Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

El pez agradecido

El muchacho tenía quince años. Se pasaba todo el día a orillas del río, porque le apasionaba la pesca. Un día, mientras estaba cogiendo gambas, vio un pez amarillo. Se había metido en una charca de salida angosta y el muchacho pensó:
-¡Qué pez tan hermoso! Le cortaré la huida y esta noche mi padre y yo nos daremos una buena cena.
Así lo hizo. Tapó con unas piedras la salida de la charca y en seguida atrapó al pez. Era enorme. Se batió, desesperado, pero pronto se abandonó a su mala suerte.
-Así me gusta -dijo el muchacho. ¿Qué puedes ganar luchando? Yo soy un buen pescador.
Entonces se fijó en los ojos del pez. Estaban cargados de tristeza. Además, abría y cerraba la boca, como si quisiera respirar y no pudiera. Al muchacho le dio pena.
-Eres demasiado hermoso para terminar en una cazuela. Tu mundo es el río y a él te devuelvo.
Le metió en el agua y le dejó suelto. El pez, agradecido, dio tres vueltas alrededor de sus pies, y el muchacho así lo entendió.
-Está bien, está bien. No seas zalamero. Lo que tienes que hacer la próxima vez es no meterte en trampas como ésta -y le dijo adiós con la mano.
Cuando le contó lo ocurrido, su padre se enfadó mucho con él.
-¿Estás mal de la cabeza? -le regañó. Pescas un pez precioso y lo único que se te ocurre es dejarle escapar.
-¡Tenía los ojos tan tristes y le costaba tanto respirar! -replicó el muchacho.
-¡Eres un sentimental! ¿Crees que no estoy hasta la coronilla de comer gambas todos los días?
El muchacho agachó la cabeza. Pero su padre no se conformó con la reprimenda. Le ató a un árbol y le dio una paliza.
-¡Dejar escapar a un pez! -decía con cada azote que descargaba sobre su cuerpo. ¡Sólo un hombre rico puede permitirse esos lujos!
El muchacho no abrió la boca. Sin embargo, se dijo:
«Mi padre ama más al pescado que a mí. Me marcharé de casa y le dejaré vivir a sus anchas.»
Aquella misma noche hizo un hatillo con sus cosas y abandonó la casa. Al pasar por el puente vio a un joven tres años mayor que él. Sus ojos eran hermosos y su porte noble. Todos sus vestidos eran amarillos.
-¿A dónde vas a estas horas, hermoso? -le preguntó, sonriendo.
-Mi padre ama más al pescado que a mí y he decidido irme a vivir a otra parte -replicó el muchacho.
-Si quieres, puedo acompañarte -volvió a decir el joven de los vestidos amarillos. Los caminos son largos y el desánimo crece con cada paso. ¿No lo sabías, hermano?
Al muchacho le extrañó que le llamara así. Entonces recordó el consejo que le había dado su madre antes de morir:
-En la vida hay muchos que pretenden ser hermanos nuestros. Ponlos a prueba y sabrás si lo que dicen es verdad.
El muchacho caminó con el joven toda la noche. Al amanecer, le dijo:
-Voy a mear. ¿Podrías esperarme aquí un momento?
-Por supuesto. hermano -replicó el joven de los vestidos amarillos. No tengo prisa por llegar a ningún sitio. Cuando vuelvas, estaré todavía aquí.
El muchacho se internó en el bosque y no regresó hasta después del mediodía. El joven de los vestidos amarillos estaba esperándolo.
-Perdóname que haya tardado tanto -se disculpó, avergonzado, pero no encontraba el camino de vuelta.
-No importa -respondió el joven de los vestidos amarillos. Ya te dije que, por encima de todo, me interesa tu compañía, hermano.
-Sí, pero te he dejado solo mucho tiempo -y sonrió, porque, por fin, había encontrado un buen amigo.
El joven de los vestidos amarillo fue, en efecto, como un hermano mayor para él. Nunca estaba de mal humor y le ayudaba en todo lo que podía. Pero jamás le reveló su identidad.
-¿Por qué no me dices tu nombre? -le preguntaba el muchacho todas las noches.
-¿Para qué? -respondía el joven de los vestidos amarillos. Llámame hermano mayor. ¿Acaso no te parece bonito ese nombre?
-Me siento muy honrado llamándote así y tú lo sabes.
Pero, en el fondo, le hubiera gustado conocer el nombre que le dieron sus padres.
En cuanto llegaban a un río, el joven de los vestidos amarillos se ponía muy contento y se daba un buen chapuzón. Al muchacho esto le parecía una pérdida de tiempo, pero no decía nada, porque sabía cuánto debía a su amigo.
Un día llegaron a un reino desconocido. Estaban tan cansados y hambrientos que decidieron meterse en una posada.
-¿Tienes dinero? -preguntó el muchacho. A mí ya no me queda nada.
El joven de los vestidos amarillos se palpó los bolsillos y dijo:
-Me temo que a mí tampoco. ¿Pero eso qué importa?
-¿Cómo que qué importa? -protestó el muchacho. Si comemos tendremos que pagar, ¿no?
-Por supuesto -replicó el joven de los vestidos amarillos. Lo que quería decir es que podemos trabajar en esta fonda y, de esta forma, pagar lo que debamos.
Al muchacho le pareció bien la idea. Pidieron los platos más exquisitos y comieron hasta hartarse. Lo que no sabían era que en aquel reino el no pagar por la comida estaba castigado con la muerte.
-Nosotros somos extranjeros -protestaron los muchachos. No conocíamos vuestras costumbres.
-¿Y eso a nosotros qué nos importa? -les respondieron. Nos figuramos que también en vuestra tierra se paga por lo que uno come -y les llevaron ante el rey.
El rey pensó que no tenían pinta de gorrones. Pero no podía hacer nada en contra de las leyes. Entonces el joven de los vestidos amarillos se adelantó y dijo:
-Majestad, nosotros nunca nos hemos negado a pagar. Lo único es que, como no teníamos dinero, pensábamos trabajar para el dueño de la posada hasta que saldáramos nuestra deuda.
-Justa decisión -afirmó el rey. No me parece bien llevaros a la horca.
Entonces, viendo lo robustos que eran los dos jóvenes, añadió:
-Yo, no obstante, no puedo oponerme a la ley. Os perdonaré la vida si lográis liberar a mi hija.
-¿Vuestra hija? -preguntó, esperanzado, el joven de los vestidos amarillos.
-Sí, mi hija -continuó diciendo el rey. La secuestró la reina de los demonios y nadie ha podido verla desde entonces. Nueve mil novecientos noventa y nueve soldados lo han intentado y ninguno lo ha conseguido. Vosotros hacéis el número diez mil.
Ilusionados, el muchacho y el joven de los vestidos amarillos iniciaron su viaje hacia el reino de los demonios. Durante meses caminaron por terrenos pedregosos. Por fin, ascendieron unas montañas y llegaron a un lugar en el que todo era de oro. Hasta los trinos de los pájaros sonaban a monedas.
-¿Qué habéis venido a hacer aquí? -les preguntó la reina de los demonios. ¿No sabéis que no admitimos intrusos?
-Por supuesto que sí -respondió el joven de los vestidos amarillos. En cuanto liberemos a la hija del rey, nos marcharemos sin perder un solo segundo.
La reina de los demonios sopló sobre ellos. Inmediatamente se levantó un huracán que los arrastró como si fueran paja. Pero el joven de los vestidos amarillos nadó en las ondas del viento y llegó hasta donde se encontraba la reina de los demonios. Sacó un cuchillo y le cortó la cabeza.
-Sois unos valientes -dijo el rey. Sólo me apena no poder daros a los dos a mi hija por esposa. Decididlo vosotros mismos.
-Mi hermano mayor fue el que cortó la cabeza a la reina de los demonios -dijo el muchacho. A él le corresponde casarse con la princesa.
-¡De ninguna manera! -protestó el joven de los vestidos amarillos. El cuchillo era de mi hermano pequeño. Sin él no hubiera podido hacer nada.
Entonces llevó aparte al muchacho y le dijo:
-Es mejor que te cases tú con ella. Yo no puedo hacerlo. Más tarde lo comprenderás.
El muchacho aceptó. A los cinco meses de la boda regresó a su antigua aldea a visitar a su padre. Cuando llegaron al puente, el joven de los vestidos amarillos se detuvo y dijo:
-Aquí debemos separarnos.
-¡No, no! ¡De ninguna manera! -protestó el muchacho. Ahora soy príncipe y todo te lo debo a ti.
-Pero es que yo vivo aquí -replicó el joven de los vestidos amarillos. ¿Te acuerdas de aquel pez que capturaste y luego dejaste libre? Pues soy yo. Te acompañé en tu largo viaje porque, por mi culpa, tuviste que marcharte de la casa de tu padre.
El muchacho y la princesa se quedaron asombrados.
-Ahora -continuó diciendo- debo volver a las aguas. Si no lo hago, moriré. No puedo estar mucho tiempo fuera del río en el que nací -y, lanzándose en él, se transformó en pez.
El muchacho y la princesa le vieron partir con lágrimas en los ojos y nunca se olvidaron de su gratitud.

0.005.1 anonimo (china) - 049

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