Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 14 de junio de 2013

Los seis fantásticos

He aquí la historia de un hombre que fue a la guerra, luchó como un valiente, y regresó a su tierra para encontrarse con tres monedas de oro como única recom­pensa.
-¿No van a darme nada más? -pre­guntó.
-No hay más nada para dar -le respondieron los hom­bres del rey.
-Ya van a ver. Si encuentro a los sirvientes que necesito, no habrá forma de que este rey se quede con sus tesoros -gritó, alejándose con su puño en alto.
Mientras caminaba por el bosque refunfuñando bajito, se cruzó con un hombre grandote, calvo y de largos bigo­tes, que acababa de arrancar seis árboles como si fueran de cartón.
-¿Quieres venir a trabajar para mí?
-Sí, pero espérame, que debo llevarle a mi madre esta le­ña, a pesar de que sea tan poca -dijo el hombre grandote, mientras se cargaba los seis árboles al hombro. los llevó a su casa, y al regresar, marchó junto a su nuevo jefe por el cami­no.
-A nosotros dos no nos para nadie -dijo el hombre, ya un poco más contento.
Siguieron su camino y, al llegar a un monte, vieron a un cazador. Estaba con una rodilla apoyada en el suelo, apun­tando al horizonte.
-¿A qué quieres disparar? -le preguntó el hombre.
-A una mosca que hay a cuatro kilómetros de aquí, po­sada sobre una rama. Tengo que arrodillarme para disparar, porque le quiero pegar en el ojo izquierdo.
-¿Quieres venir a trabajar para mí? ¡A nosotros tres no nos pararía nadie!
El cazador aceptó eñcantado. Continuaron caminando y se cruzaron con un claro en donde siete molinos de viento giraban como locos, a pesar de que no soplaba nada de viento. Siguieron caminando, y a unos dos kilómetros de allí, se encontraron con un hombre que, desde la copa de un árbol, con un dedo se tapaba un agujero de la nariz, mien­tras soplaba por el otro.
-¡Qué manera más extraña de sonarse los mocos! -le gritó el hombre desde abajo.
-¡No me estoy sonando los mocos! Pasa que hay siete molinos de viento en aquella colina y soplo para que pue­dan moverse.
-¿Quieres venir a trabajar conmigo? -gritó entusiasma­do el hombre. ¡A nosotros cuatro no nos para nadie!
El soplador bajó del árbol y continuó camino con ellos. Al cabo de un rato se encontraron, sentado junto al camino, a un hombre que se había quitado una pierna y la sostenía a su lado.
-¿Tienes algún problema con esa pierna? -le preguntó el hombre.
-No. Es que soy corredor, y para no ir tan rápido, la tengo que dejar a un lado. Si corro con las dos, no pueden seguirme ni los pájaros.
-¡Ven conmigo, corredor! ¡A nosotros cinco no nos para nadie!
Siguieron camino los seis, hasta que, casi llegando al cas­tillo del rey, se encontraron a un hombre que caminaba con un sombrero colgado de la oreja.
-¿Es moda nueva? -le preguntó el hombre.
-Para nada. El problema es que si me pongo el sombrero en la cabeza, empezará a hacer mucho frío, y se helará todo el bosque.
-¡Por favor, ven a trabajar conmigo! ¡A nosotros seis no nos para nadie! -dijo el hombre entusiasmado. Y con sus cinco nuevos sirvientes, entró en el castillo del rey que tan mal lo había tratado después de participar en la guerra.
El rey había anunciado que daría la mano de su hija a quien ganara una carrera y, al que perdiese, le cortaría la cabeza.
Así eran las cosas en los tiempos de los cuentos de hadas.
-¡Yo acepto la apuesta! -gritó el hombre. Pero haré que uno de mis criados corra por mí.
-Está bien -contestó el rey, pero si tu criado pierde, les cortaré la cabeza a ti y a él.
La carrera consistía en llegar hasta una fuente, llenar una jarra de agua y llevársela al rey. El criado debía correr contra la hija del rey, que era la joven más rápida de todo el reino.
El corredor se puso su otra pierna. La carrera comenzó. Cuando la hija del rey no había dado ni tres pasos, el corre­dor ya estaba junto a la fuente. Mientras regresaba, vio que la hija del rey había avanzado sólo dos metros, así que de­cidió tirarse a descansar un rato, apoyan-do su cabeza en un cráneo de vaca que encontró en el camino.
Como suele suceder en estos casos, el corredor se quedó profundamente dormido. La hija del rey, al verlo así, le vol­có el agua de la jarra y continuó corriendo.
Desde la torre del castillo, el cazador vio que la hija del rey ya había llenado su jarra y se acercaba peligrosamente a la meta. Apuntó con su escopeta, y disparó al cráneo de vaca donde descansaba el corredor. El cráneo se hizo peda­zos y el corredor se despertó. En el acto se dio cuenta de que su competidora se le había adelantado y su jarra estaba va­cía otra vez. En lugar de preocuparse, se echó a reír.
-¡Voy a tener que correr en serio! -dijo. Y en el tiempo en que se tarda en pestañear, corrió hacia la fuente, llenó la jarra de agua, y se la entregó al rey, dejando a la prin­cesa cesa boquiabierta.
-Ni al rey ni a la princesa les hacía gracia que el ganador fuera un simple soldado.
-No te preocupes -le dijo el rey a su hija. Se me ha ocu­rrido una forma de deshacerme de ellos.
Diciendo que era para celebrar, el rey los invitó a todos a un banquete que se realizaría en una pequeña habitación de metal, sin ventanas, que quedaba en uno de los sótanos del castillo. El hombre y sus cinco criados, que estaban fe­lices por la victoria y muertos de hambre, entraron en la ha­bitación sin pensarlo dos veces, y comen-zaron a comer con entusiasmo.
Lo que no sabían es que la habitación en realidad era un horno gigante. El rey mandó a clausurar el cerrojo de la única puerta, e hizo encender un gran fuego debajo de la habita­ción, esperando que el suelo de hierro se pusiera al rojo.
El hombre y sus criados no tardaron en darse cuenta de la trampa.
-No se va a salir con la suya -dijo el hombre del sombrero, y se lo colocó sobre la cabeza. El frío que comenzó a hacer fue tan intenso, que enseguida se congeló la comida sobre las me­sas y el suelo se cubrió de nieve.
Cuando habían pasado algunas horas, el rey, confiado en que ya estarían achicharrados, mandó a sacarlos del horno. Al abrir la puerta, los vio azules de frío, a pesar de que de­bajo ardía un fuego poderoso como el infierno.
-¡Era hora de que nos abrieran! -dijeron los seis, tiritan­do. ¡Hacía un frío terrible ahí dentro!
El rey creyó que se había vuelto loco.
-¿No prefieres que te dé dinero en lugar de la mano de mi hija? -gritó, ya desesperado.
-Está bien -dijo el hombre. Tendrás que darme todo el dinero que pueda cargar mi criado. Volveré dentro de quin­ce días por él.
El hombre mandó a llamar a todos los sastres del país, que le construyeron el saco más grande del mundo. Quince días más tarde, regresaron al reino. El rey, que al principio se había puesto contento, al ver el tamaño del saco que car­gaba el criado se quedó blanco.
Metieron las pocas monedas de oro que habían preparado y por supuesto, no alcanzaron a llenar ni una pequeña parte del saco. El rey mandó a meter más monedas, cuadros, jarras de oro, joyas y mármoles, pero nada parecía llenarlo.
-¡Esto no es nada! -gritaba el forzudo. ¡Traigan algo que al menos me pese un poco!
El rey mandó a buscar oro por todo el reino. Se llenaron siete mil carretas, que el hombre forzudo metía en el saco, con bueyes y todo, gritando:
-¡Vamos, vamos! ¡Esto sirve sólo para llenar el fondo!
Al final ya no quedaba nada que meter. El rey le había en­tregado todo el oro del reino.
-Bueno, está bien -dijo el forzudo. Esto no es nada, pe­ro ya cerraré el saco.
Le hizo un nudo, y se lo cargó al hombro como si nada.
El hombre y sus cinco criados comenzaron a marcharse del reino. El rey, que estaba de muy mal humor, mandó a todo su ejército a detenerlos.
-¡Alto! ¡Están detenidos en nombre del rey!
-¿Detenidos, nosotros? -dijo el soplador, y tapándose un agujero de la nariz, comenzó a soplar con todas sus fuerzas. El ejército entero salió volando por el aire. Un sargento al­canzó a agarrarse de una rama, y les pidió perdón, y les dijo que tenía nueve heridas de guerra, y que era un buen hom­bre. El soplador aflojó con el soplido y le dijo al sargento:
-Dile a tu rey que nos mande más ejércitos, porque nos encanta ver a los caballos volar por el aire.
Cuando el rey oyó el mensaje, dijo, con un hilo de voz:
-Déjenlos ir. A esos seis no hay quien los pare.
Y los seis se llevaron todo el oro del reino y, cuando lle­garon a su tierra, se lo repartieron en partes iguales, y fueron felices para siempre.

Cuento popular

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

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