Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

Cirilo el curtidor

En la gloriosa ciudad de Kiev -y de esto hace más años que pelos tienes en la cabeza, el príncipe Vladimiro reinaba, y era llamado el "hermanito del sol" por su corazón de oro. Tenía una hija tan hermosa y buena, que aquel sobre quien recaía su mirada la apreciaba más que si hubiese recibido un rublo de plata. Los años pasaban rápidamente, uno tras otro, hasta que la mala auerte cayó sobre el príncipe Vladimiro y la ciudad de Kiev. Desde una caverna profunda, situada en la falda de un monte, más allá de las murallas de la ciudad, venía un dragón devorador hasta los caminos reales. Echaba por las narices negras columnas de humo, por los ojos veneno, y de su boca salían lenguas llameantes Desplegaba todo su cuerpo ante la puerta de la ciudad; así que nadie, ni a pie ni a caballo, podía entrar ni salir de ella. Desde allí pedía a voces la carne de una doncella para saciar su hambre.
Las lamentaciones del pueblo se elevaban hacia el cielo, y los caballeros que atendían al príncipe Vladimiro, poníanse sus armaduras y batallaban contra el monstruo. Mas ninguno alcanzaba la victoria, y la tierra estaba sembrada con los cadáveres de las víctimas.
Al fin echaron a suertes entre las doncellas. Se dirigió la designada a la puerta de la ciudad y el dragón la llevó a su caverna. Entonces pudo encontrar el pueblo de Kiev alguna paz, aunque el terror reinase en los corazones. Después de cierto tiempo salió de nuevo el dragón de su caverna clamando por el cuerpo de otra doncella para saciar su hambre.
Nuevamente fué sacrificada una joven. Y, bien recayera la suerte sobre un aldeano o un noble, sobre un soldado o sobre un mercader, cualquiera que fuese tenía que dejar a su hija entre las mandíbulas del dragón. Eran muchas las doncellas que éste llevaba, pero ninguna volvía. Todo el pueblo de Kiev estaba unido en una amarga fraternidad de pena.
Sucedió una vez que la suerte recayó sobre el palacio del príncipe Vladimiro. Objetó éste: "No sufriré que tú te marches, hija mía. Yo mismo lucharé con el dragón y le mataré o pereceré". Protestó la doncella: "No, padrecito mío; esto no puede ser. La suerte debe aceptarse. Ten ánimo. ¿Quién sabe si el monstruo tendrá compasión de mí y me perdonará la vida?"
Con esto, despidiéndose del príncipe Vladimiro, se encaminó sola a las puertas de la ciudad, donde el dragón la esperaba. Pero no podía remediarlo: corrían las lágrimas por sus mejillas. Y el rumor de las lamentaciones se elevaba desde las calles y los muros de la ciudad. El príncipe Vladimiro la seguía de lejos, trastornado por la pena. El draón, sin atender a nada, cogió la doncella y la llevó á' su impura caverna, situada en la falda de un monte.
Cuando miró a su víctima se apercibió de que su belleza era tal, que no podía ser soñada ni retratada, sino descrita en un cuento, y sintió ablandarse su fiereza por el amor que le inspiraba. Abrazándola, le dijo: "Eres demasiado hermosa para perecer, palomita mía. Vivirás comigo y cuidarás de mi casa. Tú te ocuparás de saciar mi hambre, de apagar mi sed y de reconfortarme cuando esté triste. Traeré para ti de las entrañas de los montes las más brillantes joyas y los vestidos más suaves que encuentre en Oriente. Te guardaré como si fueras mis propios ojos".
Todas las marianas, antes de salir a devastar la comarca, arran-caba el dragón árboles gigantes de la tierra y arrastraba grandes rocas de las faldas de los montes, para ponerlas delante de la boca del antro, a fin de que hicieran de centinelas. Cuando volvía, al caer de la tarde, las quitaba, entraba y comía las viandas que la princesa preparaba. Luego se dormía a sus pies.
Un día que la princesa meditaba acerca de la brillante ciudad de Kiev y del palacio del príncipe Vladimiro, oyó un ruido parecido a un aullido de un animal, y vió luego deslizarse, por entre los intersticios de las ramas y de las rocas que sellaban la entrada de la caverna, su fiel perrito. Cuando éste vió el rostro de su ama, saltó sobre ella, ladrando sin cesar y sin poder calmar su agitación. La princesa, apretándolo contra su pecho, regó su cabeza con sus lágrimas. Mas después de un rato reflexionó, y cogiendo una ramita, escribió sobre la blanca corteza de un abedul. Arrancó su cabello de oro de su cabeza, y con él ató la rama del trozo de abedul al cuello de su perrito. Señalándole el camino del palacio del príncipe Vladimiro, murmuró a sus oídos: "Sé tú mi correo, amigo querido, para llevar estas noticias al príncipe, mi padre, y calmar su corazón, que perece de pena. Tráeme, en compensación, una palabra de consuelo, para llenar estos sombríos momentos del cautiverio". El perrito, sin cesar de ladrar, salió de la caverna y corrió al palacio del príncipe Vladimiro. Viendo éste el fragmento de abedul atado con el cabello de su hija, se acercó y leyó las siguientes palabras:
"Querido padrecito mío: Disfruto de vida y de salud pero el dragón me tiene cautiva. Ha puesto a mis pies joyas cogidas en las entrañas de los montes y tesoros sacados de la profundida de los mares. Pero vivir con un dragón es vivir con pena. Dios te guarde en su santa compañía". El príncipe lloró de alegría, pensando en que su hija vivía, y luego, de tristeza, ante la idea de que el dragón la tenía prisionera. Volvió a atar otra carta al cuello del perro, en la cual decía: "Ten valor, mi hija querida, y con la ayuda de Dios te libertaré".
El perrito volvió a la caverna y se deslizó de nuevo entre las ramas y las rocas que sellaban la boca del cubil. Cuando la princesa leyó las palabras escritas por su padre, su espíritu se tranquilizó. Así cada día, el fiel perrito iba y venía haciendo de correo entre el palacio y la caverna, y el príncipe meditaba sobre la triste suerte de su hija y suspiraba pensando en cómo podría libertarla del dragón. Cuando hubieron pasado muchos días de profunda meditación, escribió de nuevo a la princesa, diciéndole; "Debes intentar conseguir del dra-gón, con tu malicia de mujer, el nombre de aquel cuya fuerza pueda prevalecer sobre la suya."
Cuando volvió el dragón, al anochecer, la princesa colocó ante él ricas viandas y, vinos dulces. Después que el dragón hubo comido y bebido, tocó su arpa de oro para distraerle, hasta que dejara caer la cabeza sobre sus rodillas y se encontrara satisfecho. Entonces, sonriéndole dulcemente y acariciándole con sus blancas manos, le dijo: "Eres de corazón indomable, amigo mío, y son tales tu fuerza y tu tesón, que nadie puede igualarse a ti. Sin embargo, vives en peligro constante, por tus muchos enen:rigos, y mi corazón teme que algún mal recaiga aobre ti. Si tú fueras muerto, ¡qué suerte tan cruel sería la mía!" El dragón, escuchándola, sonrió con maldad, y contestó: "No temas, palomita mía; no existe brazo tan fuerte que pueda oprimirme, ni espada tan aguda que pueda atravesarme. Todas ésas son fantasías, muy a propósito para cuentos de viejas."
"En verdad, mi señor, no sé lo que será, pero sé que siento un peso sobre mi alma, que me roba la paz. Decidme, os lo ruego, ¿no hay hombre en el inundo que pueda igualaros y oponer a vuestro brazo el suyo y a vuestra fuerza su fuerza?"
La frente del dragón se oscureció al oír a la princesa, y le contestó gritando: "¿Qué te importan esas cosas? Si así te place, pregúntame hasta que llegue la aurora. Nada sabrás de mí."
"No haces bien en dirigirme reproches, querido mío, ni tampoco deben ocultarme tus secretos pensamientos. Te ruego que me hables y que me descargues de mi pesar. ¿No hay en el mundo entero un hombre que pueda provocarte?" Y al decir esto, cogía el pescuezo del monstruo entre sus blancos brazos y le suplicaba con tanta dulzura, que éste sintió que su fuerza le abandonaba, y hubo de ceder al deseo de la princesa.
"En todo el mundo sólo hay un hombre que pueda considerarse mi igual -dijo. Su fuerza es la de diez hombres, pues le ilumina la luz del Señor. Sin embargo, no tengo nada que temer de él, porque es un hombre sencillo y no conoce el poder de su brazo derecho. Mas si alguna vez cogiese yo a su hija, entonces pudiera ocurrir que conociera su fuerza y me devolviera el mal por el mal. Vive dentro de los muros de la ciudad de Kiev, y su nombre es Cirilo, el curtidor de pieles. Ahora, basta ya de todo eso. Hoy he corrido desde los picos coronados de nieve al Norte, hasta los hermosos valles de Arabia. He contemplado extraños paisajes, he trabajado extraordinariamente y estoy rendido de cansancio. Toca tu arpa de oro. ¡Quiero dormir!"
A la mañana siguiente el dragón se despidió de la princesa. Arrancó árboles gigantescos de la tierra, trasladó rocas de las faldas de los montes y, colocándolos en la boca del antro, los puso otra vez de centinelas. En cuanto se hubo marchado llegó el perrito, pasando a través de las ramas y las rocas, y la princesa ató una carta a su cuello, en la que escribió: "Busquen a Cirilo, el aldeano, el curtidor, cuya casa está dentro del espacio que rodean los muros de la ciudad de Kiev, pues es él el único que puede vencer al dragón."
Corrió el perro al palacio, ladrando por todo el camino, y al leer el príncipe lo escrito por su hija, no conoció límites su alegría. Despachó gentes a todos los rincones de la ciudad para encontrar la casa de Cirilo, el curtidor, y pidió el coche para enviarlo al aldeano y honrar al designado por Dios para matar al dargón.
Cirilo estaba de pie junto a una inmensa cuba, donde sumergía de un solo golpe las pieles de un ciento de bueyes. Cuando vió que el príncipe se acercaba a él, sonriente, cual si fuera su amigo, sus manos inmensas temblaron y las cien pieles quedaron partidas en dos como si de hostias se tratase. Habló el príncipe diciéndole: "Te saludo, Cirilo el curtidor, designado por Dios para matar al dragón que sitia nuestra ciudad y destruye nuestras hijas. Yo te ruego que salgas para luchar contra él lo más pronto posible. Has de librarnos de su presencia y libertar a la princesa, mi hija de su cautiverio."
Pero Cirilo fijaba con desmayo sus ojos sobre el príncipe, y contestó: "Estáis engañado, mi señor. Yo soy un aldeano, curtidor de pieles. Me ejercito en mi oficio desde la aurora hasta el crepúsculo; pero no tengo habilidad para nada que pase de esto. ¿Cómo podría luchar contra ese monstruo? Yo no quisiera enfadaros, pero ¡no puedo luchar!"
"Debes aventurarte a ello, curtidor. Sólo tú puedes luchar y vencer. El dragón mismo lo ha declarado." Mas Cirilo no se convencía. Seguía negando con la cabeza, y replicaba: "Perdonadme, príncipe. Mi oficio es curtir pieles. Yo no puedo luchar."
Al fin el príncipe dejó la casa de Cirilo. Con amarga pena se volvió al palacio, reunió a sus caballeros y consejeros, y les dijo: "La cabeza de ese aldeano es tan dura como poderoso su brazo. ¿Cómo podríamos decidirle a que combatiera?" Entonces, el más viejo y sabio de los consejeros se levantó y tomó la palabra: "Señor, si os parece bien, podríais mandar al curtidor cinco mil doncellas de la ciudad de Kiev; mandémosle las que viven en la cabaña del aldeano como las que habitan en los palacios de los nobles.
Que se arrodillen ante él y le imploren para que tenga compasión de sus vidas amenazadas. Por ellas quizá batalle contra el dragón. Aunque la cabeza del curtidor es dura, su corazón es blando, y es posible que quiera atender a los ruegos de las doncellas."
Y todas, lo mismo las de las cabañas que las de los palacios, se dirigieron hacia la casa de Cirilo el curtidor y, arrodillándose ante él, le imploraban: "¡Ten compasión de nosotras, padrecito Cirilo, ten piedad! ¡Dirígete al dragón y véncele! Si no lo haces, nos devorará a todas cuando nos toque la vez, sin que hayamos probado aún las mieles de la vida. ¡Ve hacia el monstruo y mátalo, padre Cirilo! Tú eres nuestro salvador y nuestra esperanza. No te dejaremos. Permaneceremos arrodilladas a tus pies hasta que nos hayas dado tu palabra de que lucharás contra el dragón." Lloraban las doncellas y unían sus manos, rogándole. En las más jóvenes parecía aún más amargo el llanto. Al fin, Cirilo cedió a sus ruegos, y dijo: "Id con Dios y no lloréis más, pues vuestro llanto aflige mi alma. Lucharé contra el dragón y lo mataré con la gracia de Dios, y si no pudiera, ma agarraré a su garganta de tal manera que morirá asfixiado."
Dicho esto, se preparó a salir al encuentro del dragón. Pidió cáñamo en cantidad de trescientos "puds", y confeccionó una cuerda muy gruesa que se arrolló al cuerpo. Con su cuchillo dió un tajo a un árbol, haciéndolo caer, y tomó en la mano a modo de bastón. Así fué hasta la caverna que se hallaba en la falda del monte. Levantó entonces su voz y, provocando al dragón para que saliera de su escondrijo, le gritó:
"Sal, vil monstruo, cobarde, que te escondes en la sombra. Es Cirilo el curtidor el que te llama. ¡Adelántate y mide tu fiereza con la mía, brazo contra brazo y fuerza contra fuerza!"
El dragón lanzó un silbido, un ronquido extraño, y haciendo rechinar sus dientes, lleno de furia gritó: "¿Qué voz es esa que se oye murmurar en los campos? ¡Vuelve a decirme que salga y te anonadaré de un solo golpe!"
"¡Entonces no te detengas, sal! Aquí tenemos un campo abierto, hermoso sitio para luchadores, y aquí también tienes un enemigo que te reta al combate. ¿Vienes ya? ¿Es tu ánimo tan flaco como tu alma maldita?"
"La vida tuya, fanfarrón, está ya en mis manos. Te cogeré por los pelos amarillos que tienes. Tu alma desfallecerá de terror y tus huesos chocarán unos contra otros. Tiraré los fragmentos de tu cuerpo contra la falda del monte y no dejaré de ti más que un solo cabello, por el cual tu madre pueda reconocerte."
"Todas las cosas suceden por la voluntad de Dios. Así que ¡basta de palabras! Sal ya, espíritu impuro, o entraré yo a tirarte de la cola."
Entonces el dragón arrastrándose, salió de la caverna, silbando y roncando en un paroxismo de ira, de tal manera, que las montañas lanzaban al aire un eco terrorífico y la tierra temblaba de percibir sus bramidos. Por las narices vomitaba negras columnas de humo, sus ojos escupían veneno, y lenguas llameantes salían de su boca.
Cuando Cirilo vió tal expresión de maldad en el monstruo fué invadido de gran amargura, y su fuerza creció hasta tal punto de ser la de cien hombres juntos. Corrió hacia el dragón y en pleno campo se encontraron, pecho contra pecho, mientras un círculo de fuego los rodeaba. Cirilo pegó al monstruo de tal manera y con tanta fuerza con su inmenso bastón y le castigó de tal modo en la parte interior de su cuerpo, que el dragón pidió tregua y cayó prosternado a los pies de su enemigo.
Cirilo, entonces, levantó el palo sobre la cabeza del dragón para dar fin a su adversario. Mas el dragón gritó: "¡Detente, Cirilo! ¿Por qué quieres matarme a mi y a toda mi raza? ¿Cuándo te he insultado o te he querido mal? Sería mejor que viviéramos en paz y como hermanos, porque tú y yo, amigo mío, podríamos repartirnos la tierra sin que nadie osara alzar la cabeza en nuestros dominios. Dividire-mos la tierra en dos partes iguales. En este lado me quedaré yo; en el otro, tú. Así que la mitad de todos los tesoros dél mundo será tuya. Si nuestro imperio no aprovecha a otros, ¿cómo podrán éstos hacernos mal alguno?" Dios, entonces, dotó a Cirilo de la astucia de la serpiente, y el curtidor contestó: "Hágase así. Hagamos una señal entre tus posesiones y las mías, para lo cual pasemos el arado, trazando un surco en la tierra. Lo que esté de este lado será tuyo lo que esté del otro, mío. ¡Tú harás el surco!"
Cirilo construyó entonces un arado de metal, tan pesado, que un ciento de bueyes no lo podían mover. Aparejó en él al dragón, azuzándole con un inmenso aguijón dé hierro. Así hizo el dragón un surco de una profundidad de cuarenta metros, desde Kiev hasta el mar. Cuando ambos hubieron llegado al mar, la cabeza del dragón pendía de sus hombros y su fuerza se había convertido en la de un niño. Gritó entonces:
"Quítame este arado, Cirilo, pues ya hemos dividido la tierra en dos partes."
Mas Cirilo contestó: "Como hemos partido la tierra, así debemos partir las aguas. Si no, llegará el día en que vengas y me digas: Tú me has robado mi agua, Cirilo:"
Diciendo esto, Cirilo empujó al dragón en las azules aguas del mar, que cubrieron su cuerpo. Arrastró el arado a través de ellas hasta la más profunda gruta del océano, donde aun hoy yace el dragón con el arado de Cirilo el curtidor atado a sus lomos.
En cuanto a Cirilo, volvió a la caverna. Con un brazo apartó las rocas a un lado, con el otro las ramas, y llevó a la princesa a palacio.
El príncipe Vladimiro dijo a Cirilo: ¿Qué deseas conseguir? Llenaré tus cubas de oro, hasta que rebose y caiga al suelo. Te llamaré mi amigo, te sentaré a mi mesa, te serviré el pan y la sal y te rendiré homenaje."
Mas Cirilo, el poderoso luchador, contestó al príncipe: "Que Dios te recompense, por tu amor y tus hermosas palabras. Mas si lleno mis cubas de oro, ¿dónde limpiaré mis pieles? Y si un aldeano se sienta la mesa de un príncipe, ¿quién reconocerá que es tal aldeano? Además, yo no luché por ti, sino por secar el llanto de las niñas."
Dicho esto, Cirilo volvió a su casa. No volvió a combatir, contentándose con lavar sus pieles y vivir en gracia de Dios.

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