Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

La princesa durmiente y los siete gigantes

En cierto país, un Zar se despidió de su esposa y partió a la guerra. La Zarina se quedó desconsolada. Al amanecer de cada día, la Zarina se sentaba en la ventana de su palacio y allí permanecía hasta medianoche aguardando a su señor. Así pasaban los días. Pero la nieve caía sobre los campos y los bosques, vistiéndolos de blanco, y el guerrero no llegaba. Pasaron las semanas y los meses, y la víspera de Navidad la Zarina dió a luz una niña. Aquel mismo día regresó el Zar de la guerra; pero tanto había sufrido la soberana por la ausencia de su esposo y tal alegría le Causó verlo de nuevo, que la Zarina dejó de existir mientras las campanas repicaban en honor del Hijo de Dios.
La pena del Zar fué sincera y amar„a. Sin embargo, ¿se ha visto alguna vez que un Zar pueda vivir sin esposa?
Pasó un año como un sueño, al cabo del cual el Zar se casó por segunda vez. La nueva Zarina era esbelta como un abedul y bella como un haz de trigo cuando el sol lo dora. Su porte era el que corresponde a una Zarina: estaba lleno de majestad. Pero su alma no era hermosa. Sentía la ira, el orgullo, la envidia. Como dote había aportado un espejo de plata que no se diferenciaba gran cosa dle los corrientes; pero tenía el don de la palabra. La alegría de la Zarina consistía en hablar con él y decirle: "Espejito, tesoro mío, tú sólo conoces la verdad. Dime cuál es la mujer más hermosa a los ojos de los hombres y cuál posee los labios más rojos y la más blanca frente." El espejo contestaba: "Vos sois la más bella, graciosa Zarina, nadie puede negarlo."
Y la coqueta reía de gozo ante la adulación del espejo. Así aumentaba su orgullo y su desdén por el prójimo.
En el palacio del Zar, la hija de éste crecía como una flor. Por su belleza y su simpatía tenía el afecto de cuantos la trataban.
Un día llegó a palacio un correo que pidió audiencia al Zar y le dijo: "Traigo saludos del príncipe Alexei, que os pide la mano de vuestra hija." El Zar otorgó a Alexei la mano de su hija, a la cual dotó con siete ricas ciudades de su reino que se dedicaban al comercio y con un centenar de palacios. Ordenó también el Zar que se hiciesen fiestas para celebrar el noviazgo de la pequeña princesa y pidió a los súbditos ricos y pobres, que participasen de su alegría.
Cuando el festejo estuvo preparado, la perversa Zarina se vistió con un trajo espléndido y preguntó al espejo: "Espejito, tesoro mío, dime, ¿quién es la mujer más bella a los ojos de los hombres? Cuál es la que posee los labios más rojos y la frente más blanca?" El espejo contestó: "Vos, graciosa Zarina, sois hermosa a los ojos de los hombres. Sin embargo, aquella que está prometida a Alexei es más bella que vos; sus labios son más rojos y su frente más blanca."
La Zarina se encendió de ira y arrojó el espejo lejos de sí, exclamando: "Espejo embustero, ¿qué broma es esta? ¿Cómo ha de atreverse la princesa a compararse conmigo? ¡Más blanca que yo es en verdad! Porque, desde el alba hasta la puesta del sol, su madre permanecía en la ventana, con sus humildes manos cruzadas sobre el pecho, mirando la nieve. Pero no es más hermosa. Me has dicho muchas veces que no hay en la tierra una mujer que pueda rivalizar conmigo." El espejo, sin embargo, insistía: "La amada de Alexei es más hermosa que tú, sus labios son más rojos y su frente más blanca." Entonces la Zarina lanzó el espejo al rincón más lejano de su cuarto y encargó a Chernavka, su doncella, que llevara a la princesa a lo más profundo de un bosque y la atara a un pino corpulento para que los lobos la devorasen.
Hasta Satán se queda silencioso ante una mujer iracunda. Chernavka no se atrevió a contradecirla. Condujo a la pequeña princesa a lo más profundo del bosque. Conforme se alejaban de palacio, la princesa sentía verdadero terror. Le dijo a Chernavka: "Mi buena Chernavka, ¿habré hecho algún mal contra ti sin saberlo? No me mates, te lo suplico; citando sea Zarina te recompensaré por tu bondad." "No me atrevo a volver contigo a palacio -contestó la doncella, pues seguramente la Zarina te asesinaría. Sin embargo no quiero tampoco atarte a un árbol, como ella lue ordenó. No llores, palomita mía, busca refunio donde puedas y que el Señor te libre de todo mal."
Cuando regresó la doncella a palacio, la Zarina exclamó: "¿Cómo se encuentra ahora esa hermosa princesa con sus rojos labios y su blanca frente?" Chernavka contestó: "La he atado a un pino corpulento; así la dejé en medio del bosque. No podrá defenderse de las bestias salvajes. Así morirá fácilmente." Por palacio empezó a circular el rumor de que la pequeña princesa había muerto. Los invitados se lamentaban unánimemente y el Zar se retiró para llorar por su hija perdida. En cuanto a Alexei, montó a caballo y salió en busca de su prometida.
Mientras, la princesa erraba durante la larga noche, sin que nadie le hiciera daño. Si alguna fiera se acercaba, ella ponía sus manos sobre el lomo de la bestia y le hablaba dulcemente. Así detenía su furor. Al amanecer oyó ladridos y pronto divisó una casa, cuya puerta vigilaba un perro. Cuando éste vió a la princesa corrió a su lado, entre alegres saltos, como para darle la bienvenida. La princesita entró en la casa, donde había un cuarto con bancos de roble, una mesa de la misma madera y, en un rincón, una estufa. De inmediato se dió cuenta de que aquélla era la vivienda de gentes que conocían la paz del Señor y allí pensó permanecer y descansar. En seguida se puso a barrer y a adornar la estancia. Encendió fuego en la estufa y una vela delante del icono del Señor. Luego entró en un cuarto y se durmió. Pasaron las horas y cuando la primera estrella lució en el cielo azul, el piafar de unos caballos rompió la tranquilidad del bosque. Al poco tiempo, siete gigantes entraron precipita-damente en la estancia, el rostro encendido por el ejercicio de la caza. En los siete rostros se veían grandes y tupidos bigotes.
El mayor de los gigantes exclamó: "¿Esto es una maravilla! La casa está barrida y adornada, encendidos el fuego y el cirio, como una bienvenida." Luego gritó: "Aparece, quienquiera que seas, para que podamos tenerte como amigo. Si eres viejo y de barba gris, te honraremos como nuestro señor; si eres joven, será nuestro hermano en armas y en amor; si eres una dama, te llamaremos nuestra madre y cuidarás de nuestra casa, y si eres doncella, serás nuestra hermana querida."
La pequeña princesa apareció toda ruborosa y llena de confusión. Se inclinó ante los gigantes y pidió perdón por haber entrado en aquella casa sin haber sido invitada. Los gigantes pensaron que la doncella no podía ser sino hija de un Zar, tales eran su belleza y simpatía. La hicieron sentar a la cabecera de la mesa y pusieron ante ella un vaso de vino v un "piroshki." Bebió la princesa, partió el "piroshki" y comió con apetito. Pero el cansancio la rindió y su cabeza se dobló pronto sobre el pecho. El mayor de los hermanos la llevó a una alcoba y la dejó allí descansando tranquilamente.
Así fué como la princesita se quedó a vivir en el bosque, con los siete gigantes. Los días seguían su curso y la princesa no conocía ni la soledad ni la pena, pues sus manos estaban ocupadas en las tareas domésticas y su corazón se alegraba, lejos del odio de la Zarina. Todas las mañanas, antes de que amaneciera, los siete herma-nos, en amigable compañía, montaban sus corceles y cabalgaban por montes y llanos, adiestrando su brazo en la caza. Otras veces iban a pelear con los habitantes del Cáucaso, para expulsarlos del país.
La princesita se quedaba en casa para tenerla en orden, encender el fuego, preparar la cerveza, hacer el pan y dar la bienvenida a los gigantes cuando volvían a la caída de la tarde. Todas sus costumbres y maneras eran agradables y no se oía bajo aquel techo ni una sola palabra de mira. El perro Sakolka era el defensor de la princesa cuando ésta quedaba sola.
Sucedió que los siete hermanos amaban a la princesita con profundo amor y, después de reunirse en consejo, dicidieron hablarle. En efecto, una mañana entraron en su cuarto, antes de salir de caza, y el mayor de ellos habló, diciendo: "Muchacha, tú eres nuestra hermana querida. Pero nuestro amor aumenta de tal modo que venimos ahora, como humildes pretendientes, a pedir tu mano. No puedes casarte con los siete. Te rogamos, pues, que restablezcas la paz entre nosotros. Elige a uno por marido y los demás seguirán llamándote hermana. ¿Por qué niegas con la cabeza? ¿Es que no nos quieres a ninguno de nosotros o es que no te merecemos" "¡Ay de mí, queridos hermanos! -dijo la princesita. ¡Que Dios me castigue a vuestra vista si digo algo que no sea verdad! Os amo, sí bravos guerreros y fieles caballeros, todos sois igualmente queridos por mí. Sin embargo, no puedo casarme con ninguno, pues soy la prometida de Alexei. El es mi pretendiente y le amo más que al resto de los hombres."
Oyeron estas palabras los hermanos y permanecieron un momento silenciosos, sin saber qué decir. Al fin habló el mayor: "¿Me permites algunas preguntas? Si te disgusta no volveremos a hablar de estas cosas." "No, esto no me disgusta. Os ruego me perdonéis, hermanos, por no acceder a vuestro ruego. La culpa no es mía." Los siete hermanos se inclinaron ante la pequeña princesa y salieron de casa. No volvieron a hablar de amor y siguieron viviendo sin querellas.
En palacio, la perversa Zarina meditaba y seguía odiando a la que creía difunta princesa. Durante muchos días, su espejito quedó en el rincón más apartado del cuarto. Al fin sintió deseos de contemplar su belleza y olvidó su rencor. Cogió el espejo, se miró en él y dijo: "Buenos días, espejito. ¿Cuál es la mujer más hermosa del mundo?" El espejo contestó: "Vos, graciosa Zarina, sois bastante hermosa a los ojos de los hombres nadie puede negarlo. Pero en el verde bosque, escondida de los hombres, vive una doncella con siete gigantes. Es cien veces más hermosa que tú. Sus labios son rojos como una gota de sangre y su frente es blanca como la nieve recién caída." La Zarina palideció de rabia, llamó a su doncella Chernavka para que compareciera ante ella, y exclamó: "¡Te maldigo, embustera! ¿Dónde has escondido a la princesa?" Chernavka cayó de rodillas, llorando, y contestó: "En verdad digo a Vuestra Majestad que no la escondí. No hice más que dejarla sola en el bosque, buscando un refugio para guarecerse." La Zarina repuso: "Ahora habita en la casa de los siete gigantes. ¡Búscala y mátala! Si le salvas la vida por segunda vez, no salvarás la tuya."
Así fué como sucedió. La pequeña princesa, que hilaba a la ventana, esperando la vuelta de caza de sus hermanos, oyó el furioso ladrido del perro Sakolka, y, levantando la cabeza, vió una vieja mendiga que luchaba con su bastón para alejar el perro de su lado. La pequeña princesa exclamó: "¡Esperad, pobre vieja! ahora iré y os llevaré limosna."
"¡Daos prisa, hermosa joven! ¡El perro quiere devorarme!" Mas cuando la pequeña princesa con un pedazo de pan quiso pasar el umbral de la puerta, Sakolka se atravesó en el camino y le impidió el paso. Cuando la vieja se acercaba, el perro enseñaba los dientes y se echaba sobre ella, como una de las fieras del bosque. Así es que la mendiga huyó a toda prisa. La pequeña princesa volvió a haitiana diciéndole: "Puede que el perro esté irritado por haber dormido mal. Os echaré el pan desde aquí, juntad las manos para recibirlo. Echó la princesa el pan a la anciana, que lo recibió en sus brazos, y exclamó: "¡Que recaiga una bendición sobre vuestra hermosa cabeza! ¡Tomad esto a cambio!" Y le arrojó un dorada manzana.
El perro Sakolka quiso coger la fruta en el aire; pero ésta cayó en manos de la princesita. Viendo esto, gritó la anciana: "Dios os recompensará por el pan que me habéis dado. En cuendo a la manzana, podéis comerla cuando no tengáis nada mejor que hacer. Que sigáis bien." La pequeña princesa volvió a su cuarto y el perro Sakolka corrió a su lado. Con una de las patas golpeaba la mano de la princesa, como quien dice: "¡Arroja la manzana lejos de ti!"
La princesa acarició el perro y le dijo: "¿Qué es eso, Sakolka?: ¿qué es eso, tonto? ¡Olvida tus pesadillas y quédate en paz!"
No obstante, el perro seguía con la cabeza levantada y gruñía tristemente.
La doncella volvió a su rueca y puso delante de sí la manzana para alegrar su vista. La fruta tenía un aspecto delicioso. Era tan roja como una doncella ante su amado y tan dorada como una vasija llena de miel. La princesa pensó esperar la vuelta de sus hermanos, para que pudieran también probar aquella manzana deliciosa. Pero a fuerza de mirarla, no pudo resistir el deseo y llevándola a sus labios, hundió en ella sus pequeños dientes. En el mismo instante cayó hacia atrás como una caña que dobla el viento, sus dos blancas manos cayeron a los dos lados de su cuerpo y la manzana de oro rodó al rincón más alejado del cuarto. El perro se tendió al lado de la princesa, con la cabeza entre las patas delanteras, y así quedó inmóvil mucho tiempo.
Horas más tarde el piafar de los caballos rompió la tranquilidad del bosque, y los siete gigantes llegaron, cabalgando alegremente. Habían derrotado los ejércitos enemigos y el júbilo de la victoria se retrataba en los siete semblantes. Pero a la puerta del hogar no encontraron a nadie para darles la bienvenida, y dentro todo era sombra y silencio.
"Algo grave ocurre -exclamaron los hermanos. Sin embargo, si la desgracia está sobre nosotros, tenemos que aceptarla." Encontraron a la pequeña princesa sobre el banco de roble con su perro a los pies. Cuando éste vió a los siete gigantes, empezó a dar vueltas, de acá para allá, ladrando como loco. Al fin encontró la dorada manzana, que había rodado al rincón más apartado del cuarto, y, tragándola de un solo bocado, cayó muerto instantáneamente.
Los siete gigantes se arrodillaron alrededor del banco donde estaba la princesita y rogaron para que descansara en paz su alma mientras en sus corazones estallaba la pena. La vistieron con un traje blanco como la nieve y se dispusieron a enterrarla. Pero de pronto observaron que la princesa no parecía muerta, sino envuelta en el maleficio de un sueño. Sus labios seguían siendo rojos y su frente poseía la misma blancura.
Así pasaron tres días y la doncella seguía inmóvil. Al fin, los hermanos pusieron a la princesa en un ataúd de cristal y, cantando responsos, la llevaron sobre sus poderosos hombros a un monte distante, que se elevaba en medio de tan extenso vallo. Atravesaron una puerta oscura, en la falda de un monte, y pronto llegaron a una caverna escondida donde colgaron el atáud de cristal, suspendiéndolo en el aire por medio de gruesas cadenas, a fin de que cuando el viento entrara allí pudiera mecer el dulce sueño de la desgraciada hermana. El mayor de los gigantes dijo: "Duerme dulcemente, tú, cuya belleza ha provocado los celos de algún espíritu. Ahora que sólo eres la prometida de la muerte, ¡que los cielos reciban tu alma!" Dichas estas palabras, los siete hermanos dejaron allí a la princesa. La perversa Zarina consultó un día el espejito y le dijo: "Espejito, tesoro mío, ¿quién es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál es la que tiene los labios más rojos y la frente más blanca?"
El espejito contestó: "Vos, graciosa Zarina, nadie puede negarlo. Vos sois la más bella a los ojos de los hombres. Vuestros labios son los más rojos; vuestra frente la más blanca." Así quedó, al fin, contenta la perversa Zarina. Durante muchas noches y muchos días, Alexei había viajado por todo el reino, buscando a su prometida por todas partes. Mas nada pudo saber de ella. A cuantos caminantes encontrara les hacía esta pregunta: "¿Habéis oído hablar de las andanzas de la pequeña princesa? Yo soy su prometido." Nadie le contestaba satisfactoriamente. Al fin, Alexei elevó sus ojos al cielo, y exclamó: "Sol, tú que eres la luz y el Señor de los cielos tú que, incansablemente, unes la helada mano del invierno con el tibio abrazo de la primavera, ¿no sabes nada de la pequeña princesa? ¡Yo soy su prometido!" "No, hermano mío. Aunque toda la tierra y sus criaturas están descubiertos a mis ojos, la pequeña princesa permanece escondida para mí. Puede que la luna, mi hermana, haya visto el rastro de sus pies. Pregúntale por ella." Dicho esto, el sol siguió su curso. Alexei se sentó sobre una piedra y esperó la noche. Cuando llegó la oscuridad y se alzó la luna en el cielo, le rogó, gritándole: "Luna, luna, tú que eres como una trompeta de oro en el ciclo; tú, lámpara de la oscuridad, que brillas tanto como todas las estrellitas que se enamoran de tu luz radiante y salen sólo para mirarla, ¿has visto a la pequeña princesa? Yo soy su prometido." "No, hermano mío. No la he visto. Mi vigilancia no dura más que unas horas durante la noche."
"El sol no la ha visto durante el día ni la luna durante la noche. ¿Dónde encontraré a la princesa -murmuraba el enamorado- sino en brazos de la muerte?" "¡Espera! ¿Has interrogado al viento que sopla hasta las escondidas cavernas?" Dicho esto, la luna siguió su lento viaje por el cielo. Alexei se reanimó, y corrió, gritándole al aire: "¡Aire! ¡Aire! Tú, tan poderoso. Tú, que sirves de pastor a las rápidas nubes; que mandas a las olas; que te precipitas en el desierto; que sólo dependes de Dios: ¿sabes de la pequeña princesa? Yo soy su prometido."
El poderoso aire contestó: "Sí, he visto a la pequeña princesa; pero poco consuelo puedo darte. Más allá de un río que corre con suavidad hay una escondida caverna, donde nadie entra, excepto yo. Allí, colgado de gruesas cadenas, colocado entre dos columnas, un atáud de cristal se mueve a mi soplo. En el atáud está la pequeña princesa dormida."
Siguió su camino el aire. Alexei lloró al saber la triste noticia. Pero después secó sus lágrimas y volvió su corcel hacia el lejano lugar donde dormía la pequeña princesa. Viajó de noche y de día, hasta tener ante su vista aquel desolador monte. Pasó por la oscura puerta y allí, en la eterna noche, contempló el ataúd de cristal, que se balanceaba entre las columnas, donde dormía la princesa. Al verla tan quieta y hermosa, su corazón no pudo contenter la pena. Se echó Alexei sobre el ataud de cristal con tal violencia, que éste cayó al suelo y se rompió en mil fragmentos. En aquel instante se despertó la princesa y miró en su derredor extrañada: "¡Qué profundo ha sido mi sueño! ¡Qué extrañas mis pesadillas!" mas cuando su mirada divisó a Alexei, lo olvidó todo, y levantándose del suelo fué hacia él, gritándole: "¿Alexei! ¡Mi amado!" El, que un momento antes había llorado de pena, ahora sollozaba de alegría. Cogió en sus brazos a la pequeña princesa y la puso en la grupa de su corcel, que tomó el camino del palacio.
Sucedió, casualmente, que la perversa Zarina interrogó distraída-mente al espejo: "Espejito, tesoro mío: ¿cuál es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál posee los labios más rojos y la frente más blanca?" El espejo contestó: "Vos graciosa Zarina, sois bastante hermosa a los ojos de los hombres; nadie podrá negarlo. Pero aquella a quien trae Alexei hacia aquí es más bella, cien veces, que vos; sus labios son más rojos que una gota de sangre y su frente es más blanca que la nieve recién caida." La perversa Zarina arrojó el espejito, que quedó roto en mil pedazos y corrió a la puerta de su cuarto. Allí se encontró con la pequeña princesa que Alexei llevaba en sus brazos. Era tan radiante su belleza, que el corazón de la Zarina soltó todo su veneno y la Zarina quedó muerta. Hubo grandes regocijos en todo el reino, y la pequeña princesa fué desposada con su prometido Alexei en medio de mil fiestas y, agasajos. Los siete gigantes fueron invitados a la boda y bailaron hasta que oyeron cantar el gallo.

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