Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La serpiente multicolor

Cuando el señor Sung era niño, le gustaba mucho la pesca. De hecho, se pasaba la mayor parte del día en el bosque, buscando orugas. Levantaba las piedras con un pequeño cuchillo que le había regalado su padre y en seguida las atrapaba. Pero una mañana, en vez de la oruga que pensaba coger, se encontró con una serpiente diminuta. Cuando iba a matarla con el pie oyó una voz que decía:
-¿Por qué quieres matarme? No está bien que abuses así de los más débiles.
El pequeño Sung vio entonces que la culebrita estaba llorando y le dio lástima. La cogió y la llevó a su casa. Su madre le vio tan contento que creyó conveniente recordarle lo que siempre le advertía:
-No me traigas bichos a casa, hijo mío. Los animales se mueren cuando se les roba la libertad.
-Son sólo orugas -mintió el pequeño Sung, y a partir de entonces se volvió más retraído.
Guardó a la culebrita en una pequeña caja de sándalo y la escondió en el patio de su casa. La serpiente lucía tantos colores sobre su lomo que el pequeño Sung decidió llamarla Colorines.
-¿Colorines? ¿Por qué ese nombre? -le preguntó el animal-. No tiene que ver mucho con la tierra, la madre de todas las culebras.
El pequeño Sung se lo explicó con todo detalle y a partir de entonces la serpiente soñó todas las noches con el arco iris.
Colorines se convirtió en su mejor amigo. El pequeño Sung comentaba con ella cuanto sucedía y apenas si jugaba con los otros niños.
Colorines creció tan deprisa que la caja de sándalo se le quedó pequeña. Lo mismo ocurrió con la cesta y con el arcón en los que la fue metiendo después. Hasta que su madre descubrió su secreto y le obligó a deshacerse de ella.
-¿Por qué nunca me haces caso? -dijo la mujer, dando un grito-. ¿Te imaginas lo que le ocurriría a tu serpiente si mordiera a alguien?
El pequeño Sung no tuvo más remedio que enroscarse a Colorines al cuerpo y abandonarla en el bosque.
-¿Por qué lloras así? -le consoló la serpiente, cuando hubo olido la tierra con su lengua. No es para tanto. Este bosque no está tan lejos de tu casa.
-Sí -admitió el muchacho, pero tú eres el único amigo que tengo.
Colorines se irguió, emocionada, sobre su cola y dijo:
-Nos veremos dentro de diez años. Tú vendrás a este lugar, gritarás mi nombre y yo acudiré en seguida.
Después se deslizó entre las hierbas y el pequeño Sung no la vio más.
Pasaron los años y aquel niño que tanto gustaba de la pesca se transformó en hombre.
Desgraciadamente, el joven Sung era orgulloso y egoísta como una araña. Su ambición eran tan grande que soñaba con llegar a ser funcionario real.
-¿Para qué permanecer de por vida en el mismo lugar? -dijo un día a sus padres-. El mundo es amplio y está lleno de riquezas.
-No comprendo cómo puedes renunciar a la tierra -se lamentó su madre, pero no pudo hacer nada por rebajar su orgullo y mermar sus ambiciones.
El joven Sung se preparó durante años para los exámenes reales, pero su concentración era tan escasa que apenas recordaba lo que había estudiado.
«No importa -se decía a sí mismo. La memoria no lo es todo en una persona inteligente.»
Los exámenes se anunciaron para el comienzo de la primavera. El joven Sung dejó la aldea dos meses antes, porque no estaba muy seguro de los caminos que conducían a la corte. Confundió el sur con el oeste y el norte con el este, así que, después de muchas vueltas, volvió a cruzar el bosque que había frecuentado tanto durante su infancia.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que habían pasado ya diez años desde que había visto por última vez a Colorines. Se encontraba tan solo que decidió gritar su nombre:
-¡Colorines! -repitió tres veces con todas sus fuerzas.
En seguida pareció producirse un terremoto en todo el bosque: la tierra temblaba y los árboles se movían como sacudidos por el viento. Una serpiente gigantesca se deslizó por entre las montañas y vino a detenerse delante del joven Sung.
-¿Me has llamado? -preguntó la bestia. Yo soy Colorines. ¿Cómo sabes tú mi nombre?
El joven Sung comenzó a acariciarle la cabeza como había hecho de pequeño y la serpiente se echó a llorar.
-Vamos, vamos. No es para tanto -la consoló el joven. Cualquiera diría que diez años son una eternidad.
-Me he emocionado. Discúlpame -respondió Colorines. Te debo la vida. Si no llega a ser por tus cuidados, nadie sería capaz ahora de alabar mi belleza.
La serpiente era, en verdad, hermosa. Todos los colores del mundo estaban presentes en su piel. Pero el orgulloso joven Sung fue incapaz de verlos y se echó a reír.
-¿Desde cuándo una serpiente es hermosa? -se burló delante de sus narices.
Colorines estaba tan emocionada que no oyó esas palabras. También ella empezó a reír, pero su risa era de felicidad. Rió tanto que no pudo sostener con la lengua la perla que siempre llevaba en la boca y la escupió sin querer. El joven Sung se quedó asombrado.
-¿Nunca la habías visto? -le preguntó la serpiente. Es una perla extraña, porque ha ido creciendo al mismo ritmo que mis dientes.
Era nacarada, redonda y más grande que un melón. Hasta la noche podía reflejarse en ella.
-Es preciosa -comentó el joven Sung, y empezó a tramar la manera de hacerse con ella.
Pero la serpiente estaba tan agradecida que se la regaló.
-Me volverá a salir otra en la boca -dijo. Ya lo verás. cuando volvamos a encontrarnos dentro de otros diez años -y sonrió con la dulzura de un sauce.
Después le indicó al joven Sung el camino de la corte y se escabulló entre las montañas.
El hombre ni siquiera le dio las gracias. Mientras caminaba. iba pensando:
«¡Qué buena suerte la mía! Si no apruebo los exámenes, daré esta perla al emperador y me hará funcionario en seguida.»
Así fue como ocurrió. Su examen fue el peor que jamás se había hecho en aquel reino, pero regaló la perla al emperador y le nombró funcionario.
-Dadle el puesto más bajo y vigiladle constantemente -ordenó a sus ministros. No es de fiar quien se aprovecha de sus riquezas para escalar hasta el cielo.
Pero el señor Sung era tan servil que terminaron por no hacerle el menor caso.
Un año el emperador se puso gravemente enfermo. Le trataron los mejores médicos del reino, pero ninguno pudo diagnosticar su enfermedad. El pueblo comenzó a llorarle y los ministros empezaron a hacer los preparativos de los funerales.
Entonces se presentó en la corte un bonzo muy virtuoso, que dijo:
-El emperador sanará, si come dos kilos de hígado de la misma serpiente.
-Eso es imposible -le replicaron los sabios del reino. Ninguna serpiente posee un hígado tan grande -y el bonzo se encogió de hombros.
El señor Sung, por el contrario, se frotó las dos manos. En seguida se dirigió al bosque en el que vivía Colorines y la llamó por su nombre. La culebra se presentó con la celeridad de un rayo.
-¿Ya han pasado diez años? -preguntó, extrañada. Debo estar volviéndome vieja. Apenas si soy ya consciente del paso del tiempo.
Pero el señor Sung la tranquilizó y le explicó el motivo de su visita.
-¿Darte parte de mi hígado? -protestó le culebra. ¿Sabes tú bien lo que me pides? ¡Eso es dolorosísimo!
-Acuérdate de que me debes la vida -le recordó el señor Sung. Tú misma lo dijiste. Es increíble que puedas ser tan egoísta.
Tanto insistió, que a la serpiente comenzó a remorderle la conciencia y terminó por acceder.
-Está bien, está bien -dijo al fin. Pero no cortes más que lo imprescindible. Ya sabes que sólo tenemos un hígado.
Entonces abrió la boca y el señor Sung se deslizó por ella como si fuera un túnel. Cuando llegó a donde estaba el hígado, sacó un cuchillo y le cortó dos kilos y medio. La serpiente dio un alarido, pero no cerró la boca hasta que el señor Sung hubo salido a la luz.
-Me he alegrado mucho de verte. Hasta dentro de otros diez años. Es posible que en ese tiempo me vuelva a crecer el trozo de carne que me has cortado -se despidió la serpiente con un hilo de voz.
Pero al señor Sung no le importaba el dolor de su amiga y no necesitaba, por tanto, de consuelos. Contento como un amanecer, le entregó el hígado al emperador y en menos de dos horas se curó del todo.
-Que le asciendan a ese hombre de rango -ordenó el emperador, pero que le vigilen constantemente. No es de fiar quien se aprovecha de las enferme-dades de los otros para hacer fortuna.
El señor Sung no volvió a acordarse de la serpiente Colorines. Ni siquiera acudió a verla en los cincuenta años siguientes.
Un día el emperador, anciano y decrépito, se puso a llorar. Le daba miedo la muerte y se resistía a abandonar este mundo.
-¿Para qué ser emperador, si uno tiene que morir como el más humilde de mis vasallos? -filosofaba con sus ministros.
Entonces volvió a presentarse el bonzo virtuoso y tras muchas cavilaciones dijo:
-Si el emperador toma tres kilos de hígado de una misma serpiente se tornará inmortal -y esta vez nadie le contradijo. porque bajo la luna todo es posible.
El señor Sung se acordó de Colorines e inmediatamente partió hacia el bosque.
«Si muere este emperador -se había dicho a sí mismo, me pondrán de patitas en la calle. Bien sé yo que me protege, porque le devolví la salud. Su sucesor prescindirá de mí porque soy un inútil.»
La serpiente se puso muy triste al oír lo que le pedía su amigo.
-Las culebras sólo tenemos un hígado y ya te di en cierta ocasión un cacho. ¿Recuerdas?
Pero el señor Sung volvió a tildarla de egoísta y no pudo resistirlo más.
-Corta sólo lo estrictamente necesario -dijo, sumisa. La otra vez desaparecieron muchos de los colores de mi piel. Si los pierdo todos, me moriré.
La serpiente, en efecto, era ahora casi parduzca. Pero el señor Sung ni siquiera se dio cuenta de ello. Se metió por la boca de la culebra y le cortó tres kilos de hígado. Entonces se dijo a sí mismo:
«¿Por qué no cortar otros tres kilos y hacerme también yo inmortal?»
Y así lo hizo.
Pero la serpiente no pudo soportar el dolor y cerró la boca.
El señor Sung se quedó para siempre allí dentro y murió. Colorines nunca lo supo, pero lo sospechó cuando vio que su piel volvía a adquirir su magnífica coloración de antaño. ¿Acaso no dicen que el hígado es la sede de la eterna amistad?

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