Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

miércoles, 22 de octubre de 2014

El conejo del rabo corto

Antaño el rabo de los conejos era largo como el de los zorros. Se sentían tan orgullosos de él que despreciaban a todos los animales. En realidad, su rabo era espléndido. Con él se espantaban las moscas y saltaban más alto que los árboles. A veces se elevaban en la altura sin importarles para nada los pájaros, y en más de una ocasión a punto estuvieron de provocar una desgracia.
-iHabráse visto los muy engreídos! -comentaban las golondrinas. De pronto surgen de donde nadie lo espera y encima tienen el descaro de burlarse de una.
-Sí, hija. Es malo ser orgullosos, muy malo.
Sin embargo, los saltos de los conejos eran ridículos. Siempre caían en el mismo sitio, como si fueran piedras saltarinas.
-¿Y eso qué importa? -respondían a quien se lo echara en cara. ¿Acaso podéis saltar vosotros más alto que los árboles"?
Y tenían que callarse, porque, a pesar de todo, tenían razón.
Pero los animales estaban ya hartos de su soberbia. Se reunieron en un claro del bosque y decidieron exponerle el caso al Emperador del Cielo. Sólo el búho puso una objeción:
-Sí, sí. Todo eso está muy bien. Pero ¿quién va a llevarle nuestra queja? El cielo está muy alto y el viaje será muy penoso.
Entonces echaron a suertes entre todos los animales que volaban y le tocó a la tortuga, porque en aquella época las tortugas vivían en el aire.
-¡Es injusto! -protestó el águila. Las tortugas tienen las alas muy cortas y pesan mucho. ¿Cómo van a poder llegar hasta el palacio del Señor del Cielo?
Pero, a la hora de la verdad, ella misma la transportó en sus alas hasta el techo del mundo.
-Ahora tienes que continuar tú sola el viaje -le dijo, jadeando. Yo ya no puedo más.
Entonces acertó a pasar por allí el dios del campo, que iba al cielo a pedir un nuevo cambio de estación. Se extrañó mucho de ver a la tortuga tan alto.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó. Jamás imaginé que pudieras volar más alto que un águila.
-No, no es eso -respondió con humildad la tortuga, y le contó el motivo de su viaje.
El conejo del rabo corto
-Si es así -concluyó, satisfecho, el dios del campo, te llevaré gustoso hasta el palacio imperial. También yo estoy harto del engreimiento de los conejos.
Y, de esta forma, llegó la tortuga al cielo. El Emperador del Cielo la escuchó con paciencia.
-¿Y dices que los conejos desprecian a todos los demás animales por su rabo? -preguntó, cuando la tortuga hubo terminado su exposición.
-Exactamente -respondió. Fijaos si estarán orgullosos
de él que ni hijos tienen por temor a que se les estropee. «Ciertamente merecen un castigo», se dijo el Señor del Cielo. Después, dirigiéndose a la tortuga, añadió:
-Tú serás el instrumento de ese castigo. Métete en el río y espera.
-¡Pero nosotros vivimos en el aire! -protestó con energía el animal.
-¿Qué más da dónde vivas? Lo importante es vivir.
Y, en efecto, al punto se le desprendieron las alas a la tortuga. Cuando se enteraron de lo que le había pasado, todos los ani
males se pusieron muy tristes.
-Perdónanos. No debíamos haberte enviado a esa misión -se disculparon, compungidos-. Por nuestra culpa el Emperador del Cielo te ha castigado.
-¡Qué va! -respondió la tortuga. Si ha sido muy amable conmigo -pero nadie la creyó.
Todos la vieron partir hacia el agua con lágrimas en los ojos. Sólo los conejos se alegraron de su desgracia.
-¿Lo veis? -dijeron, burlones. Si tuvierais un rabo tan espléndido como el nuestro, podríais salir y meteros en el agua a vuestro antojo. ¡Para que después digáis que no tenemos razón en estar orgullosos...!
Las tortugas no les hicieron caso. Se metieron en el río y pronto descubrieron que se movían mejor en el agua que en el aire. Así transcurrieron seis años. Un día el señor y la señora conejo hicieron un viaje a lo largo del río. A medio camino el señor conejo miró a la otra orilla y la boca se le hizo agua.
-¿Has visto qué hierba más frondosa? Jamás imaginé que aquí pudiera haber pastos tan suculentos.
-¿A qué esperamos?
Y comenzaron a saltar. Pero el río era muy ancho y no conseguían nada con sus saltos.
-Si seguimos así, nos vamos a quedar en ayunas -dijo, fatigada, la señora conejo-. Nuestros rabos no son tan perfectos como creíamos.
-Sí. Es una pena que no sepamos nadar.
-Menos mal que no nos ha visto ningún animal -volvió a decir la señora conejo. Me hubiera muerto de vergüenza. ¿Te lo imaginas?
Entonces sacó la cabeza del agua una tortuga.
-¿Qué? ¿Algún problema? -preguntó con sorna.
-¿Problema? -repitió, riendo, el conejo. ¿Cómo se te ocurre pensar una cosa así? Si los tuviéramos, te hubiéramos pedido a ti ayuda. Para eso son los amigos, ¿no?
La tortuga estaba asombrada, porque era la primera vez que el conejo se mostraba tan cordial. Debajo del agua la señora tortuga le tiraba de una pata, mientras le aconsejaba:
-¡No le hagas caso! Seguro que quiere sacarte algo.
Pero el conejo habló con tanta amabilidad que la tortuga se olvidó de su mal carácter de antaño. Charlaron de las estaciones, de la luna y de las flores. Por fin, el conejo sacó el tema de los hijos.
-Los nuestros -comentó con sano orgullo- son ya unos caballeretes que entienden mucho de plantas. Te digo que, si no fuera por ellos, la vida sería muy triste.
La tortuga no salía de su asombro. Cuando ella vivía en el aire, los conejos eran los únicos animales que no tenían hijos. Pero habían pasado tantos años que nada parecía igual. Por eso se sintió muy halagada cuando el conejo se interesó por sus hijos.
-Sí, sí. Yo también tengo unos cuantos. Mis antepasados pueden descansar satisfechos.
-¿Por qué no me los dejas contar? -preguntó el conejo. Me encantaría acariciar sus cabecitas.
Entonces la tortuga les hizo salir del agua. Pero el conejo no parecía muy contento.
-No, no. Así no -decía, agitando los brazos. Ponlos en fila y mi esposa y yo tocaremos sus conchas con nuestros rabos.
La tortuga obedeció, sumisa. Sus quince hijos parecían piedras colocadas a lo ancho del río. El señor y la señora conejo fueron pisando en cada uno de ellos hasta llegar a la otra orilla. Pero, cuando aún quedaban dos, empezaron a burlarse de la tortuga.
-¡Qué estúpida has sido! Has caído en nuestra trampa como la mosca en una tela de araña. Lo único que queríamos era atravesar este río. ¿No lo entiendes?
Entonces las dos últimas tortugas que les quedaban por saltar sacaron sus picos del agua y les cortaron los rabos.
-¡Qué vengativas sois! -gritaron los conejos, pero sus rabos flotaban ya río abajo.
Se sintieron tan humillados que desde aquel día rehuyeron a los demás animales. Hicieron unas guaridas bajo tierra y allí pasaban el día. Por la noche, cuando salían a comer, arrastraban el culo por el suelo.
-Es mejor así -decía la señora conejo. Si nos ven las lechuzas, lo único que pueden decir es que nos hemos vuelto locos.
Con el tiempo las pelusas de los árboles se les fueron pegando en el sitio que antes ocupaba su cola. Las primaveras se sucedieron y, al final, se les formó un pequeño rabo blanco.
-Es mejor que nada -murmuró el señor conejo.
-No está mal del todo -replicó su esposa. Hace juego con nuestra sonrisa.
Y a partir de entonces en el bosque volvió a reinar la armonía. porque ya nadie se creía superior a los demás.

0.005.1 anonimo (china) - 049

No hay comentarios:

Publicar un comentario