Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La huella negra

En la ciudad de Shan-Dung había un hombre llamado Pie. Era muy viejo, pero tenía una hija hermosísima. Tan guapa que nadie recordaba su nombre y todos la llamaban la bella. Estaba en edad casadera y la pretendían los mejores jóvenes de la aldea.
-¿Por qué no te decides por uno? -le decía el señor Pie. Si sigues rechazando a todos, te olvidarán y te quedarás soltera.
-Aún soy joven -respondía la bella. Los hombres son muy impacientes.
Un día la vio el bandido Mou-Da y, como era de esperar, también se enamoró de ella. Entonces dijo a sus compinches:
-¿Habéis visto? Esa mujer sólo puede casarse con un rey o con un bandido. Como yo soy lo segundo, se casará conmigo.
-¿Estás loco? -le respondieron. Esa muchacha no frecuenta los mismos antros que nosotros. Te va a resultar un poco difícil enamorarla.
-Pues entonces la raptaré -replicó el bandido Mou-Da.
Aquella misma noche fue a la casa del viejo Pie. El silencio era absoluto. La bella estaba bordando en el jardín. El bandido Mou-Da se acercó por detrás y le tapó la boca.
-No tengas miedo -le susurró al oído. He venido para llevarte conmigo y hacerte mi esposa.
El bandido Mou-Da era un joven bien parecido, pero en seguida se veía que era un ser malvado. La bella le miró a los ojos y dijo:
-Prefiero quedarme soltera a compartir mi vida contigo -y comenzó a gritar.
El bandido Mou-Da quiso impedírselo, pero, al saltar por encima de la mesa, derribó la lámpara de aceite y se quemó los pies. Gritando como un loco, se dirigió hacia la puerta del jardín.
-¿Qué ocurre? -preguntó el viejo Pie. ¿Es que ya nadie respeta el sueño de los ancianos?
-Alguien ha querido raptarme -respondió la bella, sollozando.
Entonces el viejo Pie cerró la puerta del jardín. Pero el bandido Mou-Da la hizo añicos de un golpe y mató al viejo. La bella se desmayó de dolor.
-¿Es que no vas a comer? -le preguntaron sus amigos. Llevas tres días sin probar bocado.
-No lo haré -respondió, decidida, la muchacha- hasta que mi padre sea vengado.
-Si es así -le replicaron, acude al juez Shr-Kung. El dará con el asesino.
El juez Shr-Kung era la persona más justa que existía en todo el reino. La bondad de su carácter y la sagacidad de su inteligencia eran alabadas por doquier. Al ver a la bella, dijo:
-No está bien que la hermosura derrame lágrimas. ¿Qué pleito traes ante mí?
La bella le relató todo lo ocurrido y también al juez Shr-Kung se le saltaron las lágrimas.
-Será castigado el asesino de un padre tan honorable.
-Pero yo no vi su rostro -exclamó la joven. Sólo me fijé en sus ojos y estaban cargados de maldad.
-La justicia penetra hasta en las tinieblas -afirmó el juez Shr-Kung. Vete tranquila a tu casa y entierra al viejo Pie.
Así lo hizo la bella. Pero los ayudantes del juez Shr-Kung empezaron a impacientarse.
-¿Cómo vamos a encontrar a ese criminal, si no tenemos ninguna pista?
El juez estuvo pensando en el problema diez días. Después preguntó a un subalterno:
-¿Cuántos pretendientes tiene la bella?
-Señor -respondió éste, hasta hombres casados y honorables se mueren por ella.
-Yo me refiero a los jóvenes -exclamó el juez Shr-Kung.
Todos los muchachos entre catorce y veintidós años fueron llamados al patio de sesiones. El juez los fue mirando uno a uno a los ojos y, de esta forma, seleccionó a cuatro. Entre ellos estaba el bandido Mou-Da.
-¿Cómo podéis fiaros sólo de vuestra vista? -le preguntaron. Es engañosa. Ya veis a qué desgracias suele conducir la hermosura.
-En los ojos de un hombre se refleja su vida -dijo el juez Shr-Kung y todos asintieron.
Los cuatro jóvenes seleccionados eran lo peor de la provincia. Todos eran bandidos, pero ninguno tan malvado como Mou-Da.
-No celebraremos aquí los interrogatorios -dijo el juez Shr-Kung. Llevaremos a los acusados a la pagoda de SanShan. Allí tendrá lugar el juicio.
Antes, no obstante, hizo cubrir todas las paredes y ventanas con pesados cortinajes negros. Cuando lo vieron los cuatro bandidos, comenzaron a protestar:
-¿Qué broma es ésta? ¿Acaso van a juzgarnos los espíritus?
-¡Por supuesto que no! -replicó el juez Shr-Kung. Sería demasiado fácil para ellos.
Mou-Da era muy supersticioso y no quería quedarse allí.
-¡Que nos juzguen en el patio de sesiones! -gritó. Ese es el lugar más apropiado.
El juez Shr-Kung ni siquiera le hizo caso. Trajo una enorme palangana y la puso en el centro de la sala más grande de la pagoda. Después ordenó apagar todas las luces y dijo:
-No seré yo ni los espíritus los que en esta ocasión descubramos al culpable. Será el dios de esta pagoda, que por algo lleva el nombre de San-Shan*.
-¿Cómo? -preguntaron, burlones, los bandidos. ¿Es que, acaso, va a hablar?
-Cada uno de vosotros -prosiguió el juez Shr-Kung- se lavará las manos en esta jofaina. Después caminará de espaldas hacia la pared. Cuando llegue a ella el culpable, el dios de esta pagoda le marcará una huella negra.
El primero que se ofreció a la prueba fue un joven llamado Wang. Era estafador y sólo sentía interés por el dinero. «¿Qué puedo temer yo? -se preguntó. Todos los espíritus saben que soy incapaz de matar una mosca. Además, tengo la conciencia tranquila.» Se lavó en la jofaina, llegó a la pared y, en efecto, ninguna huella se dibujó en su espalda.
El segundo se llamaba Kwo. Había matado a dos personas, pero él siempre se batía con gente de su edad. «¿Qué mérito tiene luchar con un viejo? -se decía, tranquilo, mientras se lavaba las manos-. El espíritu de esa pagoda sabe que yo no soy ningún cobarde. Yo sólo me enfrento a contrincantes más fuertes que yo.» En efecto, reculando, llegó hasta la pared y nadie marcó una huella negra en su espalda.
Lo mismo ocurrió con el tercero de los sospechosos: un desalmado llamado De.
Cuando le llegó el turno al bandido Mou-Da, temblaba tanto que a punto estuvo de tirar la palangana al suelo.
-¿Tantas cosquillas te hace el espíritu? -preguntó el juez Shr-Kung. Anda. No pierdas tanto el tiempo y haz lo que os he dicho a todos.
El bandido empezó a andar hacia atrás. Estaba tan seguro de que el espíritu iba a tocarle la espalda que no hizo otra cosa que restregársela con la mano.
«No le daré la oportunidad de que me marque su huella -se decía, esperanzado. Si lo intenta, lo hará sobre las manos y no sobre la espalda.»
Pero, al descorrer las cortinas, sólo él tenía la espalda negra. -Tú has sido el criminal -sentenció el juez Shr-Kung. Ya os lo dije: el dios no puede equivocarse.
Temblando, el bandido Mou-Da confesó su culpa. Todos los asistentes no salían de su asombro. Hasta los otros tres bandidos comentaron entre sí:
-Debemos abandonar nuestro mal camino, puesto que el dios de esta pagoda es tan buen colaborador del juez Shr-Kung. Pero el juez sonrió y dijo:
-Lo sobrenatural no ha tenido nada que ver en este asunto. Lo único que hice fue llenar la palangana de tinta. Como el culpable estaba muy nervioso, él mismo se embadurnó la espalda.
Todos alabaron la profundidad de su inteligencia. La bella, sin embargo, se arrodilló ante él y golpeó tres veces el suelo con su frente.
-Yo, que soy huérfana -dijo- y estoy sola en el mundo, quisiera pediros que me aceptarais como hija.
El juez Shr-Kung lloró, emocionado, y aceptó, diciendo:
-Para mí será un honor.
Y la bella fue conocida como la hija del juez Shr-Kung hasta el día en que, abandonando su casa, entró en la del marido que ella misma eligió.

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