El zorro iba hambriento y se
encontró con el mono que llevaba un pedazo de carne. Se aproximó y le preguntó:
El mono no se detuvo en ningún
momento y el zorro vio que no iba a poder quitarle el trozo de carne. Entonces
lo dejó ir. No lo siguió más.
Pensó y pensó qué podía hacer para
engañar a los demás y por último decidió disfrazarse de sacerdote.
Cundió la noticia de que había
llegado un misionero al pueblo y los feligreses se dispusieron a cumplir las
abandonadas prácticas religiosas.
-Yo iré a confesarme muy de mañana,
antes de que amanezca, porque soy muy pobre y así evitaré que la gente vea mis
ropas remendadas.
Como lo pensó, lo hizo. Antes del
amanecer, el gallo llegó a la iglesia y lo recibió el señor cura.
-Vengo a confesarme, Padre -le
dijo, y el zorro lo llevó hasta el confesionario y una vez allí, le requirió:
-Diga sus pecados, hijo, usté tiene
aspecto de ser un gran pecador.
-No sé si será pecado -dijo el
gallo, lo que yo suelo hacer es cantar todas las noches...
-¡Pecado! ¡Pecado! -lo interrumpió
el cura. ¿Y qué más?
-Después, cuando amanece, bajo del
árbol donde duermo y como los granos de maíz que me da mi amo.
-¡Todo eso es pecado! ¿Y qué más?
En ese momento se oyeron golpes en
la puerta. El cura llevó apresuradamente al gallo a una piecita contigua y le
dijo que lo esperase allí. Después salió a atender la puerta y se encontró con
el perro. El cura temblaba, pero ocultó lo mejor posible su inquietú y saludó
efusivamente al perro:
-¡Hola, don Josecito Hidalgo! Viene
muy temprano. Oficiaré la misa recién a las diez... Puede irse y volver más
tarde...
-No -dijo el perro, vengo a
confesarme.
-Pero si usté no ha de tener
pecados. No necesita confesarse.
-Quiero confesarme -insistió el perro.
El cura no quiso contrariarle y le
llevó a confesarse.
-Yo cuido la casa donde vivo y
suelo morder a todos los que llegan. Una vez casi maté a un chico.
-Suelo ladrar y correr a todos los
que pasan frente a casa y suelo morder las patas de los caballos, les tiro de
la cola y procuro desmontar a los jinetes.
-¡Ah!, tengo que decirle otra cosa,
padre. La especial recomenda-ción que tengo de mi amo es que si lo encuentro al
zorro, sea donde sea, lo tengo que matar porque dicen que se ha metido de
confesor.
Al oír esto, el cura, echó a correr
con gran ruido de sotanas y se fue hacia el monte, seguido muy de cerca por el
perro. Encontró en su camino una cueva de tatú
abandonada y se metió en la cueva. El perro quedó en la boca de la cueva
ladrando y cavando.
Y después del susto, cuando
se vio a salvo en el fondo de la cueva, el zorro comenzó a decir:
-Gracias a mis patas pude llegar
hasta aquí. Mis ojos me permitieron ver el camino en la oscuridá, pero ésta, mi
cola tan peluda, tan pesada y tan inútil, me estorbaba. Se la voy a dar al
perro para que se conforme y se vaya.
Sacó la cola sin darse cuenta. Áhí
lo agarró el perro y lo sacó al zorro y lo mató.
Justo Pucheta. 53 años. Loreto.
Corrientes, 1959.
El narrador es persona de cultura.
Conoce una gran cantidad de narraciones tradicionales de su región, que oyó
desde que era niño.
Cuento 82. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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