Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El lenguaje de los pajaros

Aquel bonzo había nacido en He-Nan, pero como era mendigo, conocía todo el país. Lo había recorrido ya varias veces, porque nunca se quedaba en un lugar más de dos días. Pasaba, por tanto, más tiempo en los caminos que en lugar habitado. Así fue como, poco a poco, fue entendiendo el lenguaje de los pájaros. Al principio creía que eran revelaciones de los espíritus, pero pronto cayó en la cuenta que ellos no podían hablar de cosas tan banales.
-¿Habéis visto qué calva más ridícula tiene ese hombre? -oyó decir un día a un grupo de cuervos, al verle pasar.
Y a partir de entonces comprendió que los pájaros también hablaban de él.
Quizá porque prestaba más atención a lo que las aves decían, el lenguaje del bonzo se había tornado más directo e incisivo. Tanto que los habitantes de los lugares por los que pasaba comenzaron a tomarle por loco.
-Debes tener cuidado -le aconsejó un anciano de su mismo monasterio. Esa forma de hablar te puede traer problemas. Hay cosas que conviene decir siempre dando rodeos, porque el corazón humano es tan débil como la belleza.
Pero el bonzo no le hizo caso y continuó diciendo lo primero que le venía a la boca.
Un día llegó a una pequeña ciudad que conocía muy bien su manera de ser. Dos amigos comentaron al verle:
-Ya está aquí ese pelmazo. La verdad es que no sé cómo le aguantamos. Deberíamos darle una paliza por sus insolencias.
Pero, cuando fueron a ponerle las manos encima, le vieron tan cansado que les dio lástima.
-Lo dejaremos para otra ocasión -dijeron. Al fin y al cabo, no hace ningún mal a nadie.
Y le dieron dos monedas de plata.
El bonzo estaba tan agradecido por su generosidad que les tradujo lo que acababan de decir dos vencejos. Se habían asustado al ver acercarse a los dos hombres, pero el bonzo oyó claramente su conversación.
-La casa nueva será devorada por el fuego -dijo en tono solemne, y los dos hombres se burlaron de él.
Pero no había declinado el día cuando, en efecto, desapareció, devorada por las llamas, la casa a la que se había referido el bonzo. Ni uno solo de sus muros quedó en pie. Entonces los dos hombres comentaron, asombrados, que aquel mendigo lo había predicho, y la aldea entera le suplicó:
-Quédate con nosotros. No te vayas a otro lugar. Tú eres el único santo que se ha dignado visitarnos.
El bonzo se negó, diciendo:
-Mi techo es el firmamento y mi suelo todo este reino. ¿No lo comprendéis?
Pero le ofrecieron tal cantidad de monedas de plata que, al final, terminó accediendo, y dijo:
-Está bien. Me quedaré en vuestra aldea diez días más.
Entonces escuchó lo que comentaban tres gorriones y, agradecido, quiso que lo supieran quienes tan bien le habían tratado.
-El catorce se abrirá y el dieciséis se secará uno -afirmó con cierta petulancia.
-¿Qué querrá decir eso? -se preguntaban cuantos lo oyeron.
Pero el bonzo no aclaró nada. Se limitó a repetir tan extraña frase y empezó a recitar los diez mil nombres de Buda. Sin embargo, pronto se desveló el misterio: el día catorce una mujer dio a luz gemelos y el dieciséis murió uno de ellos.
-¡Es asombroso! -se decía todo el mundo. ¿Cómo puede ese hombre conocer con tal precisión el futuro?
Y a su fama de santo se añadió la de sabio. Hasta el gobernador oyó hablar de él y se dijo:
«Si es verdad lo que cuentan de ese bonzo, sus predicciones me harán rico. ¿No me favorecería, acaso, el emperador con su amistad, si pudiera prevenir una guerra adversa?»
Inmediatamente le hizo venir a su palacio, pero en cuanto vio su pinta de mendigo y su cabeza rapada empezó a dudar de él.
-¿En qué te basas para conocer el futuro? ¿En los reflejos de tu calva? -preguntó, burlón.
-Nada de eso, mi señor -respondió humildemente el bonzo. Yo no adivino nada. Son los pájaros los que lo hacen. Y le reveló su secreto.
El gobernador estaba cada vez más convencido de que tenía ante sí a un loco. Entonces pasó un pato y quiso burlarse de él.
-Si lo que dices es verdad -le animó, no te será difícil contarme lo que va pregonando ese pato. El bonzo sonrió con malicia y dijo:
-La pequeña le sacará los ojos y la mayor le arrancará la lengua.
-¿Y eso qué significa? -preguntó el gobernador, asombrado.
-No lo sé -respondió, triunfante, el bonzo. Pero me huele que la discordia habita bajo vuestro techo.
Y se marchó a mendigar por las plazas de la ciudad.
El gobernador se quedó boquiabierto, porque tenía dos mujeres y siempre estaban discutiendo a causa de los celos.
-Sí, es verdad -reconoció la más joven. Tuvimos una discusión y dije a vuestra esposa primera que iba a sacarle los ojos. Ella, para no ser menos, me amenazó con arrancarme la lengua.
-Os juro que no volverá a suceder más -prometió la más vieja.
Pero esta vez no le importaron al gobernador las rencillas familiares. Estaba estupefacto. Tanto que de nuevo llamó al bonzo y le nombró su consejero.
-Los pájaros están sobre nuestras cabezas y ven con más claridad cuanto hacemos -explicó, complacido, el bonzo.
Sin embargo, el gobernador era una persona muy engreída y pronto empezó a dudar otra vez de su nuevo consejero.
Una tarde, cuando se hallaba despachando los asuntos de la provincia, volvió a pasar por delante de la puerta un pato. Entonces, con el afán de coger en falta al bonzo, le preguntó de improviso:
-¿Estás de acuerdo con lo que dice ese ánade?
El bonzo no sabía lo que significaba esa palabra, pero respondió de inmediato:
-Un ánade, ciertamente, no sé lo que es. Pero, si os referís a ese pato, os diré que va recitando: «Harina diez mil uno..., harina veinte mil dos.»
El gobernador enrojeció de vergüenza, porque era muy avaricioso y siempre enviaba cuentas falsas al emperador. Desde entonces comenzó a tomar miedo al bonzo y ordenó a sus criados que se deshicieran de cuantas aves hubiera en palacio. Después cubrió con una red todos los patios, y al bonzo se le fue olvidando el lenguaje de los pájaros.
-¿Por qué habéis hecho eso? -preguntaba cada día a su señor. ¿No os interesa ya conocer el futuro?
El gobernador siempre le respondía lo mismo:
-El futuro es poder..., el futuro es poder y tú eres sólo un bonzo.
Un día se reunieron en su palacio los gobernadores de todas las provincias vecinas. Tan interesados estaban en las redes que cubrían todos los patios, que el gobernador terminó revelándoles su secreto. Todos se pusieron entonces de pie y empezaron a reír como locos.
-No nos vengas con cuentos -se burlaron. Ningún hombre puede entender el lenguaje de las aves.
El gobernador se sintió herido en su amor propio e hizo traer al bonzo.
-iDemuéstrales que no miento! -le ordenó, amenazante. ¿Qué es lo que dice este pájaro? -y sacó una cajita de oro con un colibrí.
El bonzo se inclinó con humildad y respondió:
-El pajarito dice que dentro de dos días os depondrá el emperador.
Entre las burlas de todos, el gobernador le mandó azotar y le expulsó de su palacio. Aunque la predicción resultó cierta, el bonzo no volvió a decir a nadie lo que hablaban los pájaros. Había aprendido, por fin, que el corazón humano es débil como la belleza, y el lenguaje de las aves, tan directo como la línea de sus vuelos.
-Por eso nunca me quedo más de dos días en un lugar y siempre estoy de camino.
En ningún sitio volvieron a suplicarle que permaneciera más tiempo.

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El juicio de la piedra

En Sz-Chuan había un juez llamado Wang-Chr-Fu. Tenía fama de severo y le gustaba entremezclarse con la gente. De esta forma podía más fácilmente descubrir sus necesidades y dictar después sentencias justas. Un día, cuando paseaba en su litera por la plaza del mercado, vio un gran grupo de gente.
-Acerquémonos -ordenó a los que le llevaban. No está bien pasar de largo cuando alguien nos necesita.
No se equivocó Wang-Chr-Fu. Cuando se hubo abierto paso entre la gente vio a un niño que estaba llorando.
-No puedo soportar ver llorar a nadie. ¿Qué te pasa? -preguntó al mucha-cho.
-Me han robado -respondió éste. Como bien sabéis, yo soy vendedor de churros.
-¿,Tú? -volvió a preguntar el juez asombrado.
-Sí, yo -continuó el niño. Mi padre tiene una churrería. y yo le ayudo. Hace más o menos diez minutos me entraron ganas de mear y, como no dejan meter bolsas en los retretes, dejé la mía sobre esta piedra. Cuando salí había desaparecido.
El juez Wang-Chr-Fu se quedó admirado de lo bien que hablaba el chico.
-¿Y llevabas mucho dinero?
-Toda la venta de hoy, porque ya me iba para casa: cinco monedas de oro en céntimos de cobre.
El niño se echó a llorarr otra vez.
-¿Qué va a pensar de mí mi padre? -decía. No me creerá. Seguro que dirá que me lo he jugado todo con otros chicos.
El juez Wang-Chr-Fu preguntó a los que estaban allí, pero nadie supo darle razón de la bolsa.
-Yo no sé. Yo acabo de llegar ahora mismo -dijeron unos.
-A mí no me pregunte. Yo no quiero líos con la justicia -se disculparon otros.
Los más se encogieron de hombros.
-¡Esto es increíble! -se quejó el juez. ¿Es que no hay ni una sola persona honrada en esta ciudad?
Entonces hizo venir a los soldados y ordenó que acordonaran la plaza. Pero todos protestaban:
-¡Yo soy inocente! ¿Por qué me detienen?
Los más reflexivos, sin embargo, murmuraron en voz baja:
-El juez Wang-Chr-Fu se está volviendo viejo. Ya no distingue entre inocentes y culpables.
-¿Quién ha dicho que estáis detenidos? -se disculpó el juez. Simplemente he hecho venir a tantos soldados porque, como nadie ha cogido el dinero de este niño, por fuerza ha tenido que ser la piedra, y ya veis lo pesada que es. Desde luego que yo solo no podría llevarla hasta el patio de audiencias.
Nadie daba crédito a lo que oía.
-¿Juzgar a una piedra? -se preguntaban entre sí .¿En dónde se ha visto cosa igual?
Y lo tomaron a juerga. Sin embargo. hubo muchos que no estaban de acuerdo.
-¡Seremos el hazmerreír de todo el reino! -decían. Nadie volverá a tomarnos en serio.
Pero no se atrevieron a oponerse a las órdenes del juez. porque era el representante del Hijo del Cielo.
-Dejadle que se desacredite él mismo -se dijeron. Entonces acudiremos a quien debemos acudir y le depondrá.
Los soldados arrestaron, finalmente, a la piedra y se la llevaron. Toda la ciudad se lanzó a la calle para verla pasar. Muchos la siguieron hasta el gran patio de audiencias.
-Esto no me lo pierdo yo -decían, ni aunque el bandido Du ataque a esta ciudad.
-¿Se dará cuenta de lo que hace? Este hombre se toma su oficio tan en serio que por la noche, en vez de dormir, somete a interrogatorio a sus almohadas.
Pero el juez Wang-Chr-Fu no se lo tomó a broma. Hizo poner a la piedra en el lugar de los acusados y le preguntó, como si se tratara de un malhechor:
-¿Se puede saber por qué has robado el dinero a este muchacho? ¡Mírale bien! Es sólo un niño. ¿No te da vergüenza?
La gente congregada en el patio de audiencias soltó la carcajada. Pero el juez siguió adelante con su interrogatorio. Se enfadó con la piedra y gritó, malhumorado:
-¿Por qué no respondes? ¿Tan dura es tu conciencia que no te atreves a admitir en público tu crimen? ¡Responde de una vez! Mira que tengo medios para hacerte cantar. Te concedo dos minutos para que recapacites.
Como era de esperar, la piedra permaneció muda.
-Tú lo has querido -volvió a decir al cabo de los dos minutos. Por obstinada, recibirás cien azotes.
El gentío que llenaba la sala de audiencias soltó la risa. Apenas si podían sostenerse en pie, cuando aparecieron, en efecto, los verdugos y empezaron a dar porrazos a la piedra.
-¡Que lo representen todos los años! -gritaban los jóvenes. ¡Esto es lo más divertido que hemos visto en nuestra vida!
Entonces el juez Wang-Chr-Fu montó en cólera. Su rostro era como el de los guardianes pintados en las puertas de las pagodas.
-¡Silencio! -ordenó con voz potente.
Pero, como la algarabía era muy grande, nadie pudo oírle.
¡Silencio! -volvió a bramar. Esto es un tribunal de justicia y no permito desmanes.
Nadie se daba por enterado.
¿No me hacéis caso? Está bien. ¡Que todos los aquí presentes, en castigo, paguen a este tribunal una moneda de cobre!
La medida dio resultado. Poco a poco corrió la voz de la multa y se hizo el silencio. Sin embargo, algunos murmuraron:
-No está bien aprovecharse de esta forma de los pobres. ¡Todo esto es una farsa! ¡Hasta el mismo juez lo sabe!
Wang-Chr-Fu lo oyó e inmediatamente hizo que tocaran el gong. Eso suponía que la multa tenía que ser pagada en el acto bajo pena de cárcel. Además, el juez añadió una condición totalmente pueril:
Que, al pagar la moneda de cobre, todos la hagan saltar sobre la piedra acusada. De esa forma, su castigo será mayor.
Los alguaciles trajeron un cubo, y todos los presentes fueron depositando en él sus monedas. Antes, no obstante, la hacían saltar sobre la piedra.
Así, así está bien -decía, complacido, el juez Wang-Chr-Fu. ¡El siguiente!
Pero llegó uno que no pudo hacer saltar su moneda. La tiró contra la piedra y se quedó pegada en ella. El juez ordenó inmediatamente a los guardias:
-Prendedle. Ese es el ladrón.
-Pero, señor respondió el hombre, ¿qué culpa tengo yo de que esta moneda no salte? Seguro que es defectuosa.
-No lo creo, pero puedes intentarlo de nuevo -replicó el juez.
El hombre rebuscó en su bolsa y, al fin, dio con una que parecía de su agrado. Pero tampoco saltó. Desesperado, el hombre arrojó no menos de treinta monedas contra la piedra.
-¿No lo ves? -volvió a preguntar el juez. Las monedas no saltan porque tú eres el ladrón.
El juicio de la piedra
-¡Os contradecís! -replicó el hombre. Antes habéis dicho que el ladrón era la piedra. ¿Cómo podéis acusarme a mí ahora? ¿Acaso pensáis que he colaborado con ella?
El juez Wang-Chr-Fu le miró con pena y dijo:
-La piedra está aquí como testigo. Es ella la que te ha descubierto, porque te vio coger la bolsa del niño.
-Yo... -empezó a decir el hombre.
-¡No me interrumpas! -gritó, severo, el juez. Todas tus monedas se han quedado pegadas en la piedra porque, como el muchacho vendía churros, están aceitosas y no pueden saltar.
En el patio de audiencias se hizo un silencio respetuoso. Todos estaban asombrados de la sagacidad del juez Wang-Chr-Fu.
-Es un sabio -decían unos.
-Es un honor para nosotros tener un juez tan eminente -comentaban otros.
Y todos pensaban en su interior:
«Si un hombre es sensato en diez mil ocasiones, no hay que dudar de él cuando aparenta no serlo, porque su corazón es siempre el mismo.»

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El hombre que devolvio lo encontrado

Lou-Luen era el estudiante más famoso de Shan-Dung. Durante muchos años no hizo otra cosa que estudiar. Por fin, se decidió a presentarse a los exámenes imperiales y partió hacia la capital, acompañado de su criado.
-¿Crees que llevamos suficiente dinero para el viaje? preguntó a su señor.
-¿Por qué eres tan materialista? -le riñó Lou-Luen. Lo único que necesita-mos son mis libros. Si apruebo, ni tú ni tus hijos tendréis que preocuparos ya de nada.
El criado le agradeció su interés por su familia, pero siguió pensando que no era suficiente el dinero que llevaban. Así caminaron durante todo el día. Al caer la noche llegaron a una aldea perdida en las montañas.
-Este es un buen lugar para pasar la noche -dijo el estudiante Lou-Luen.
-Mejor lo era la ciudad que hemos dejado atrás hace tres horas -respondió el criado.
Y se marchó a buscar posada.
Era pequeña, pero tenía todas las comodidades. El posadero pensó que sus huéspedes eran gente importante y los trató como a príncipes.
-¿Ves cómo los lugares pequeños también tienen sus encanto? -preguntó el estudiante Lou-Luen. ¿En qué ciudad iban a habernos servido tan bien?
El criado tuvo que admitir que esta vez tenía razón. En seguida se metieron en la cama. Pero el criado no podía dormir: había algo duro bajo las sábanas y le resultaba imposible conciliar el sueño. Metió la mano entre el colchón y encontró un brazalete de oro.
«¡Qué suerte! -se dijo. Vale por lo menos cuarenta mil monedas. Si mi amo no aprueba el examen, me compraré un campo y seré mi propio dueño.»
A la mañana siguiente se levantaron temprano y continuaron su camino. El criado no dijo nada del brazalete a Lou-Luen. Dejó que meditara en su sabiduría y él se puso a levantar castillos en el aire.
Mientras tanto, en la posada, la mujer del posadero estaba muy pre-ocupada: había revuelto toda la casa y no había podido encontrar el brazalete de oro que había perdido.
«Me lo regaló mi padre, cuando abandoné su hogar para casarme -se dijo, apenada. Si mi marido se entera, es capaz de azotarme por descuidada.»
Pero al final tuvo que preguntarle también a él si lo había visto, porque nadie sabía darle razón de la joya. El posadero montó en cólera.
-¿Y todavía tienes la desvergüenza de preguntármelo a mí? -preguntó, furioso. Seguro que se lo has regalado a tu amante y ahora quieres que te compre otro.
-¡Pero yo no tengo ningún amante! -protestó la mujer.
-¡Eso habría que verlo! Las mujeres sois todas iguales -replicó el posadero, y no volvió a hablar más con su esposa.
Durante todo el día estuvo la mujer dándole vueltas en la cabeza a lo ocurrido. Cuando se hizo de noche, su angustia era tan grande que se dijo:
«Mi esposo ya no confía en mí. ¿Qué sentido tiene la vida, cuando no se tiene a quien se ama?»
Entonces fue y se colgó de una viga de la posada. Cuando lo vio su marido, se echó a llorar, pero en seguida pensó:
«Tenía yo razón. ¿Por qué se ha suicidado, si no es porque le remordía la conciencia por sus muchas infidelidades? Ahora sólo me queda desenmascarar a su amante.»
En seguida sus sospechas recayeron sobre su criado. Era muy viejo y había estado en la casa desde antes que él naciera. Pero se dijo:
«Mujer joven es presa codiciada para el viejo. ¿Cómo podré haber sido tan ciego?»
Como era de esperar, el criado lo negó rotundamente:
-¿Cómo podéis pensar una cosa así de mí, que os quiero como a un hijo?
Y pensó que su amo se había vuelto loco por la muerte de su esposa.
Sin embargo, el posadero agarró el látigo y le azotó hasta dejarle medio muerto.
«No me cabe duda -se dijo, apenado, el viejo. La locura se ha apoderado de él. De todas formas, no quiero que caiga sobre su cabeza la vergüenza de haber golpeado a un anciano inocente.»
Y también él se suicidó.
El posadero creyó haber cumplido con su deber y aquella noche se emborrachó hasta perder el juicio.
Mientras tanto, el estudiante Lou-Luen se había presentado ya a los exámenes y esperaba, impaciente, su resultado. Pero los sabios del reino no acababan de decidirse. Eran tantos los candidatos a consejeros imperiales que no sabían a quién escoger.
-Si seguimos aquí esperando, tendremos que comer hojas de árbol -comentó Lou-Luen con su criado. Apenas si me queda ya dinero.
-¿Ves cómo era muy poco el que traíamos?
-Sí. Tú siempre tienes razón. Los estudiantes sólo vivimos para nuestros libros.
Al criado le dio pena y le regaló el brazalete.
-¿De dónde has sacado tú tanto oro? -preguntó Lou-Luen, asombrado.
El criado le contó toda la historia. Pero Lou-Luen, en vez de ir a empeñarlo, se puso el manto y dijo:
-Cuando una mujer pierde sus alhajas, sobre su familia se abate la tragedia. Tengo que volver a esa posada en seguida. Es claro que este brazalete pertenece a una dama.
Esta vez el criado no le siguió. Admiró su entereza y le dijo sin todeos:
-Eres un buen amo. Siempre lo has sido. Pero si devuelves ese oro no tendrás nada de dinero y no está bien que yo sirva a quien es más pobre que yo.
-Tienes razón -y desde aquel momento quedaron rotos los lazos de su servidumbre.
Cuando Lou-Luen llegó a la aldea se encontró con la posada cerrada.
-No, no, señor -le informó un campesino. En este lugar ya no hay posadero. Se marchó a otro lugar, porque, por celos, se suicidaron su mujer y su criado.
-¿Y no sabes a dónde se ha ido?
Aunque todos los aldeanos lo sabían, nadie quería decírselo. Creían que Lou-Luen era el espíritu del viejo criado, y comentaban entre sí:
-Quiere vengarse. Si se lo decimos, los días del posadero están contados.
Por esa misma razón, tampoco quisieron darle alojamiento. La noche era fría y a Lou-Luen no le quedó más remedio que acurrucarse en el portalón de la antigua posada. Como estaba muy cansado se durmió en seguida.
-¿Por qué tú, que eres tan importante, llevas ese brazalete que no es tuyo? -le preguntó una voz.
-Ya sé que no es mío. Precisamente he venido hasta aquí para devolvérselo a su dueño, pero desconozco en qué ciudad vive ahora.
-Si caminas tres días hacia el oeste -volvió a decir la voz, le encontrarás.
Entonces el estudiante Lou-Luen abrió los ojos y se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Pero hizo caso a la voz. Durante tres días caminó hacia el oeste y, en efecto, llegó a una ciudad. No era muy grande y la recorrió de cabo a rabo, pero no pudo encontrar al posadero.
Como no tenía dinero, al caer la noche se refugió en una pagoda abando-nada.
-¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No ves que este sitio ya está ocupado?
El estudiante Lou-Luen reconoció en seguida la voz del posadero.
-Precisamente es a ti a quien vengo buscando. ¿No te acuerdas ya de mí? Pasé una noche en tu posada camino de la corte -y le contó todo lo que había ocurrido.
Cuando el posadero tomó en sus manos el brazalete de oro, se puso a llorar como un niño.
-¡Por mis celos han muerto dos personas inocentes! -gimoteaba, desesperado.
Y, sin que Lou-Luen pudiera hacer nada, se tiró al río y se ahogó.
Al poco tiempo se presentaron dos emisarios del emperador y entregaron a Lou-Luen un rollo lacrado.
-Tienes que volver a la corte -le comunicaron. Tu examen ha sido el mejor y el emperador te espera con impaciencia.
De esta forma, el estudiante Lou-Luen se transformó en el consejero Lou-Hwei.
Un día, muchos años después, pasaba por una de las plazas de la capital, cuando vio que iban a ajusticiar a un hombre. Inmediatamente hizo detener su litera, porque había reconocido a su antiguo criado en aquel reo. Acercándose a la horca, le preguntó:
-¿Cómo es posible que hayas caído tan bajo?
-Consejero Lou-Hwei -respondió el criado. Por culpa del oro llevo tres muertes sobre mi conciencia, mientras que vos, por devolverlo, habéis llegado a ser un gran hombre.
Y el antiguo estudiante comprendió que quedarse con lo encontrado es sembrar desgracias en la vida de su dueño.

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El grillo

El emperador había perdido el juicio. Tenía sesenta años y había sido un buen rey. Pero, al cumplir los sesenta y uno, le entró una extraña fiebre por los grillos. Los coleccionaba con la misma obsesión con que otros amontonan riquezas. Sin embargo, lo peor fue que se olvidó de sus deberes de gobierno y se pasaba todo el día viendo luchas de grillos.
-Ni los dioses tienen su fortaleza -decía, admirado, a sus consejeros. ¿Cómo queréis que no los mime?
-Sí, pero el pueblo...
-Dejad al pueblo que cace para mí estas pequeñas fieras.
Y a partir de entonces en aquel reino se pagaron los impuestos con grillos. Pero al cabo de los años descendió tanto su número que era imposible encontrar un solo grillo en todo el imperio.
-¡No me engañéis con excusas! -gritaba, fuera de sí, el emperador. Haced que los campesinos los busquen debajo de las piedras. Haced lo que queráis, pero traedme grillos nuevos.
Sus ministros comprendieron que aquélla era una buena oportunidad para ganarse el favor real. Enviaron, pues, destacamentos de soldados a todas las aldeas del imperio. Pero los bravos guerreros esclavizaron a la gente y no consiguieron un solo grillo.
-¿Hasta cuándo durará esto? -preguntaba todos los días a su esposa un campesino llamado Sü. ¿Por qué son tan importantes esos bichejos que tanto se parecen a las cucarachas?
-No lo sé -respondía la mujer, y se echaba a llorar.
Sin embargo, el campesino Sü era de los pocos que todavía no habían sido azotados. Su hijo Sü-Wei poseía una extraña habilidad para encontrar grillos. Cada mañana salía al campo y siempre regresaba con alguno en una pequeña caja de laca.
-¿Cómo te las arreglas para dar con ellos con tanta facilidad? -le pregun-taba, ansioso, su padre.
El muchacho se encogía de hombros y decía:
-No es tan difícil. Son ellos los que me buscan a mí -y el campe-sino Sü se admiraba de la ingenuidad de su hijo. Una tarde Sü-Wei regresó muy triste.
-¿Es que hoy no has conseguido ningún bichejo de esos? -le preguntó con horror su padre.
El niño afirmó con la cabeza y después dijo:
-Sí, pero es tan pequeño que ni siquiera sabe cantar.
El grillo, en efecto, era pequeñísimo. Pero era ágil como la brisa. Cuando la señora Sü quiso tocarlo, se le escapó de las manos y se metió por la boca del niño. Sü-Wei hizo todo cuanto pudo por devolverlo, pero el grillo llegó hasta su corazón y el niño murió aquella misma tarde.
-¿Ves a dónde nos llevan los caprichos reales? -preguntaba, desesperado, el campesino Sü. y hacía jirones sus ropas en señal de luto.
-¿Por qué maldices al Hijo del Cielo? -le regañó entre sollozos su esposa. Lo que ahora debemos hacer es prepararle un entierro digno a nuestro hijo.
Pero aún no había amanecido, cuando se presentaron en su casa unos soldados.
-¿Sabes cabalgar? -preguntó el que los capitaneaba. El emperador quiere verte. Tienes que venir con nosotros a la corte.
-Mi hijo ha muerto y todavía no le he enterrado -protestó el campesino Sü.
Los soldados se encogieron de hombros y le llevaron a la fuerza. Su esposa apenas si tuvo tiempo para darle la cajita de laca.
-Así que tú eres el más leal de mis vasallos -dijo el emperador al verle. Dime dónde consigues esos grillos y te daré lo que me pidas.
El campesino Sü estaba tan triste que no pudo responderle. Sacó la cajita de su bolsillo y, gimiendo como una plañidera, se la entregó al emperador.
-¡Ajá! -exclamó, complacido, el Hijo del Cielo. También hoy has querido alegrarme con una de tus capturas. Veamos..., veamos.
Pero el grillo era tan pequeño que a punto estuvo de ordenar que le cortaran la cabeza al campesino Sü.
-No puede ser una broma -le calmaron los consejeros. Ya sabéis con cuánta dedicación os ha servido este hombre. Seguro que ese grillo tiene poderes especiales.
El campesino Sü afirmó con la cabeza. Entonces el emperador hizo traer a sus mejores grillos de pelea. El del campesino Sü, en efecto, los fue venciendo uno tras otro.
-¡Es una fiera..., una fiera! -gritaba, entusiasmado, el emperador. Este grillo es capaz de luchar con animales más grandes.
E inmediatamente ordenó traer a su presencia al más agresivo de sus gallos.
Los cortesanos se echaron las manos a la cabeza, pero el grillo del campesino Sü también derrotó al gallo de pelea. El emperador no cabía en sí de alegría.
-Esta, ésta es la maravilla que he estado buscando durante todo este tiempo -decía, ilusionado como un niño. ¿Qué tal si le enfrentara con el mejor de mis guerreros?
-Sería injusto -le respondió el más anciano de sus sabios. Un hombre es diez mil veces mayor que un grillo.
Pero el emperador estaba tan obstinado con esa idea que ni siquiera oyó sus palabras.
El guerrero elegido era alto como una montaña y de una expresión tan fiera como la de un tigre. En seguida se aprestó a la lucha sacando su espada. Pero el grillo se le metió por el cuello y empezó a hacerle unas cosquillas tan fuertes que el fiero guerrero cayó por tierra, riendo como un loco. Al cabo de media hora el emperador declaró vencedor al animal.
-¡He aquí el más valeroso de mis soldados! -declaró, solemne, y le nombró protector del imperio.
A donde quiera que fuera el grillo, le seguía una escolta de mil soldados. Las gentes se arrodillaban a su paso y gozaba plenamente del favor imperial. Pero su amo, el campesino Sü, estaba siempre triste.
-¿No te parece suficiente el oro que te he dado? -le preguntaba el emperador. ¿Qué más quieres? Dímelo y en seguida será tuyo.
-Sólo quiero regresar a mi casa -respondía el campesino Sü. Mi hijo ha muerto y aún no le he enterrado.
Pero el emperador no quería hablar de ello, porque temía que el grillo perdiera su valor, si él se marchaba.
Cuando se cumplieron diez días de la muerte de Sü-Wei, el Hijo del Cielo dio un banquete. A él asistieron los principales del imperio y el vino corrió como el agua. Jamás se había visto fiesta igual en la corte. Sin embargo, el emperador no estuvo presente. Se encerró en la mejor sala del palacio y sólo compartió su mesa con el grillo.
-Esta fiesta es en tu honor -le decía con dulzura. Por eso no quiero que nadie más que yo goce de tu presencia -y le acariciaba, como si fuera una concubina.
Pero, al llegar la media noche, el grillo empezó a crecer y a crecer, hasta que se hizo tan grande como una montaña. El emperador estaba aterrado. Creía que el grillo iba a devorarle. Entonces comenzó a suplicarle, como si fuera un guerrero vencido.
-¡Te daré lo que pidas! ¡Todo! ¡La mitad de mi reino, si fuera preciso!
-GPara qué quiero yo esas cosas inútiles que tú tienes? -preguntó el grillo con sorna. Hacer es más difícil que dar.
-¡Haré lo que me pidas..., haré lo que me pidas! -dijo el emperador.
-Sólo quiero que vuelvas a ser el emperador sensato de cuando aún no habías cumplido sesenta y un años -exigió el grillo, y desapareció, como si nunca hubiera existido.
De esta forma, el campesino Sü recobró su libertad y se volvió en seguida a su aldea. Cuando estaba cerca de su casa, le salió al encuentro su esposa. Parecía muy contenta y no vestía ya las túnicas del luto.
-¿Tan pronto has olvidado la muerte de nuestro hijo? -la regañó el campesino Sü. ¿Por qué no vistes de blanco? Pero la mujer no dejaba de gritar:
-¡Sü-Wei vive! ¡Sü-Wei vive!
Entonces corrieron juntos hacia la casa. Parecía como si el niño se hubiera acabado de levantar de la cama.
-He tenido un sueño horrible -dijo, y relató punto por punto cuanto le había acaecido al grillo.
El campesino Sü no salía de su asombro. Era como si aquel
bichejo diminuto y débil hubiera sido, en realidad, su hijo.
-¿No es extraordinario? -preguntó la mujer.
-Sí. Sí lo es -respondió el campesino.
Y aquella noche cantaron todos los grillos de la campiña. No lo habían vuelto a hacer desde que el emperador dejó de tener sesenta años.

0.005.1 anonimo (china) - 049

El gorrion amarillo

A Yang-Bao le atraían todos los animales, pero eran los de menor tamaño los que más le gustaban. Sus padres no se oponían a que los guardara en casa y él la había convertido en una parte más del bosque. Entre sus pobres paredes se escuchaban todo el día los cantos del grillo y el croar de las ranas.
-Dejémosle que se divierta a su manera -decía su madre, ya que estoy muy enferma y no puedo cuidarle.
Su padre asentía y murmuraba, pensativo:
-Somos tan pobres que ni juguetes podemos comprarle.
Y le venían a la mente los muchos negocios que había iniciado y que siempre habían terminado mal.
Un día oyó que en el mercado de la ciudad vendían alcuzas de cobre. «Podría comprarlas a un precio bueno y venderlas después en la aldea», se dijo, entusiasmado.
Inmediatamente se puso a hacer los preparativos del viaje. Yang-Bao jamás había estado en la ciudad; así que, tanto suplicó a su padre que le llevara, que terminó saliéndose con la suya.
-Le sentará bien al chico salir de aquí -comentó con su esposa. En el mundo hay más seres que grillos y ranas -y a la mujer le pareció bien.
Yang-Bao se quedó asombrado de la extensión del bosque. Pero lo que más le llamó la atención fue la variedad de trinos que lo poblaban.
-¿Acaso hay tantos pájaros distintos? -preguntó, extasiado, y su padre sonrió, satisfecho.
A mitad de camino tenían que atravesar un puente. Era, en realidad, un tronco que unía las dos orillas de un arroyo. A Yang-Bao le dio vértigo y no quería cruzarlo. Su padre le dijo:
-Si no te decides ahora, no podremos llegar a tiempo a la aldea y tu madre se quedará sin las medicinas que necesita.
Yang-Bao se armó de valor y comenzó a dar pasos inseguros sobre el tronco. Sin embargo, a medio camino se volvió corriendo al punto de partida.
-¡Qué lástima! ¡Lo estabas haciendo tan bien! -le animó su padre. ¿Por qué has vuelto a desandar lo andado?
-Si ya no tengo miedo -gritó Yang-Bao desde la otra orilla. ¿No lo has oído? Hay un pájaro que se está quejando.
En el bosque se escuchaban tantos cantos de ave que era prácticamente imposible decir cuáles eran de alegría y cuáles de dolor. Su padre no le hizo caso. La ciudad estaba lejos y continuó su camino.
-¡Se puede estar muriendo! -volvió a gritar con impaciencia.
Su padre se encontraba ya a mucha distancia y Yang-Bao temió perderse. Corrió hasta alcanzarle, pero no dejó de llorar por el pájaro moribundo.
-El bosque es cruel. Tú mismo me lo has dicho muchas veces -decía entre sollozo y sollozo. ¿Te imaginas qué será de ese pajarito que está agonizando? Seguro que se lo comerán las hormigas.
El padre se sintió conmovido y decidió volver a orillas del arroyo. «Al fin y al cabo -se dijo- no importa mucho llegar al mercado, si puede salvarse una vida.»
Atravesaron el tronco y Yang-Bao se puso en seguida a buscar entre las hojas. Por fin, encontró al pájaro que se estaba quejando. Era un pequeño gorrión amarillo. Tenía una herida en el pecho, un ala desgarrada y una pata partida. Las hormigas, en efecto, habían empezado ya a atacarle.
-¿Ves cómo era verdad? -preguntó el niño, y le tomó con cuidado en sus manos.
Su padre también se compadeció de él. Era triste ver a un pájaro en tan lamentable estado. Le entablilló la pata, y con unas hierbas que encontró allí mismo le curó las heridas. Pero perdió mucho tiempo buscando las plantas medicinales y no pudo llegar a tiempo al mercado.
-No importa -le tranquilizó su esposa. Nuestro hijo está radiante de felicidad y eso para mí cuenta más que el dinero.
Yang-Bao pasó toda la noche al lado del gorrión herido. A la mañana siguiente había mejorado tanto que hasta comió unos granos de arroz. A partir de aquel día se convirtió en su amigo más inseparable y poco a poco fueron desapareciendo de su casa los grillos y las ranas.
-Hasta yo misma les echo ahora de menos -dijo la madre, cuando no quedó ni un solo grillo. De alguna forma acompañaban mis noches de insomnio. Espero que Yang-Bao no se encuentre muy solo cuando el pájaro se vaya.
-¿Por qué habría de irse? -preguntó el padre. Aquí le tratamos bien.
Pero un día, al regresar del campo, Yang-Bao vio una enorme cantidad de pájaros alrededor de la jaula del gorrión amarillo. Piaban y revoloteaban, como si le invitaran a seguirlos.
-Tendrás que soltarle -le aconsejó su padre. Ya está completa-mente curado.
Yang-Bao no quiso hacerlo, pero, al fin, comprendió que la única jaula que podía contener a un gorrión era el bosque.
-No te preocupes -le dijo llorando. Te llevaré con los tuyos -y antes de que hubiera transcurrido el mediodía llevó su pequeña jaula de bambú a orillas del arroyo y le dejó escapar.
Yang-Bao no volvió a criar ni grillos ni ranas. Ahora se pasaba todo el tiempo pensando en su amigo, el gorrión amarillo. Todos los días, de hecho, acudía al sitio donde le había visto por última vez. Allí miraba hacia las copas de los árboles hasta que le dolía la nuca. Pero nunca más volvió a verle.
-Deberías estar contento -decía su madre, para alegrarlo. Tu gorrión vive ya entre los suyos. Contigo ni siquiera podía hablar.
Yang-Bao le sonreía porque eso era lo que esperaba su madre de él. Pero continuó acudiendo todos los días al arroyo.
Un día se encontró allí con un niño. Aparentaba tener su misma edad y, cosa curiosa, todos sus vestidos eran amarillos. Estaba escarbando con sus manos en la tierra en busca de orugas, pero no tenía caña.
-¿Con qué vas a pescar, si ni siquiera tienes caña? -le preguntó, burlón, Yang-Bao.
El niño levantó la cabeza y sonrió con dulzura.
-¿Pescar? ¿Quién habla de pescar? -preguntó. Nosotros nunca pescamos. Tú lo sabes bien.
-¿Yo? ¿Por qué habría de saber yo vuestras costumbres? Aquí nadie viste de amarillo.
-Tú fuiste muy bueno conmigo -volvió a decir el niño. Si miras debajo de la tercera teja del alero de tu casa, encontrarás tu recompensa.
Yang-Bao comprendió entonces que aquel muchacho era el gorrión amarillo. Extendió la mano para acariciarle, pero el pájaro remontó las copas de los árboles y se perdió en la altura.
Sus padres no querían creerle cuando les contó lo sucedido. Se pusieron muy tristes, porque pensaban que Yang-Bao había perdido el juicio.
-Ese chico ha cambiado mucho desde que se deshizo del gorrión -se lamentó su madre. Sería fantástico si pudiéramos regalarle otro pájaro igual.
-Sí -afirmó su padre. Pero, ¿en dónde podemos hacernos con un gorrión amarillo?
Sin embargo, Yang-Bao no deseaba más pájaros. Sólo quería que su padre se subiera al tejado y levantara la tercera teja del alero. Resultaba demasiado alto para él.
-¿Es eso pedirte tanto? -le suplicaba cada noche.
Por fin, sin que se enterara su esposa, una mañana subió al tejado. Metió la mano bajo la teja que le había dicho su hijo y encontró tres brazaletes de oro. Estaban trabajados con tosquedad, pero su belleza era increíble.
-¿Ves cómo no eran locuras mías? -preguntó Yang-Bao. Déjame ponerme uno.
Sus padres se pusieron los otros dos y a partir de aquel día su suerte cambió por completo: la madre se curó de la enfermedad que había padecido durante más de diez años y al padre comenzaron a salirle bien los negocios.
El pequeño Yang-Bao llegó a ser funcionario real. En su vejez, cuando alguien se quejaba de la fealdad de los gorriones, se quitaba el brazalete y lo ponía en el suelo. Al punto acudían dos o tres pajarillos. Cuando remontaban el vuelo, iban teñidos de oro.
-¿Cómo puedes hacer eso, anciano Yang? -le preguntaban los jóvenes.
-¿Hacer qué? Lo que habéis visto es sólo el color del agradecimiento.
Y les contaba la extraña historia del gorrión que se transformó en niño.

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El gato que llego a ser principe

Durante la dinastía Sung hubo un emperador llamado Chen-Yang. Tenía dos mujeres, a las que amaba con ternura: Una, de nombre Li, sencilla y dulce como un loto, y la otra, apellidada Liou, perversa y ambiciosa como una rata. Las dos eran como las pupilas de sus ojos y no acababa de decidirse a cuál de ellas hacer su emperatriz.
-No debéis demorarlo más -le dijeron sus consejeros. La seguridad del imperio depende de ello.
El emperador Chen-Yang sabía que tenían razón, pero su corazón sangraba cada vez que se enfrentaba con ese problema. Un día un gorrión se posó sobre su mano y le dijo:
-Es lo más fácil del mundo. Como las dos mujeres están encinta, nombráis emperatriz a la primera que os dé un hijo, y asunto concluido.
Así lo hizo el emperador. Inmediatamente se dirigió al harén y comunicó su decisión a sus dos esposas.
-No os preocupéis -dijo el eunuco Kwo-Kwei a la princesa Liou. El emperador siempre os ha preferido a vos. Es natural que deis vos a luz antes que vuestra competidora.
Sí... Nadie podrá quitarme mi derecho a ser emperatriz.
Sin embargo, fue el seno de la princesa Li el que floreció primero. Todo el imperio celebró con júbilo el nacimiento de un heredero. Sólo la princesa Liou se consumía de envidia.
-¿Dónde están vuestras ambiciones? -le reprochó entonces el eunuco Kwo-Kwei. Si no hacéis algo, todo estará perdido para vos.
-¡Me ha ganado! -repetía la princesa Liou, desesperada. Debí haberla matado, cuando supe que también ella estaba embarazada.
-Deshaceos de su hijo y todo estará arreglado -sugirió con malicia el eunuco.
Entonces mataron a un gato y fueron a ver a la princesa Li. Estaba rendida por el esfuerzo, pero no dejaba de sonreír a todo el mundo.
-No debiste haber venido -dijo. Tú misma estás a punto de dar a luz. Deberías guardar todas tus fuerzas para ese momento.
-¿Acaso tu felicidad no es también la mía? -repuso la princesa Liou, fingiendo una alegría que no sentía.
Mientras hablaban, el eunuco Kwo-Kwei se llegó hasta la cuna del niño y lo cambió por el gato muerto. Nadie se dio cuenta de ello. Todos estaban pendientes de las dos princesas.
-¡Qué bien se llevan! -comentaban asombrados. Es raro que dos esposas de un mismo hombre se lleven tan bien.
En esto llegó el emperador a conocer a su hijo. Se había puesto su mejor vestido y le acompañaban los cortesanos más distinguidos. Pero, al acercarse a la cuna del niño, descubrió al gato muerto y al punto montó en cólera.
-¿Por quién me has tomado? -bramó, solemne. ¿Qué clase de monstruo eres tú, que traes al mundo tales abortos?
La princesa Li estaba aterrada, porque tampoco ella había visto hasta entonces a su hijo.
-En castigo -continuó diciendo el emperador- serás conducida a las mazmorras del palacio, de donde no volverás nunca más en tu vida.
E inmediatamente se cumplió la orden.
A los pocos días la princesa Liou dio a luz otro varón. De nuevo volvió a celebrarlo el pueblo y el emperador recibió parabienes de todos los reinos. Cuando fue a conocer a su hijo, le temblaban las manos.
-¿A qué tenéis miedo? -le preguntó la princesa Liou. Vos no estáis embrujado. Ved cuánto se os parece vuestro hijo -y el emperador sonrió, conmovido.
Sin embargo, estaba celosa, porque su hijo era más feo y enclenque que el de la princesa Li. Así que decidió deshacerse de él para siempre.
-Dejadlo en mis manos -la tranquilizó el eunuco Kwo-Kwei. Ahora debéis prepararos para ser emperatriz.
El eunuco tomó al niño y se lo entregó a la sirvienta KouChu. Todos creían que era cruel, porque no había en todo el reino persona más fea que ella. Pero su corazón era dulce y bueno.
-¿Qué quieres que haga con este niño? -preguntó la sirvienta Kou-Chu con ternura.
-Arrójale en el río que cruza el palacio. Todo el mundo creerá que es un gato y nadie le dará importancia.
Pero la sirvienta no tuvo valor para hacerlo y le escondió en su aposento. A media noche el niño empezó a llorar. Casi todo el palacio se despertó, pero nadie dijo nada, porque creían que era el hijo de la emperatriz Liou.
«No puedo tenerle aquí por más tiempo», se dijo a la mañana siguiente.
Cogió al niño y se fue a la orilla del río que atravesaba el palacio. Allí se puso a llorar, porque los juncos eran bajos y no podía esconderse nada en ellos. En ese mismo momento acertó a pasar el eunuco Chen-Li. Al verla llorar se sintió conmovido y se acercó a ella.
-¿Qué te ocurre? ¿Acaso está en peligro la vida del heredero imperial?
-La del auténtico, sí -replicó la sirvienta Kou-Chu y le contó todo lo sucedido.
El eunuco Chen-Li se quedó de una pieza, pero reaccionó en seguida:
-Mañana -dijo- es el cumpleaños del primo del emperador. Como todos los años, le llevaré una cesta de fruta de regalo. Tiraremos la fruta al río y meteremos al niño en la cesta. Estáte tranquila.
Así lo hicieron. Pero el eunuco Kwo-Kwei les había visto charlar y comenzó a sospechar la verdad. Cuando a la mañana siguiente Chen-Li abandonó el palacio con la cesta de fruta, le salió al encuentro y le exigió que se la entregara.
-¡No puedo hacer eso! Tú lo sabes bien. Esto es propiedad imperial.
-Está bien, está bien -replicó con astucia el eunuco Kwo-Kwei. Yo no puedo tocar lo que pertenece al emperador. Sin embargo, porque la emperatriz así lo quiere, no tendrás ningún inconveniente en enseñarme lo que llevas en esa cesta.
-Si hiciera eso, el emperador me mandaría cortar la cabeza. ¿No ves que está sellada?
Entonces el eunuco Kwo-Kwei le arrebató la cesta y empezó a sacudirla.
«Si dentro hay un niño -se dijo, se pondrá a llorar en seguida.»
Pero el niño estaba dormido y no despegó los labios. Chen-Li respiró tranquilo.
-¡Te costará caro tu atrevimiento! -amenazó iracundo, y continuó su camino.
Cuando llegó a casa del primo del emperador, su esposa se puso muy contenta.
-¿Has visto lo que nos envían este año? -gritó emocionada a su marido. ¡Un niño! -y los dos lloraron de alegría, porque no podían tener hijos.
Entonces el eunuco Chen-Li les contó quién era, en realidad, aquel niño.
-No te preocupes -le tranquilizó el primo del emperador. Nosotros le criaremos como hijo nuestro y nadie sabrá jamás su origen.
Así transcurrieron dieciocho años. Un día el emperador se sintió enfermo y quiso arreglar el problema de su sucesión. Era un asunto difícil, porque el hijo de la emperatriz Liou había muerto de niño, y no había podido darle ningún hijo más. Entonces uno de sus más prudentes consejeros le dijo:
-¿Por qué no nombráis heredero al hijo de vuestro primo? También él lleva vuestra sangre y su bondad es conocida de todos.
Al emperador le pareció bien esa idea y en seguida mandó a
buscarle. Sin embargo, la emperatriz Liou estaba furiosa.
-¿Por qué no me nombra a mí regente? -preguntaba, desolada, a su fiel eunuco Kwo-Kwei.
-Sin heredero no hay regencia. Pero no os desesperéis -le aconsejó éste. Podéis exigir al emperador que el muchacho os reconozca como madre y así todo continuará lo mismo que hasta ahora.
Como el emperador estaba muy enfermo, no le fue difícil influir en su ánimo. Sin embargo, el hijo de la princesa Li no quería reconocerla como madre.
-Prefiero ser el hombre más insignificante del mundo, antes que hacer una cosa así -afirmaba con decisión.
Pero los primos del emperador le hicieron cambiar de idea, diciendo:
-Es sólo un trámite. Por muchos papeles que firmes, nunca podrás renunciar a tu carne.
-Hazlo por nuestros antepasados. ¿Te das cuenta del honor que será para ellos tener un descendiente emperador?
-Hazlo por nosotros, que somos ya viejos. Y el hijo de la princesa Li terminó aceptando.
Aún no había llegado a la corte cuando los dos primos del emperador murieron envenenados. El eunuco Kwo-Kwei fue quien vertió el veneno.
-Dos madres son demasiadas, porque siempre estará una en peligro -comentó después con cinismo en la corte.
El eunuco Chen-Li temió entonces por la vida de la princesa Li. Se pudría, olvidada de todos, en las mazmorras del palacio. Sin embargo, su belleza permanecía intacta.
-¿Ya? -preguntó esperanzada. ¿Ya me ha perdonado el emperador, mi dueño?
-No, aún no. Pero ese día está cada vez más cerca -la consoló. Ya veis: ahora os envía al campo.
E inmediatamente la sacó de palacio.
Ese mismo día murió el emperador. Todos sus súbditos le lloraron y el hijo de la princesa Li fue su sucesor. En cuanto la emperatriz Liou y el eunuco Kwo-Kwei le vieron, saltaron de sus asientos.
-¿Os ocurre algo, madre? -preguntó el joven emperador.
-No, no. Nada. Es sólo un mareo. Se me pasará pronto.
Su parecido con la princesa Li era tan grande que los dos reconocieron en él al príncipe sustituido por un gato.
-Debiste haberle matado con tus propias manos, en vez de encar-gárselo a una sirvienta.
-Quizá el nuevo emperador no tiene nada que ver con la princesa Li -dijo, temblando, el eunuco Kwo-Kwei.
-Quizá no -repitió la emperatriz Liou. Pero si la tiene, tú y yo estamos perdidos.
Entonces hizo buscar a la sirvienta Kou-Chu y le preguntó por el paradero del niño.
-¿Niño? -fingió no recordar la anciana. Jamás he tenido ninguno. De joven era tan fea que ni los leprosos se me acercaban.
El eunuco Kwo-Kwei sonrió con malicia.
-Está visto que tu memoria está tan chocha como tú. Habrá que refrescártela.
Y la sometió a tormentos terribles.
Sin embargo, la sirvienta Kou-Chu no dijo nada. Repetía siempre lo mismo, fingiendo estar mal de la cabeza. Sólo momentos antes de morir dijo lo que sentía:
-Cuando muera, me transformaré en fantasma y te perseguiré hasta que tú también te zambullas en la muerte.
En seguida cumplió lo prometido. El espíritu de la sirvienta Kou-Chu se apareció en sueños al juez Bao-Kung y le dijo:
-Si vas a la aldea más cercana a las montañas, te llevarás una sorpresa.
El juez pensó que era un sueño más. Pero la sirvienta le importunó noche tras noche y. al final. terminó haciéndole caso.
«Me llama más allá», se dijo.
Inmediatamente partió hacia la aldea. Sin embargo, estuvo en ella una semana y no ocurrió nada. Sólo cuando ya se marchaba, se acercó un hombre y le dijo con arrogancia:
-Yo no me arrodillo ante ti, porque tu dignidad es menor que la mía.
-¿Cómo es eso? -preguntó, asombrado, el juez BaoKung. Hasta los espíritus me temen. ¿Por qué tú no?
-Aunque no lo parezca -respondió el desconocido- yo fui eunuco imperial -y entonces Chen-Li le relató la triste historia de la princesa Li.
Sin embargo, cuando el juez Bao-Kung se encontró ante ella, preguntó socarrón:
-¿Y cómo sé yo que, en verdad, sois la que afirmáis ser? Nunca debe confiarse demasiado en la belleza.
La princesa Li sacó entonces la placa de oro con su nombre que siempre llevaba al cuello.
-¿Os convencéis ahora? -preguntó con dignidad, y el juez Bao-Kung se echó rostro en tierra.
Estaba profundamente preocupado. Desenmascarar a la emperatriz Liou era muy difícil, porque su poder era muy grande. Hacer una acusación semejante sin pruebas era como firmar su propia sentencia de muerte. Entonces acudió al emperador y le entregó la placa de oro de la princesa Li.
-¿Mi madre? -pregunto, asombrado, el Hijo del Cielo. Mi madre era la prima, no la esposa del emperador.
El juez Bao-Kung le contó toda la historia.
El joven 'emperador montó en cólera, pero tampoco él pudo hacer nada. Entonces el juez Bao-Kung urdió un plan.
-Emborracharemos a ese villano de Kwo-Kwei y veremos cómo se comporta en los interrogatorios.
Cubrió, además, los rostros de los alguaciles de máscaras extrañas y los vistió con ropajes raros. Cuando se presentó el eunuco Kwo-Kwei, pensó que estaba en el infierno y que eran demonios los que le interrogaban. Hasta le pareció ver al espíritu de la sirvienta Kou-Chu entre ellos. Lleno de terror, comenzó a gritar:
-¡No me matéis! ¡Os lo diré todo!
Y allí mismo firmó la confesión.
Cuando se enteró la malvada emperatriz Liou, se tragó diez hojas de adelfa y se suicidó. Entonces la princesa Li ocupó el lugar que desde siempre le había correspondido. Sentada al lado del empe-rador, su belleza eclipsaba a la de las joyas que llevaba.
-¿Tan orgullosa estás de sentarte junto a un gato? -le preguntó su hijo y los dos rieron despreocupados.

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