; y la gente, enardecida, se abalanzó sobre la pobre Ilombe y le dio muerte.
Ugula había tomado cumplida venganza. La gente le proclamó rey; y gobernó siempre con sabiduría, recordando en todo momento las palabras de su padre: «Las mujeres no son capaces de amar como los hombres».

Fuente: Jacint Creus/Mª Antonia Brunat

0.111.1 anonimo (guinea ecuatorial) - 055

i Parece una versión de un cuento fang.

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