Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 26 de octubre de 2014

Los sesos del pato

El señor Chiao era millonario. Tenía varios palacios y sus caballos se contaban por millares. Pero en su niñez no había estudiado. Así que, cuando sus dos hijos crecieron, quiso darles la educación que a él le había faltado.
«Haré venir al mejor profesor que haya en el reino», se dijo, y en seguida se puso a buscarlo.
Pero todos los grandes maestros vivían en la corte y no le resultó nada fácil. Un día uno de sus criados le dijo:
En mi aldea hay un hombre que lleva más de cincuenta años estudiando. ¿Creéis que él puede serviros?
-Por supuesto.
El millonario Chiao le hizo venir en seguida. El profesor era alto, de mirada dulce y ademanes finos. Pero lo que más le llamó la atención al señor Chiao fue su extremada delgadez.
«No está bien que persona tan instruida esté tan flaca -se dijo, preocupado. Los jóvenes podrían pensar que el saber no conduce a nada.»
Y se prometió a sí mismo hacer de aquel profesor un hombre saludable y gordo. Le atiborraba de comida: por la noche le servía doce platos y al mediodía, veinticuatro.
«Así, por lo menos -pensaba, complacido, el millonario Chiao, estará contento en mi casa y no pensará en irse a la corte.»
Pero el profesor era hombre de costumbres parcas. Se sentía incómodo ante tanta comida, y sólo probaba un poco de requesón.
-El estómago lleno está reñido con una mente clara -decía. No era de extrañar, pues, que siguiera adelgazando. El millonario Chiao estaba muy preocupado.
-No sé qué hacer -decía, desesperado. Si le vieran los de la aldea de la que ha venido, pensarían que, como yo no soy una persona instruida, le mato de hambre a posta.
-¿Por qué no cambias de cocinero? -le aconsejó su esposa. A lo mejor al profesor no le gusta la forma como cocina el de ahora.
El millonario Chiao cambió diez veces de cocinero, pero todo siguió igual. Entonces hizo venir al sabio a su presencia.
-¿Es que no os gusta la comida de aquí? -preguntó con honda preocupación. Decidme qué os gusta y al punto os lo serviré.
-No es eso -repuso el profesor con calma. La comida y la ciencia se repelen como el fuego y el agua.
Pero el millonario Chiao no le creyó. Pensaba que, como había despedido ya a tantos cocineros, el profesor no quería que el último, que era conocido suyo, corriera la misma suerte.
-Decídmelo con toda sinceridad -le insistió. Os juro que no volveré a despedir a nadie. Es digno de un hombre preocuparse de los demás y yo os admiro por ello, pero quiero que os alimentéis bien.
El profesor estaba ya cansado de perder el tiempo en tan vana conversación y dijo, malhumorado:
-Para mí, un poco de requesón es más que suficiente. El millonario, sin embargo, lo interpretó mal. «Así que es eso lo que os gusta», se dijo.
E inmediatamente mandó al cocinero que sólo le diera requesón de comer.
El cocinero así lo hizo durante dos semanas. Pero el profesor seguía tan delgado como siempre.
«Es natural -pensó. Un hombre que sólo come requesón no puede criar más que huesos. Si continúo dándole eso, mi amo me echará también a mí a la calle.»
Decidió darle, pues, algo que se pareciese al requesón, pero que tuviera más alimento.
Durante varios días estuvo dándole vueltas al asunto, pero no pudo encontrar una solución. Por fin, una tarde salió de paseo y vio cómo un carro atropellaba a un pato. Las ruedas le pasaron por la cabeza y al punto apareció la masa blancuzca de los sesos.
«¡Eso es! ¿Cómo no habré caído antes en ello?», se dijo, alborozado, el cocinero y a partir de aquel día le dio de comer sesos de pato.
El profesor comenzó a engordar y el millonario Chiao no cabía en sí de contento.
-¡Eres un auténtico mago de los manjares! -alabó con entusiasmo al cocinero. Si algún día me volviera pobre, aprendería contigo tu oficio.
Pero los sesos de pato eran tan pequeños que cada día tenían que ser sacrificados sesenta animales. La esposa del millonario empezó a pre-ocuparse.
-Ese hombre nos está saliendo muy caro -dijo un día a su marido. ¿Es que el requesón que come está hecho de polvo de perlas?
-¡La sabiduría no tiene precio! -la riñó con rudeza su esposo. ¿Acaso quieres que nuestros hijos sean tan ignorantes como tú y yo juntos?
Sin embargo, aunque los gastos de la casa eran pocos para su fortuna, él mismo empezó a extrañarse de las altas facturas que le presentaba el cocinero. Por fin, le llamó a su presencia y el hombre confesó la verdad.
-Eres una persona inteligente -le alabó el millonario. Si algún día pierdo todo cuanto tengo, acudiré a ti en busca de consejo.
El profesor, por su parte, estaba cada vez más preocupado. Se sentía pesado y a veces se dormía en medio de una lección.
«No puedo continuar así -se decía, desesperado. Tengo que reducir mi ración de comida. El señor Chiao me paga para que eduque a sus dos hijos y resulta que sólo les estoy enseñando a dormir.»
Sin embargo, lo que de verdad le preocupaba era la obsesión que ahora tenía por los patos. A veces, mientras se hallaba concentrado escribiendo un poema, sólo podía pensar en arroyuelos y lagunas. Y en cierta ocasión, cuando les enseñaba a los niños las doctrinas del dulce Confucio*, abrió la boca y sólo pudo decir:
-Cuá, cuá...
El cocinero lo oyó, y acudió, hondamente preocupado, a su señor.
-¿No creéis que debemos cambiar el régimen de comidas del sabio?
Pero el millonario Chiao estaba tan satisfecho de los kilos ganados por su protegido que no le dio importancia.
-¿Quieres que vuelva a ser el saco de huesos de antaño? -preguntó con un deje de preocupación. Los sabios son sabios hasta cuando están en silencio. ¿Qué más da que, en vez de palabras, sólo diga cuá, cuá? -y así quedó zanjado el asunto.
Un día, el profesor salió a dar un paseo por la ciudad. Pero, cuando quiso darse cuenta, se encontró en la laguna donde unos campesinos criaban patos. Estaba tan abstraído en sus cosas que al principio no oyó los gritos que daban los animales. Sin embargo, algo en su interior le incitó a la protesta.
-¿Por qué tenéis que matar a esos pobres patos? ¿Os gustaría que alguien abriera en canal a vuestros hermanos?
-Nosotros vivimos de esto -se disculparon, avergonzados, los campesinos. Tenemos familias a las que mantener.
-Además -dijo con descaro una mujer que estaba desplumando las aves, no es culpa nuestra. Si el millonario Chiao no tuviera en su casa a ese profesor que sólo se alimenta de sesos de pato, nosotros no tendríamos que sacrificar a tantos cada día.
El profesor se quedó de una pieza. Entonces comprendió su obsesión por las aves y rechazó cuanta comida le daban. A partir de aquel día sólo se llevó a la boca platos que él mismo preparaba.
-¡No podéis hacer eso! -se quejó el millonario, llorando. Si alguien os ve, pensará que en casa de Chiao despreciamos la cultura.
El profesor le tranquilizó diciendo:
-La tierra es la madre de todo y mi mente debe estar en armonía con ella.
Cuando el emperador se enteró les hizo llamar a la corte. Al profesor le nombró consejero, y al millonario, ministro.
-¿Cómo van a ser ajenos a las necesidades del pueblo quienes tanto se preocupan por la sabiduría? -preguntó.
Entonces el profesor y el millonario cayeron en la cuenta de lo mucho que se parecían sus sueños.

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