Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

Gallo de oro

Mucho tiempo ha, antes de que viviera el abuelo de tu abuelo, el ilustre Zar Dadón gobernaba su reino, defendiéndole de las invasiones de sus enemigos. Cuando alguien se atrevía a retarlo, ceñía su brillante espada y se iba a la guerra cayendo sobre su enemigo con tal fiereza y causando tal número de muertes, que no dejaba vivo más que a uno solo, para que éste pudiera volver a su patria llevando las noticias de las proezas de Dadón. Por eso los monarcas vecinos temblaban al oír el nombre de Dadón; temían que príncipes y nobles lo aclamasen y se inclinasen profundamente ante él, aceptando cual quier humillación que el rey Dadón les impusiese y sufriéndola en silencio.
Pasaron los años, enflaqueció su brazo y se debüitó su vista. Su cabeza no podía ya soportar el peso del poder y sus espaldas se doblaban bajo el fardo impuesto, se vió obligado a abandonar los rigores de las guerras y avenirse a un género de vida más cómodo y muelle. Sus vigilantes enemigos, que todo lo sufrían en los días de su juventud y fortaleza, veían ahora que la debilidad se habia apoderado del Zar. En cuanto se hubieron percatado de ello, reunieron sus tropas y, pasando las fronteras, arruinaron las tierras y se dedicaron al pillaje, asolando todo a su paso. Dadón obligó a sus debilitados miembros a ir de nuevo a la guerra y multiplicó sus legiones de guerreros, cuyo número fué tan grande que no quedó nadie para sembrar la tierra y cuidar de las viñas. De este modo el hambre se dejó sentir en todo el reino. A pesar de ello, no podía vencer a sus enemigos; sus soldados se batían con denuedo y con valor morían; mas Dadón quedaba confundido por las hordas de sus adversarios, como un corcel fatigado por los golpes de su jinete implacable. Cuando dirigía sus pasos hacia el Sur, seguíanle rápidos escuderos que venían a darle la nueva de que una fuerza armada se acercaba hacia el Oeste. Si volvía grupa, para ir en la dirección indicada, un toque de trompetas daba la alarma hacia el Este. Así es que el Zar Dadón no conocía ya la alegría durante el día, ni la paz en la noche.
En vista de estos acontecimientos mandó a sus heraldos proclamar por todo el reino que aquel que encontrase el medio de llevar la destrucción sobre los enemigos de Dadón recibiría de su Zar los más altos honores y un monte formado con rublos de oro. Pasaron dos días, con sus noches, sin que nadie se presentara ante el Zar. Al tercero, acercóse hasta el trono de Dadón un viejo brujo que pasaba por la ciudad. Negras eran sus vestiduras y blanca como la pluma de un cisne su larga barba. Su rostro estaba marchito como una hoja seca, y sus ojos brillaban como dos tizones encendidos entre las grises cenizas. En su mano derecha llevaba un saco, de cuyas profundidades sacó un gallo de oro, que ofreció a. Dadón diciendo: "Señor, el aviso de Vuestra Majestad ha llegado hasta el polvoriento rincón del mundo donde este vuestro servidor ejercita sus pobres artes. Recibid este gallo de oro que ¡te confeccionado para vuestras necesidades. Es fiel, vigilante y atrevido. Hacedlo colocar en la parte más alta de la cúpula de vuestro dorado palacio, y ya no necesitaréis más centinelas. Cuando vuestros enemigos permanezcan pacíficos tras sus fortificaciones, se quedará sin movimiento en su puesto. Pero si el aire que pasa por los montes le trajese el más ligero aviso de su proximidad, bien viniesen vuestros enemigos de los desiertos del Oeste, o de los mares del Sur, o de los perfumados bazares del Oriente, mi gallo de oro erizará sus plumas, levantará su cresta, y, volviéndose hacia la dirección en que Vuestra Majestad sea amenazado; lanzará un "qui-quirri-quí", en tonos a la vez tan suaves y tan penetrantes, que llegarán a vuestros oídos, Señor, aunque Vuestra Majestad esté enterrado bajo las nieves de cincuenta años."
Dadón cogió en su mano el gallo de oro y se rió alegremente. Luego replicó: "¡Oh sabio y salvador de mi reino! Tú, que has servido fielmente a un príncipe, alcanzarás una recompensa digna de él. Serán tuyos un monte de oro o un río de plata, y cualquiera que fuere tu deseo, bien ahora, bien más tarde, será mío también y se cumplirá sin dilación. Quede esto como mi promesa."
"¿Qué falta me hacen el oro ni la plata, Señor, si yo me contento con pan negro para saciar mi hambre, y con agua clara para apagar mi sed? Mis deseos tampoco son los de otros hombres. Sin embargo, ¿quién puede leer en las estrellas lo que allí está escrito? Puede que algún día vuelva a pedir a Vuestra Majestad que cumpla su compromiso." Diciendo esto, el brujo saludó tres veces con la cabeza inclinada hasta el suelo, y abandonó el palacio sin que nadie volviera a verle.
Ordenó el Zar que el gallo de oro fuese colocado en la parte más alta del domo de su dorado palacio.
Mientras los enemigos del Zar estuvieron pacíficamente tras sus fortifica-ciones, el gallito parecía dormir en su alto puesto, pero en cuanto percibía el primer movimiento de guerra, por muy distante y secreto que fuera, él despertaba, erizábanse sus plumas de oro, levantaba la cresta y volviéndose en la dirección del peligro, gritaba: "iQui-qui-rriquí! ¡Qui-qui-rri-quí! Guarda tu reino como yo cuido tu paz. ¡Qui-qui-rri-quí!"
Estos gritos los lanzaba con voz tan suave y tan penetrante a la vez, que siempre los oía Dadón, estuviese despierto o dormido, en el jardín o galopando en una cacería. Mandaba el Zar a sus legiones contra el enemigo, que era diezmado y diseminado a los cuatro vientos, así que la gloria del Zar era proclamada de nuevo y nadie se atrevía a luchar con él. De esta manera velaba el gallo de oro por la paz del reino, mientras que el Zar se levantaba contento y se acostaba al anochecer con el espíritu tranquilo. La paz reinaba en todas las fronteras.
Así pasaron tres alegres años, y, al principio del cuarto, una noche que Dadón dormía su tranquilo sueño, le pareció que un grito débil y lejano turbaba su descanso. Era tan suave el grito, sin embargo, que el Zar, sin darle importancia, lanzó un profundo suspiro, tiró del cubrepiés, hasta acercarlo más a su cabeza, y siguió durmiendo. Mas un súbito tumulto se levantó en las calles, se acercó a los muros del palacio, creciendo por momentos en volumen y furia, hasta que despertó el Zar, el cual gritó: "¿Quién se atreve a turbar el sueño de Dadón el Zar?" La voz del general de sus tropas se hizo oír, diciendo: "¡Oh, Zar! Padre y defensor de nuestro pueblo, despierta. Nos acecha el desastre. Despierta, ¡oh Zar!, y cuida de tu reino."
"Volved a vuestros lechos, tontos -gritó Dadón -y quedaos en paz. ¿No sabéis que mientras duerme el gallo de oro no puede acaecernos mal alguno?"
"El gallo de oro está despierto, Señor, y grita hacia el Oeste, mientras vuestro pueblo clama a vos para alcanzar vuestra protección."
Dadón miró por la ventana, hacia donde el gallo de oro vigilaba desde su encumbrado puesto. Pudo ver entonces que batía sus alas con verdadero furor, vuelto hacia el Oeste, y levantaba su cresta de oro, gritando: "Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! Defiende tu reino hacia el Oeste. ¡Qui-qui-rri-quí!"
En el mismo instante, el Rey ciñó su corona, cogió su cetro real y salió del palacio. Ordenó que se levantara un ejército, a cuya cabeza colocó a su hijo mayor, conocido en todo el reino por el nombre de Igor el Valiente. Le besó en ambas mejillas y le despidió diciendo: "Por la cabeza de mi enemigo te daré medio reino." Igor el Valiente contestó: "Tu enemigo es también el mío, mi Zar y Señor." Y montado sobre su corcel, de color gris hierro, salió galopando hacia el Oeste seguido de sus tropas.
El gallo de oro quedóse silencioso, en el pináculo donde estaba, y el pueblo de Dadón volvió tranquilo a sus respectivas moradas. El Zar se acostó de nuevo en su lecho real y cayó en un tranquilo sueño. Pasaron ocho días. Dadón esperaba nuevas de la guerra y de su hijo Igor; mas por mucho que mirase desde su ventana, no veía acercarse ningún heraldo portador de noticias que viniera del Oeste, ni podía saber nada de lo sucedido.
Súbitamente el gallo de oro se despertó desde su alto puesto, erizó sus plumas, levantó su cresta, y gritó: "¡Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! ¡Guarda tu reino hacia el Oeste! ¿Qui-qui-rri-quí!"
De nuevo, un murmullo se levantó entre los habitantes de la ciudad, creció hasta convertirse en tumulto y rodeó el palacio del Zar suplicándole protección.
Éste ordenó inmediatamente que se levantara un segundo ejército, mayor que el de Igor el Valiente, en número de mil legiones, a cuya cabeza colocó a su hijo el segundo, conocido en todas partes con el nombre de Oleg el Hermoso. Besó el Zar a su hijo el segundo en ambas mejillas, y lo despidió diciendo: "Por la cabeza de ni¡ enemigo te daré medio reino." Oleg el Hermoso contestó: "Tu enemigo es también el mío, mi Zar y Señor." Y montando un corcel, más blanco que la leche, salió galopando hacia el Oeste seguido de sus tropas.
El gallo de oro quedóse silencioso en su pináculo y el pueblo volvió a sus respectivas moradas. Dadón descansaba. Pasaron otros ocho días, y por más que Dadón recorría con la mirada todo el horizonte hacia el Oeste, no veía ningún heraldo que le trajera noticias de su hijo Oleg. Los ojos del Zar se cerraban de cansancio. Ningún correo traía nuevas de la guerra sostenida contra sus enemigos. El corazón de Dadón se llenaba de pesar y de miedo, mientras su pueblo trataba de esconderse en sitios ocultos o recorría las calles con terror. Súbitamente, el gallo de oro se despertó, erizó sus plumas, levantó su cresta y gritó: "¡Qui-qui-rriquí! ¡Qui-qui-rri-quí! ¡Guarda tu reino hacia el Oeste! ¡Qui-qui-rri-quí!"
Inmediatamente ordenó el Zar que un tercer ejército fuese reunido, mayor en número, compuesto de infinidad de legiones, más aún que el de Igor el Valiente y el de Oleg el Hermoso. Ciñó Dadón su brillante espada, montó en su negro corcel y salió galopando hacia el Oeste, seguido de sus tropas y teniendo por compañera inseparable la gris preocupación. Viajaban sin cesar hacia el Oeste, mientras el sol se ponía, caía la noche y la aurora despuntaba. Así pasaron la siguiente noche y trotaban aún sin acortar su paso ni descansar. Escrutaban con su mirada cielo y tierra, pero no veían en sitio alguno las tiendas de campaña de sus ejércitos, ni los rnontículos funerarios de sus enemigos, ni los campos de batalla rociados en sangre.
"Esto debiera ser para mí un augurio -pensó Dadón; pero ¿quién podría decirme si es bueno o malo?" Siguieron viajando hasta el amanecer y pasaron el día y la noche siguientes.
Los soldados se dormían en sus sillas, y los caballos tropezaban a fuerza de cansancio. Así viajaron siete días y siete noches, basta que el día octavo llegaron a la vista de unas colinas color púrpura. A través de la abertura de una roca vieron una tienda de campaña de seda. Dijo Dadón: "Esta es la tienda de mi enemigo." Sin embargo, sobre las colinas y los valles cercanos reinaba un profundo silencio. Se acercaron varios a la abertura (le la roca, y se encontraron con el cadáver (le uno de los acompañantes de Igor el Valiente, que tenía una gran herida en un lado. Cerca de éste, vieron a otro del acompañamiento de Oleg el Hermoso, cuya cabeza estaba separada del tronco. Dadón miró en derredor suyo, y se vió rodeado de los cuerpos sin vida de los que fueron sus ejércitos. Mas no veía a sus hijos. Desnudó entonces su espada y se dirigió hacia la tienda de su enemigo. Su corcel temblaba, como no queriendo llevarlo más lejos. Desde cierta distancia, advirtió los caballos de sus dos hijos, que galopaban, como locos, hacia todas direcciones; pero ellos, los jefes de los ejércitos, permanecían ocultos. Bajó entonces el Zar de su corcel y se dirigió hacia la tienda de seda. Se paró a la entrada. ¡Allí estaban sus hijos! Sus armaduras yacían al lado y las espadas de ambos estaban clavadas en el corazón de los dos hermanos, convertidos en adversarios. El Zar se desplomó sobre el suelo, rompió sus vestiduras y alzando la voz en terribles lamentos, prorrumpió: "¡Ay de mí! ¡Mis dos hermosos hijos cayeron en un lazo! ¡Vuestra muerte será la mía, hijos! ¡Vosotros debíais haber vivido lo bastante para presenciar la muerte de vuestro padre y he aquí que me toca a mí llorar la vuestra!" Todo el ejército unió sus lágrimas a las de su Zar, de tal manera, que hasta las mismas montañas retemblaban y en los valles repercutían los ecos de sus llantos. Súbitamente se levantó la cortina que tapaba la entrada de la tienda y una doncella salió de su recinto. Su belleza podía ser comparada a la de la aurora, al radiante sol o a las brillantes estrellas. Cuando el Zar la contempló, quedó inmóvil y su corazón se apaciguó, como un pájaro nocturno cuando cae la tarde. Ella sonrió, haciéndole olvidar, con su sonrisa, de dónde venía y a qué iba. La memoria de sus dos hijos le pareció una cosa indiferente. Esa mujer era aquella cuya belleza cegaba a los hombres y enamoraba sus corazones de tal manera, que todo lo que antes de verla les era querido y familiar se convertía en extraño y ajeno. Nadie podía resistirse a la fuerza de su hechizo.
Inclinó su cabeza ante el Zar, cogió su mano en la blanca mano suya, y le guió hasta el interior de la tienda. Fué colocado el Zar ante una mesa llena de ricas y exóticas viandas y vinos bermejos, que le fueron servidos. Sin poder apartar su mirada de la doncella, dijo: "Buscaba la tienda de mi enemigo y he encontrado la de mi amada. "Ella seguía sonriente y muda. Cogió perfumes y aceites olorosos para ungir con ellos el cuerpo del Zar. Luego le llevó a descansar sobre un lecho de plumas de cisne y le cubrió con un paño de oro. Se sentó a su lado, tocó armoniosas melodías y Dadón quedó dormido.
Durante ocho días vivió Dadón en la tienda de la joven, comiendo y bebiendo copiosamente, en un descanso tan agradable, que no conoció hastío ni añoranza. Al anochecer del día octavo, pidió que trajeran ante él un carro tirado por cuatro caballos, y dijo a la joven: "Ahora debes venir conmigo a mi dorado palacio, para vivir allí con amor y alegría, como yo lo he hecho aquí, en tu tienda de seda." Asintió la muchacha y subió al carro. Dadón se sentó a su lado y tomó en su mano la mano de la joven, como un pájaro que encuentra su nido. De esta manera hicieron el viaje. A una "versta" de la ciudad, el pueblo de Dadón salió a aclamarle con gritos y regocijos, pues las nuevas de lo sucedido habían precedido su llegada y el pueblo se alegraba de que el gallo de oro durmiera en su pináculo y de que su Zar que había salido de su ciudad en peligro, volviera sano y salvo, trayendo a su lado a una Zarina, la más hermosa de cuantas había en los reinos de la tierra. El corazón de Dadón se llenó de orgullo. Saludaba en todas las direcciones con su sombrero de plumas, para contestar a las aclamaciones del pueblo, que le daba así su bienvenida. La joven sonreía. Súbitamente la muchedumbre se apartó, y el viejo brujo apareció ante el carro del Zar. Negras eran sus vestiduras y blanca su barba como la pluma del cisne. Su rostro estaba tan marchito como una hoja seca y sus ojos relucían como dos carbones encendidos que estuviesen entre cenizas. El Zar lo acogió benévolamente exclamando: "¡Salud a ti, padre venerable! Y que viva sin fin el gallo de oro. El me ha traído la paz a mi reino y a mi amada entre mis brazos."
El brujo saludó tres veces hasta el suelo, y dijo: "Compláceme que Vuestra Majestad mire favorablemente a mi gallo de oro, pues he venido a que cumpla mi Zar su palabra. Me jurasteis, Señor, que me sería concedido lo que yo deseara, sin que nada hiciera demorar el cumplimiento de mi deseo. Ésa fué la palabra que me dió el Zar. Mi deseo es tener a esta joven por esposa."
Se levantó Dadón echando chispas por los ojos, y con voz tremenda, que recordaba el trueno en las montañas, dijo, mientras el pueblo cambiaba sus aclamaciones por un profundo silencio: "¿Qué locura tuya es ésta, imbécil y malvado? ¿Qué espíritu infernal ha cambiado tu sabiduría en locura y tu honor en vergüenza?" "Yo sólo recuerdo vuestra promesa, Señor." "Mas en todo hay un límite, y esta joven no es para ti." "De esa manera el Zar será perjuro". "Aunque lo fuera veinte veces no la conseguirás. Te puedo dar el oro que pidas, más de lo que puedan llevar diez hombres; tuyos son los vinos más preciados de las bodegas reales, el corcel más rápido de las cuadras del Zar. Rango y honores, inmensas tierras te serán otorgadas. ¡Hasta la mitad de mi reino te daría! Después de tu Señor, serás el hombre más importante del reino." "Mi deseo no es poseer tierras, riquezas, honores, ni rápidos corceles, ni vinos preciados. Mi único deseo es poseer esta doncella. Cumplid vuestra promesa y entregádmela."
La ira del Zar entonces fué extraordinaria. Escupió sobre el traje del anciano, y le gritó: "¡Vete! ¡Fuera de mi vista o no respondo de lo que pudiera hacerte!" Mas el brujo no se movió. Gritó Dadón, de nuevo: "¡Que se lo lleven!"
Dos soldados se adelantaron, pero cuando quisieron apresar al viejo para llevarlo, sus brazos se inmovilizaron. De nuevo gritó el brujo: "¡Vuestra promesa, Señor!" Mas la locura de aquel que quiere discutir con un monarca es la mayor que se conoce. Dadón levantó su cetro de oro y dió tal golpe sobre la frente del anciano que éste cayó al suelo, envuelto en sus negras vestiduras. Su espíritu voló a otras regiones. El pueblo del Zar sintió entonces que el acto malvado de su monarca turbaba su espíritu y todos trataron de evitar las miradas del Zar El corazón de Dadón también se sentía oprimido por el peso del pecado. Mas la joven, que no conocía ni el bien ni el mal, echóse a reír alegremente y dió a sus rojos labios una gracia incomparable. Oyéndola, Dadón reconfortó su ánimo. Siguieron, pues, su viaje y abandonaron el cuerpo del viejo brujo.
Al llegar a las puertas de la ciudad, oyeron todos un súbito ruido, como el batir de múltiples alas. Mirando hacia arriba, la muchedumbre vió que el gallo de oro volaba desde el pináculo, donde estuviera hasta entonces, y caía sobre la cabeza del Zar. Los ojos de la muchedumbre estaban fijos en él. Mas no se alzó una mano para socorrerlo. Todos quedáronse paralizados, como bajo el poder de algún extraño encantamiento. El gallo de oro dió un picotazo sobre la cabeza del Zar, gritando: "Qui-qui-rri-quí! ¡Quiqui-rri-quí! Que recaiga sobre tu cabeza todo el mal que nos ha traído. ¡Qui-qui-rri-quí!" Desplegó entonces sus alas de oro y voló muy lejos de la vista de los hombres a regiones desconocidas. Dadón cayó al suelo, hizo oír un sólo gemido y murió. En cuanto a la joven, que estaba a su lado, se desvaneció como un sueño que se ha acabado.

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