Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La oropendola

Parece increíble, pero aquel mendigo conocía el lenguaje de los pájaros. Lo descubrió una tarde, cuando el sol se ponía tras las montañas. Sentado a la vera de un cañaveral, contaba con avaricia lo que aquel día le habían dado: cuatro granos de maíz. Sabía que sus muelas no podrían triturarlos y optó por tragárselos enteros.
-Te harán daño en el estómago. El maíz es como el jade: hermoso, pero tan duro como el corazón de los ricos.
El mendigo miró por todos lados, pero no pudo descubrir de dónde provenía esa voz.
-¿Qué quieres que haga? -preguntó para darse ánimos. Estoy muerto de hambre y tengo todas las muelas picadas.
-¿De verdad? Déjame verlo. Acércate. -El mendigo comenzó a girar la cabeza en todas direcciones. ¿Qué te pasa? ¿Por qué haces esos movimientos tan raros? Cada vez te alejas más de mí. Estoy aquí: sobre esta caña. ¿No me ves?
El hombre se frotó varias veces los ojos. En el lugar que le indicaba la voz sólo había una oropéndola.
-Sí, sí. Soy yo. No sé de qué te extrañas. ¿Acaso crees que sólo los hombres podéis hablar? ¡No comprendo cómo sois tan pretenciosos! Deberíais tener más abiertos los ojos.
-Compréndelo... -se disculpó, avergonzado, el mendigo. Es la primera vez que...
-Sí, señor -continuó la oropéndola en tono recriminatorio. Los hombres jamás hacéis uso de vuestros ojos. Tú, por ejemplo, estás muerto de hambre, tragándote cuatro granos de maíz, y justamente a veinte metros de aquí hay una liebre muerta.
Al mendigo le dieron un vuelco las tripas.
-¿En dónde? -preguntó con ansiedad.
-Te lo estoy diciendo: a veinte metros de aquí... No, no. A dieciocho y medio -se corrigió la oropéndola.
El hombre siguió la dirección que le marcaba el pico del ave y, en efecto, encontró una espléndida liebre recién muerta.
-Puedes comértela entera -le había gritado el pájaro, mientras corría por entre las cañas, sin importarle para nada la venenosa serpiente del bambú-. Lo único que te pido es que me dejes las tripas. A ti no te gustan, pero para mí son muy útiles: las tenso cuanto puedo y afino con ellas mi canto.
Pero el mendigo se olvidó del ruego de la oropéndola. Una vez se hubo saciado, extendió la piel de la liebre sobre la corteza de un árbol y arrojó las tripas a un río.
Dos días más tarde el mendigo volvió a sentir la punzada del hambre. Aunque abrió los ojos cuanto pudo, fue incapaz de encontrar algo que llevarse a la boca. Desesperado, buscó a la oropéndola en el frágil verdor de los bambúes. El ave parecía no haberse movido del sitio.
-¿Por qué no me hiciste caso? ¿No te dije que me guardaras las tripas? ¿Por qué no lo hiciste? -el mendigo, avergonzado, bajó la vista. La oropéndola le miró con ojos cargados de venganza. Después añadió en tono displicente: Si quieres comer, detrás de aquel árbol hay un corpulento jabalí.
El mendigo corrió hacia él, pero, en vez de la presa anunciada, sólo halló el cadáver de un hombre. Antes de que pudiera reaccionar, apareció la justicia y se le llevó prisionero.
-¡Yo no he sido! ¡Soy incapaz de matar a nadie! -gritaba entre sollozos el mendigo.
-Eso lo dicen todos los asesinos. ¿Qué hacías tú, si no, al lado de aquel árbol?
-Un pájaro me dijo que había allí un jabalí muerto. ¡Tenía yo tanta hambre! ¿Por qué no queréis comprenderlo?
-¿Desde cuándo puede un mendigo entender el lenguaje de las aves? -le replicaban entre risotadas y burlas. Ni siquiera los hombres más sabios han podido todavía desvelar su misterio.
Pero, mientras el mendigo era conducido a la corte, bandadas de vencejos repetían sin cesar:
-¡Las oropéndolas son muy vengativas...! ¡Las oropéndolas son muy vengativas...!
-¿Es que no lo oís? -gritaba el mendigo, señalando a los diminutos pájaros que volaban constantemente sobre sus cabezas. ¡Yo soy inocente! ¡Todo ha sido una venganza preparada por la oropéndola!
El juez se admiró de que una persona tan inculta conociera el nombre de tal ave, pero tampoco le creyó. El mendigo fue condenado a la horca.
La tarde del día anterior al fijado para su ajusticiamiento, el mendigo escuchaba desde su celda las conversaciones de los pájaros. Un grupo de gorriones se había posado en su ventana. Aparente-mente no habían tenido la intención de hacerlo allí, pero un gorrión viejo se encontraba al límite de sus fuerzas.
-¡No os detengáis por mí! ¡Continuad vuestro vuelo! -decía el anciano pájaro, malhumorado y jadeante. Este no es sitio para hablar de nada. Los gorriones sólo nos encontramos a gusto entre el ramaje.
-¿Qué importan los lugares? -le replicaban los más jóvenes. Lo único que ahora nos interesa es comprobar lo que éste nos ha dicho. ¿Es verdad lo que nos has contado?
El pájaro interpelado infló su pecho antes de hablar. ¡Se sentía tan satisfecho de sí mismo!
-¡Por supuesto que sí! Ha volcado un carro de trigo en el segundo cruce del camino principal que conduce a la ciudad de las pagodas. Estoy seguro de que los hombres no podrán recogerlo antes de dos horas.
El mendigo se levantó de un salto y comenzó a golpear la puerta de su celda. Los gorriones, asustados, levantaron inmediatamente el vuelo, al tiempo que se preguntaban:
-¿Por qué los hombres encierran a sus semejantes? ¿Lo sabéis alguno?
-¿Qué te pasa a ti ahora? -gruñó, malhumorado, el carcelero. No sé por qué quieres gastar tan a lo tonto las pocas energías que te quedan. Es mejor que las guardes todas para mañana.
-¿No lo entiendes? -gritó, nervioso, el mendigo. ¡Puedo probar que entiendo el lenguaje de los pájaros!
Y relató punto por punto cuanto había oído decir a los gorriones. El carcelero, que le tenía ya por loco, soltó la carcajada. Sus risotadas resonaron, lúgubres, en el corazón de la prisión.
-¡Tengo derecho a que se compruebe si es verdad o no lo que digo! ¡Hoy es mi último día de vida! ¡Respetad mi voluntad!
Tanto gritó el mendigo que el juez terminó accediendo a sus ruegos. Un grupo de alguaciles fue enviado al lugar indicado por los pájaros. Allí, escondido entre el ramaje que amenazaba con invadir la carretera, se hallaba volcado, en efecto, un enorme carro de trigo. Dos campesinos yacían inconscientes a su lado.
-¡Ese hombre no es culpable! -declaró el juez, al saber lo sucedido. La evidencia es más que concluyente.
Y el mendigo fue elevado a la categoría de sabio oficial. Todo el mundo se inclinaba a su paso, porque conocía el lenguaje de los pájaros. Sólo él era capaz de entender el sonsonete preferido de los vencejos: «¡Las oropéndolas son muy vengativas...! ¡Las oropéndolas son muy vengativas...!»
...Y la eterna pregunta de los gorriones: «¿Por qué los hombres encierran a sus semejantes? ¿Lo sabéis alguno?»

0.005.1 anonimo (china) - 049

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