Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La señorita pavo real

La familia Kung tenía dos hijos varones. Los dos eran muy trabajadores, pero, en cuanto murió la madre, Kung-Sin, el mayor, comenzó a dedicarse a la bebida y al juego. Todos los días regresaba a casa al amanecer y nunca traía ni una sola moneda de cobre en los bolsillos.
-No te preocupes -decía Kung-Ching, el hijo menor, a su padre. Se le pasará esta fiebre por el juego. Está triste por la muerte de nuestra madre. Eso es todo.
-Quisiera creerte -sollozaba el padre, pero jamás he conocido a nadie que haya podido librarse de esa maldición. El juego ha sido la ruina de muchas familias.
-Kung-Sin no es así. Tú lo sabes bien.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, su afán por el majong* fue haciéndose cada vez mayor. Sus deudas aumentaron como las malas hierbas y apenas tenía dinero para pagarlas. Su carácter, además, se tornó agrio. Ya no pedía dinero a su padre; se lo exigía, como si fuera un vulgar bandido.
-Compréndelo -le reprendía el anciano con dulzura. Estos campos no son sólo tuyos. Tu hermano también tiene una parte en ellos. Además, es él quien ahora los trabaja.
-¿Por qué siempre tienes que echarme en cara la bondad de mi hermano? -replicaba, malhumorado, Kung-Sin. ¿Acaso no te he servido durante años?
Y el padre terminaba dándole a escondidas las monedas de plata que le exigía.
Pero llegó un momento en que ya no pudo seguir haciéndolo. Entonces Kung-Sin montó en cólera y gritó a su anciano padre:
-¡Si es que tanto te preocupa mi hermano, repartamos de una vez la herencia! ¡Ya haré yo con mi parte lo que más me convenga!
El padre se entristeció mucho, pero no pudo hacer nada. Además, el juez de la aldea era amigo de Kung-Sin y decidió totalmente a su favor. También él era un jugador empedernido.
-Siendo así que Kung-Sin es el mayor y que a él compete la transmisión del apellido Kung -declaró, solemne, no veo por qué su padre y su hermano han de quedarse con algo.
Kung-Ching y su padre se vieron, de esta forma, en la calle. Ya no poseían nada y eran más pobres que un mendigo. Sólo les permitieron llevarse un hatillo con ropa.
-Si te viera tu madre, se moriría de pena -sollozó, impotente, el padre. Ni siquiera las bestias del bosque arrojan a sus padres de sus madrigueras.
-No te preocupes, padre -le consoló Kung-Ching. Todavía me tienes a mí.
Y se volvió por última vez para ver las tablillas del altar de los antepasados. Entonces Kung-Sin agarró el cuadro que había a su izquierda y se lo arrojó a la cara. Era muy antiguo y desde siempre había estado en aquella casa. Representaba a un pavo real gigantesco. A sus pies una gallina diminuta le miraba con asombro.
-¿Para qué quiero yo una cosa de tan poco valor? -se burló Kung-Sin. Si quisiera venderlo, no me darían ni tres monedas de cobre por él.
Kung-Ching no dijo nada. Se agachó y lo enrolló con todo cuidado. Después salió a la calle con su padre.
-¿A dónde vamos a ir ahora? -preguntaba, desesperado, el anciano-. En esta aldea no hay ninguna casa vacía.
Entonces Kung-Ching se acordó del antiguo bonzorio*. Estaba tan derruido que ya nadie vivía en él. Sus paredes podían derrumbarse en cualquier momento, pero, como no tenían ningún otro sitio donde refugiarse, se fueron allí.
-Habrá espíritus entre estas ruinas -decía el padre. Este lugar lleva mucho tiempo deshabitado.
-Ni los espíritus se preocupan de los pobres -dijo Kung-Ching con amargura, y se dispuso a adecentar un rincón donde pasar la noche.
En cuanto estuvo un poco limpio, lo primero que hizo fue colgar el cuadro del pavo real. Lo desenrolló y los dos tuvieron la sensación de encontrarse en casa en aquel lugar.
-No tiene nada de extraño -explicó el anciano. Este cuadro ha estado al lado del altar de nuestros antepasados desde que existe el apellido Kung.
Y se le saltaron las lágrimas.
Kung-Ching encontró trabajo en los campos. En ellos pasaba los días de sol a sol. Cuando regresaba, rendido, al bonzorio, se dejaba caer en su rincón y contemplaba durante horas el cuadro del pavo real. La conducta de su hermano le producía tal tristeza que apenas podía dormir por las noches.
-¿Qué podrá significar esa pintura? -se preguntaba. ¿Por qué existe esa diferencia tan grande de tamaño entre la gallina y el pavo real?
Y así evitaba pensar en las cosas que le apenaban.
Una noche, sin embargo, cuando estaba a punto de conciliar el sueño, la habitación se iluminó. Al principio, Kung-Ching creyó que ya había amanecido, pero pronto se dio cuenta de que aún era noche cerrada. Entonces vio que el pavo gigante y la gallina diminuta habían abandonado su lugar en el cuadro.
-¿Quiénes sois? -preguntó, estupefacto. ¿Por qué tenéis esos poderes?
Pero no había terminado todavía de hablar, cuando el pavo real se transformó en una doncella bellísima. Su sonrisa era tan pura como la aurora.
-¿De qué te extrañas? -le dijo. Has sido muy bueno trayéndome contigo. Es natural que ahora te corresponda.
-Sí, pero ¿quiénes sois en realidad? -insistió Kung-Ching.
-Eso no importa -volvió a decir la doncella. Los nombres ya no tienen que ver nada con el carácter de las personas que los usan. Te lo acabo de decir: Sólo quiero agradecerte tu amistad.
Entonces acarició con dulzura la cabeza de la gallina. Esta cacareó diez veces y puso un huevo de oro. Kung-Ching no salía de su asombro.
-No me preguntes nada -le aconsejó la doncella. Sólo recuerda esto: la noche del último día del año vete a la colina que hay detrás del bonzorio y espérame allí. No te olvides. Lleva dos cintas tan largas como puedas: una de color blanco y otra de color amarillo.
Y, sin que Kung-Ching pudiera darle las gracias, volvió a meterse dentro del cuadro. Al principio creyó que todo había sido un sueño, pero el huevo de oro era tan real como su cansancio.
-No lo vendas -le aconsejó su padre. Si lo haces, pensarán que lo hemos robado. Es mejor que lo tengamos guardado cierto tiempo.
Sin embargo, nadie dudó de su honradez, porque se sabía que era un hombre muy trabajador. Kung-Ching compró una casa y un pequeño campo. En seguida lo transformó en un vergel y comenzó a prosperar. Pero, en cuanto se enteró Kung-Sin, le llevó ante el juez, diciendo:
-Aquí tienes a mi hermano, un villano que me robó la mitad de la herencia y ahora vive opíparamente. ¿No es eso reírse de la justicia?
El juez se alegró sobremanera, porque Kung-Sin le debía mucho dinero. Sabía que Kung-Ching era una persona honrada, pero sus intereses estaban por encima de todo. Además, aquel desafortunado joven no podía justificar de dónde había sacado tanto dinero en tan poco tiempo.
Es justo el pleito presentado por Kung-Sin -declaró.
Y por segunda vez su padre y su hermano volvieron a perderlo todo.
El anciano no pudo resistirlo. Murió antes de salir de la sala de audiencias. Su hijo mayor no quiso soltar ni una sola moneda para su entierro.
-¿Para qué, si se va a pudrir lo mismo? -preguntó, irrespetuoso.
Pero muchos le siguieron tratando, sólo porque tenía dinero.
Kung-Ching se hizo cargo de todo. Pidió prestado, se endeudó y le dio a su padre el mejor entierro que jamás había habido en la aldea.
-¡Qué buen hijo! -decían. admirados. Es un ejemplo para todos menos para el cabeza loca de su hermano.
Kung-Ching trabajó como un esclavo y fue devolviendo poco a poco el dinero que debía.
Así pasó el tiempo y llegó la última noche del año. Entonces recordó lo que le había dicho el pavo real y se fue a la colina que había detrás del bonzorio. Allí extendió el rollo de la pintura, y aún no habían dado las doce, cuando el enorme pavo real abandonó el papel del cuadro y se transformó en una doncella. Kung-Ching se echó a llorar.
¿Por qué lloras? -le preguntó la joven con dulzura. Esta es noche de alegrías y no de tristezas.
-Sí, pero es la primera vez que la paso solo -replicó Kung-Ching. Mi padre murió y mi hermano ha vuelto a robarme lo que tenía. La familia Kung se está extinguiendo.
Entonces la doncella tomó las dos cintas que había traído, la una blanca y la otra amarilla, y dijo:
-¿Por qué te preocupas del dinero? Eso es algo que habéis inventado los hombres para esclavizaros unos a otros. ¿Lo ves? -y la cinta blanca se convirtió en plata, y la amarilla en oro.
Pero Kung-Ching estaba todavía muy triste. La doncella le miró a los ojos y le preguntó:
-¿Qué más deseas?
-Lo que yo quiero -dijo Kung-Ching, bajando la vista- no puede dármelo nadie.
Tanto insistió la doncella, que terminó revelándole su secreto.
-Si te casaras conmigo -dijo, me harías el hombre más feliz del mundo. Estoy enamorado de ti desde el primer día en que te vi.
La doncella se puso roja como el atardecer. Su turbación era tan grande que se tapó la cara con un pañuelo de seda.
-Si me caso con un mortal -dijo finalmente, perderé todos mis poderes.
Pero no le importó y aceptó a Kung-Ching por esposo.
Los años pasaron y llegaron a ser más ricos de lo que había sido su padre. Su casa estaba llena de criados y sus campos eran los más extensos de toda la provincia. Kung-Sin no les molestó más. Tras la muerte de su padre dilapidó en seguida todo lo que tenía y desapareció de la aldea.
Un día se presentó un mendigo a su puerta. Su cuerpo estaba lleno de pústulas y sus vestidos no eran más que jirones. Los criados le encontraron tan repulsivo que se negaron a darle limosna. Kung-Ching lo vio y les reprendió severamente.
-¿Por qué tratáis así a un semejante? ¿No os he dicho mil veces que yo también fui mendigo?
Y le dio una bolsa llena de monedas de plata.
El mendigo sólo dijo «gracias», pero en aquella voz Kung-Ching reconoció a su hermano.
-No -negó el mendigo. Estáis equivocado, señor. Yo no soy de esta región. Jamás he estado aquí.
Sin embargo, al salir a la calle, comenzó a correr como un loco. Kung-Ching supo que le había engañado y le siguió. gritando:
-iKung-Sin, hermano mío, vuelve! ¡En mi casa hay lugar para los dos!
Pero Kung-Sin no se detuvo. Corrió por veredas y cañadas, hasta que tropezó con una piedra y se desnucó. Kung-Ching le lloró durante meses.
-¿Qué puedo hacer para alegraros? -le preguntaba su esposa. Cuando sólo era un pavo real os traía más alegría al corazón. ¿Os acordáis? Estaba colgada de la pared al lado del altar de nuestros antepasados.
Kung-Ching dio un salto en su asiento.
-¡Siempre das con la solución! -dijo, agradecido, e hizo grabar el nombre de Kung-Sin en las tablillas. Ahora la familia está junta otra vez.
Y la sonrisa volvió a su rostro.

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