Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 14 de junio de 2013

El tejedor ingenioso

Esta historia, llevada por las alas del viento, ha cruzado fronteras y ha recorrido la Historia para contarnos que hace mucho tiempo reinaba en los confines de Persia el Sah Abbas, un soberano de gran sabiduría. Pero un día llego a la ciudad de Ispahán un derviche cojo y casi ciego.

Trazó un círculo en el suelo de la plaza principal con la punta de su bastón. Sin decir una palabra, plegando sus largas y descarnadas piernas, se sentó cómodamente en el interior del círculo. Fijó su imperturbable mirada en las cúpulas de la Gran Mezquita, el palacio de los Ocho Paraísos y el palacio de las Cuarenta Columnas. Aunque de su boca no salía una palabra, no cesaba de mover los labios. Dibujó en la línea de la circunferencia unos misteriosos símbolos reservados a los talismanes. Despertaba una enorme curiosidad entre los paseantes. Le preguntaron:
-¿Quién eres?
-¿Qué significa este círculo?
-¿Posees poderes mágicos?
El derviche no se dignó responder. Según avanzaba el día el número de curiosos iba en aumento. Su extraño mutismo producía una gran perplejidad, y muy pronto la curiosidad dio paso a la inquietud:
-¡Este hombre es peligroso!
-¡Nos ha echado el mal de ojo!
-¿Os habéis dado cuenta de que es cojo?
-¡Seguro que hace maleficios!
La inquietud fue creciendo y los rumores, que se extendieron por toda la ciudad de un modo disparatado y desproporcionado, llegaron a oídos del Sah Abbas, que ordenó a uno de los sabios de su Consejo que fuese a averiguar lo que pasaba...
El sabio llegó junto al derviche, observó sus gestos, su comporta-miento e intentó descifrar las inaudibles palabras que salían de sus labios, pensando que se trataba de un mensaje que quería transmitir... Tras reflexionar arduamente y apoyándose en la sabiduría que había adquirido leyendo los más enrevesados libros de ciencias y en el conocimiento de las reglas que rigen el alma humana, el sabio dijo:
-¡Oh, hombre! El oculto sentido de tu mensaje no ha escapado a mi clarividencia. El círculo que has trazado es el cielo; el interior está vacío. De ello se deduce que tu intención es dominar los cielos y expulsar las nubes que en ellos habitan para que la lluvia no acuda a regar nuestros campos, provocando así la hambruna. Sé que eres muy capaz de conseguirlo, pero ten piedad de nosotros... No lleves a cabo tu proyecto... El Sah te dará todo lo que pidas...
El derviche, con un gesto de desdén, permaneció sumido en el silencio. Pero el pueblo, que no se había perdido ni una sola palabra de las interpretaciones del sabio, las tomó como hechos consumados e, incapaz de imaginar que podía haberse equivocado, entró en un estado de locura. La gente lo exageró todo y, haciendo de una gota de agua un océano, creó e hizo circular rumores desmesurados.
-¿Sabéis que el derviche ha provocado inundaciones en China?
-Y un terrible pedrisco en Kara Kum, con granizos como sandías ...
-En Azerbaiyán, ató el cielo durante siete años y no dejó que cayera ni una sola gota de lluvia. La tierra quedó reseca y devastada, y hubo una invasión de sapos...
-¡Es verdad! ¡El primo segundo de la tatarabuela de mi cuñado estuvo allí! ¡Hubo hambruna durante muchos años, y las gentes se comían unos a otros...!
La muchedumbre entró en pánico y exigió a las autoridades que buscaran una solución al problema. Los llamamientos a la calma no fueron escuchados. Para evitar revueltas populares, el Sah ordenó a otro de sus sabios que fuera a ver al derviche. Aquél había estudiado los libros sagrados de todas las religiones e incluso la kábala carecía de secretos para él. Era iniciado en ciencias ocultas y experto en la comunicación con el mundo de los espíritus... Tras algunas horas de meditación y de cálculos metafísicos, el sabio tomó la palabra y dijo:
-Sé lo que quieres decirnos, oh, hombre de Dios. El círculo es nuestro país; está vacío.
Significa que vas a ordenar que la peste se abata sobre él para dejarlo despoblado. Ten piedad de nosotros.
El derviche permaneció en silencio.
El pánico se apoderó entonces de la población. Nuevos rumores se extendieron por toda la ciudad, propagados incluso por sordos y mudos. Los veintiún sabios del Consejo del Sah desfilaron uno tras otro ante el derviche, y todos y cada uno de ellos, a su modo, contribuyeron a que el terror entre la población se acrecentase. «Para curar la ceja, los sabios han sacado el ojo», se dijo el Sah a solas en su palacio. Y reflexionando sobre el problema llegó a la conclusión de que aquel derviche se traía algo entre manos. ¿O se trataba de un simple capricho? ¿Cómo saberlo? Era necesario que el derviche se fuese de allí por su propio pie. Si le expulsaran los guardias, el pueblo seguiría temiendo alguna terrible venganza.
Se sentía realmente avergonzado de la mediocridad de su Consejo pues ninguno de los sabios había conseguido resolver el enigma. Como siempre que le preocupaba algún problema, decidió darse una vuelta por la ciudad. Sus pasos le condujeron hasta el barrio armenio de Ispahán, donde fue testigo de una escena insólita: en una terraza había un montón de trigo extendido en el suelo, listo para ser molido. Una larga caña adornada con cintas multicolores se agitaba por sí sola sobre él, expulsando con sus incesantes movimientos a los pequeños insectos que el trigo atraía. «¿Cómo es posible que una caña se mueva sola?», se preguntó el Sah. Se acercó a la puerta de la casa, la empujó y entró. Sentado en el suelo, un viejo armenio tejía una pieza de lana.
A un lado y otro del hombre había dos bebés en sus respectivas cunas. De cada una de ellas partía una cuerdecita atada a los dedos del tejedor. Éste, primero con una mano y luego con la otra, hacía correr la lanzadera entre los hilos de la trama y la urdimbre. De esta manera el anciano balanceaba constante y regularmente las cunas en las que dormían plácidamente sus nietos. La caña, en la terraza, se movía por el mismo sistema. El sah sonrió al ver el ingenio del tejedor quien, al descubrir que tenía un visitante, se incorporó para saludarle y enseguida continuó trabajando. Como en todas las monedas del reino estaba grabada su efigie, el Sah pensó que tal vez le había reconocido. Para comprobarlo, sin presentarse directamente, preguntó:
-¿Soy yo? ¿No soy yo?
El viejo armenio, juzgando que a una pregunta ambigua debía dar una respuesta equívoca, contestó:
-¡Puede! ¡Puede!
Dando a entender con ello: «¡Puede que me consideres tan tonto como para no haberte reconocido!»
-¿Cómo va todo? -continuó el Sah.
-Con dos patas ocupadas, utilizo la tercera -dijo el tejedor sonriendo y continuando con el juego de adivinanzas que había iniciado el rey. Como con sus dos piernas no podía hacerlo todo, utilizaba una caña. El Sah se dio cuenta enseguida de que el anciano no se desconcertaba fácilmente y de que era un individuo realmente ingenioso, tanto en su trabajo como en la conversación.
«Éste es el hombre que necesito», se dijo.
«Seguro que él puede librarme de ese maldito derviche y, de paso, darles una buena lección a mis sabios, que son todos unos engreídos y que de sabios no tienen nada.»
-¿Si te envío unas cuantas ocas bien cebadas, me las despluma-rías? -le dijo al tejedor.
-Yo sé cebar ocas y también sé desplumarlas. Siempre al servicio de su majestad -declaró el anciano.
Al ver que le había reconocido, el Sah sonrió.
-¡Muy bien! Pues enseguida te enviaré veintiuna. Trata de hacerte con ellas -dijo el Sah antes de retirarse.
Al poco llegaron a casa del tejedor los veintiún sabios del Consejo. Estaban muy preocupados, pues el Sah les había amenazado con desterrarlos si no conseguían convencer al tejedor de que se midiese con el derviche. Aquellos altos cargos del imperio se sentían real-mente humillados de tener que solicitar la ayuda de un pobre diablo, de un tejedor, por si fuera poco, extranjero; pero las órdenes del Sah eran tajantes.
-¡Maestro! ¿Serás capaz de deshacerte de un indeseable derviche? -le preguntaron los sabios.
«¡Así que éstas son las ocas del Sah!», se dijo el anciano. «Él me ha pedido que las desplume bien, así que me tendré que emplear a fondo.»
-Lo que me pedís es prácticamente imposible -objetó el tejedor. Tendréis que hacer grandes sacrificios.
-Haremos todo lo que nos pidas. ¿Qué deseas?
-Necesito una caña mágica, un ajo inmortal y una gallina que haya puesto un huevo de oro.
-¿Pero dónde vamos a encontrar todo eso?
-Yo sé dónde y cómo. ¡Pero hace falta mucho dinero!
-¡Pagaremos lo que sea! -prometieron los sabios.
-Estupendo. Entonces traedme vuestros gorros llenos de oro -ordenó el anciano.
Y así hicieron los sabios. El tejedor, satisfecho de haber cumplido la primera parte de su misión, cogió su caña, metió en su morral un diente de ajo podrido y una vieja gallina desplumada y se fue adonde estaba el derviche. Los curiosos se arremolinaban alrededor. La ciudad entera estaba allí, y también el Sah con toda su corte. El tejedor, sin decir una sola palabra, hizo con su caña un surco bien profundo en mitad del círculo, dividiéndolo en dos partes iguales, y se sentó en una de ellas, frente al derviche. A éste pareció no sentarle demasiado bien aquello. Se quedó pensando, bajó la cabeza y, muy irritado, sacó de su bolsillo una cebolla y la colocó ante él. En respuesta a esto, el tejedor extrajo de su morral el ajo podrido y lo puso también delante de sí. Furioso, el derviche sacó entonces de otro de sus bolsillos un puñado de granos de maíz y los esparció por su semicírculo. El tejedor sacó entonces la gallina, que enseguida se puso a picotear los granos de maíz. El derviche, rabioso, cogió su caña, su morral y, sin dejar de mascullar, se fue de la ciudad y desapareció para siempre.
El Sah pidió al tejedor que explicara el sentido de aquella extraña puesta en escena.
-¡Que viva el Sah! -dijo el viejo armenio. Ese derviche estaba completamente loco. Creía que era mago y que podía dirigir el mundo. Con el círculo quería decir que el mundo le pertenecía. Desde luego, me he cuidado mucho que decirle que estaba loco. Pero he dividido en dos el círculo para comunicarle que no, que la mitad del mundo era mía. Se ha apartado a un lado y me ha mostrado la cebolla, como diciéndome que íbamos a entrar en conflicto. Mi ajo significaba: «Aunque me declares la guerra, no pienso retroceder». El maíz que esparció representaba el ejército con el que me amenazaba, pero para mi vieja gallina era pan comido. En ese momento le entró miedo y se fue.
Los habitantes de Ispahán, felices de haber escapado a la hambruna, la peste y otras calamidades, vitorearon al tejedor. El Sah, que apreciaba mucho a los artesanos, le preguntó:
-¿Qué has hecho con las ocas que te envié? ¿Las has desplumado bien?
-¡Que viva el Sah! Ya lo creo que las he desplumado. ¡Aquí están sus plumas! -exclamó el tejedor poniendo a sus pies un tonel lleno de oro.
-Te mereces este oro -dijo el Sah. Yo, además, te voy a dar otro tanto de mis propias arcas. Quiero que abras una gran fábrica de hilaturas y tejidos para que tu oficio prospere en mi país. Las puertas de mi palacio las tendrás siempre abiertas y jamás te faltará mi protección para ti, para tus sucesores y para tu pueblo. Además, te nombro sabio entre los sabios: presidirás mi Consejo.
Como los ministros y los sabios comenzaron a murmurar ante tanta generosidad por parte del Sah hacia un extranjero, lo cual suponía una gran afrenta para su amor propio, el Sah, indiferente a los murmullos, tomó su libro preferido, lo abrió al azar y leyó en voz alta el siguiente pasaje:
«Si rechazamos a los extranjeros, si les prohibimos trabajar al servicio del estado, si los expulsamos... no estaremos aprovechando las riquezas y los valores que el país posee. Las montañas no rechazan la tierra que acude a unirse a ellas, y gracias a eso llegan a ser tan altas. Los grandes ríos no desdeñan los pequeños cursos de agua que vienen a confluir a su caudal, y gracias a ellos son tan caudalosos».
Se hizo un gran silencio a su alrededor.
Al día siguiente, el tejedor ingenioso acudió a presidir el Consejo. La Historia no hace la menor mención de su nombre ni de los sutiles consejos que dio. Sí se sabe, en cambio, que bajo el reinado del Sah Abbas, y gracias a los mercaderes armenios, Persia tuvo el monopolio de la seda en todo Oriente y en todos los reinos cristianos de Occidente.

Fuente: Reine Cioulachtjian

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