Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 14 de junio de 2013

El vendedor de ocas

Erase una vez una pobre viuda que tenía un solo hijo, al que quería más que a la luz de sus ojos. Por toda riqueza tenían una oca.

Pasaban tantas necesidades que un día la viuda le dijo a su hijo:
-Hijo mío, ve al mercado e intenta vender la oca al mejor precio posible.
El joven acudió al mercado. Allí se encontraba también el visir del rey. Era un hombre poderoso, malvado y codicioso. Y al ver una oca tan cuidada y tan bien alimentada preguntó al joven:
-¿Cuánto quieres por ese gorrión?
-¡No es un gorrión! -repuso el joven, molesto.
-Si no es un gorrión, ¿qué es entonces?
-¡Una oca! ¡Y bien grande y rellena! ¡Y tú, tú no eres más que un...!
Al ver lo que sucedía, uno de los que se encontraba allí le dijo al joven:
-¡Eh, tú! No te metas en líos ¡Es el visir del rey!
El muchacho, al darse cuenta de que era peligroso llevarle la contraria, le vendió la oca por diez céntimos, que era lo que costaba un gorrión. Y masculló: «¡Qué canalla! ¡No le importa robarles a una viuda y a un huérfano! ¡Juro que me las pagará!»

Entonces se fue hacia la casa del visir y, merodeando por allí, escuchó las órdenes que éste daba a su esposa:
-Cocina bien esta oca. Luego, colócala en una fuente de oro y cúbrela con un chal de Kirman. A las siete enviaré a alguien a por ella para que la comamos el rey y yo.
Pocos minutos antes de dicha hora, el joven, vestido con sus mejores ropas, se presentó ante la esposa del visir:
-El señor me ha enviado a por la oca.
La esposa del visir, como no tenía motivos para desconfiar, le entregó la oca en la fuente de oro y la cubrió con un chal de Kirman. Con tan preciosa carga, el muchacho se fue a su casa y allí su madre y él se comieron la oca. Por la noche fue al palacio y pegó en sus muros un cartel con el siguiente escrito:

Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
llevarte una oca por un gorrión
te va a costar un montón.

El visir, que enseguida se reconoció en esta sátira, se enfadó muchísimo y de inmediato envió a dos guardias a que encontrasen a quien había pegado el cartel.
Los guardias no sabían qué hacer ni adónde ir. ¿Llamar a las puertas de todas las casas? ¿Registrarlas una a una? No acabarían ni en una semana. ¿Dónde podrían encontrar al vendedor de ocas? Después de pensárselo mucho llegaron a la conclusión de que el mejor sitio para buscarlo era en el mercado. No se equivocaron pues el joven también estaba allí, instalado en un pequeño tenderete abandonado.
Los guardias se abrieron paso por entre los puestos, que ofrecían a sus clientes pirámides de sandías, algunas abiertas por la mitad y mostrando su carne roja y sus pepitas negras y relucientes, o de berenjenas, ataviadas de lustrosos ropajes de color morado como los de los imanes.
En grandes barreños de cobre estañado, junto a verdaderas montañas de aceitunas verdes y negras y bandejas de cidras encurtidas, las fragancias de la canela y el clavo se mezclaban con los aromas de nuez moscada y de comino. Las hileras de pimientos rojos enhebrados como perlas, tendidos de un puesto a otro, entorpecían el avance de los guardias, que los apartaban a manotazos y los hacían caer sobre fuentes de mermelada de rosas, con grandes pérdidas para los vendedores.
Los guardias interrogaban a los comerciantes y a todo el que pasaba, pero nadie sabía o quería saber quién había vendido una oca... quién la había comprado... quién se la había comido... Cuando le llegó el turno al joven y le interrogaron, éste se echó a reír:
-¿De veras creéis que vestidos así vais a averiguar algo? -dijo a los guardias. Si queréis encontrar a ese individuo, quitaos los uniformes y las espadas, dejadlos aquí y vestíos de mendigos.
Los guardias agradecieron mucho el consejo del muchacho y dejaron allí sus uniformes. Luego, vestidos con harapos, continuaron la búsqueda. Cuando se hizo de noche y regresaron con las manos vacías a recuperar sus ropas, el puesto ya estaba cerrado y el muchacho había desaparecido. Y así, vestidos con andrajos, humillados y avergonzados, regresaron al palacio, donde el rey y el visir, al verlos, estallaron en cólera.
A la mañana siguiente, en otro cartel pegado en los muros del palacio se leía:

Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
me robaste lo que es mío,
yo de tus guardias me río.

El visir y el rey estaban furiosos. ¿Quién era aquel insensato que osaba desafiarles?
En aquel tiempo se estaban organizando grandes fiestas por todo el reino pues el rey iba a casar a su única hija con el hijo del visir. La princesa no le amaba y todo el país lo sabía y lo comprendía. El hijo del visir, digno heredero de las virtudes de su padre, era más malo que la peste, sumamente avaricioso, tan corrupto como una hiena en putrefacción e inmensamente rico. Se decía que era incluso más rico que el rey... Pero a la princesa no le importaban las riquezas. Prefería un marido amable y cariñoso a aquel buitre sin escrúpulos.
-Jamás me casaré con el hijo de tu visir -le dijo a su padre. Es un malvado.
Las súplicas y las amenazas del rey no sirvieron de nada: no podía convencer a la princesa. En las tabernas del reino se hacían apuestas sobre quién ganaría, si el rey o su hija. Nuestro joven comprendió enseguida que, con un poco de astucia, podía beneficiarse de aquella situación.
Se puso ropa de mujer, se engalanó bien y se dirigió al palacio, donde se hizo anunciar como amiga de la princesa. Le dejaron entrar. Los criados decían: quién sabe, tal vez esta bella joven consiga hacer entrar en razón a la princesa.
Ésta, encerrada en sus habitaciones, temía que su padre el rey la obligara a aceptar aquel odiado matrimonio. De hecho, habría abandonado el palacio días antes de no haber estado estrechamente vigilada.
Nuestro intrépido joven entró y le dijo:
-¡No llores más hermanita! Cambiaremos nuestras vestidos. Yo me quedaré aquí y tú irás a esconderte por algún tiempo a casa de mi madre. La princesa agradeció a aquella extraña amiga, que aparecía como caída del cielo, su intento de salvarla de un horrible destino. Franqueó fácilmente las siete barreras de guardias y llegó sin la menor dificultad a la casa del joven.
Al llegar la noche, el rey entró en las habitaciones de su hija donde el joven, envuelto en los velos de la princesa, aparentaba llorar inconsolablemente. El rey no se enterneció:
-Hija mía, debes aceptar este matrimonio porque ésa es mi voluntad. Ya están hechos todos los preparativos. No pienso ser la mofa del pueblo ni quiero traicionar a mi corazón. Esta misma noche te casarás con el hijo del visir.
-Está bien, padre, pero a cambio de mi consentimiento deseo pedirte un favor.
-Habla, hija mía, te concederé lo que me pidas.
-Quiero que, antes de la boda, mi futuro esposo y yo podamos dar un paseo por la ciudad con entera libertad, sin nadie por las calles, ninguna luz, ningún guardia, ningún curioso. Sólo así me casaré con el hijo del visir.
Los ojos del rey se iluminaron y afirmó:
-Esta misma noche se cumplirán tus deseos.
Al llegar la noche, la ciudad quedó envuelta en una lúgubre atmósfera: todo estaba en absoluta quietud. Nadie salía de su casa y los guardias permanecían recluidos en sus cuarteles. Hasta los mendigos tuvieron que esconderse. El joven, disfrazado siempre con las ropas de la princesa y el rostro oculto tras un velo, se paseó en compañía de su «novio», el hijo del visir. El paseo les llevó por diversos puntos de la ciudad, y el novio se comportó como digno hijo de su padre.
-Éste es el cuartel de artillería -decía. Cuando sea rey todos me obedecerán sin rechistar.
Luego, algo más allá, comentó:
-Este es el barrio más pobre. Cuando sea rey echaré de la ciudad a toda esta basura.
Y así constantemente. Por último, llegaron hasta el patíbulo de la horca. -Este es mi sitio preferido -dijo el novio. Cuando sea rey haré ahorcar a todos los que se me opongan y confiscaré todos sus bienes para engrosar mis arcas.
-¿Hay que atarles las manos a los condenados a muerte? -preguntó la «princesa».
-¡Naturalmente! Es para que no se resistan. Mira -dijo el novio sacando del bolsillo de su jubón unos fuertes cordeles de cáñamo. Siempre llevo conmigo estas cuerdas. Son para atar las manos de todos a los que pienso ahorcar.
Cuando le estaba enseñando las cuerdas a la «princesa», ésta se las arrebató y, rápidamente, rodeándole con ellas, lo ató como a un pavo, listo para asar.
La falsa princesa se quitó el disfraz y arrastró hasta una oscura cueva al sorprendido y horrorizado hijo del visir.
Más tarde el joven pegó en los muros del palacio otro cartel que decía:

Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
no vuelvas a robar nunca
o enviaré a tu hijo a la tumba.

Al día siguiente, al alba, el rey fue informado de que su hija y su futuro yerno habían desaparecido y de que el individuo que pegaba carteles había dejado un nuevo mensaje. Mandó llamar a su visir. Pero éste, muy preocupado por la falta de noticias de su hijo tras el paseo de la noche anterior, estaba ya en el palacio. Cuando leyó el texto del cartel, se hincó de rodillas a los pies del rey.
-Perdonadme, majestad... Renuncio a todo... Renuncio a todo...
La angustia que le embargaba le impedía expresarse coherente-mente. El rey, que no entendía lo que decía su visir, hizo que se hiciese pública la noticia de que nada le sucedería al vendedor de ocas si se daba a conocer, explicaba sus razones y liberaba a la princesa y al hijo del visir.
Entonces nuestro héroe se presentó con ellos en el palacio.
Allí relató al rey cómo el visir y su hijo se valían de su cargo para engañar, robar y expoliar sin piedad a los pobres ciudadanos, abusando de la confianza que el rey había depositado en ellos. Los dos miserables se hincaron de rodillas ante el rey y renunciaron a todos sus privilegios. El rey hizo que sus guardias los condujesen, entre los abucheos del pueblo, fuera de las fronteras del reino y confiscó todos los bienes que de modo tan infame habían obtenido. Y, puesto que estaban ya hechos todos los preparativos de la boda, preguntó a su hija y al vendedor de ocas si deseaban unir sus destinos, y ambos se apresuraron a decir que sí.
La historia nos dice que para aquella solemne ocasión la princesa se vistió con el traje de siete velos de seda de las recién casadas: primero el blanco, puro como ella; en segundo lugar el de atercio-pelados pétalos de rosa; tercero, el verde hierba de primavera; cuarto, el de color albaricoque, perfumado de miel y almizcle; quinto, el amarillo, ardiente llama de sol; sexto, el sereno azul de las noches estrelladas, y séptimo el rojo, apasionado como la vida misma. Luego trenzaron sus preciosos cabellos con hilo de oro y con perlas. Cuando, tras la ceremonia, recorrió las principales calles del brazo de su marido, el pueblo, alborozado, no dejó de lanzar a su paso pétalos de rosas y jazmines para que en su nuevo hogar solamente hubiera goces y deleites.
«Que la luz esté en tus ojos», gritaba la muchedumbre al verlos pasar. El rey hizo repartir mil monedas de oro, procedentes de las arcas del visir, entre los más pobres, y la fiesta duró siete días y siete noches. Se cuenta que el vino salía a chorros por los surtidores de las fuentes de todo el reino. El vendedor de ocas y su esposa vivieron felices y tuvieron muchos hijos, todos tan bellos como su madre y tan astutos como su padre.

Fuente: Reine Cioulachtjian

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