Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 23 de agosto de 2012

La bella y sus tres principes

Hace muchos años, en la fabulosa In­dia, vivió un poderoso sultán. Habitaba un palacio de doradas cúpulas y brillan­tes mármoles y era feliz, pues tenía tres hijos buenos y apuestos, los príncipes Hussain, Alí y Ahmed, además de una so­brina; la bellísima Nurnihar.
Y resultó que los tres príncipes se ena­moraron de su hermosa prima y el sultán no podía dormir de preocupación.
-No sería un soberano justo, ni un buen padre si diese la muchacha a uno de mis hijos haciendo desdichados a los otros dos -se decía.
Y después de mucho reflexionar, llamó a los tres príncipes y les dijo:
-Como no puedo conceder la mano de Nurnihar a uno de vosotros haciendo des­dichados a los otros dos, ved lo que he decidido: partiréis lejos y recorreréis el mundo al azar. Un año durará vuestro via­je y el que al cabo de ese tiempo haya conseguido el objeto más precioso se ca­sará con Nurnihar.
Los tres príncipes aceptaron la sabia decisión de su padre y se pusieron en camino.
Nurnihar, desde la ventana más alta de palacio, les despidió agitando su mano. Sus bellos ojos se inundaron de lágrimas.
Husain montaba un fogoso corcel blan­co. El caballo de Alí era de color de aza­bache, y el corcel de Ahmed era amarillo como el ámbar.

999. Anonimo,

La astucia del pastor

Un joven pastor de apenas quince años, regresaba una tarde del mercado, donde había vendido sus ovejas y, cansado, se sentó en el brocal de un pozo. Vio acercarse a un hombre y comprendió que iba con intención de robarle, pues seguramente había presenciado la venta de sus ovejas.
El joven pastor empezó a llorar y el ladrón le preguntó:
-¿Puede saberse qué es lo que te pasa?
-¡Pobre de mí, cuando llegue a mi casa sin el dinero! He ido al mercado a vender mis ovejas y ahora, mientras estaba sentado aquí, descansando, se me ha caído al pozo la bolsa con el dinero y no sé cómo recuperarla.
-Si no es más que eso, yo bajaré al pozo. Luego, cuando pasemos por el pueblo, me invitas a un trago de vino y en paz.
El muchacho se dio cuenta que trataba de engañarle, pero fingió creerle. Se quitó el ladrón la ropa para luego encontrarla seca y bajó por el brocal. El pastor cogió la ropa del ladrón y se fue corriendo para que no pudiera perseguirle.
Y efectivamente el ladrón pasó un buen rato buscando en el fondo del pozo y cuando llamó y nadie le contestó se dio cuenta del engaño y a duras penas pudo escalar el brocal y permaneció desnudo escondido tras un tronco de un árbol hasta que pasaron unos mercaderes y le prestaron una manta.

999. Anonimo,

Kobutori jiisan

Hace mucho, mucho tiempo, vivía un anciano en un pueblo.
El nació con un chichón en la mejilla del cual no se preocupaba para nada.
Era muy optimista.
En el mismo pueblo vivía otro anciano que también tenía un chichón en la mejilla, pero éste siempre paraba enfadado porque se acomplejaba de su defecto.
Un día el anciano optimista fue a cortar leña al bosque, pasado un momento empezó a llover y decidió descansar un poco. Durmió profundamente pero se despertó al oir un ruido extraño en plena noche.
Se sorprendió mucho al ver a unos demonios celebrando una fiesta muy cerca de ahí.
Estaban armando un gran alboroto cantando, bebiendo y bailando.
El anciano al comienzo tenía mucho miedo por lo que decidió seguir viendo a escondidas, pero no pudo contener sus ganas de bailar pues le parecía muy agradable todo aquello.
Los demonios se sorprendieron al verlo pero continuaron bailando porque su danza era muy interesante.
Pasaron un rato agradable hasta que cantó el primer gallo.
El jefe de los demonios dijo: "Ya tenemos que volver a casa. Me gusta mucho tu danza por eso esta noche también ven. Voy a tomar tu chichón y si vienes esta noche te lo devolveré."
El anciano se quedó sin su chichón, ¡ni rastros de el! Los demonios pensaban que al anciano le gustaba su chichón y por ello regresaría, pero en realidad éste estaba muy contento sin él.
Cuando el anciano regresó al pueblo contó todo lo sucedido al otro anciano.
Este último lo veía con una mirada de envidia y dijo: "¡Voy a ir esta noche!"
Esa noche empezó nuevamente la fiesta.
Este anciano, por ser una persona sombría, no se encontraba a gusto y no pudo bailar, en realidad detestaba el baile.
Al verlo, poco a poco los demonios empezaban a disgustarse.
El jefe de los demonios le dijo: "¡Te voy a devolver tu chichón y vete inmediatamente!"
De esta manera, este anciano se quedó para siempre con los dos chichones por ser estrecho de espíritu y de corazón.
¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!

 999. Anonimo,

Juan sin miedo .999

Andaba Juan por el mundo preguntando a la gente qué era el miedo, pues él lo desconocía y quería saberlo. Todos se rieron de él, hasta que llegó a un Reino cuyo Rey le dijo:
‑Mi hija está prisionera en un castillo, y la salvará el que pase en él una noche. Nadie lo ha conseguido, tienen demasiado miedo. Si, tú lo logras, te casaré con ella.
Juan fue al castillo y se instaló en él, dispuesto a pasar miedo. Pero no fue así; primero aparecieron tres esqueletos, y Juan les desmontó para jugar a los bolos con ellos. Luego entraron en la sala diez gatos furiosos que daban pavor, pero Juan se puso a ladrar, y los espantó a todos. Y por fin llegó un gigante barbudo para matar a Juan, pero el chico le pilló la barba entre un yunque y un hacha, y allí estuvo rabiando el gigante toda la noche...
Por la mañana, Juan salió del Castillo tan fresco, y dijo:
‑No he pasado miedo, pero no me han dejado pegar un ojo...
El Rey se apresuró a casarle con su hija, que había sido desencantada, a la vez que todo el Castillo.
¡Y fueron felices, y comieron perdices, y nos dieron con el plato en las narices!

999. Anonimo,

Juan el bobo

La Princesa Risueña sólo quería casarse con quien fuera capaz de hacerla reír, así que ante Palacio había una fila de pretendientes para intentarlo, pero todos se quedaban mudos ante ella y eran despedidos. También llegaron allí dos hermanos que se tenían por listos, y el pequeño Juan el Bobo.
El primer hermano se sabía de memoria el diccionario, pero al ver a Risueña no pudo decir nada. El segundo hacía bellas piruetas, pero se le enredaron los pies y quedó paralizado.
Entonces llegó Juan el Bobo, de quien todos se reían. Entró en el salón montado en una cabra loca, con una urraca muerta en la mano y los bolsillos llenos de barro fino.
‑¡Fuera, insolente! ‑dijeron los ministros. ¿No te das cuenta de que esa urraca huele mal, y que la cabra se come la alfombra? ¡La Princesa se va a enfadar y con razón!
Pero no fue así. Juan daba vueltas al salón sobre la cabra, para que no pudieran cojerle, y tiraba pellas de barro a la cara de los ministros. La Princesa, al oír el jaleo, se asomó, y al ver la escena casi se parte de la risa. Cuando se calmó, quiso casarse con Juan de inmediato.
‑¡No hay nadie tan divertido! ‑dijo. ¡Será a mi marido!

999. Anonimo,

Hotel amsterdam, habitación 231

-¿Y qué sugiere que hagamos, señor Atkins?
-Exhumar el cadáver, inspector. Creo que no queda otro remedio.
El inspector Blunt, jefe de la Brigada de Servicios Especiales de Scotland Yard, tenía una bien merecida fama de flemático, pero estuvo a punto de perderla escuchando tan desconcertante historia. Los detalles eran tan espeluznantes que por primera vez en su vida se atragantó con el té y su pipa, cuya combustión era de ordinario parsimoniosa, despedía gigantescas volutas a ritmo de locomotora. La alteración nerviosa del señor Atkins, evidentemente fuera de sí, prestaba a la descripción de los hechos tanta vivacidad que consiguió despertar la imaginación del inspector Blunt hasta el extremo de hacerle visualizar mentalmente, con la nitidez de una pesadilla, todo el horror contenido en le relato. «Este hombre -pensó para sus adentros- hubiera sido un excelente vendedor a domicilio, o ese actor pluscuamperfecto que Shakespeare no logró encontrar en su vida. Tal vez así le hubieran ido mejor las cosas que como gerente de hotel».
-Las cosas empezaron a ir mal -repitió por enésima vez el señor Atkins, gerente del vetusto Hotel Amsterdam, enclavado en el corazón del Soho- cuando la señora Holliday abrió el armario de la habitación 231...
El momento en que la señora Holliday abrió el armario de su habitación, recién llegada al hotel, se había convertido para el señor Atkins en una imagen obsesionante, espantosa como la propia escena que evocaba.
-... Escuchamos su grito y luego la vimos descender acelera-damente las escaleras sudorosa, blanca como el mármol, con los ojos desorbitados. Las manos le temblaban y estuvo un momento con la respiración entrecortada, sin poder articular palabra. Cuando al fin pudo hablar nos dijo que había visto cómo se balanceaba despacio, colgado por el cuello con una cuerda de violín, el cuerpo de una mujer muerta en el interior del armario. Pidió un vaso de agua, lo bebió de un tirón, y luego se le cayó de las manos, haciéndose añicos en el suelo. Pero estoy seguro, inspector, que la señora Holliday ni se dio cuenta de ello, tanta era su excitación al recordar los ojos vidriosos del cadáver, su lengua cárdena y babeante colgando desmesurada-mente del labio inferior, la espeluznante marca que la cuerda del violín, hundiéndose en la carne, había dejado en su cuello hasta casi decapitarlo... Encargué al botones que consiguiera un sedante fuerte y la llevé a mi despacho. Apenas consiguió tran-quilizarse tras la ingestión del fármaco, pero sí lo bastante para escucharme. «Lo que usted ha visto -le dije- no es real. Puedo demostrárselo si se encuentra con ánimo suficiente para acompañar-me a la habitación 231». Logré convencerla y en su presencia abrí el armario. Efectivamente, estaba vacío. La señora Holliday me aseguró que había visto el cadáver con absoluta nitidez. «Usted no está loca -repuso, y aunque lo que ha visto no es real, puede haber una explicación». Entonces me vi obligado a contarle una historia que usted y sus hombres ya conocen, la del presunto suicidio de Mary Watts. Ustedes mismos dictaminaron que había sido un suicidio. Recordará, inspector Blunt, que el cuerpo de Mary Watts apareció en ese mismo armario y de esa misma forma exactamente igual a la descrita por la señora Holliday... Aunque lo sorprendente del asunto es que la señora Holliday tuvo la visión una semana después de ocurrido el lamentable suceso, cuando el cadáver de la señorita Watts ya había sido enterrado.
-Bien, señor Atkins. La suya es una historia extraordinaria, pero...
-Pero no termina ahí, inspector. Desgraciadamente, no termina ahí.
Con la voz ronca por el peso de sus emociones, el gerente del Hotel Amsterdam (vieja reliquia victoriana en cuyas habitaciones, según cierta leyenda, se inyectaba dosis masivas de heroína el mismísimo Conan Doyle) continuó provocando el asombro y la inquietud en el inspector Blunt, mucho menos curado de espanto de lo que su larga experiencia profesional permitía suponer.
-Naturalmente, ofrecimos a la señora Holliday la suite del hotel, completamente gratis y por el tiempo que quisiera, a condición de no divulgar nada de lo ocurrido. Así lo hizo, y hubiéramos olvidado el desagradable incidente a no ser porque días después volvió a repetirse la misma historia, esta vez protagonizada por un viejo clérigo recién llegado de las Indias Occidentales. Decidimos que sería mucho más rentable cerrar definitivamente la habitación 231, pero...

-Pero a pesar de ello -interrumpió esta vez el inspector- continuaron ocurriendo cosas raras, ¿no es así?
-En efecto, así es. Continuaron y continuarán, para desgracia del negocio... Aceptaría un poco más de su té, si no le importa.
-Con mucho gusto.
El señor Atkins paladeó el té ofrecido por el inspector con un gesto de absoluta desesperación. Su mano temblorosa hizo que la cucharilla tintinease sobre el plato hasta que consiguió posarlo, sano y salvo, sobre la mesa del despacho. Por un momento, el temor a que se rompiese la valiosa porcelana pesó más en el ánimo del inspector Blunt que el que le inspiraba el relato del señor Atkins. Pero fue sólo un momento, porque lo que contaba el gerente del Amsterdam (cuyo sentido común no cabía poner en duda) podía hacer estremecer incluso a una piel de elefante como la del curtido Blunt.
-La habitación fue cerrada a cal y canto. Incluso borramos el número 231 de la puerta y del casillero. Aquella habitación, a efectos comerciales, había muerto definitivamente. Pero a otros efectos, seguía más viva que nunca. Todas las madrugadas, minutos antes de las dos y media (hora aproximada en que, según el forense, Mary Watts dejó de existir), un sordo gemido que no podía confundirse con ruido de las viejas cañerías se extendía por todo el hotel, procedente de la maldita habitación 231. Las condiciones acústicas de un edificio tan viejo permiten toda clase de resonancias, y por eso advertimos a nuestros clientes que procuren no hacer ruido a partir de las diez de la noche. En consecuencia, el aullido, quejido o lo que fuese, se transmitía con una claridad impresionante...
El señor Atkins no ahorraba detalle alguno, sino que parecía complacerse en una descripción detallada y minuciosa. Así fue como el inspector Blunt se enteró de que el raro sonido podía identificarse al principio como el de un animal moribundo. Era una especie de «E» prolongada, ronca, monocorde, que de vez en cuando dejaba paso al silencio para reproducirse nuevamente después. En el profundo silencio de la madrugada, tan desacostumbrado sonido ponía los pelos de punta a quien tuviera la desgracia de escucharlo. Los clientes de las habitaciones contiguas exigieron el libro de reclamaciones y se quejaron airadamente al señor Atkins antes de abandonar el hotel. No quedó más remedio, por tanto, que clausurar también las habitaciones 230 y 232.
-El personal de servicio y yo mismo estábamos tan nerviosos que apenas podíamos pegar ojo. Cierta noche el sonido se hizo insoportablemente quejumbroso y mis nervios no aguantaron más. Extraje las llaves de la caja fuerte, abrí un cajón de mi escritorio y saqué un pequeño revólver. Era una decisión desesperada y, según sospeché, completamente inútil, pero de alguna manera había que hacer frente a la  situación, si no quería que la indecible angustia de aquel gemido acabase volviéndome loco. Guardé el revólver, empuñándolo, en el bolsillo de la chaqueta, y me encaminé a la recepción para pedir al conserje que me acompañara a la 231.
Richard, el anciano conserje, estaba en su puesto muerto de miedo. Saludó la aparición del señor Atkins como si se tratara de un arcángel celestial: «Gracias a Dios que está usted despierto, señor. Creí que no podría soportarlo. Esta parece ser una noche especial, ¿verdad? Los gritos son más fuertes que nunca».
-En efecto, los gemidos se habían convertido en auténticos gritos, aunque su volumen no llegaba a ser lo bastante alto como para despertar a todo el hotel. Richard debió leer en mis ojos la determinación que había tomado, puesto que con apenas un hilo de voz me dijo:  «No irá usted a subir, ¿verdad, señor?» «Sí, Richard -repuse, es absolutamente necesario. Y quiero que usted me acompañe». Tendría que haber visto, inspector, la cara de espanto del pobre Richard cuando le pedí que subiera conmigo. Se negó en rotundo y de nada sirvieron mis amenazas. Tuve que subir solo y soportar los lamentos igualmente odiosos: el que procedía de la 231, y a mis espaldas, el histérico Richard instándome por todos los santos a que desistiera de mi descabellado empeño. Volví la cabeza y le dije que, a partir de ese momento, se considerara despedido. Pero Richard seguía insistiendo, con la garganta atenazada por el terror, en que regresara y no cometiera semejante locura.
La pipa del inspector Blunt parecía un pequeño Vesubio a punto de entrar en erupción.
-Nunca podrá imaginarse el enorme esfuerzo que me costó subir peldaño a peldaño aquella escalera. Porque, a cada nuevo paso el inadmisible sonido, aumentando su intensidad, se pegaba persistentemente a mis oídos como un beso del Diablo. Nada pude hacer para dominar el temblor de mis piernas. Apretaba con fuerza la pistola, empapada con el sudor de mi mano, y me decía a mi mismo que, fuese lo que fuese aquello que provocaba el gemido, habría alguna forma de acabar con él... Lo angustioso era no saber cuál podría ser esa forma.
Dejando atrás la escalera, el señor Atkins caminó lentamente por la oscuridad del pasillo en dirección a la habitación 231, sobre cuya puerta parpadeaba apenas la mortecina luz de una pequeña bombilla. El miedo despertaba con violencia todos sus sentidos, y las vibraciones de aquel sonido espantoso, ahora ya tan cercano, parecían habérsele incrustado en el corazón. Con toda la mente concentrada en tales vibraciones, comprobó ahora que estaban modulan-do de distinta forma hasta acabar pareciéndose a largos y siseantes estertores. Estaba tan despierto que el ruido de un mosquito le hubiera producido el mismo impacto que una explosión de dinamita. Por eso se le cortó súbitamente la respiración cuando, a sus espaldas, escuchó un sonido cuya imprevista irrupción no le dio tiempo a identificar. Se volvió rápidamente y tuvo que enfrentarse con el perfil de una larga sombra que avanzaba por el pasillo. El corazón le dio un vuelco al tiempo que su mano se crispaba sobre la pistola...
-¡Santo Dios! Era el bueno de Richard, quién finalmente había optado por no dejarme solo y estuvo siguiéndome sin que me diera cuenta. Me indicó con un gesto que no me alarmara y seguidamente llevó su dedo índice a sus labios, tan asustado y tembloroso como un flan, y componiendo con ello una buena figura tan grotesca que si las circunstancias hubieran sido otras me habría echado a reír. Pero allí estábamos los dos, frente a la puerta, empuñando yo la pistola con una mano y la llave con la otra, sin saber qué hacer con ninguna de las dos, mientras el rostro de Richard había pasado de una palidez de cera a un inquietante tono casi verdoso que el miedo se complacía en estamparle, perlándole además la frente con multitud de minúsculas gotas de sudor frío... Debo confesarle que a pesar del dramatismo del momento, una parte de mi aterrorizado ánimo se conmovió por aquel gesto final de acompañarme, con el que Richard demostraba una inesperada solidaridad...
De pronto el estertor se convirtió en un grito agudo, cortante, similar al que provoca en ocasiones una muerte violenta, y a continuación reinó un silencio absoluto sobrecogedor. Pero por poco tiempo, porque al cabo de un rato fue seguido por un estrépito indescriptible, sin duda producido por el desplazamiento y caída simultánea de todos los muebles de la habitación.
-Entonces actué como un autómata, inspector. Porque de buena gana hubiera echado a correr pasillo adelante y no parar hasta llegar a la calle. En vez de eso, introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta, no sin antes cerciorarme de que, a pesar del ruido producido, ningún cliente daba señales de vida. Borrachos como cubas debían estar todos para no haberse dado cuenta.
Renqueó suavemente la puerta al abrirse. La pequeña bombilla de la entrada apenas mitigaba la casi completa oscuridad del interior. Richard se aferraba tenazmente al brazo izquierdo del señor Atkins en un desesperado intento de evitar el desmayo. El señor Atkins, sin soltar la pistola, se atrevió a introducir en la oscuridad el mismo brazo que sujetaba el conserje hasta que sus dedos alcanzaron el obturador de la luz. Cuando al fin logró encender, el espectáculo que se ofreció a sus ojos les dejó atónitos: las puertas del armario giraban todavía sobre sus goznes, las ventanas estaban abiertas de par en par, los cuadros se habían desprendido de la pared, las camas, desplazadas de sus lugares adecuados, aparecían deshechas, con las sábanas hechas girones... Y no había nadie.
-No había nadie, inspector. ¿Comprende? No había absolutamente nadie. Era comprensible que Richard acabara desmayándose. Yo mismo no sé como podía soportarlo.
La pipa del inspector Blunt soltó por su cazoleta un grandioso chorro de humo, como la cola de un efímero e improbable cometa.
-No había nadie -insistió Atkins. 
Puede creerme: nadie en absoluto.
-Le creo, señor Atkins, le creo. Pero sigo sin comprender por qué quiere que sea exhumado el cadáver de la señorita Watts.
-¿No lo entiende? Creo que está bastante claro. A la vista de los extraordinarios acontecimientos ocurridos en el Amsterdam, sólo podemos pensar que Mary Watts no se suicidó, sino que fue asesinada. Está además el hecho de que, por muy masoquista que sea, nadie se suicida ahorcándose con una cuerda de violín. Los hechos paranormales de la habitación 231 podrían tener su raíz en la enorme tensión emocional que sufrió el psiquismo de la señorita Watts al saberse víctima de un asesinato tan horrible, y es muy posible que un minucioso examen de su cuerpo pueda establecer alguna pista segura para dar con el asesino... Francamente, inspector Blunt, yo no creo en los espíritus. Pero si creyera en ellos, no dudaría en afirmar que Mary Watts nos está pidiendo venganza desde otro mundo.
La pipa del inspector Blunt, exhausta, abandonó su boca y fue a encontrar un merecido descanso sobre la mesa. Su propietario compuso un gesto de conmiseración y trató de consolar al atribuido señor Atkins.
-Por si le sirve de algo, le diré que su historia me parece desusada, pero no inverosímil. Scotland Yard sí cree en los espíritus, sobre todo cuando están dispuestos a colaborar eficazmente con la policía. De hecho, hemos contratado a videntes (de forma extraoficial, claro está) en ciertos casos difíciles. Y casi siempre han dado buenos resultados. Pero me temo que la pobre opinión de un pobre inspector de policía no le servirá de mucho en esta ocasión. Se necesita un mandamiento judicial para ordenar el levantamiento de un cadáver. Y no creo que, con los datos que usted aporta, pueda convencer a ningún juez. Por otra parte, el forense ya realizó la autopsia, y no encontró en el caso de Mary Watts otras señales que las propias de una muerte por asfixia. Si fue asesinada, el asesina se cuidó muy bien de no dejar ninguna huella. No quedó más remedio que aceptar la tesis del suicidio... El caso está cerrado, señor Atkins, y mucho me temo que no haya nada que hacer.
-Pero todo lo ocurrido en la habitación 231...
-Usted mismo ha dicho que no encontró a nadie en esa habitación. Lamentablemente, nosotros sólo podemos ocuparnos de los delitos cometidos por personas vivas. Las otras están completamente fuera de nuestra jurisdicción. Créame que lo siento muy de veras, pero en este caso no podemos ayudarle... Aunque, si me permite que le dé un consejo...
-Diga, diga...
-¿Por qué no prueba a cambiar la cerradura? Ya sé que es una prueba demasiado simple, tal vez. Y desde luego, nada parapsicológica. Pero le aseguro que, en ocasiones, ha dado muy buenos resultados.
«Quizá tenga razón después de todo», pensó Atkins desilusionado por la entrevista, aunque contento por no tener que soportar ya más el poco soportable aroma de la pipa del inspector Blunt. Pero le daba miedo tener que regresar al hotel con las manos vacías.
Londres fumaba su smog de cada tarde a grandes bocanadas, y los primeros faroles encendidos, envueltos en la espesa neblina, presagiaban una densa noche de otoño. Camino de su hotel, Atkins se encontró con muy pocos transeúntes, pero todos ellos, con toda probabilidad, creían en fantasmas, a juzgar por el paso rápido y el aire receloso de sus miradas, incapaces de traspasar la niebla más allá de su nariz. Y la noche hacía crecer en las esquinas su inexorable oscuridad.
Al doblar una de ellas contempló la vetusta mole del Hotel Amsterdam, difuminada por las crecientes sombras del ocaso. La historia del presunto fantasma se había extendido lo bastante como para que sólo unos pocos clientes, poco supersticiosos o ignorantes de la misma, se albergaran en sus  rancias habitaciones en los últimos tiempos. Todas las que daban a la calle tenían cerradas sus ventanas salvo la 231, cuyo inexplicable desorden, del que él mismo fue testigo, había sido respetado. Los blancos visillos de aquella habitación maldita tremolaban sobre una pared que la vejez y la polución habían embadurnado de negro, y el contraste entre ambos colores resultaba más evidente a causa de la escasa luz. Atkins no dejó de advertirlo, concentrando su atención en la ventana abierta.
Y de pronto, durante el tiempo de una exhalación, creyó haber visto tras la ventana la imagen borrosa de una mujer. Sobrecogido, sospechó que aquella visión fugaz no podía ser sino un subproducto de la tensión nerviosa, pero una furia irracional se desparramó por sus venas y la adrenalina golpeó despiadadamente su corazón.
-«¡Maldita, maldita!»
La figura entrevista volvió a cruzar la ventana, pero esta vez tan despacio como para que el señor Atkins, sobre cuya mente se posó la furia como una nube roja, pudiera contemplarla en todos sus detalles. El espanto que le producía su cuello ensangrentado, el inusitado brillo de sus ojos y de sus dientes, la torva expresión de angustia que reflejaba aquel rostro desencajado cuya mirada, cargada de odio, no se apartaba de la suya propia, todo ello actuó en su ánimo como un revulsivo. Completamente fuera de sí, cruzó la calle, atravesó el hall y subió la escalera a grandes zancadas. Richard, el conserje, contempló atónito cómo el señor Atkins corría escaleras arriba con la cara congestionada y los ojos en blanco, pero el señor Atkins no se dio cuenta de su presencia, obsesionado por la insana idea de acabar como fuera, de una vez para siempre, con aquella  espantosa pesadilla.
Richard corrió tras él, pero no pudo alcanzarlo. Le escuchó farfullar unas palabras incomprensibles y se asombró al comprobar cómo un hombre ya entrado en años pudiera remontar las escaleras con tan pasmosa celeridad. Al llegar al rellano del primer piso desistió de perseguirle a tanta velocidad. Se apoyó en la baranda, resollando mientras recuperaba fuerzas, y escuchó cómo el señor Atkins, en el piso de arriba, derribaba a golpes la puerta de la habitación 231.
-¡No lo haga, señor Atkins, no lo haga!
Y olvidándose de sus muchos años, el viejo Richard Perkins subió también las escaleras que le faltaban como una liebre. Vio la puerta derribada de la habitación, al final del oscuro pasillo, y percibió la agitada voz del señor Atkins envuelta en un aullido inconfundible.
-¡Sal de ahí, maldita, engendro del Diablo!
El aullido resonaba ahora en el pasillo en un tono desgarrador, ahogando con creces los gritos del señor Atkins, y Richard tuvo miedo de seguir adelante. Volvió a escuchar el ruido de los muebles desplazándose, y un frío mortal recorrió su espalda. Paralizado por el terror, pudo oír todavía cómo el señor Atkins profirió un grito seco, inarticulado, un último grito que dejó paso al silencio. Al cabo de una rato se atrevió a llamarle por su nombre, pero nadie contestaba. Ni una maldita mosca se escuchaba más allá de la puerta derribada.
Cuando al fin logró reunir los arrestos suficientes para traspasar el umbral de la habitación, todavía llegó a tiempo de ver un ligero movimiento en las puertas del armario. El señor Atkins no estaba allí, y Richard huyó despavorido, temeroso de que también a él se lo llevaran los espíritus sin dejar rastro.
Si en vez de huir hubiera tenido el valor de acercarse a la ventana abierta, hubiera descubierto que abajo, en la calle, se encontraba el cuerpo sin vida del señor Atkins, bañado ya por un gran charco de sangre.

999. Anonimo,

Historia de los dos que soñaron

Cuentan hombres dignos de fe que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan.
Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: "Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla". A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros del desierto, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres.
Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por decreto de Alá Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea.
El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: "¿Quién eres y cuál es tu patria?" El otro declaró: "Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí". El Capitán le preguntó: "¿Qué te trajo a Persia?" El otro optó por la verdad y le dijo: "Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste".
Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: "Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete."
El hombre las tomó y regresó a su patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Alá le dio bendición y lo recompensó.

999. Anonimo,

Gumersindo el gnomo

-¡Ay!
-¿Pero, qué pasa?
-¡Oh…Ay!
-¿Pero... qué sucede?
-¡Ah... Ay... Ay!
-¿Qué es lo que hay?
-¡Oauh! ¡No hay nada... nada!
-Pero, si no hay nada, ni nadie: ¿Quién chilla?
-¡Oauhhhh! ¡Oauhhhh! ¡Sácame de aquí por favor! ¡No puedo más! ¡Oauhh... oauhhhhh!
-¡Es que no sé dónde estás!
-¡Debajo... debajo... debajo de tu pie!
Carlitos, era aún pequeño pero el gran tamaño de su pie indicaba claramente que estaba creciendo a pasos agigantados. Primero levantó un pie y no vio nada, después el otro y tampoco...
-¡Uff... menos mal que te has apartado! ¡Qué mal lo estaba pasando!
-¿Dónde estás que no te veo?
-¿Que no me ves? ¿y tampoco ves mi pobre casa, que acabas de destrozar? ¡Bruto, más que bruto!
-Perdóname.... es que yo no veo nada ¡Ay!
Carlitos, acababa de sentir un tremendo pellizco debajo del pantalón, justo por encima de su zapatilla deportiva. Se agachó rápidamente y propinó un tremendo manotazo sobre la zona que le acababa de picar, por si se le había colado algún insecto
-¡Oahuuuu... ahora si que me duele!
Algo cayó al suelo, chillando de dolor
-¡Oahuuuu... bruto más que bruto!
Carlitos se agachó y miró aquello que se había caído de su pantalón
-¡Anda, pero si eres.... no puede ser... si eres!
-¡Sí, soy un duende! ¿qué pasa?
-No... nada, sólo que yo creía que los gnomos no existían... que eran pura fantasía
-¿Sí? ¡Ya te daré yo fantasía...! te daré un bofetón, como el que tu me has propinado y verás que clase de fantasía es esa. Y mi pobre casa destruida ¡Valiente fantasía la tuya!
-¿Tu casa? ¿no la veo por ninguna parte? ¿dónde está?
-Querrás decir que dónde estaba, porqué la has aplastado con tus patas de elefante
-¿Pero dónde...?
-Al lado mismo de tu pie derecho: esa preciosa seta, roja y blanca, que tan buen cobijo me daba
Carlitos vio un hongo, muy grande, que acababa de aplastar sin querer y exclamó:
-¡Si es una seta venenosa!
-Y a mí que más me da, si no era para comérmela ¿o acaso, te comerías tu casa?
-No, claro que no ¡Vaya como lo siento, señor gnomo!
-¡Me llamo Gumersindo, Gummy para los amigos!
-¡Bueno Gummy discúlpame!
-¿Acaso te he dicho que seas mi amigo, para que puedas llamarme así?
-¡Perdone, Don Gumersindo!
-¡Don Gumersindo... Don Gumersindo!.. ¡ni que fuera un duende viejo de 500 años...! Prefiero que me sigas llamando: Gummy
-¿Es que hay gnomos de 500 años?
-¡Uy... pues claro y de 1000 también! ¡Yo, por ejemplo, tengo 501…digo... 499...no vayas a pensar que soy tan viejo! ¡Es que tú eres muy ignorante! ¿Sabes algo sobre nosotros, los duendes?
-¡Sólo lo que contáis bonitos cuentos!
-¡Cuentos…cuentos! ¡Pamplinas! La realidad es que vivimos desde siempre pero, somos tan listos, que tan sólo los más listos que nosotros, nos han visto alguna vez
-¿Entonces, yo debo de ser muy listo…aunque dice la maestra que podría estudiar mucho más...?
-¡Nada de listo... tu eres un patán... y si no gastaras dos tallas más de lo que mide tu pie, jamás me habrías pillado!
-¡Ya! es que mi mamá dice que crezco demasiado deprisa y que, si comprara mi talla, no utilizaría los zapatos más de una semana porque ya no me cabría el pie. ¡Además, los zapatos buenos son muy caros...!
-¡Ya! ¿Y que culpa tengo yo de que la vida vaya muy cara o de que crezcas tan deprisa? ¿No ves que casi me apisonas? Además, con medidas tan grandes, podrías tropezar y, caerte encima mío o de algún compañero, haciéndonos papilla
-¡Lo siento, yo...!
-¡Lo siento... lo siento... así no se puede hacer nada!
-¿Qué quieres decir?
-¿Qué quieres decir... que quieres decir?
-¿Porqué lo repites todo dos veces?
-¡No, si encima te vas a burlar de mi!
-¡No, de verdad que no. Sólo que me parece raro que lo repitas todo!
-¡Te parece raro... te parece raro..!
-¿Ves?
-¡Basta, a callar!
Carlitos se calló para no enfadar más al pobre duende que había pisado y dejado sin hogar. Mientras tanto, el gnomo, con la cabeza baja y las manos atrás, comenzó a pasear de arriba a abajo, de abajo a arriba…hasta que, de pronto, se paró, levantó la cabeza, miró fijamente al sorprendido Carlitos y sonrió:
-¡Ya sé lo que voy a hacer! ¡Me iré a vivir a tu casa!
-¿Cómo?
-Sí, ya que has destruido mi hogar, por lo menos deberás dejarme cobijar en la tuya
-¡Está bien, tienes razón! Lo que no sé es como voy a explicárselo a mis papás
-¡Guarda el secreto!
-¡Imposible, yo a mis papás siempre les digo la verdad!
-Bien, pues toma dinero de tu casa y cómprame una seta de plástico para poder vivir
-Pero…es que no tengo nada ahorrado y tampoco puedo quitárselo a mis papás. Yo lo siento pero es que abrimos la hucha la semana pasada para hacerle un regalo a mi hermana. Aunque si quieres... te prometo ahorrar, a partir de ahora, para comprarte una casa de muñecas...
-¡No, no y no!... ¿Cómo iba yo a vivir en una casa de muñecas? Todos vendrían a verme, a molestarme…y yo lo que quiero es pasar desapercibido, para poder vivir tranquilo otros 500 años más. ¿Por qué te crees que vivía dentro de una seta venenosa?
-¡Pues no lo sé!
-Porque nadie se atrevería a cogerla por miedo a envenenarse: así siempre me dejaban en paz y pasan de largo... ¡Hasta que llegaste tú!
-¡Caray que listo que eres!
-¿Verdad que sí?: son los años, que me han hecho aprender muchas cosas, y mi gran curiosidad
-Entonces, Gummy: ¿Qué puedo hacer para compensar el mal que te he hecho?
-Tranquilo, amigo Carlitos, porque mereces ser mi amigo, ya que has pasado, con éxito, las cinco pruebas mágicas
-¿Qué pruebas?
-Te lo voy a explicar: En la primera de ellas, te he querido hacer enfadar, pero tú has sabido mantener la calma; para la segunda, te he pedido tu casa y no me la has negado; como tercera trampa, te he pedido que ocultes algo a tus padres y te has negado, porque los quieres de veras. En cuarto lugar, te he pedido algo tan feo como que robaras y tampoco lo has hecho, a pesar de ser por una justa causa
-¿Y la quinta?
-La quinta y la más bonita es que te has ofrecido a ayudarme, incluso ahorrando para satisfacerme. Por todo esto seré, para siempre, tu amigo, aunque nadie más que tú me podrá ver jamás. Lo único que sucede es que...
-¿Qué.... qué sucede?
-Es que sólo puedes pedirme tres deseos, antes del anochecer y, ya comienza a oscurecer. Después de esta noche ya no te podré ayudar más y deberás conseguir todo lo que te propongas mediante tu propio esfuerzo. Aunque, siempre que lo necesites, te daré buenos consejos, nada más y tu deberás decidir, si los sigues o no.
-¡Yo, siempre seguiré tus consejos, igual que hago con los de mis papás!
-¡Eso, sólo el tiempo y tu orgullo lo decidirán, amigo Carlitos! Ahora dime: ¿Qué deseas?
-Yo... es que tengo todo lo que necesito y lo que quisiera, no son más que cuatro juegos para el ordenador, que mis papás me comprarán de todas formas, si me porto bien... aunque, tal vez...
-¡Dime... di rápido, que va a oscurecer!
-Bien, en primer lugar, quiero un buen trabajo para mi papá, con más dinero, más seguridad en su empleo y mejor considerado
-¡Concedido! además, para eso no le va ha hacer falta ni cambiar de empleo, tan sólo cambiaré la forma de tratarlo su jefe
-Como segundo deseo, quiero que mi madre pueda hacer la carrera que tanto le había gustado y que nunca pudo hacer por tener que cuidarnos
-¡Concedido! ¡Y ahora ya sólo te queda un deseo: piénsatelo bien antes de formularlo!
-No tengo que pensarlo, porque hace rato que ya lo decidí
-Pues dímelo rápido, que apenas te queda tiempo
-¡Una gran seta para ti!
Una hermosa seta apareció en el lugar donde antes, Carlitos, había pisado la humilde casa de Gumersindo
Gummy no pudo evitar unas lágrimas de emoción que se convirtieron de inmediato en hermosas perlas de color rosa. Gummy las cogió en sus pequeñas manos, que apenas podían con tanto peso, y se las entregó a Carlitos
-Gracias amigo, toma este regalo para que puedas ayudar aún más a tus papás que tanto quieres y ten por seguro que, siempre que necesites a un buen amigo, aquí me encontrarás. Ahora, vuelve a tu casa, antes de que se preocupen por tu tardanza. ¡Hasta luego, amigo Carlitos!
-¡Hasta pronto, amigo Gummy!
Carlitos, llegó a casa, cantando y repleto de alegría. Sus papás se quedaron tan sorprendidos, al verlo tan feliz, que no pudieron regañarlo por llegar tarde, además, tenían que celebrar el ascenso de su papá y la decisión de su mamá de emprender su deseada carrera. Carlitos no pudo evitar decir la verdad
-¡Ya lo sabía, me lo ha contado Gummy!
Todos sonrieron y fue la primera vez que no le creyeron, aunque a media noche, y a la misma hora, se despertaron papá y mamá con la misma pregunta en sus labios:
-¿Quién es Gummy?
Por la mañana, se lo preguntaron a Carlitos, que enseguida se lo explicó, pero tampoco se lo creyeron. Se miraron, el uno al otro y comenzaron a hacerle cosquillas, en medio de tremendas risas:
-¡Toma, por venirnos con fantasías!
Cuanto más repetía Carlitos, que todo era verdad, más cosquillas le hacían y más se divertían
-¡Fantasioso! ¡Más que fantasioso!
Carlitos, estaba contento de ver tan felices a sus papás, además, les había dicho toda la verdad. Y que le iba a hacer, si no se lo creían. Lo importante es que eran muy felices y había conseguido el mejor amigo que alguien pueda soñar.
 999. Anonimo,

Guerra entre animales


Una mosca reunió a los insectos y les dijo:
‑Ayer el lobo me ha ofendido, así que debemos defender nuestra dignidad de insectos, pues si no se reirán de nosotros los animales de cuatro patas.
Y les declararon la guerra. Decidieron los cuadrúpedos que la señal de la derrota sería cuando el zorro bajase la cola. Esto quería decir que nunca se iban a dar por vencidos, pues ya se sabe que el zorro jamás baja su cola.
Se volvieron a reunir los insectos y la abeja dijo:
‑Dejadme hacer a mi, pues si no buscamos un truco, nos vencerán sin ninguna duda; son más fuertes que nosotros.
Estaban en el campo de batalla, cuando la abeja se acercó al zorro por detrás y le picó en las nalgas; inmediatamente, el animal bajó la cola aunque no solía hacerlo.
‑¡Ha bajado la cola, ha bajado la cola! ‑gritaron los insectos.
Los animales de cuatro patas no tuvieron más remedio que darse por vencidos, y nunca más volvieron a faltarle al respeto a ningún insecto.

999. Anonimo,

Gorra de junco


Érase un poderoso rey que tenía tres hermosas hijas, de las que estaba orgulloso, pero ninguna podía competir en encanto con la menor, a la que él amaba más que a ninguna.
Las tres estaban prometidas con otros tantos príncipes y eran felices.
Un día, sintiendo que las fuerzas le faltaban, el monarca convocó a toda la corte, sus hijas y sus prometidos.
-Os he reunido porque me siento viejo y quisiera abdicar. He pensado dividir mi reino en tres partes, una para cada princesa. Yo viviré una temporada en casa de cada una de mis hijas, conservando a mi lado cien caballeros. Eso sí, no dividiré mi reino en tres partes iguales sino proporcionales al cariño que mis hijas sientan por mí.
Se hizo un gran silencio. El rey preguntó a la mayor:
-¿Cuánto me quieres, hija mía?
-Más que a mi propia vida, padre. Ven a vivir conmigo y yo te cuidaré.
-Yo te quiero más que a nadie del mundo -dijo la segunda.
La tercera, tímidamente y sin levantar los ojos del suelo, murmuró:
-Te quiero como un hijo debe querer a un padre y te necesito como los alimentos necesitan la sal.
El rey montó en cólera, porque estaba decepcionado.
-¿Sólo eso? Pues bien, dividiré mi reino entre tus dos hermanas y tú no recibirás nada.
En aquel mismo instante, el prometido de la menor de las princesas salió en silencio del salón para no volver; sin duda pensó que no le convenía novia tan pobre.
Las dos princesas mayores afearon a la menor su conducta.
-Yo no sé expresarme bien, pero amo a nuestro padre tanto como vosotras -se defendió la pequeña, con lágrimas en los ojos-. Y bien contentas podéis estar, pues ambicionabais un hermoso reino y vais a poseerlo.
Las mayores se reían de ella y el rey, apesadumbrado, la arrojó de palacio porque su vista le hacía daño.
La princesa, sorbiéndose las lágrimas, se fue sin llevar más que lo que el monarca le había autorizado: un vestido para diario, otro de fiesta y su traje de boda. Y así empezó a caminar por el mundo. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un lago junto al que se balanceaban los juncos. El lago le devolvió su imagen, demasiado suntuosa para ser una mendiga. Entonces pensó hacerse un traje de juncos y cubrir con él su vestido palaciego. También se hizo una gorra del mismo material que ocultaba sus radiantes cabellos rubios y la belleza de su rostro.
A partir de entonces, todos cuantos la veían la llamaban "Gorra de Junco".
Andando sin parar, acabó en las tierras del príncipe que fue su prometido. Allí supo que el anciano monarca acababa de morir y que su hijo se había convertido en rey. Y supo asimismo que el joven soberano estaba buscando esposa y que daba suntuosas fiestas amenizadas por la música de los mejores trovadores.
La princesa vestida de junco lloró. Pero supo esconder sus lágrimas y su dolor. Como no quería mendigar el sustento, fue a encontrar a la cocinera del rey y le dijo:
-He sabido que tienes mucho trabajo con tanta fiesta y tanto invitado. ¿No podrías tomarme a tu servicio?
La mujer estudió con desagrado a la muchacha vestida de juncos. Parecía un adefesio...
-La verdad es que tengo mucho trabajo. Pero si no vales te despediré, con que procura andar lista.
En lo sucesivo, nunca se quejó, por duro que fuera el trabajo. Además, no percibía jornal alguno y no tenía derecho más que a las sobras de la comida. Pero de vez en cuando podía ver de lejos al rey, su antiguo prometido, cuando salía de cacería y sólo con ello se sentía más feliz y cobraba alientos para soportar las humillaciones.
Sucedió que el poderoso rey había dejado de serlo, porque ya había repartido el reino entre sus dos hijas mayores. Con sus cien caballeros, se dirigió a casa de su hija mayor, que le salió al encuentro, diciendo:
-Me alegro de verte, padre. Pero traes demasiada gente y supongo que con cincuenta caballeros tendrías bastante.
-¿Cómo? -exclamó él encolerizado. ¿Te he regalado un reino y te duele albergar a mis caballeros? Me iré a vivir con tu hermana.
La segunda de sus hijas le recibió con cariño y oyó sus quejas. Luego le dijo:
-Vamos, vamos, padre; no debes ponerte así, pues mi hermana tiene razón. ¿Para qué quieres tantos caballeros? Deberías despedirlos a todos. Tú puedes quedarte, pero no estoy por cargar con toda esa tropa.
-¿Conque esas tenemos? Ahora mismo me vuelvo a casa de tu hermana. Al menos ella, admitía a cincuenta de mis hombres. Eres una desagradecida.
El anciano, despidiendo a la mitad de su guardia, regresó al reino de la mayor con el resto. Pero como viajaba muy despacio a causa de sus años, su hija segunda envió un emisario a su hermana, haciéndola saber lo ocurrido. Así que ésta, alertada, ordenó cerrar las puertas de palacio y el guardia de la torre dijo desde lo alto:
-¡Marchaos en buena hora! Mi señora no quiere recibiros.
El viejo monarca, con la tristeza en alma, despidió a sus caballeros y como nada tenía, se vio en la precisión de vender su caballo. Después, vagando por el bosque, encontró una choza abandonada y se quedó a vivir en ella.
Un día que Gorro de Junco recorría el bosque en busca de setas para la comida del soberano, divisó a su padre sentado en la puerta de la choza. El corazón le dio un vuelco. ¡Que pena, verle en aquel estado!
El rey no la reconoció, quizá por su vestido y gorra de juncos y porque había perdido mucha vista.
-Buenos días, señor -dijo ella. ¿Como es que vivís aquí solo?
-¿Quién iba a querer cuidar de un pobre viejo? -replicó el rey con amargura.
-Mucha gente -dijo la muchacha. Y si necesitáis algo, decídmelo.
En un momento le limpió la choza, le hizo la cama y aderezó su pobre comida.
-Eres una buena muchacha -le dijo el rey.
La joven iba a ver a su padre todos los domingos y siempre que tenía un rato libre, pero sin darse a conocer. Y también le llevaba cuanta comida podía agenciarse en las cocinas reales. De este modo hizo menos dura la vida del anciano.
En palacio iba a celebrarse un gran baile. La cocinera dijo que el personal tenía autorización para asistir.
-Pero tú, Gorra de Junco, no puedes presentarte con esa facha, así que cuida de la cocina -añadió.
En cuanto se marcharon todos, la joven se apresuró a quitarse el disfraz de juncos y con el vestido que usaba a diario cuando era princesa, que era muy hermoso, y sus lindos cabellos bien peinados, hizo su aparición en el salón. Todos se quedaron mirando a la bellísima criatura. El rey, disculpándose con las princesas que estaban a su lado, fue a su encuentro y le pidió:
-¿Quieres bailar conmigo, bella desconocida?
Ni siquiera había reconocido a su antigua prometida. Cierto que había pasado algún tiempo y ella se había convertido en una joven espléndida.
Bailaron un vals y luego ella, temiendo ser descubierta, escapó en cuanto tuvo ocasión, yendo a esconderse en su habitación. Pero era feliz, pues había estado junto al joven a quien seguía amando.
Al día siguiente del baile en palacio, la cocinera no hacía más que hablar de la hermosa desconocida y de la admiración que le había demostrado al soberano.
Este, quizá con la idea de ver a la linda joven, dio un segundo baile y la princesa, con su vestido de fiesta, todavía más des-lumbrante que la vez anterior, apareció en el salón y el monarca no bailó más que con ella. Las princesas asistentes, fruncían el ceño.
También esta vez la princesita pudo escapar sin ser vista.
A la mañana siguiente, el jefe de cocina amonestó a la cocinera.
-Al rey no le ha gustado el desayuno que has preparado. Si vuelve a suceder, te despediré.
De nuevo el monarca dio otra fiesta. Gorra de Junco, esta vez con su vestido de boda de princesa, acudió a ella. Estaba tan hermosa que todos la miraban.
El rey le dijo:
-Eres la muchacha más bonita que he conocido y también la más dulce. Te suplico que no te escapes y te cases conmigo.
La muchacha sonreía, sonreía siempre, pero pudo huir en un descuido del monarca. Este estaba tan desconsolado que en los días siguientes apenas probaba la comida.
Una mañana en que ninguno se atrevía a preparar el desayuno real, pues nadie complacía al soberano, la cocinera ordenó a Gorra de Junco que lo preparase ella, para librarse así de regañinas. La muchacha puso sobre la mermelada su anillo de prometida, el que un día le regalara el joven príncipe. Al verlo, exclamó:
-¡Que venga la cocinera!
La mujer se presentó muerta de miedo y aseguró que ella no tuvo parte en la confección del desayuno, sino una muchacha llamada Gorra de Junco. El monarca la llamó a su presencia. Bajo el vestido de juncos llevaba su traje de novia.
-¿De dónde has sacado el anillo que estaba en mi plato?
-Me lo regalaron.
-¿Quién eres tú?
-Me llaman Gorra de Junco, señor.
El soberano, que la estaba mirando con desconfianza, vio bajo los juncos un brillo similar al de la plata y los diamantes y exigió:
-¡Déjame ver lo que llevas debajo!
Ella se quitó lentamente el vestido de juncos y la gorra y apareció con el maravilloso vestido de bodas.
-¡Oh, querida mía! ¿Así que eras tú? No sé si podrás perdonarme.
Pero como la princesa le amaba, le perdonó de todo corazón y se iniciaron los preparativos de las bodas. La princesa hizo llamar a su padre, que no sabía cómo disculparse con ella por lo ocurrido.
El banquete fue realmente regio, pero la comida estaba completamente sosa y todo el mundo la dejaba en el plato. El anciano rey, enfadado, hizo que acudiera el jefe de cocina.
-Esto no se puede comer -protestó.
La princesa entonces, mirando a su padre, ordenó que trajeran sal. Y el anciano rompió a llorar, pues en aquel momento comprendió cuánto le amaba su hija menor y lo mal que había sabido comprenderla.
En cuanto a las otras dos ambiciosas princesas, riñeron entre sí y se produjo una guerra en la que murieron ellas y sus maridos. De tan triste circunstancia supo compensar al anciano monarca el cariño de su hija menor.

999. Anonimo,