Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 14 de junio de 2013

El flojo que recibio dinero en su casa

Dicen que así le sucedió a un flojo tan flojo, que hasta pararse le daba flojera. Si estaba sentado junto a la ceniza, la revolvía. Su madre le decía:
-Aunque sea ve por leña, levántate, trae un viaje de leña, ¿por qué no te dan ganas de trabajar?
-¿Y para qué quieren que trabaje?
-Pues para que tengas dinero.
-No, para qué me afano. Cuando haya algún dinero que sea para mí, tiene que llegarme hasta la casa.
-¡Cómo crees! Lo que habías de hacer es trabajar.
-¿Para qué? -preguntaba el flojo con flojera.
Todos los días le decían y le decían, hasta que por fin un día aceptó: iría por la leña.
-Si tanto quieren que vaya, iré. Ustedes ensíllenme el burro y ya que esté listo, me suben.
-¿Qué, sí vas a ir?
-Sí, hombre, si tanto quieren que vaya, iré.
Le ensillaron el burro y lo subieron arriba de la montura.
Le pegaron al animal para que caminara y ahí iba el flojo por el camino.
-¿Para qué buscar leña? -decía el flojo. ¡Qué trabajo! Caminaré hasta que la halle tirada; allí la corto y me regreso, pero no voy a ponerme a tumbar nada; donde esté, pues allí estará.
Iba en su burro, despacito -si al fin no tenía prisa. Llegó lejos y vio un árbol tirado en el camino. Estaba bueno, ése le serviría.
-¿Para qué andar buscando si aquí está ésta?, la corto, me subo y me regreso.
Rajó la leña y completo su carga. La subió al burro.
-Antes de irme -dijo- necesito descansar.
Anduvo un poquito, nomás unos pasos por el cerro, y vio un árbol enorme. Allí se le antojó para sentarse un rato. Se acercó más y vio que había un arado chiquito, como de juguete. Allí estaba abandonado. El flojo se puso a jugar, comenzó a hacer surcos pequeños en la tierra y que va tocando con ese arado de juguete una caja, apenas enterrada en el suelo. La abrió. ¡Estaba llena de dinero!
-¿Y para qué la quiero? -dijo. Si me tocara a mí, llegaría hasta mi casa sin necesidad de andar cargando. Aquí está, aquí que se quede. Además, ni modo que baje la leña, ¿verdad?
Dejó el arado y el dinero y regresó al pueblo. Al pasito venía. Cuando ya estaba cerca de su casa, cruzó con unos vaqueros que andaban arreando ganado. No lo vieron -ni tampoco él los vio. Lo arrollaron. El flojo se cayó de su burro. Ahí se quedó tirado, a medio camino.
-A lo mejor ya me morí. ¿Entonces para qué me levanto?
El burro, sin jinete, enfiló a la casa. Llegó. Los familiares lo vieron llegar, lo descargaron, lo amarraron y nada que se aparecía el muchacho flojo. Salieron a buscarlo. Llegaron a donde estaba tirado. Le preguntaron:
-¿Qué te pasó, que haces allí tumbado?
-No me toquen, soy hombre muerto.
-Qué muerto ni qué muerto, levántate.
-¿Para qué me levanto si me van a volver a tender? ¿Qué no ven que me morí?
-Ya, levántate y vámonos, ¿a poco los muertos platican?
-Es que caí desde alto, por eso morí.
Y no lograron que se levantara. Tuvieron que llevárselo cargando. En la casa, le dieron de comer, lo acostaron. En la nochecita despertó. Hasta esa hora se acordó del dinero.
-¡De veras! Ni les había dicho: estuve barbechando allá en el cerro y me encontré una caja llena de oro. Allí la dejé y me vine.
-¡Y por qué no la recogiste!
-Me dio flojera. Si quieren que sea para mí, vayan a traerlo. ¿Para qué me lo traía? ¿Nada más porque lo hallé iba a cargarlo? Allá quedó, si a ustedes no les da flojera, vayan por él. Si me toca, que venga hasta la casa.
-Tan siquiera hubieras traído un poquito, se lo hubieras cargado al burro, en vez de la leña.
-Pero si leña fue lo que me mandaron traer y ya la había cortado, ya la había cargado. Ustedes no me mandaron traer oro, ¿o si?
-Pues en cuanto amanezca, nos vamos a traer ese oro. ¿No vienes con nosotros?
-Ay, no. Ya les dije dónde está, en el camino real, donde hay un árbol muy grande, donde está tirado un arado de juguete. Si quieren, vayan, yo aquí me quedo.
Y mientras él estaba contando todo esto, su vecino estaba oyendo, porque apenas había una división de carrizo entre las dos casas. Se levantó, rajó ocote para poderse alumbrar en la oscuridad y salió de noche, para adelantárseles a los otros.
-Un árbol grande... un arado... ¡Qué bueno que aquéllos no salieron pronto, así puedo ganarles! Comenzó a buscar en el lugar, escarbó y lo único que encontró fue un botellón lleno de caca. ¡Y vaya si apestaba!
-¡Qué se creyó ese flojo! Engañó a su misma madre, a sus hermanos. ¡Qué va a ser dinero, es puritita porquería! Pero va a ver, voy a llevarme el garrafón y le voy a llenar la boca, para que aprenda, para que no vuelva a echar mentiras. Cargó el botellón y se regresó aprisa, para no darles tiempo a sus vecinos a levantarse. Sin hacer ruido entró a la casa, llegó hasta donde estaba dormido el flojo y le vació encima todo el botellón. Volvió a su casa y estaba pendiente, a ver qué pasaba.
-¡Mamá! -oyó gritar al flojo.
-¿Qué?
-Levántense, miren lo que me pasó. ¿Qué cosa tengo en la barriga, sobre la cara? ¿Qué es?
El vecino apenas podía aguantar la risa.
-¡Jesús, qué es!
-Tengo algo encima, enciendan para ver, alumbren aquí. Se levantaron y alumbraron.
-¡Qué bárbaro, es puro dinero!
-Es lo que estaba allá, lo que les había dicho. ¿Ya ven? ¿No les dije que si era para mí llegaría hasta la casa? El vecino se quedó muy sorprendido. Fue a la otra casa y vio al flojo en su cama, completamente cubierto de oro.
-Yo traje ese dinero -dijo, entréguenmelo.
-¿Y quién te dijo que vinieras a dejarlo aquí? Nadie te pidió que lo trajeras, nosotros íbamos a ir por él.
Al vecino le dio vergüenza contar la verdad; se dio cuenta de que en verdad ese dinero nada más podía haberle tocado al flojo. Se regresó a su casa.
Dicen que así fue, así termina este cuento.

Recopilación de: Elisa Ramírez y Mª Ángela Rodríguez

0.063.1 anonimo (mexico-misteco)

Mumu y las tres princesas

La ciudad hacia donde se dirigía el príncipe estaba verdadera-mente triste. De las ventanas colgaban banderas negras y por todas partes se oían gemidos. Un pérfido dragón con nueve cabezas había llegado a aquella tierra, en otro tiempo feliz, y había amenazado con destruir todo el reino si el rey no le entregaba a sus tres hijas la mañana anterior a la luna llena. Solo se habían atrevido a desafiar al terrible monstruo los caballeros más valientes, pero ninguno había regresado con vida. El príncipe conoció estos hechos por los ciudadanos, cuando iba camino a la corte.
En el jardín de palacio encontró a las tres infelices princesas. Rosalinda, la mas joven, era también la más bella. El príncipe corto para ella una rosa blanca y le sonrío.
-Tu sonrisa alienta el corazón -susurro ella. ¿Cómo te llamas?
-"Mu-mu"-contesto el príncipe.
-¡Oh, pobre mudo! Quédate con nosotras hasta que vayamos al encuentro de nuestro destino. Nos alegraras con tu sonrisa. El príncipe acepto. Las muchachas le preguntaban continuamente quien era y de donde venia, pero la respuesta era siempre "mu-mu". Y por ello le llamaron Mumu. Su sonrisa serenó de tal modo a las princesas que casi olvidaron el cruel destino que les esperaba. Pero la ultima noche antes de la luna llena, entre llantos y gemidos, el príncipe salió en secreto del palacio para ir a consultar a su sabio amigo, el caballo. 
-Ahí, en el cajón que esta junto a la pared, hay una armadura mágica -le dijo el caballo. Antes del alba lucharemos, pero ahora hay que dormir.

0.999.1 anonimo

Mumu y la manzana de oro

La princesa mas joven no conseguía olvidar a su salvador. Se iba debilitando cada vez más. Por fin, un día el rey llamó a sus hijas y les dijo:
-Ya pasaron los tiempos tristes, ha llegado la hora de que tengáis un marido.
El rey ordeno que los príncipes más hermosos de los alrededores fueran invitados al palacio y puso una manzana de oro en las manos de cada uno de ellos.
Mumu se mezclo entre ellos y extendió sus manos para conseguir una manzana. El rey dijo:
-Aquél que haga rodar su manzana hasta los pies de una de mis hijas, la tendrá como esposa.
Los nobles príncipes lo intentaron en vano. Hasta que finalmente, las manzanas de los dos príncipes más hermosos tocaron los pies de las dos hermanas mayores. Entonces el príncipe Mumu lanzo su manzana y esta rodó hasta los pies de la mas joven y más bella. La pobrecilla se deshizo en lagrimas. ¡Con lo que había soñado con su salvador y ahora el destino quería que se casase con Mumu, el mudo! Pero el paje desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra. Lo llamaron en vano. Poco después, un hermoso príncipe entró al galope en el patio de palacio montado sobre un corcel blanco.
-Soy Mumu, tu salvador y tu esposo -declaró, sacando de su alforja la lengua del dragón como prueba. ¡Si no me quieres como esposo, te libero de la promesa hecha por el rey en persona! Pero Rosalinda se lanzo inmediatamente a sus brazos.
Así encontró Mumu su dicha.
En cuanto a su fiel caballo, desapareció en una nube de humo. Qizas este hoy todavía en su cueva esperando que alguien solicite su ayuda.

0.999.1 anonimo

Mumu y el dragon de nueve cabezas

Al día siguiente, antes del canto del gallo, el anciano rey y sus tres desgraciadas hijas se dirigieron hacia la guardia del dragón. Fueron recibidos por nueve feroces rugidos y, entre las rocas, aparecieron nueve horribles cabezas.
Las princesas estaban casi a punto de desmayarse de pánico cuando, como si hubiera salido de la nada, apareció un caballero sobre un precioso caballo blanco. Con la visera bajada y la espalda desenvainada, galopaba velozmente hacia el monstruo. Quien iba a pensar que era Mumu, el paje mudo. El monstruo rugió furioso, sus nueve fauces escupían fuego al príncipe, pero Mumu no retrocedió. Con valentía, Mumu golpeo las cabezas del dragón y la sangre salió a borbotones, pero cuando una cabeza rodaba por fin por el suelo, inmediatamente aparecía otra. Mumu estaba cansado, parecía que no iba a conseguirlo, pero la princesa mas joven le lanzo su rosa blanca y rápidamente Mumu volvió a recobrar las fuerzas para continuar el combate.
Las cabezas del dragón caían como el trigo bajo la hoz y en poco tiempo todas, hasta la ultima cabeza, yacían sobre el terreno.
El príncipe corto la lengua, la puso en su alforja y sin decir una palabra se marcho a toda velocidad, como había venido. Cuando las princesas, llenas de jubilo, volvieron a palacio con el rey, Mumu, el paje mudo, estaba junto a la verja y les saludó con una feliz sonrisa.
-¡Oh, cobarde ingrato! -le reprochó en broma Rosalinda-, nos has abandonado cuando te necesitábamos. Pero te perdono por tu sonrisa.
-"Mu-mu"-respondió el príncipe sonriendo. Aquella noche la princesa encontró sobre su almohada una rosa blanca.
-¿Quién crees que la dejo allí?

0.999.1 anonimo

Este es un cuento celta

En Limerick, vivía un hojalatero que, como todos los de su profesión, era pobre y por lo tanto estaba obligado a vagar por todo el país recogiendo quincalla que después reparaba. Sin embargo, Jack, tenía una casa con un jardín y en el jardín un manzano que era su orgullo. Cuando salía de viaje, siempre le pedía a su mujer que cuidara la casa, el jardín y por supuesto el manzano.
Un día, en un camino muy lejos de su hogar, Jack vió a un hombre distinguido que venía en sentido opuesto. Al cruzarlo, se sacó el sombrero y lo saludó con respeto. El hombre, complacido pr la actitud de Jack, le dijo:
-Te concedo tres deseos. Pide lo que quieras, no tengo ningún problema en darte lo que pidas.
Jack, sorprendido, se quedó mirándolo. Luego se sacó el sombrero, se rascó la cabeza y dijo:
-En casa tengo un sillón muy viejo. Cuando alguien me visita, se lo cedo y no tengo otro remedio que quedarme de pie.Quiero que, de ahora en adelante, todo el que se siente en mi sillón se quede adherido a él y que el sillón se quede pegado al suelo.
-¿Para qué quieres eso? -preguntó el hombre.
-Para que nadie pueda levantarse mientras yo no lo permita -dijo Jack.
-Concedido -dijo el hombre y, pensando que Jack era un poco tonto, agregó:
-Trata de pedirme algo útil.
Jack volvió a rascarse la cabeza y luego dijo:
-En mi jardín tengo un manzano. Es un árbol generoso que da hermosos frutos.Pero siempre hay algún bribón que pasa y me roba las manzanas. Entonces quiero que todo aquel que trate de robarme una manzana del arbol se quede adherido a la fruta hasta que yo decida liberarlo.
-Concedido -dijo el hombre, ya dando por seguro que Jack era muy tonto, y agregó.
Ahora es el turno de tu último deseo. Trata de pensar en algo que te sirva, algo que sea de veras útil para tí y los tuyos.
Jack se tomó la barbilla con la mano derecha y con la izquierda se rascó una oreja , luego dijo:
-Mi mujer tiene una bolsa de cuero.Allí guarda los restos de la lana que le sobran.Pero siempre hay algún bribón que le roba la bolsa y le da puentapiés como a un balón. Es una pena porque se derrocha la lana...
-¿Y entonces? -dijo el hombre algo impaciente.
-Entonces quiero que todo lo que entre en la bolsa no pueda salir mientras yo no lo permita.
-Concedido -dijo el hombre. Pero creo, pobre amigo, que no has pedido bien.
El hombre saludó a Jack y se marchó meneando la cabeza. Jack, por su parte, volvió a su casa muy feliz y tan pobre como antes.
Pasó el tiempo y Jack tuvo un accidente que lo dejó postrado en su lecho por un año.Un día en que compartían lo que los vecinos caritativos les habían alcanzado, alguien llamó a la puerta. Era un desconocido, alto y elegante que, sin presentarse, entró y dijo:
-Ya veo que son muy pbres y tienen hambre. Estoy dispuesto a ayudarlos con una condición.
¿Cuál? -pregunto Jack.
-Te daré todo tipo de riquezas, pero dentro de siete años deberás venir conmigo.
-Es usted generoso, señor.¿Quén es usted?
-¿No adivinas? -dijo el hombre. Soy el diablo.
La mujer de Jack se santiguó muda de espanto, pero Jack dijo:
-No me importa quien sea. Acepto su oferta.
El diablo entonces se fue y Jack se convirtió en un hombre rico. En su casa nunca faltaba la comida.Y ya no tenía que salir a recojer basura.
Jack se olvídó del diablo y de la promesa, y como suele suceder en estos casos, los siete años pasaron volando.
Pero el último día del último año, el diablo llamó a la puerta y apareció ante Jack.
-Ya pasó tu tiempo -dijo. Cumplí con mi palabra y deberás cumplir con la tuya. Ahora vendrás conmigo.
-Empeñé mi palabra e iré con usted -dijo Jack.Sin embargo, quisiera pedirle que me deje despedirme de mi esposa. ¿Por qué no me espera sentado en ese sillón?
-No tardaré mucho.
El diablo se sentó y esperó unos minutos.Jack no demoró.
-Vamos -dijo.
Pero el diablo no pudo levantarse. Lanzó un alarido que se oyó en todo el pueblo y siguió adherido al sillón.Al final, rojo de rabia, le dijo a Jack:
-Te daré el doble de lo que te di y catorce años para que disfrutes tus riquezas, pero déjame ir.
-De acuerdo -dijo Jack. Levántese y váyase.
El diablo huyó tan rápido como pudo y Jack empezó a disfrutar de su fortuna.Pero los catorce años pasaron veloces y el diablo volvió a hacerse presente.
-Basta de trucos. Ahora vendrás conmigo.Vamos, prepárate y salgamos.
-Estoy listo -dijo Jack, pero quisiera pasar por mi jardín. Allí he pasado mis mejores horas.
El diablo no puso reparos y ambos salieron al jardín donde estaba el manzano.
-¿Por qué no llevamos unas manzanas para el viaje? -preguntó Jack.
-En verdad, son hermosas -dijo el diablo.
-Usted es más alto que yo. ¿Por qué no arranca algunas?
El diablo saltó entonces para arrancar una manzana.Pero quedó aferrado a ella, balanceándose en la rama;y por más que grito, chilló y pataleó todo fue inútil: no podía soltarse.
-Bájame de aquí -dijo el diablo.
-No. Allí puede quedarse hasta el día del Juicio.
-Que me bajes, te digo!
-No.
-Te daré el triple de riquezas -dijo el diablo. y veintiún años para disfrutarla si me sueltas.
-De acuerdo. Puede irse -dijo Jack.
El diablo huyó furioso lanzando juramentos y Jack disfrutó de su riqueza. A los veintiún años el diablo apareció nuevamente.
-Vamos -dijo. Me pagarás por lo que hicieste cuando lleguemos al infierno.
-Está bien -dijo Jack- lo que quiera. Pero ahora tengo que despedirme de mi esposa.
-Hazlo rápido.
Jack le dio un beso a su mujer, tomó la bolsa de la lana y emprendió la marcha.
El diablo y el caminaron un buen rato sin decir palabra.
-¿En qué piensas? -preguntó el diablo.
-En mi infancia -dijo Jack. En ese tiempo era listo y muy ágil, pero ahora estoy viejo. ¿Ves esta bolsa?
Yo solía entrar y salir de ella rapidamente.
El diablo se detuvo sorprendido y dijo:
-No hace falta ser joven ni muy listo para entrar y salir de una bolsa. ¿Quieres ver como yo lo hago?
El diablo se metió dentro la bolsa y no pudo salir. Jack cerró la bolsa rapidamente y dijo:
-Ahora que está dentro nunca podrá salir, y se echó la bolsa en el hombro sin escuchar las súplicas del diablo
Así cargado anduvo durante horas y le hizo todo tipo de cósas a la bolsa, tal como pasarle una máquina pisadora encima, golpearla, hasta traspasarla con un hierro candente y puntiagudo.
-Déjame sallir! -gritaba el diablo. Prometo no cruzarme nunca más en tu camino!! No quiero que vengas al infierno! Te daré cuatro veces las riquezas que tienes y cuatro veces más para que las disfrutes.
-¿Me das tu palabra? -dijo Jack.
-Te doy mi palabra -dijo el diablo.
Entonces Jack dejó salir al diablo, tuerto, quien se fue volando para siempre.
Jack al fin volvió a su casa libre. Lo tenía todo, pero el tiempo pasó y se hizo viejito y murió.
Llegado al otro mundo, se paró ante las puertas de San Pedro, pero una voz le dijo:" Acá no entrás. Vete con el otro. Fue él quien te mantuvo".
Jack se encongió de hombros y camino derecho hasta las puertas del infierno. Golpeó con sus nudillos y entonces preguntaron:
¿Quién es?
-Soy yo, Jack, el hojalatero de Limerick.
-¡No lo dejen entrar! -gritó una voz. ¡No lo dejen entrar! ¡Va a matarnos a todos!
Desde entonces Jack vaga por el mundo y así tendrá que hacer hasta el día del Juicio.Por las noches, cuando anda por los páramos y ciénagas, lleva una linterna con la cual se alumbra. Hay quienes se asustan al verlo.

0.999.1 anonimo




Treinta colchones y un poroto

Esta es la historia de un príncipe que so­ñaba casarse un día con la princesa más princesa de todas las princesas. No que­ría saber nada con primas lejanas de un rey, cuñadas segundas de un duque ni nada parecido. Su esposa debía ser la legítima hija de un rey y una reina, que a su vez fueran hijos de reyes y éstos hijos de reyes, y así du­rante siglos.
El exigente príncipe recorrió tantos países como pudo, pero a pesar de que encontró muchas princesas en edad de casarse, ninguna era lo suficientemente noble para su gus­to. Y tras muchos años de búsqueda, se resignó a volver a su palacio y a morir en soledad.
Pocos días después de su regreso, una noche en que había una terrible tormenta, apareció a las puertas del palacio una joven muy bella, empapada de arriba abajo y con harapien­tas ropas. les contó a los guardias que era la princesa de un pequeño país cercano, y que estaba siendo perseguida por su tío, que quería obligarla a casarse con su hijo.
El príncipe le dio refugio, comida y trajes para vestirse. La princesa era muy delicada, tenía muy buenos modales en la mesa y una conversación educada e interesante. Pero nunca nadie había oído hablar de su reino, ni nadie podía asegu­rar con certeza que su historia fuera cierta.
Decidido a salir de las dudas, el príncipe tuvo una idea. Mandó a colocar treinta colchones de pluma apilados unos sobre otros, dos sábanas de seda, cuatro almohadones de plumón, una hermosa colcha de raso y oro, y escondido bien debajo de todo esto, un pequeño poroto.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, el príncipe le preguntó a la joven:
-¿Cómo ha dormido esta noche, princesa?
-¡Ha sido terrible! -contestó. ¡No me pude dormir en toda la noche! ¡Había un bulto en mi cama, estoy llena de moretones y me duele todo el cuerpo!
El príncipe se enamoró perdidamente de esta respuesta, y pidió su mano en el acto. La princesa, un poco extrañada, aceptó enseguida, ya que le había parecido buen mozo des­de el primer momento, aquella noche de tormenta.
Se casaron y fueron muy felices. Colocaron el poroto en una urna de cristal, y todavía es el tesoro más preciado de ambos reinos.

Cuento popular

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.181.1 anonimo (escandinavia)

Más valiente que un ratón

Aguila-que-vuela estaba feliz. Llevaba meses buscándolo y esa tarde, por pri­mera vez, había podido cazar al ave de las plumas doradas.
Con su presa colgando de la cintura, regresó a casa, donde su hermana Plu­ma Azul lo estaba esperando.
-¡Mira, hermana! ¡Por fin logré ca­zar al ave con plumas de oro!
-¡Al fin! -se alegró Pluma Azul, que sabía cuánto su her­mano lo había deseado. ¡Ahora podré hacerte un abrigo tejido en oro, por el que hasta el más jefe entre los jefes va a envidiarte!
La pequeña Pluma Azul puso manos a la obra en ese mis­mo momento. Tejió con las innumerables plumas del ave, du­rante tres días seguidos, sin parar. Cuando terminó, había creado el abrigo más hermoso que pueda imaginarse. Bri­llante como el sol y reluciente como una piedra preciosa. Águila-que-vuela se lo probó, se vio reflejado en el río y sin­tió que nada ni nadie podría detenerlo. Estaba majestuoso.
Aquella noche, dejó su nuevo abrigo junto a la puerta de su choza y se echó a descansar. Debía encontrarse con su hermana a la mañana siguiente para preparar una nueva temporada de caza.
Se despertó y enseguida se dio cuenta de que el sol ya es­taba en lo alto del cielo. Iba a llegar tarde. Saltó como un gato, se vistió de prisa y al pretender tomar su abrigo de oro para cubrirse, se dio cuenta de que el sol, que había caído sobre él toda la mañana, lo había derretido completamente.
Lleno de furia, corrió hacia la choza donde su hermana Pluma Azul lo estaba esperando.
-¡¿Qué pasó con el abrigo de oro?! -fue lo primero que le preguntó ella al ver ese amasijo dorado que su hermano traía entre las manos.
-Hermana, necesito que me hagas un gran favor. Trenza el lazo más fuerte que se haya trenzado jamás en el mundo.
-¿Para qué lo quieres?
-Para vengarme del que destruyó mi manto.
Águila-que-vuela no quiso dar más explicaciones. Pluma Azul, que sabía que su hermano no era de hacer bromas, puso manos a la obra.
Construyó a lo largo de ese día y esa noche, el lazo más largo y resistente que se hubiera visto jamás. Una vez termi­nado, el hermano se dirigió hacia el lago más cercano a su campamento.
Preparó con su lazo una trampa, y se escondió tras los ár­boles a observar lo que sucedía.
Comenzó entonces a amanecer. El sol, qúe siempre va muy seguro por la vida, se asomaba poco a poco tras el lago. Pero esta vez algo fue diferente: la trampa que Águila-que-vuela había preparado, lo detuvo. Y mientras más fuerza hacía el sol por salir, más se enredaba en la trampa.
-¡Cacé al sol! -gritó Águila-que-vuela, orgulloso, y salió corriendo para contárselo a su hermana.
Fue el día más extraño de todos. Los animales no se anima­ban a salir de sus escondites, las flores no se abrían. Todo era silencio. Finalmente las aves decidieron que era necesario reunirse y buscar una solución. "Sin el sol moriremos todos", gritaban desde el cielo.
Una vez que estuvieron congregados en una cueva, el búho, que era el más sabio, tomó la palabra.
-Hay que liberar al sol sea como sea. Sortearemos a quién le toca acercarse.
Le tocó en suerte, primero, al pájaro carpintero. Sin que­jarse ni rechistar, el pequeño pájaro voló hacia la trampa, se posó sobre el lazo y comenzó a picarlo. Pero el lazo era de­masiado fuerte, y antes de que pudiera hacer nada, el sol quemó su cabeza y la dejó roja.
El siguiente en salir elegido fue el castor. Pero el castor, como todos sa­ben, no puede volar. Como el sol se hallaba metido en el lago desde ha­cía varias horas, sus aguas estaban hirviendo, con lo cual al pequeño animal le resultó imposible meterse en ellas para llegar hasta el lazo.
Cuando los animales estaban a punto de agotar toda esperanza, se oyó la poderosa voz del ratón:
-¡Yo lo haré!
Es cosa poco sabida, pero por aquellos tiempos, el ratón era el animal más grande y poderoso de todos. Su piel lucía blanca, y sus dientes grandes y fuertes. Todos sabían que se trataba de la última esperanza del sol.
Se sumergió con valentía en el lago hirviente, nadando lo más rápido posible. Incluso antes de llegar al lazo sintió que el calor del sol lo estaba lastimando. Sin importarle nada más que su objetivo, clavó sus fuertes dientes en la trampa y comenzó a roer. Tardó largos minutos, en los que sus fuer­zas lo iban abandonando cada vez más. Pocos segundos antes de desmayarse, partió la última hebra del gigantesco lazo y el sol pudo soltarse de la trampa.
El búho voló velozmente hacia el ratón y lo tomó entre sus garras. Todos los animales, emocionados por su valentía, lo miraron con pena. El enorme y hermoso animal se había convertido en un pequeño ser, de aspecto débil y color gris ceniza.
Y es así que a partir de ese momento el ratón conservó esa forma y color, a la vez que sus dientes siguieron sien­do tan poderosos como entonces, capaces de atravesar cualquier cosa que se les cruce en el camino.  

Cuento tradicional                                     

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.180.1 anonimo (canada)



El alma de la ballena

Volaba el cuervo sobre el mar desde hacía varias horas. Sus alas estaban cansadas, y cada vez le costaba más mantener la altura. En un momento de distracción había perdido de vista la tierra, y desde entonces no hacía más que dar vueltas y vueltas sin encontrar un sólo lugar don­de posarse. El mar es un lugar complicado para perderse, por kilómetros y kilómetros se ve sólo una gran manta azul que se mueve de aquí para allá sin ponerse de acuerdo. El cuervo llevaba tanto tiempo volando, que las fuerzas termi­naron por abandonarlo, y girando como un trompo, cayó en picada hacia las aguas.
La ballena, que en ese mismo momento salía a disparar su chorro de agua, lo vio caer y abrió su gigantesca boca. El cuervo cayó sobre la mullida piel de la lengua, se deslizó por la garganta y para cuando sus plumas llegaron al estó­mago, ya estaba dormido.
Durmió durante más horas de las que tiene el día, tanto era su cansancio. Cuando despertó, se encontró en la habitación de una casa hecha de madera, iluminada por un pequeño fa­rol apoyado sobre una mesa de luz.
-"¿Dónde estoy? -se preguntó el cuervo, desperezán­dose. Creí que estaría en el estómago maloliente de una ballena".
-Estás en el estómago de la ballena -dijo una voz a sus espaldas. El cuervo giró y vio, de pie frente a él, a una mu­jer de ojos oscuros que lo miraba sonriente.
-¿Quién eres tú?
-Yo soy la que habita esta casa -dijo la mujer, y su voz era suave y mullida como la piel de la ballena.
-¿Seré muy indiscreto si te pido cobijo para recuperar mis fuerzas? -preguntó el cuervo.
-Por supuesto que no. Mi habitación, mi cama y mi co­mida son tuyas. Sólo debo pedirte una cosa: Nunca, jamás, te acerques a ese farol -dijo la mujer, y le señaló el farol po­sado sobre la mesa de luz.
-No lo haré, lo prometo -dijo el cuervo, pensando que de todos modos nunca se le hubiera ocurrido hacerlo.
El cuervo y la mujer de los ojos negros vivieron juntos du­rante algunos días. La comida era buena y la cama mullida, y al cuervo le costaba cada vez más hacerse la idea de aban­donar la morada.
Un día o una noche, nunca podía saberse con precisión, la mujer de los ojos negros abandonó la habitación. El cuer­vo se encontró solo por primera vez.
"No entiendo por qué no puedo acercarme a ese farol -fue lo primero que pensó. Si no me decía nada no se me hubie­ra ocurrido, pero ahora la curiosidad es demasiado fuerte. La única razón que considero posible para querer mantener­me alejado es que esconda algo de muchísimo valor en él".
Y sin pensarlo dos veces, se acercó al farol. Primero lo mi­ró de cerca. Dio una vuelta a su alrededor, como si esperara encontrarse con alguna trampa. Cuando se creyó libre de pe­ligro, lo rozó con el pico. El farol se tambaleó con torpeza y sin darle tiempo al cuervo a reaccionar, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.
La habitación quedó completamente a oscuras. El cuervo se puso nervioso e intentó recuperar las piezas del farol, pe­ro eran demasiadas y muy pequeñas como para hacer nada.
De pronto, escuchó a la mujer de los ojos negros detrás de sí. Adivinó, en medio de la oscuridad, su silueta echada en el suelo.
-¿Por qué lo has hecho? -decía la mujer con la voz cas­cada, moribunda.
-Yo no fui -dijo el cuervo, levantando las dos alas.
-Ese farol era el alma de la ballena -dijo la mujer, y desapareció, como si se hubiera hecho parte del aire.
Todo empezó a temblar y a derrumbarse. Las paredes de madera caían y dejaban ver el viscoso interior del estómago de la ballena. El olor a podrido se hizo irrespirable, y el cuervo, esquivando fragmentos de comida y madera, echó vuelo intentando acercarse lo más posible a la boca del enorme animal.
Los pescadores vieron desde la orilla a la ballena agoni­zante, y sin perder tiempo se hicieron a la mar en tres botes distintos. En el mismo momento en que iban a lanzar sus ar­pones contra ella, vieron que de su boca se asomaba un hombre. Estaba sucio, sus ropas raídas, y la pegajosa sus­tancia que le cubría el cuerpo olía tan mal, que era casi imposible acercarse a él, incluso desde los botes.
Era el cuervo, que tras haber roto el farol, se había con­vertido en un hombre.
Los pescadores se quedaron con los arpones en la mano sin saber qué hacer, hasta que el cuervo-hombre, que ya había sacado medio cuerpo de la boca de la ballena, gritó:
-¡He matado a esta ballena con mis propias manos!
Los pescadores, asombrados, lo rescataron, lo felicitaron, le dieron cobijo y lo convirtieron en uno de ellos.
El cuervo que había matado al alma de la ballena, vivió el resto de sus días como un gran hombre entre los hombres, porque éstas son las cosas que maravillan a los hombres, y así son los hombres que ellos premian.

Cuento popular

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.179.1 anonimo (alaska)

La felicidad se encuentra en papenburg

Podría decirse que Oosterlittens es un nombre complicado para darle a una ciudad. Pero si uno hubiera nacido en Holanda, Oosterlittens sería un nom­bre tan común y corriente, como para nosotros puede serlo Pedro, Pablo o Filomena.
Por lo tanto, esta historia sucedió en la ciudad de Oosterlittens, Holanda.
El protagonista es un zapatero muy trabajador y muy pobre. Debía estar todo el día dale que te dale arreglando zapatos, para conseguir lo justo y necesario para que su esposa y él pudieran comer.
Una noche, en que dormía profundamente, como lo hace todo aquel que trabaja hasta estar muerto de cansancio, tuvo un sueño un tanto extraño. Un duende de orejas y nariz puntiagudas, le decía: "Sobre el puente de Papenburg, en Amsterdam, te espera la felicidad".
Esa mañana, el zapatero se lo contó emocionado a su esposa.
-¿Y qué me quieres decir con eso? -le contestó la esposa. ¿Que te vas a ir a Amsterdam, que son como tres días de camino, sólo para buscar la felicidad en ese puente, porque te lo dijo un duende en un sueño?
-Bueno... sí. -dijo el zapatero con voz chiquitita de vergüenza.
-¡Pues no! -le respondió la esposa. ¡No puedes perder una semana de trabajo por perseguir un sueño! ¡De tu sueño no vamos a comer!
Lo peor de todo, pensaba el zapatero, era que su esposa tenía razón. Así que ese día se quedó en el taller, trabajan­do y trabajando, como siempre.
Esa noche, soñó que no uno, sino dos duendes iguales le decían con amplias y misteriosas sonrisas: "Sobre el puente de Papenburg, en Amsterdam, te espera la felicidad".
Esta vez el zapatero no lo dudó ni un segundo. Se puso de pie en medio de la noche, se vistió, guardó algunas hogazas de pan y, antes de que su esposa pudiera decirle "¡Estás loco...!", partió en busca de su felicidad.
Caminó durante horas y horas cada día, comiendo el poco pan que había llevado, y algún alimento que la gente piadosa y solidaria le dejaba por el camino.
Tras la larga caminata, llegó por fin al puente de Papenburg.
Lo cruzó una vez, lo cruzó dos veces, miró por debajo, miró por arriba, miró por los costados. Pero nada. Lo único que había para ver, era un mendigo que se había sentado en medio del puente a pedir limosna.
El zapatero esperó un poco. Luego esperó más. Y final­mente esperó un montón. Pero no pasó nada. Su felicidad se veía tan lejana, como cuando arreglaba zapatos en su taller.
Se sentó frente al mendigo y comenzó a sollozar.
-No llore, amigo -le dijo el mendigo. Todo tiene solución.
-Lo mío, no -contestó el zapatero soplándose los mocos. No encuentro mi felicidad por ningún lado.
-Pero... no me hable a mí de felicidad. Llevo meses teniendo todas las noches el mismo sueño: se me aparecen varios duendes y me dicen: "En la ciudad de Oosterlittens, en el jardín del zapatero que vive frente a la iglesia, hay, enterrado junto a un poste, un saco lleno de monedas de oro". Pero, ¿a usted le parece que yo puedo permitirme hacer un viaje tan largo sólo por un sueño? ¡Ya sería yo muy feliz si semejante locura fuera cierta!
Pero el zapatero no había acabado de escuchar la frase del mendigo, porque ya volvía a toda velocidad hacia su casa.
Llegó más cansado que nunca, pero la idea de desen­terrar ese tesoro lo llenó de energías nuevas.
-¡Al fin volviste! ¿Conseguiste lo que querías? -le gritó la esposa ni bien lo vio llegar. Pero el zapatero no contestó, tomó una pala y se dirigió directamente hacia el poste de su jardín.
-¡Dios mío, has enloquecido para siempre! -exclamaba la esposa mirando al cielo. Déjate ya de tonterías y vete a trabajar que llevamos una semana sin...
Pero se quedó sin palabras. El zapatero acababa de desenterrar un pequeño saco, y de él sacaba puñados de monedas de oro.
El pequeño saco tenía una inscripción en un idioma que ellos no entendían, por lo que decidieron no darle impor­tancia. Invirtieron el oro en un taller más grande y una casa más bonita, y a pesar de que no se hicieron ricos, pudieron superar la pobreza y dejar de sufrir hambre.
En una pared del comedor colgaron el saco que habían encontra-do, como recordatorio de su inmensa suerte.
Muchos años después, cuando sus hijos ya habían nacido y estaban en edad de tener a su vez hijos, el sacerdote del pueblo les hizo una visita. Lo hicieron pasar al comedor y mientras esperaba a que la cena estuviera servida, se distra­jo con el saco colgado en la pared.
-¿Qué es este saco? -preguntó.
-No es nada. Un recuerdo de familia.
-Tiene una inscripción en latín -dijo el sacerdote, acercán­dose a la frase hasta estar a pocos centímetros de distancia.
-¿Y qué dice? -preguntaron el zapatero y su mujer al mismo tiempo.
-Dice: "Debajo de este saco hay otro tres veces más gran­de". ¿Qué curioso, no? ¿Qué querrá decir? -dijo el sacerdote, y se sentó a disfrutar de la cena que acababa de ser servida.
El zapatero y su mujer comieron con el sacerdote, sostenidos de la mano y llorando de felicidad, convencidos de que en la vida, no hay nada mejor que ir detrás de los sueños.

Cuento popular

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.174.1 anonimo (holanda)

El pájaro sobre el búfalo

El pájaro kandowei habita el lomo de los búfalos, cómodo como Pedro por su ca­sa, alimentándose de las moscas que lo revolotean y los insectos que se posan en él. Los indígenas de la Malasia cuen­tan cómo fue que se inició esta extraña asociación.
Un día que empezó y terminó hace muchísimo tiempo, un kandowei se acercó a un búfalo que pastaba cerca de la pla­ya, y le dijo:
-Si yo quisiera, podría beberme toda el agua del mar.
Los búfalos suelen ser bastante bobos por naturaleza. Éste no era la excepción. Miró al pájaro de costado, luego miró al mar. Luego volvió a mirar al pájaro, y volvió a mirar al mar. Entonces siguió comiendo, y como si nada, comentó:
- Si tú puedes hacer eso, imagínate yo, con lo grande que soy.
-Yo no estaría tan seguro -le contestó el kandowei mientras revoloteaba alrededor de su cabeza. Si quieres, podemos ha­cer el experimento.
-A mí me da igual -dijo el búfalo. Total, seguro que te gano.
El kandowei dirigió al búfalo hasta una bahía, cercada por montes, altas rocas y precipicios que no dejaban ver al mar en su totalidad.
Era temprano en la mañana, y la marea comenzaba a subir.
-Comenzaré yo -dijo el búfalo, así terminamos con esto rápido y podemos aprovechar el día.
El pobre búfalo empezó a beber agua. Bebió y bebió duran­te horas. Cuando estuvo tan hinchado que sólo con soplarlo podría haber reventado como una represa, miró al frente y vio que el agua no sólo no había bajado, sino que se hallaba mu­cho más alta que al comenzar.
-No... entiendo... -dijo, un poco mareado.
-Creí que sería fácil para ti -le dijo el kandowei.
-¿Por qué no pruebas tú, pájaro fanfarrón? Si te bebes el mar, te juro que seré tu esclavo hasta el fin de los tiempos.
El pájaro se colocó en la orilla, miró al búfalo y sonrió. El día ya estaba terminando y era el momento en que la ma­rea baja. Colocó su pico en el agua, y esperó.
El búfalo, recuperándose de su empacho de agua, perdió el equilibro por la impresión. El agua de lo que él creía era todo el mar, no sólo estaba bajando de nivel sino que iba desapareciendo de a poco.
Una vez que fue posible caminar por sobre el fondo de la bahía sin mojarse las patas, el búfalo no tuvo más remedio que cumplir su promesa. El kandowei se posó sobre su lomo y desde entonces no se ha vuelto a bajar.
Lo cierto es que el búfalo dejó de ser su esclavo al cabo de los primeros milenios, cuando se dieron cuenta de que en realidad se estaban ayudando el uno al otro. El pájaro tiene alimento constante en su lomo y el búfalo está siempre lim­pio y libre de moscas que lo molesten.
Un equilibrio parecido al de toda buena amistad.

Cuento popular


Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.154.1 anonimo (malasia)

Semiramis y ara el bello

Las huertas de Van eran las más bellas del mundo. Hasta comienzos del siglo XX producían frutas cuyo delicado sabor no se encontraba en ninguna otra parte: melocotones de piel de terciopelo, tiernas cerezas color rubí, uvas negras de jugo de miel, albarícoques dorados y grandes como granadas, con aromas de rosa, de sol y de almizcle...
Si las frutas de Van eran tan hermosas fue gracicas a los constantes cuidados que los armenios les dedicaron durante milenios. Pero se lo debían también al milagro del amor.

En efecto, érase una vez una reina de Asiria bella como una luna de catorce días: grandes ojos negros bajo unas cejas como arcos finamente dibujados, labios rojos, cuerpo de gacela... Se llamaba Semíramis y era reina de Babilonia. En Armenia gobernaba el rey Ara el Bello. Semíramis estaba enamorada de Ara, pero éste estaba casado y rechazaba sus requerimientos. El amor de la reina hacia Ara era tan grande que, incapaz de resignarse a su indiferencia, decidió que haría lo que fuese para conseguir su amor, incluso contra sus deseos. Y logró que en aquel huerto todo hablase de ella.

Y una noche de luna llena, Semíramis, ataviada como una diosa, tan hermosa que a su lado el sol parecía ensombrecerse, se introdujo en los jardines del rey y, bajo la lechosa luz del astro de la noche, trabó una a una las esencias de todos los árboles, dando a los cerezos sus labios, a los melocotoneros el terciopelo de su piel, a las uvas negras sus ojos, a los manzanos el color rosa de sus mejillas, sus senos a los melocotoneros...
Por eso las frutas de la región de Van son tan bellas, aterciopeladas y dulces. Aún, pasados varios milenios, continúan nutriéndose de la belleza que por amor les entregó Semíramis.
En cuanto a la hermosa historia de amor, digamos que no tiene un buen final. Ara, siempre fiel a su esposa, no se dejó seducir por los encantamientos de Semíramis. Ella, despechada, le declaró la guerra pero ordenó a sus capitanes y a sus soldados que no mataran a Ara, al que reconocerían fácilmente por su armadura con el emblema real. Sin embargo, Ara había cambiado su vestimenta con la de su escudero y murió.
Semiramis, desesperada, hizo que buscaran su cuerpo entre los muertos en el campo de batalla, lo expuso en lo más alto de las murallas de la fortificación, y allí rezó a los dioses Haralez (dos dioses perros, que según la tradición curan las heridas lamiéndolas e impregnándolas con su saliva) para que le devolviesen a la vida. La historia no nos dice si los dioses perros cumplieron su sagrado cometido.                                            


Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)

La sal de la vida

Esta historia me la contó keri Mourad, que se la había oído contar a su abuelo, al cual se la había enseñado el suyo, el cual la conocía de su bisabuelo, el cual la había escuchado de sus antepasados, en una cadena que se pierde en la noche de los tiempos.

Hace mucho tiempo había un rey que quería a toda costa ser admirado, amado por sus cualidades, su belleza, su inteligencia, su elegancia y por muchísimas otras buenas, o no tan buenas, razones. Todos los días, invariablemente, hacía la misma pregunta a cortesanos, amigos, sirvientes...
-¿Cuánto me amáis?
Nadie se libraba de su interrogatorio. El monarca necesitaba comprobar constantemente el grado de cariño que sentían por él. Como temían que se molestase, todos le decían siempre lo que sus reales oídos deseaban oír:
-Te amamos, oh rey, como se ama al pan recién hecho, al olor del jazmín, al cielo estrellado...
Pero, a la larga, los cumplidos acababan siendo demasiado poco originales, lo cual irritaba al soberano.
El rey tenía cuatro hijas, a cual más bella y juiciosa. Él, sin embargo, tenía un lugar preferente en su corazón para la más joven, su preferida. ¿Era acaso más dulce que sus otras hermanas? ¿Quizá se parecía más a su querida esposa, fallecida prematuramente? Qué importan las razones. Aquella princesita era para él la luz de sus ojos.
Un día, por enésima vez, el rey interrogó a sus hijas:
-Decidme, queridas mías: ¿cuánto me amáis? La mayor se acercó a él y, encantadora, afirmó:
-Mi amor por ti es tan grande, querido padre, que la bóveda celeste no es lo suficientemente grande para poder medirlo. Es infinitamente mayor.
-Bien, hija mía, bien -respondió el rey, seducido por una res-puesta tan poética. Me colmas de satisfacción.
La segunda hermana se acercó al rey y, cruzando sus manos sobre el pecho, declaró:
-Querido padre mío, mi amor por ti es tan inmenso que mi corazón sería incapaz de contenerlo: estallaría en pedazos.
-¡Ah, hija mía, qué respuesta tan maravillosa! -dijo el rey encantado. No me has decepcionado.
La tercera princesa tomó a su vez la palabra y dijo:
-Yo, queridísimo padre, aún te amo más que mis hermanas. Abro los brazos y siento que son demasiado cortos para abarcar el amor que siento por ti.
-¡Qué alegría tener unas hijas como vosotras! -declaró el rey henchido de orgullo.
Esperaba que la última de sus hijas, la más bella, la más dulce, su preferida, interviniese en ese momento para expresar la inmensidad de su amor. Deseaba, en lo más profundo de su corazón, una maravillosa declaración que superarse con creces a todas las que había oído anteriormente. Pero la princesa parecía sumida en un mar de reflexiones y permanecía callada en un rincón. Al cabo de unos minutos, su persistente silencio inquietó al rey: ¿Por qué su más querida hija no le ofrecía el testimonio de su amor? ¿Acaso le amaba menos que ayer y que los días anteriores? ¿Quería herirle? ¿Había olvidado todas las atenciones con que él la colmaba?
Aquellas ideas no paraban de agitarse en la mente del rey, que comenzó a perder la paciencia:
-Así pues, hija mía, ¿no vas a decirme cuánto me amas?
La muchacha miró directamente a los ojos de su padre y declaró:
-Querido padre, yo te amo... como a la sal.
Sus tres hermanas se echaron a reír, encantadas en el fondo de que la más pequeña, la favorita de su padre, se encontrase por una vez en una situación embarazosa.
El rey, sorprendido y molesto por una respuesta tan grotesca, sintió que le invadía la cólera:
-¡Me amas como a la sal! ¡Como a ese vil condimento de cocina! ¡Como a ese vulgar alimento que los pastores dan a puñados a sus cabras! ¿Te ríes de mí, hija ingrata?
-Padre, déjame explicarte -imploró la muchacha.
Pero el rey, exasperado, estalló en cólera:
-¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a ver tu horrible cara!
Y, lleno de rabia, señaló a su hija con la vengativa punta de su dedo. Le temblaba todo el cuerpo y su rostro, enrojecido, estaba bañado en sudor. La princesa, aterrada por el cataclismo que acababa de provocar, corrió llorando a sus habitaciones. Allí comprendió que su padre la había apartado de su lado para siempre. Se despojó de su vestido de princesa, se puso la ropa de una de sus sirvientas y huyó del castillo.
O Caminó día y noche durante semanas, quizá meses, hasta tener los pies ensangrentados. El temor y la vergüenza de haber decepcionado a su padre la impelían a poner la mayor distancia posible entre ella y la ira del rey. Mendigaba pan por los caminos y tenía suerte si alguien le permitía trabajar en las duras faenas del campo o en las porquerizas a cambio de un tazón de sopa caliente y de un jergón de paja.
¿Hasta qué punto el rey se había arrepentido de su comportamiento? ¿Cuánta era la pena que sentía por su querida hija?... Los que mejor podrían contarlo eran los guardias que el monarca desplegó en su busca por todo el reino. Todo fue en vano. No encontraron ni rastro de la princesa.

Al final la joven llegó a un país vecino en el que reinaban un soberano bueno y magnánimo y su esposa, sensible y generosa. Y allí se presentó a las puertas del castillo, pero los guardias, viéndola tan sucia y harapienta, y a pesar de sus súplicas, le prohibieron la entrada.
La reina, alertada por las voces, quiso saber qué pasaba. Conmovida por el desamparo de la muchacha, la tomó bajo su protección y la confió a sus sirvientes. Una vez lavada, peinada, perfumada, ataviada con un vestido digno; una vez que las llagas de sus pies fueron curadas con ungüentos cicatrizantes, la muchacha pidió presentarse ante la reina para agradecer sus cuidados y rogarle que le permitiera entrar a su servicio. No se fiaba de nadie y por eso no quiso desvelar su identidad. Sin embargo a la reina le impresionó su belleza y el contraste entre la humildad de su ruego, la modestia de su porte y la nobleza natural que emanaba de ella hasta en sus más mínimos gestos. Decidió cuidar de ella como si fuese su propia hija. Ella tenía ya un hijo. Pues bien, ahora tendría dos.
Los años pasaron en plena dicha. Si a veces la princesa pensaba en su padre y en sus hermanas; si a veces derramaba lágrimas al recordar su vida anterior y su antiguo palacio... tales cosas no me corresponde a mí contarlas. Sabed solamente que el joven príncipe se enamoró de la bella princesita. El rey y la reina estaban encantados. Ignoraban que su futura nuera era de sangre real. La creían plebeya. Pero esto no representaba el menor obstáculo:
-En realidad -dijo el rey, la nobleza de espíritu cuenta tanto como la de cuna.
Así pues, la boda fue concertada. Se celebrarían grandes fiestas populares y se organizaría en palacio un suntuoso banquete para los reyes, reinas, príncipes y princesas de todos los estados vecinos. Los mejores cocineros del país fueron invitados a demostrar sus talentos para aquel magno día. Cuando la princesa consultó la lista de invitados, comprobó que el nombre de su colérico padre figuraba en ella. Seguía sin revelar el secreto de su nacimiento, pero se dirigió a las cocinas y dio ciertas instrucciones a los marmitones, que se comprometieron a cumplirlas escrupulosamente.
Por fin llegó el gran día. La princesa, radiante bajo su velo blanco; su bella cabellera adornada con hilos de oro y perlas, apareció del brazo de su prometido. Cuando, tras la ceremonia, recorrieron las calles principales, toda la población, jubilosa, lanzaba a su paso pétalos de rosa y de jazmín deseándoles una vida plena de felicidad.
-»Que la luz esté en tus ojos», gritaba la multitud al verlos pasar.
Los recién casados y el séquito de invitados entraron por fin en la sala del banquete y cada cual ocupó su lugar. El colérico rey no dejaba de mirar a la recién casada, sin poder evitar emocionarse al recordar a su preciosa hija, a la que había perdido hacía ya muchos años y que hoy estaría, también ella, en edad de casarse...
Los camareros acudieron a servir la mesa.
Suculentos manjares pasaban constantemente de las bandejas de plata a los platos de porcelana fina pero, mientras que todos los invitados comían con gran apetito, el padre de la novia no conseguía disfrutar de las viandas que le servían. Las carnes eran insípidas, el arroz soso, las verduras dulzonas... En suma, la comida le repugnaba. Miraba con envidia a sus vecinos de ambos lados, que comían a dos carrillos, en tanto que él no conseguía dar un solo bocado con placer.
A lo que parecía, era el único que se estaba quedando en ayunas. Todos los demás disfrutaban de lo lindo y miraban furtivamente, aunque con cierto asombro, cómo los platos de nuestro rey eran recogidos intactos.
En un momento dado creyó ver que hasta la recién casada le observaba disimuladamente... Con el estómago en los pies, se decidió a preguntar a sus vecinos de mesa:
-¿La comida os ha parecido buena? -interrogó, perplejo.
-¡Suculenta! -respondieron ambos a la vez.
-¿Me permitís probar de vuestro plato? -se atrevió a solicitar nuestro rey.
-¡Cómo no! -replicaron los dos hombres, sorprendidos pero de muy buen humor.
El colérico rey tomó un trozo de carne de uno de los platos y una cucharada de arroz pilaf de otro y los encontró deliciosos, con un sabor absolutamente diferente al de los platos que a él le habían servido. Entonces se desató su ira. Pidió vehementemente la palabra. Se hizo un gran silencio, pues todos pensaban que iba a formular algún voto de felicidad a los nuevos esposos. Pero, en lugar de eso, dirigiéndose especialmente a sus anfitriones, el colérico rey dio salida a todo su rencor.
-¿Os estáis mofando de mí? ¿Me habéis invitado para dejarme en ridículo? ¿Por qué me servís esta insípida comida mientras que el resto de los invitados se deleita con manjares suculentos? ¿Os estáis divirtiendo a mi costa?
El rey y la reina, estupefactos ante un reproche tan inesperado y fuera de lugar, intentaron calmarle.
-¡Excelencia -dijo la reina, en ningún momento hemos pretendido que os sintáis agraviado! ¡Debe de haber sido un error!
-¡Vuestra comida es la misma que la de todos nosotros! -añadió el rey.
-¡Imposible! -negó el colérico rey. ¡Todos mis platos han sido cocinados sin sal! ¡No tienen ningún gusto!
La recién casada, llena de emoción y ruborizada, tomó entonces la palabra.
-Querido padre, ¿no me reconoces? -dijo bajando los ojos. Yo te amo, padre querido, como a la sal que falta en tus platos. Sin sal los alimentos no tiene sabor, y a todos los sentimientos les falta delicadeza y pasión. La sal da sabor a la vida y yo te amo como amo la vida; padre mío, te amo como a la sal de la vida. Pero entonces no me diste tiempo de explicarme, y me echaste de tu casa y de tu corazón.
Una brillante lágrima, como una perla, recorrió el hermoso rostro de la princesa, ahogada de emoción. Turbados por la conmovedora intervención de la recién casada, los invitados callaban preguntándose si padre e hija conseguirían reconciliarse ante aquellos dolorosos acontecimientos que habían creado un abismo de incom-prensión tan profundo.
El rey, avergonzado y conmovido, se levantó y fue a estrechar a su hija entre sus brazos, pidiendo perdón por todo el daño que le había hecho. Prometió que nunca más se dejaría llevar por la ira. Bueno... al menos prometió intentarlo. Los festejos de la boda continuaron felizmente... Y se dice que aún continúan.

Tres manzanas han caído del cielo. Una para Mourad keri, narrador nacido en Van, que no sabía leer ni escribir pero que tenía la cabeza llena de magníficas historias que tan bien sabía contar... Otra para ti, amigo lector, que lees este cuento y sacas provecho de sus sabios consejos. Otra para mí, que lo he retomado para hacerlo vivir de nuevo.

Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)