Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 14 de junio de 2013

La sal de la vida

Esta historia me la contó keri Mourad, que se la había oído contar a su abuelo, al cual se la había enseñado el suyo, el cual la conocía de su bisabuelo, el cual la había escuchado de sus antepasados, en una cadena que se pierde en la noche de los tiempos.

Hace mucho tiempo había un rey que quería a toda costa ser admirado, amado por sus cualidades, su belleza, su inteligencia, su elegancia y por muchísimas otras buenas, o no tan buenas, razones. Todos los días, invariablemente, hacía la misma pregunta a cortesanos, amigos, sirvientes...
-¿Cuánto me amáis?
Nadie se libraba de su interrogatorio. El monarca necesitaba comprobar constantemente el grado de cariño que sentían por él. Como temían que se molestase, todos le decían siempre lo que sus reales oídos deseaban oír:
-Te amamos, oh rey, como se ama al pan recién hecho, al olor del jazmín, al cielo estrellado...
Pero, a la larga, los cumplidos acababan siendo demasiado poco originales, lo cual irritaba al soberano.
El rey tenía cuatro hijas, a cual más bella y juiciosa. Él, sin embargo, tenía un lugar preferente en su corazón para la más joven, su preferida. ¿Era acaso más dulce que sus otras hermanas? ¿Quizá se parecía más a su querida esposa, fallecida prematuramente? Qué importan las razones. Aquella princesita era para él la luz de sus ojos.
Un día, por enésima vez, el rey interrogó a sus hijas:
-Decidme, queridas mías: ¿cuánto me amáis? La mayor se acercó a él y, encantadora, afirmó:
-Mi amor por ti es tan grande, querido padre, que la bóveda celeste no es lo suficientemente grande para poder medirlo. Es infinitamente mayor.
-Bien, hija mía, bien -respondió el rey, seducido por una res-puesta tan poética. Me colmas de satisfacción.
La segunda hermana se acercó al rey y, cruzando sus manos sobre el pecho, declaró:
-Querido padre mío, mi amor por ti es tan inmenso que mi corazón sería incapaz de contenerlo: estallaría en pedazos.
-¡Ah, hija mía, qué respuesta tan maravillosa! -dijo el rey encantado. No me has decepcionado.
La tercera princesa tomó a su vez la palabra y dijo:
-Yo, queridísimo padre, aún te amo más que mis hermanas. Abro los brazos y siento que son demasiado cortos para abarcar el amor que siento por ti.
-¡Qué alegría tener unas hijas como vosotras! -declaró el rey henchido de orgullo.
Esperaba que la última de sus hijas, la más bella, la más dulce, su preferida, interviniese en ese momento para expresar la inmensidad de su amor. Deseaba, en lo más profundo de su corazón, una maravillosa declaración que superarse con creces a todas las que había oído anteriormente. Pero la princesa parecía sumida en un mar de reflexiones y permanecía callada en un rincón. Al cabo de unos minutos, su persistente silencio inquietó al rey: ¿Por qué su más querida hija no le ofrecía el testimonio de su amor? ¿Acaso le amaba menos que ayer y que los días anteriores? ¿Quería herirle? ¿Había olvidado todas las atenciones con que él la colmaba?
Aquellas ideas no paraban de agitarse en la mente del rey, que comenzó a perder la paciencia:
-Así pues, hija mía, ¿no vas a decirme cuánto me amas?
La muchacha miró directamente a los ojos de su padre y declaró:
-Querido padre, yo te amo... como a la sal.
Sus tres hermanas se echaron a reír, encantadas en el fondo de que la más pequeña, la favorita de su padre, se encontrase por una vez en una situación embarazosa.
El rey, sorprendido y molesto por una respuesta tan grotesca, sintió que le invadía la cólera:
-¡Me amas como a la sal! ¡Como a ese vil condimento de cocina! ¡Como a ese vulgar alimento que los pastores dan a puñados a sus cabras! ¿Te ríes de mí, hija ingrata?
-Padre, déjame explicarte -imploró la muchacha.
Pero el rey, exasperado, estalló en cólera:
-¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a ver tu horrible cara!
Y, lleno de rabia, señaló a su hija con la vengativa punta de su dedo. Le temblaba todo el cuerpo y su rostro, enrojecido, estaba bañado en sudor. La princesa, aterrada por el cataclismo que acababa de provocar, corrió llorando a sus habitaciones. Allí comprendió que su padre la había apartado de su lado para siempre. Se despojó de su vestido de princesa, se puso la ropa de una de sus sirvientas y huyó del castillo.
O Caminó día y noche durante semanas, quizá meses, hasta tener los pies ensangrentados. El temor y la vergüenza de haber decepcionado a su padre la impelían a poner la mayor distancia posible entre ella y la ira del rey. Mendigaba pan por los caminos y tenía suerte si alguien le permitía trabajar en las duras faenas del campo o en las porquerizas a cambio de un tazón de sopa caliente y de un jergón de paja.
¿Hasta qué punto el rey se había arrepentido de su comportamiento? ¿Cuánta era la pena que sentía por su querida hija?... Los que mejor podrían contarlo eran los guardias que el monarca desplegó en su busca por todo el reino. Todo fue en vano. No encontraron ni rastro de la princesa.

Al final la joven llegó a un país vecino en el que reinaban un soberano bueno y magnánimo y su esposa, sensible y generosa. Y allí se presentó a las puertas del castillo, pero los guardias, viéndola tan sucia y harapienta, y a pesar de sus súplicas, le prohibieron la entrada.
La reina, alertada por las voces, quiso saber qué pasaba. Conmovida por el desamparo de la muchacha, la tomó bajo su protección y la confió a sus sirvientes. Una vez lavada, peinada, perfumada, ataviada con un vestido digno; una vez que las llagas de sus pies fueron curadas con ungüentos cicatrizantes, la muchacha pidió presentarse ante la reina para agradecer sus cuidados y rogarle que le permitiera entrar a su servicio. No se fiaba de nadie y por eso no quiso desvelar su identidad. Sin embargo a la reina le impresionó su belleza y el contraste entre la humildad de su ruego, la modestia de su porte y la nobleza natural que emanaba de ella hasta en sus más mínimos gestos. Decidió cuidar de ella como si fuese su propia hija. Ella tenía ya un hijo. Pues bien, ahora tendría dos.
Los años pasaron en plena dicha. Si a veces la princesa pensaba en su padre y en sus hermanas; si a veces derramaba lágrimas al recordar su vida anterior y su antiguo palacio... tales cosas no me corresponde a mí contarlas. Sabed solamente que el joven príncipe se enamoró de la bella princesita. El rey y la reina estaban encantados. Ignoraban que su futura nuera era de sangre real. La creían plebeya. Pero esto no representaba el menor obstáculo:
-En realidad -dijo el rey, la nobleza de espíritu cuenta tanto como la de cuna.
Así pues, la boda fue concertada. Se celebrarían grandes fiestas populares y se organizaría en palacio un suntuoso banquete para los reyes, reinas, príncipes y princesas de todos los estados vecinos. Los mejores cocineros del país fueron invitados a demostrar sus talentos para aquel magno día. Cuando la princesa consultó la lista de invitados, comprobó que el nombre de su colérico padre figuraba en ella. Seguía sin revelar el secreto de su nacimiento, pero se dirigió a las cocinas y dio ciertas instrucciones a los marmitones, que se comprometieron a cumplirlas escrupulosamente.
Por fin llegó el gran día. La princesa, radiante bajo su velo blanco; su bella cabellera adornada con hilos de oro y perlas, apareció del brazo de su prometido. Cuando, tras la ceremonia, recorrieron las calles principales, toda la población, jubilosa, lanzaba a su paso pétalos de rosa y de jazmín deseándoles una vida plena de felicidad.
-»Que la luz esté en tus ojos», gritaba la multitud al verlos pasar.
Los recién casados y el séquito de invitados entraron por fin en la sala del banquete y cada cual ocupó su lugar. El colérico rey no dejaba de mirar a la recién casada, sin poder evitar emocionarse al recordar a su preciosa hija, a la que había perdido hacía ya muchos años y que hoy estaría, también ella, en edad de casarse...
Los camareros acudieron a servir la mesa.
Suculentos manjares pasaban constantemente de las bandejas de plata a los platos de porcelana fina pero, mientras que todos los invitados comían con gran apetito, el padre de la novia no conseguía disfrutar de las viandas que le servían. Las carnes eran insípidas, el arroz soso, las verduras dulzonas... En suma, la comida le repugnaba. Miraba con envidia a sus vecinos de ambos lados, que comían a dos carrillos, en tanto que él no conseguía dar un solo bocado con placer.
A lo que parecía, era el único que se estaba quedando en ayunas. Todos los demás disfrutaban de lo lindo y miraban furtivamente, aunque con cierto asombro, cómo los platos de nuestro rey eran recogidos intactos.
En un momento dado creyó ver que hasta la recién casada le observaba disimuladamente... Con el estómago en los pies, se decidió a preguntar a sus vecinos de mesa:
-¿La comida os ha parecido buena? -interrogó, perplejo.
-¡Suculenta! -respondieron ambos a la vez.
-¿Me permitís probar de vuestro plato? -se atrevió a solicitar nuestro rey.
-¡Cómo no! -replicaron los dos hombres, sorprendidos pero de muy buen humor.
El colérico rey tomó un trozo de carne de uno de los platos y una cucharada de arroz pilaf de otro y los encontró deliciosos, con un sabor absolutamente diferente al de los platos que a él le habían servido. Entonces se desató su ira. Pidió vehementemente la palabra. Se hizo un gran silencio, pues todos pensaban que iba a formular algún voto de felicidad a los nuevos esposos. Pero, en lugar de eso, dirigiéndose especialmente a sus anfitriones, el colérico rey dio salida a todo su rencor.
-¿Os estáis mofando de mí? ¿Me habéis invitado para dejarme en ridículo? ¿Por qué me servís esta insípida comida mientras que el resto de los invitados se deleita con manjares suculentos? ¿Os estáis divirtiendo a mi costa?
El rey y la reina, estupefactos ante un reproche tan inesperado y fuera de lugar, intentaron calmarle.
-¡Excelencia -dijo la reina, en ningún momento hemos pretendido que os sintáis agraviado! ¡Debe de haber sido un error!
-¡Vuestra comida es la misma que la de todos nosotros! -añadió el rey.
-¡Imposible! -negó el colérico rey. ¡Todos mis platos han sido cocinados sin sal! ¡No tienen ningún gusto!
La recién casada, llena de emoción y ruborizada, tomó entonces la palabra.
-Querido padre, ¿no me reconoces? -dijo bajando los ojos. Yo te amo, padre querido, como a la sal que falta en tus platos. Sin sal los alimentos no tiene sabor, y a todos los sentimientos les falta delicadeza y pasión. La sal da sabor a la vida y yo te amo como amo la vida; padre mío, te amo como a la sal de la vida. Pero entonces no me diste tiempo de explicarme, y me echaste de tu casa y de tu corazón.
Una brillante lágrima, como una perla, recorrió el hermoso rostro de la princesa, ahogada de emoción. Turbados por la conmovedora intervención de la recién casada, los invitados callaban preguntándose si padre e hija conseguirían reconciliarse ante aquellos dolorosos acontecimientos que habían creado un abismo de incom-prensión tan profundo.
El rey, avergonzado y conmovido, se levantó y fue a estrechar a su hija entre sus brazos, pidiendo perdón por todo el daño que le había hecho. Prometió que nunca más se dejaría llevar por la ira. Bueno... al menos prometió intentarlo. Los festejos de la boda continuaron felizmente... Y se dice que aún continúan.

Tres manzanas han caído del cielo. Una para Mourad keri, narrador nacido en Van, que no sabía leer ni escribir pero que tenía la cabeza llena de magníficas historias que tan bien sabía contar... Otra para ti, amigo lector, que lees este cuento y sacas provecho de sus sabios consejos. Otra para mí, que lo he retomado para hacerlo vivir de nuevo.

Fuente: Reine Cioulachtjian

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