Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 7 de agosto de 2012

El amigo sabio

Una vez, un campesino dejó en el patio una tinaja de barro. Un ternerito curioso se acercó y, para ver mejor, metió la cabeza dentro. Le resultó fácil hacerlo pero, cuando quiso sacarla, todo intento fue vano.
El campesino oyó gritar al ternero, corrió hacia él, lo cogió por la cabeza e hizo el esfuerzo de liberarlo. Tiró del pescuezo, sacudió la tinaja, pero no había forma de que la cabeza saliese. Desesperado, el campesino se acordó de un amigo, famoso por su sabiduría. Fue a buscarlo y le pidió que acudiese en su ayuda.
El amigo sabio fue, examinó atentamente al ternero y la tina­ja, tiró, sacudió y, como no servía de nada, se sentó a reflexio­nar: «¿Cómo hacer para sacar la cabeza del ternero?».
De repente, se incorporó exclamando:
-¡Ya lo tengo!
Cogió un hacha y cortó el pescuezo del ternero a la altura de los hombros. Luego, con ambas manos, aferró la base del pes­cuezo, la alzó junto con la tinaja y la arrojó contra una piedra.
La tinaja se hizo añicos y quedó al descubierto la cabeza del ternero. El amigo sabio se la mostró con orgullo a su amigo y le dijo:
-¿Has visto cómo la he hecho salir? Eres un hombre de suer­te, fíjate. Piensa un poco: si no me hubieses encontrado, ¿cómo habrías hecho para liberar a tu ternero?

165. anonimo (sri lanka)

Las liebres y las ovejas

Una vez, todas las liebres del mundo se reunieron bajo un enor­me pino para decidir cuál sería la manera más adecuada de me­jorar la situación de su familia.
-No es justo que tengamos miedo a todo el mundo y que na­die nos tenga miedo a nosotras -protestó una de las liebres de más edad. Debemos escapar de gatos, perros y zorros. No sa­bemos dónde construir nuestra madriguera y no tenemos un re­fugio siquiera para vivir en paz con nuestros cónguges u con nuestros hijos. No hag sitio donde podamos comer hierba tran­quilas. Los seres humanos nos buscan para darnos caza. En cuanto nos ven, gritan: «¡Mira allí, una liebre, cógela!». Así nuestra vida no tiene sentido. Lo mejor que podemos hacer es ti­rarnos al estanque. Al fin y al cabo, estamos condenadas a mo­rir cualquier día de éstos.
Todas las liebres estuvieron de acuerdo y se precipitaron en el estanque con la intención de morir ahogadas. En la orilla del estanque, sin embargo, estaba pastando un gran rebaño de ove­jas. Al ver llegar a tantas liebres, las ovejas fueron presa del pá­nico y se dieron a la fuga. Y el pastor y su perro debieron ir tras ellas. Cuando las liebres vieron a las ovejas en fuga se echaron a reír y decidieron que no tenía ningún sentido morir ahogadas. ¡Finalmente habían descubierto que alguien les tenía miedo!
Las liebres continuaron riendo, riendo, riendo y, de tanto reír, se les partió el labio. Y ésta es la razón de que las liebres tengan, aún hoy, el labio hendido, que por eso se llama labio leporino.

145. anonimo (estonia)

Nasreddin salva a la luna

Una vez, al anochecer, Nasreddin fue a buscar agua. Inclinándose sobre el pozo, vio que se reflejaba en el agua, bien al fondo, el rostro de la luna.
-Pobres de nosotros -exclamó Nasreddin, la luna se ha caído en el pozo. Deprisa, deprisa, saquémosla de allí.
Y fue a su casa a coger cuerda y un gancho.
El buen Nasreddin hizo varios esfuerzos, pero no lograba  enganchar a la luna para sacarla del pozo. Por fin tuvo la impresión de que el gancho la había alcanzado y comenzó a tirar.
-Caramba, cómo pesa... -suspiraba.
Y seguía tirando con todas sus fuerzas, afirmando los pies contra el parapeto del pozo. De repente, el gancho se desprendió. Nasreddin se cagó de espaldas, miró hacia arriba y vio a la luna en medio del cielo.
-Loado sea Dios -exclamó Nasreddin satisfecho, me he hecho algún chichón, pero la luna ha vuelto a su sitio.

133. anonimo (turquia)

El diablo y el gitano

Un gitano viejo fue a contratarse como criado a las órdenes de un diablo. Y éste, después de haber convenido con él las condiciones del contrato, le dijo:
-Tus obligaciones serán proporcionarme leña y agua en cantidad suficiente y con la mayor regularidad. Después, te ocuparás en encender el fuego debajo del caldero. Y, a cambio de esto, estoy dispuesto a pagarte el salario que me pidas.
El gitano creyó que este quehacer no era muy pesado y que le dejaría bastante tiempo libre y se conformó inmediatamente. Entonces el diablo le dió un cubo y le dijo:
-Bueno, ahora vete al pozo y tráeme agua.
El gitano se dirigió al pozo, tomó una cadena con un gancho y dejó descender el cubo hasta el nivel del agua. Una vez estuvo lleno, no consiguió, a pesar de sus esfuerzos, sacar el cubo, de modo que, entonces, se vio obligado a procurar que se vaciase, con objeto de no perder el recipiente. Pero, con el mayor dolor, observó que no había logrado ningún resultado. ¿Cómo volver al lado del diablo sin el agua que le habla pedido?
Entonces el gitano tuvo una idea feliz. De una empalizada sacó unas cuantas estacas y empezó a trabajar en torno del pozo, como si estuviese excavando.
Mientras tanto, el diablo, con una paciencia que no era frecuente en él, esperaba el regreso de su criado y, en vista de que no compa-recía, se impacientó al fin y se dirigió al pozo, para averiguar qué estaba haciendo.
En cuanto vio al gitano le preguntó:
-¿Qué estás haciendo? ¿Cómo se explica que aun no me hayas llevado el agua?
-¡Caramba! Precisamente estaba haciendo los preparativos para sacar todo el pozo de aquí y llevárselo de una vez.
-Pero ¿no comprendes que, así, pierdes el tiempo? No necesito tanta agua de una vez. Con un cubo me basta. Mira, vete a buscar leña, porque, de lo contrario, no habrá tiempo.
Así lo hizo y él mismo se ocupó en llevar el cubo hasta donde lo necesitaba.
-¡Caramba! -exclamó el gitano. Si me lo hubiese explicado claramente, ya haría rato que estaría de regreso con el agua.
Y en cumplimiento de las órdenes recibidas, se dirigió al bosque, para cortar leña. El gitano empezó a blandir el hacha, pero, en aquel momento, se inició un diluvio, de modo que, pocos instantes después, el desdichado estaba calado hasta los huesos. Todo su cuerpo le dolía y ni siquiera le era posible inclinarse para recoger la leña que había cortado. Hallábase, pues, en un buen apuro y no sabía que hacer. De pronto, se le ocurrió una buena idea. Desenrolló un largo cordel que llevaba en torno de la cintura y lo ató, sucesiva-mente, a todos los troncos de los árboles que había en el lindero del bosque. Mientras tanto el diablo esperaba el regreso de su criado y, por fin, se enfureció ante aquella inexplicable demora. Decidido a castigar la incuria de su servidor, se dirigió al bosque y, al verlo ocupado de tan extraño modo, le preguntó qué hacía.
-Pues sencillamente, hago los preparativos para llevarle a usted una buena cantidad de leña. Estoy atando el bosque entero para formar un solo fardo y, de este modo, me evito tener que volver por aquí.
Indignado el diablo, recogió la leña menuda que estaba en el suelo y se volvió a su casa.
Y, por el camino, maldecía la hora, en que se le ocurrió tomar a su servicio al gitano.
En cuanto hubo terminado sus quehaceres en casa, se dirigió a la de otro diablo más anciano y experimentado, con objeto de pedir le consejo.
-He tomado un criado gitano -dijo, pero no me sirve más que de molestia. Nos otros, como ya sabes, somos bastante astutos, pero ese hombre da muestras de ser más astuto y más fuerte que cualquiera de nos otros. Y si no lo mato...
-¡Caramba! -exclamó el diablo más anciano-. Esta noche, cuando se haya tendido a dormir, mátalo y así no te molestará mas.
El diablo aceptó el consejo y se volvió a su casa. Llegó la hora de acostarse, pero, sin duda, el gitano recelaba algo o bien observó alguna cosa, porque dejó la ropa sobre el banco que le destinaron por cama y él se ocultó en un rincón, en el suelo. Cosa de una hora mas tarde, el diablo se figuró que el gitano estaría profundamente dormido y tomó una porra de hierro. Una vez estuvo al lado del banco en que supuso que el gitano dormía, empezó a aporrear la ropa con toda su fuerza. Y satisfecho del buen trabajo que había llevado a cabo, se acostó a su vez exclamando:
-Creo que ya no se hablará nunca más del gitano.
A la mañana siguiente, éste se despertó malhumorado y el diablo, al verle, se quedó.
-iHombre, espera! Mira, vamos a hacer una prueba. El que dé una patada más fuerte a una piedra, será el dueño del dinero que llevas.
-Bueno, empieza tú -dijo el gitano.
El diablo eligió una piedra casi hundida en él suelo y empezó a darle patadas, hasta que sintió que le silbaban los oídos. Luego, y aprovechando los momentos en que el diablo estaba casi mareado por el esfuerzo hecho, el gitano arrojó un chorro de agua sobre aquella misma piedra e inmediata-mente, le dio una patada.
Mira -exclamó volviéndose al diablo. -Fíjate. En cuanto he dado una patadaa a la piedra, ha salido agua. ¿Qué te parece?
El diablo se dio por vencido y echó a correr en busca de nuevo consejo. Su amigo oyó el relato y le dijo:
Haz una nueva prueba. Dile que quien arroje un palo a mayor altura, será dueño del dinero.
El gitano había avanzado ya bastante en su camino, pero, en un momento determinado, oyó que alguien lo llamaba. Volvióse y pudo ver que era el diablo.
-¿Qué quieres ahora? -le preguntó.
-Espera, gitano -dijo el diablo. El que arroje un palo mayor altura, será el dueño del dinero.
-Bueno, vamos a probarlo. En el cielo tengo dos hermanos herreros, -dijo el gitano- y no les vendrá mal que les proporcione un palo como mango de sus martillos.
El diablo empuñó un garrote, lo arrojó a una altura enorme de modo que apenas fue visible. Pero, en cuanto hubo caído, el gitano fue en su busca, lo blandió y gritó:
-Cuidado muchachos. ¡Sacad las manos! ¡Allá va!
Pero el diablo se apresuró a cogerle la mano, exclamando:
-No, no lo tires. No quiero nada que pueda relacionarse con el. cielo. No me conviene.
El diablo experimentado le dio otro consejo.
-Alcanza al gitano una vez más y dile que quien corra con mayor velocidad, hasta llegar a un punto determinado, será el dueño del dinero.
El diablo echó a correr y en cuanto hubo alcanzado al gitano, le dijo:
-Mira ¿sabes lo que vamos a hacer ahora? Pues correremos hasta un punto determinado, para ver quien lo hace con más rapidez. Y el que gane será dueño del dinero.
-No mereces que yo siga luchando contigo -contestó el gitano-, pero tengo un hijo, llamado Liebre, de tres días de edad. Si lo alcan-zas, podrás medirte conmigo.
El gitano había descubierto una liebre entre la maleza y se dirigió a ella gritando y llamándola por su nombre. La liebre, asustada, echó a correr dando unos saltos enormes y dejando a su espalda algunas nubecillas de polvo.
-¡Bah! -exclamó el diablo-. No corre en línea recta.
-Corre como le da la gana -contestó el gitano-. Y eso basta. Por de pronto has perdido.
El diablo viejo aconsejó a su compañero proponer una lucha, de modo que el vencedor sería el dueño de los ducados.
-Mira -dijo el gitano cuando el diablo lo hubo alcanzado-.No quiero luchar contigo. Tengo un padre muy viejo, tanto que, desde hace siete años, cuido de llevarle la comida al interior de la cueva que habita. Si consigues derribarlo, entonces serás digno de luchar conmigo.
El diablo se conformó y el gitano lo llevó a la cueva que habitaba un oso.
-Entra -le dijo. Está aquí. Despiértalo y lucha con él.
El diablo, confiado e inocentón, penetró en la cueva, diciendo:
-¡Eh, tú, tío barbudo! Despierta, que vamos a luchar.
El oso se puso en pié, abrazó al diablo, lo aplastó casi sobre su poderoso pecho, le dio algunos arañazos, lo empujó luego y, como si fuese un montón de trapos viejos, lo arrojó a gran distancia.
El diablo podía ser tonto, pero no hay duda de que también era testarudo, porque, sin darse por vencido, volvió a pedir nuevo consejo y su compañero le propuso entonces luchar con el gitano, para ver cual de los dos silbaría con mayor fuerza. Bien le pareció el consejo al codicioso diablo y, de nuevo, fue al encuentro del gitano.
-Ten cuidado con lo que haces -le dijo éste, porque en cuanto yo empiece a silbar, te vas a quedar sordo y ciego. Por consiguiente, te aconsejo que, antes, te vendas los ojos y te tapes muy bien los oídos.
El diablo, que era un inocente, siguió aquel consejo, muy agradecido y, entonces, el gitano empuñó una maza y empezó a dar mazazos a la cabeza del diablo.
-¡Basta, basta! -gritó éste-. ¡No silbes! Capaz serías de matarme. ¡Así te sirva mi dinero de veneno! Vete adonde quieras.
¡Y ojalá no te presentes nunca más ante mi!
Y, resignado, por creer invencible a aquel gitano, el diablo regresó a su casa, dolorido y sin saber dónde ponía los pies.

116. anonimo (ucrania)

El diablo y el caminante

50. Anónimo

Un caminante se cayó al río y pasó el diablo cuando estaba a punto de ahogarse. Pero antes de ayudarle le dijo:
‑Si te salvo y no me aciertas un acertijo que te diré, me llevaré tu alma al infierno cuando te mueras. El joven, desesperado, aceptó, y el diablo le sacó del río y le dijo el acertijo:
‑¿Qué es un «piejo»? Tienes un año para adivinarlo.
El joven se fue a recorrer mundo y a todos preguntaba, pero nadie sabía la respuesta. Hasta que una vez encontró a una anciana, le dio una limosna y ella le preguntó:
‑¿Qué puedo hacer por ti?
‑Pues necesito saber lo que es un «piejo», para salvar mi alma, pero no te preocupes si no lo sabes, pues es difícil.
‑¡No para mí! ‑exclamó la anciana. Ese acertijo es de mi nieto el diablo y yo lo sé: un «piejo» es un piojo viejo. Díselo y te librarás de él.
Así que al año el joven pudo dar la respuesta acertada al demonio y éste tuvo que irse muy enfadado sin su alma...

999. anonimo

El día olvidado

Esto ocurrió hace años, cuando aún había tranvías amarillos. Un vecino del barrio de Jesús se levantó temprano, tomó el tranvía en la acera de enfrente y se fue a la playa. Era un tipo que tendría unos cincuenta años, pero aparentaba menos. Se había puesto una camisa verde de manga corta y su cuerpo vigoroso delataba una constitución fuerte bien conservada. Llevaba el pelo muy corto y tenía una nariz larga y recta que le proporcionaba un aspecto serio. Era un hombre del todo sobrio: se llevaba a la playa un pequeño paquete con una toalla, un peine y un bañador envueltos en unas hojas de periódicos. Nada más. Llegó al mar a las 9,30, alquiló una caseta, se desnudó, se puso el bañador y salió al sol. Este hombre iba en muy pocas ocasiones a la playa; realmente no le gustaba el asunto de la arena, el mar frío y los chapuzones aburridos de una persona que no sabe nadar, pero aquel día le dio por eso.
Había poca gente en la arena. Una vieja vestida se daba crema en las piernas sentada en una silla frente al mar. Un joven rubio buscaba algo al borde del agua: conchas de moluscos o piedrecitas, que iba echando a un cubo de juguete. Olía a brea, y el sol se reflejaba intensamente en el líquido azulado cegando a la gente de la playa.
El hombre estuvo mirando al agua un buen rato. Tenía un cuerpo musculoso a pesar de su edad, un individuo verdaderamente fuerte y velludo, de muñecas anchas y manos grandes, de las que hacen daño cuando se lanzan sobre la cara de alguien. Luego se fue metiendo lentamente en el mar dispuesto a hacer lo que siempre hacía en la playa: entrar en el agua hasta que le cubría por el pecho, darse unos cantos chapuzones sin perder pie y salirse para iniciar un largo paseo por el borde de la arena. Una cosa bastante aburrida, pero mucho más tedioso era aquel día en la ciudad;  una de esas jornadas idiotas en que todo parece lo suficiente-mente detestable -las aceras, las fachadas, el rostro de la gente- como para que entren ganas de hacer algo poco usual.
El hombre no sabía nadar y aquel día había resaca; las olas llegaban a la arena y luego se retiraban rastreando con fuerza sobre el fondo, arrastrando hacia el interior a los bañistas. Se dio cuenta cuando ya estaba sumergido hasta el pecho. El agua, de regreso de la playa, le empujó unos metros mar adentro y notó que no hacía pie en el suelo. Alargó las piernas con fuerza hacia abajo y sólo logró tocar el fondo con el dedo pulgar de su pie derecho: insuficiente para hacer palanca e impulsarse hacia adelante. Se le hizo el vacío en el estómago, porque comprendió que se iba irremisiblemente hacia el interior. Otro golpe de olas que volvían le situó en un espacio donde ya no hacía pie en absoluto. Chapoteó estúpidamente con los brazos y las piernas y se hundió por primera vez. Tragó mucha agua y parte de ella de le introdujo por la nariz y la tráquea llegando hasta los pulmones: tosió anegado cuando salió a flote para hundirse de nuevo. La tos y la asfixia eran tan inevitables que ni siquiera podía pedir socorro. Cuando se sumergió por cuarta vez con los pulmones llenos de agua supo que se iba a ahogar; entonces notó esa especie de sosiego que sobreviene cuando se acepta lo inevitable y experimentó un fenómeno del que había oído hablar muchas veces cuando se hacía referencia a los ahogados; se sintió en el centro de una dulce claridad amarilla, y su vida, como una película de imágenes fragmentarias y rápidas, particularmente nítidas, cruzó por su mente en fracciones de segundo; evocó incluso detalles inverosímiles de su niñez, la vieja casa de sus padres, sus viajes, sus vecinos, sus compañeros, sus novias, los parques que había conocido, comedores y salas olvidados, tardes lluviosas en el cine... Y también algo incierto, una ausencia lechosa, un hecho que, aún en los últimos instantes de su existencia, se mostraba como un hueco vacío, un suceso que no podía concretar y, sin embargo, palpitaba en su mente su ánimo segundos antes de perder el sentido...
Cuando despertó estaba boca abajo en la arena. Volvió la cabeza y vio los pies de la gente que le rodeaba. Sentía irritado el pecho y tosía continua-mente. Bueno, estaba vivo; alguien le había salvado. Era el chico rubio que buscaba piedrecitas y caracoles al borde del agua con un cubo de juguete. Se sentía mareado y le escocían los pulmones. Tenía la boca saturada de sabor a sal. Se puso en pie en cuanto pudo y rehusó cualquier ayuda, dirigiéndose rodeado de gente hacia la caseta donde había dejado la ropa. Sólo quería marcharse. Sentía, sobre todo, una desoladora amargura, ese sentimiento depresivo que aparece cuando un problema no comunicado a nadie pugna en el espíritu por manifestarse de algún modo. No comprendía la causa de este estado de ánimo, que era ajeno al hecho de haber estado a punto de ahogarse.
Cuando regresaba de nuevo en el tranvía amarillo concretó la causa de su abatimiento; era algo realmente extraño, una sombra que se había posado de pronto sobre la mañana agrisando la ciudad soleada: se trataba del paréntesis en blanco, de aquel hueco en la película de su vida; algo olvidado cuya sola evocación le hacía comprender que, en un momento dado de su existencia, fue protagonista de un episodio tan atroz como para que su psique ejerciera una censura férrea capaz de impedirle tan sólo aproximarse a ello.
Cuando llegó a casa le dolía mucho la cabeza y sentía náuseas. Se tomó una aspirina y permaneció acostado durante todo el día. Se despertó a las cuatro de la madrugada. Estuvo escuchando los ruidos de la casa y, una vez más, deploró el hecho de estar tan solo; lamentó no haberse casado, su progresivo aislamiento de solterón huraño y vio el futuro como una sucesión de días grisáceos ejecutando los mismos triviales hechos que venía repitiendo desde hacía muchos años en silencio. La calma de la madrugada era detestable. Trató de recordar algo, eso que no pudo concretar cuando se ahogaba. Sintió que tan sólo intentarlo le producía pavor.
Se levantó a las seis, y con la bata blanca de felpa, se metió en la cocina para prepararse un café con leche. Se sentó en una silla y se lo estuvo tomando en silencio mientras reflexionaba bajo el fluorescente, que proporcionaba a la estancia una luz fría. Después se marchó al comedor, arrancó una hoja de un bloc grande y tomó un bolígrafo. Comenzó a anotar los hechos más significativos de su vida alineados en una columna:
«Nacimiento: marzo de 1911, en Valencia.
Primeros años en la casa de Godella. El jardín, las correrías por el polvorín con los chicos del barrio.
Traslado de nuevo a Valencia, 1920. Mamá, el Parterre...»
No había nada raro en aquellos primeros recuerdos de su vida ni en los que seguían. Fue al colegio de los Marianistas, empezó Derecho...
A las nueve dejó de escribir y bajó al mercado. Cuando estaba comprando un par de truchas en la pescadería sintió que enrojecía; una oleada de calor le subió hasta la cabeza. No recordaba nada del verano del 35, nada después de la feria de julio. Fue a los toros con su padre. ¿Y después? Había localizado el momento exacto del lapsus de su memoria. La mujer de la pescadería repitió:
-¿Quiere algo más?
Volvió a la realidad. Dijo que no, recogió su paquete y salió a la calle. En el barrio no tenía amistades. No conservaba ni un sólo amigo en ninguna parte, ni siquiera conocidos de trámite. Era un hombre que nunca saludaba a nadie por la calle. El portero de su inmueble parecía no darse cuenta de su existencia cuando cruzaba el portal camino del ascensor; todo lo demás le echaba una ojeada rápida por encima del periódico. Era un tipo maloliente que siempre estaba leyendo un periódico atrasado detrás del mostrador. A las 2,30 se comió una trucha frita con una ensalada de lechuga y tomate; después se echó la siesta. No pudo dormir tratando de recordar qué ocurrió después de la corrida de toros. Por la noche tuvo miedo de la soledad de la casa. No dejó de pensar ni un instante en ese momento blanco de su biografía. Al levantarse había tomado una resolución: iba a ir al chalet de Godella, donde pasara el verano de aquel año lejano con papá y mamá. La casa estaba abandonara desde que sus padres fallecieron, pero aún quedaban allí muebles con esa clase de restos que revelan épocas y detalles de tu vida que tenías olvidados. Aceptó la corazonada de que allí permanecía algo capaz de rellenar el hueco de vacío que fraccionaba sus recuerdos en dos partes, antes y después de julio de 1935.
A la mañana siguiente tomó el tranvía número 14 que le llevó hasta la estación de cercanías. Los chicos jugaban al fútbol en el cauce del Turia. Los trenes estaban pintados de verde, eran de madera y parecían de juguete. A partir de Burjasot se veía la honda planicie de la huerta atravesada por canales estrechos y en primavera los vagones se llenaban de olor a azahar. Llegó a Godella a las doce y se fue directamente al chalet de sus padres. Reconocía la cara de toda la gente del pueblo con quien se cruzaba, pero nadie parecía recordarle a él. El chalet estaba a las afueras: el jardín yacía marchito y empolvado al otro lado de la verja. La vivienda, blanca, con mosaicos azules en la fachada, mostraba algunos cristales de las ventanas rotos. Era la típica edificación levantina, barroca y pastelera, que ahora tenía ese aspecto siniestro de las casas abandonadas durante mucho tiempo. Al abrir la puerta le sacudió una bofetada de humedad. Había un pasillo largo y una cortina verde al fondo, sobre la puerta encristalada que daba al patio interior. El sol incidía sobre la cortina proporcionando un tinte verdoso al corredor. Se fue directamente a lo que antiguamente fuera el comedor. Una rata corrió hacia la derecha cuando abrió la puerta. Aún permanecía allí un viejo aparador de dos cuerpos y una acuarela empolvada que representaba a un moro del Rif. No había nada más. Los cajones del aparador estaban vacíos. Buscó una silla, se subió encima y miró sobre el techo. Una gruesa capa de polvo era lo único que quedaba allí. Salió del comedor. El resto de las habitaciones estaban vacías o contenían desechos sin interés. Subió a la planta alta.
Había otro pasillo. Por las ventanas de la derecha penetraba el sol haciendo más visible el deterioro de los muros, el moho que afloraba sobre el papel pintado hecho girones y la señal de los cables inexistentes que compusieran la vieja instalación eléctrica.
Dio una vuelta por todas las habitaciones y pasó al dormitorio de sus padres. Aún estaban allí el armario de luna y un tocador estilo años 20, que parecían fantasmas en la amplia estancia en penumbra. Los postigos estaban entornados y entraba la luz del mediodía.
No se vio en el espejo del armario. Esta era una vieja cuestión a la que se había acostumbrado. Nunca se lo comunicó a nadie. No se reflejaba en los espejos; eso era todo. En su casa de Valencia había prescindido de ellos. Pensaba que eso podía ser un fenómeno explicable, algo que, desde luego, ya no le inquietaba, sobre todo teniendo en cuenta que ninguna otra anomalía se añadía a su robusta naturaleza. Dormía bien, jamás caía enfermo y tenía buen apetito. Bueno, no se veía en los espejos, pero eso, ¿qué importaba? Su aspecto físico le traía bastante sin cuidado. Era una anécdota en su vida, como quien nace con seis dedos o le producen alergia los plátanos. Sintió un escalofrío, no obstante, al recordar que antes, hacía mucho tiempo, su relación con los espejos era la normal; se veía en ellos.
Abrió el armario. Un sobresalto de improviso le hizo dar un paso atrás, a la vez que se aceleraba el ritmo de su corazón. Estaba vacío, salvo que de la barra horizontal, colocado sobre una percha, colgaba un traje ligero de mil rayas. Aproximó su nariz. Olía a siglos. Lo tocó y la suma de un recuerdo más le indicó que comenzaba a recomponer el mes de julio de 1935. Sí, el traje era suyo, lo llevaba en la corrida. Recordó también que aquella tarde se cubría la cabeza con los tendidos de sol un sombrero de jipijapa de color hueso. El sombrero no estaba. Recompuso otro dato: no sólo fue con su padre a los toros; también le acompañaban mamá y Chelito, su novia guatemalteca. Se apoyó en la pared presa de un comienzo de lipotimia. ¿Cómo se había borrado de su memoria Chelito hasta entonces, la hija del Cónsul de Guatemala, cuando todo estaba dispuesto para la boda a comienzos del otoño? Se parecía a Jenifer Jones y le gustaba, sobre todo, es gesto salvaje y provocativo de su boca. ¡Dios Santo! ¿Qué había ocurrido después de la corrida? ¿Qué había sido de Chelito y de su recuerdo?
  Sobre el suelo de la habitación se marcaba una mancha rectangular más clara que el resto de los baldosines, correspondiente al lugar donde estuviera la cama de sus padres. La recordaba muy alta. La corrida fue el último día de la feria, el 31, ahora lo supo; después cenaron al aire libre en un merendero de la Alameda y vieron la batalla naval de las flores. Chelito llevaba un chal amarillo de muselina. ¿Y a continuación?

Abrió los cajones del tocador. Todos estaban vacíos menos uno. Había una carpeta con tapas de cartón forradas de tela beige. Alguien había pintado sobre ella, con gouache, un corazón y su nombre: Vicente. Letras de color naranja sombreadas de verde. Abrió la carpeta. Advirtió que el sudor le empapaba el cuerpo y le chorreaba por la frente. Todo cuanto había allí eran recuerdos suyos recopilados por su madre. Una gota de sudor cayó sobre el recordatorio de su primera comunión en la iglesia del Patriarca. Buscó algo donde sentarse y no lo encontró. Se sentó sobre el tocador. Su libro de escolaridad del bachillerato en los marianistas; notas mediocres hasta cuarto; una repentina brillantez en quinto y sexto. Apto en Reválida. Un pañuelo con sus iniciales. Cartas desde Almería durante el servicio militar. Las leyó con avidez; eran abruma-doramente reiterativas: todo se reducía a quejas sobre la comida, declaraciones de aburrimiento, referencias a malos encuentros con un sargento apellidado Vilches y provisiones con paquetes con provisiones de boca. Otra carta desde Santander, durante una estancia veraniega en casa de su tío. Notas del primer curso de la carrera, notas de la carrera, notas de la carrera...
Repitió mentalmente aquellas palabras durante un lapso de tiempo indefinido, porque de pronto, un recuerdo execrable, ascendiendo desde el abismo de la memoria, recobró la zona perdida de su existencia. Había ido depositando todos los papeles sobre el tocador y sólo quedaban dos cosas en la carpeta: un amarillento recorte de periódico y otro recordatorio. Era un díptico cuya primera cara estaba ribeteada por un filete negro. La cabeza de un Cristo crucificado miraba con angustia a las alturas. Lo abrió. A la izquierda, arriba, había una pequeña cruz impresa en oro. Leyó el texto que venía a continuación y nunca más volvió a pronunciar una sola palabra:
«Rogad a Dios en caridad por el alma del joven VICENTE MASSANA BADIA que falleció en Valencia el día 1 de agosto de 1935 a los 24 años de edad R.I.P.
Sus padres: Don Vicente Massana Darío y doña Amparo Almela Bas; su prometida, señorita Chelo Zurbarán Rodríguez; abuelos, tío y demás familia   al participar a usted tan sensible pérdida ruegan con una oración por el eterno descanso de su alma».
La nota de prensa hacía referencia a la muerte de un muchacho de veinticuatro años el día 1 de agosto de 1935. Se llamaba Vicente Massana Badía y falleció ahogado en la playa de la Malvarosa cuando, después de comer en un merendero acompañado por sus padres y su prometida, la hija del cónsul de Guatemala, había pretendido darse un baño.

* * *
El portero que siempre leía tras su mostrador un periódico atrasado, nunca volvió a ver al inquilino del 6.o-A; en realidad, ninguna otra persona volvió a verle.

999. anonimo

El destino de lin yen

Lin Yen era un joven chino que, al cumplir los dieciocho años, acompañó a su padre a la ciudad para que un sabio astrólogo le leyese el porvenir.
El anciano sabio consultó en las amarillentas hojas de su grueso libro y, a medida que leía, su rostro iba ensombreciéndose. Al rato lo cerró y tras un suspiro de tristeza habló así:
-Es penoso lo que tengo que deciros pero los signos astrológicos tienen fijado el próximo fin de Lin Yen, que morirá a los diecinueve años.
-¿Yo? -se burló el joven-. Soy sano, joven y fuerte.
-Los signos del Destino son inexorables -remachó el sabio.
El padre y el hijo regresaron a su casa, en la cual, llena de impaciencia y angustia esperaba la madre de Lin Yen y escuchado el presagio, empezó a llorar.
-¡A nuestro pobre hijo sólo le faltan seis meses para cumplir los diecinueve años! ¡Ay!, no puede morir; le alimentaremos bien y tendrá fortaleza para burlar su destino.
-Puede que el sabio leyera mal los signos -trató de engañarla su marido, apiadado de ella y de Lin Yen.
Pasaron cinco meses y ni se acordaban de la profecía. El muchacho salía diariamente de caza para proporcionar el sustento a sus padres.
Fue a los cinco meses cuando empezó a adelgazar...

999. anonimo

El destino de las flores

-¿Para qué sirven las flores? -le preguntó una niña a su abuelita.
-Sirven, entre otras cosas, para alegrarnos la vista con sus colores y el olfato con su perfume -explicó la señora.
La muchachita, que era muy despierta, torció el gesto.
-No veo que eso sea un fin práctico -replicó. Los otros productos del campo sirven para que las personas y los animales puedan alimentarse y conservar la vida, pero las flores...
-A veces -explicó la abuelita, no todas las cosas se miden por, su utilidad. Las flores tienen un lenguaje que habla al corazón. Cuando se envían de regalo a alguien, esa persona sabe que es apreciada. Pero además, con las flores se hacen perfumes.
La niña seguía sin quedar convencida. La anciana, agregó:
-Cuando Nuestro Señor después de crucificado, fue bajado de la cruz, su Madre, María Magdalena y algunas mujeres, le lavaron y ungieron con perfumes. Esa fue su manera de honrar al Hijo de Dios. Y aquellos perfumes salieron de las flores. ¿Aún crees que las flores no sirven para nada?
-¡Oh, no, no! -exclamó la niña. Ahora entiendo que las flores creadas por Dios, tienen un destino que cumplir.

999. anonimo

El dedal de la princesa

85. Anónimo

Estaba la Princesa cosiendo en la terraza de Palacio, cuando llegó una zorrita, le robó el dedal de oro y se fue.
Entonces la Princesa cayó enferma y nadie sabía sanarla.
Una buena mujer que hacía medicina con hierbas, decidió ir a verla, y por el camino oyó al pasar por una madriguera:
-¡La Princesa no tiene su dedal, pero con un beso lo puede recuperar!
¡Yo he perdido algo más grande aún! La mujer fue a Palacio y le contó lo que había oído, e inmediatamente ambas se pusieron en camino hacia la madriguera de la zorra. Cuando entraron, la vieron con el dedal de oro en la mano y no lo quería soltar si no le daba un beso la hija del Rey. Tanto insistió la zorrita, que la Princesa se lo dio, y la zorra se convirtió en un Príncipe apuesto.
-¡Tú necesitabas tu dedal, pero yo necesitaba un beso tuyo para ser desencantado! ¡Mira si nos hemos hecho favor el uno al otro! ¿Quieres casarte conmigo?
Ellos se casaron, premiaron a la mujer que les había ayudado, y fueron felices mientras Dios quiso que vivieran.

999. anonimo

El chico perverso

Erase un mozalbete que se divertía fastidiando a los demás, especialmente a los que no podían defenderse.
Si entraba en un corral le arrancaba las plumas al gallo, gozándose al escuchar sus lamentos; si veía a un perro lo apedreaba sin compasión, y al gato de su abuelita le había arrancado los bigotes.
Si encontraba a un niño menor que él, le daba bofetadas.
Todos le afeaban su conducta y el chico respondía con una risa insolente.
Una noche que regresaba a su casa después de visitar a sus abuelos, donde había obtenido unas monedas para sus caprichos, le asaltó un ladrón. El muchacho defendió su dinero y el ladrón le dio una tanda de palos antes de arrancárselo, y no contento con la hazaña, le despojó de su traje y de sus zapatos, nuevos.
Llorando y muerto de frío, el chico perverso llegó a su casa. Sin embargo, el trato recibido debió de hacerle reflexionar, pues nunca más maltrató ni a los menores ni a los indefensos animales.

999. anonimo

El cumpleaños de la hormiga

Iba la hormiguita con la carga sobre su cabeza y rezongando:
-¡Ay, pobre de mí! Parezco una mula...
La araña, que escuchaba sus quejas y era una buena amiga, pensó hacerle un regalo muy práctico para su cumpleaños. Y así, se fue a su casa, se recostó en la pared y empezó a tejer sin descanso una red de anillos tan grandes como cerezas, para que le sirviera como bolsa de la compra. Llegado el día del cumpleaños de su amiguita, fue a su encuentro y le dijo:
-Olvida tus penas, querida amiga. Te traigo lo que mejor sirve para llevar las cosas.
La hormiga, viendo la red en la que podía llevar sus mercancías con un mínimo esfuerzo, bailó de contenta:
-¡Oh, querida y sabia araña! ¡Nunca me han hecho mejor regalo de cumpleaños! Gracias, gracias...
Y desde entonces, la hormiga transporta sus paquetes sin dificultad.

999. anonimo

El cuidador de cerdos

42. Anónimo

Un joven Príncipe se enamoró de la hija del Emperador, pero ella era tan orgullosa que no aceptó sus regalos. Entonces el Príncipe se disfrazó de mendigo y se empleó como porquero del Emperador. Hizo un puchero con cascabeles que sonaban cuando el agua hervía, y la Princesa lo oyó y fue a verle.
‑¿Cuánto cuesta este puchero? ‑preguntó, encantada con aquel ingenioso invento, pues además era muy caprichosa.
‑Cuesta diez besos de la Princesa ‑contestó el joven.
‑¡Eso no puede ser! ‑respondió ella y le ofreció dinero. Pero el joven Príncipe no dio su brazo a torcer y la Princesa al fin cedió:
‑Esta noche, en el jardín, te daré los diez besos ‑prometió.
Entonces, el Príncipe fue a ver al Emperador y le contó que su hija estaba enamorada de él, y que podría comprobarlo si aquella noche bajaba al jardín y se escondía tras los rosales.
Eso hizo el Emperador, y al ver aparecer a su hija y besar al joven, salió de su escondite y dijo:
‑¡Ahora mismo te casaré con él!
Así fue como el joven se casó con la Princesa, y nunca se arrepintieron, pues fueron felices para siempre.

999. anonimo

El cuervo presumido


64. Anónimo

Erase un cuervo que se tenía por más que sus hermanos.
‑¡Yo llegaré muy lejos! ‑les decía siempre.
Un día, vio un grupo de faisanes tan bonitos con sus plumas de muchos colores y quiso parecerse a ellos. Fue recogiendo las plumas que se les caían y se las puso sobre las suyas para parecer un faisán más.
Una vez disfrazado, se acercó a la manada de faisanes.
‑¡Hola, amigos! ‑graznó con su voz inconfundible.
Pero los faisanes se dieron cuenta, le arrancaron las plumas falsas y le echaron a picotazos de allí.
Solo y triste, volvió junto a sus antiguos compañeros los cuervos, pero éstos le dijeron:
‑¡Vete de nuestro lado, mal cuervo! ¿No decías que llegarías más alto que ninguno? ¡Ya no te queremos, pues tú te has sentido avergonzado de ser como nosotros!
El cuervo se marchó solo, y pensó que había hecho muy mal; también su plumaje era brillante, aunque negro. Desde aquel día perdió su orgullo y fue un buen cuervo. Tanto, que sus compañeros volvieron a quererle.

999. anonimo

Vivir para siempre


Una dama comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y a arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer, ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de Santa María. Es del tamaño de una rata y una vez al año se mueve.

 118. anonimo (europa)

Pancho


Amo a Pancho a pesar de que me lleva cuarenta años, es totalmente mudo y no tiene dientes. No me importa que sea completamente calvo, excepto entre los dedos de los pies, que camine jorobado y a veces se caiga en la calle. Cuando él cree necesario emitir un corto y agudo sonido silbante, morder el sofá o dormir en el jardín, acepto todo eso como algo bastante normal. Porque lo amo.
Amo a Pancho porque es el único hombre a quien no le importa que yo tenga tres piernas.

 118. anonimo (europa)

Los vados infectos .118

Cerca de 1820 vivió un herrero de nombre Keane en la villa de Longformacus, en Lammermoor. Era un tipo duro, apasionado, que blasfemaba seguido. Durante muchos años fue herrero de los tropeles de la burguesía de Spottiswood y de Eagle. Un día fue a Greenlaw para asistir al funeral de su hermana, pretendiendo regresar a casa antes de que oscureciera. Su esposa y familia se sorprendieron de que él no reapareciera cuando lo esperaban, así que se sentaron a esperarlo. Cerca de las dos de la mañana escucharon la caída de algo pesado contra la puerta de la casa, y al abrirla descubrieron al viejo Keane, casi desmayado, en el umbral. Lo pusieron en la cama e intentaron curarlo, pero cuando se repuso de la inconciencia se volvió como loco y habló cosas espantosas que aterrorizaron a toda su familia. Continuó así hasta el siguiente día, pero al final recobró el sentido y pidió ver al ministro, a solas.
Luego de una larga conversación con él, llamó a toda su familia alrededor de su cama y requirió de cada uno de sus hijos y esposa una solemne promesa de que jamás pasarían sobre un particular lugar en el páramo entre Longformacus y Greenlaw, conocido como Los Vados Infectos (es el vado sobre un pequeño curso de agua al este de Castle Shields). No les señaló ninguna razón para tal cosa, sino que les exigió la promesa. No habló más y falleció esa misma noche.
Cerca de diez años después de su muerte, su hijo mayor, Henry Keane, tuvo que ir a Greenlaw por negocios, y al atardecer se preparó para regresar a casa. La última persona que lo vio al dejar el pueblo fue el herrero de Spottiswood, John Michie. Keane trató de persuadir a Michie de que lo acompañara a casa, a lo que se negó. Keane le suplicó con ahínco, y le dijo que tenía que atravesar Los Vados Infectos esa noche, y que prefería ir a través del fuego infernal antes que por tal lugar. Michie le respondió que no era necesario pasar por Los Vados Infectos, ya que podía evitarlos dando un rodeo de algunos metros. Él persistió con su idea de pasarlos y Michie al final lo dejó solo, muy sorprendido de que él hablara de pasar por tal páramo, cuando todos sabían que él y su familia entera estaban atados a la promesa, hacia el finado padre, de nunca cruzar ese lugar.
Al día siguiente un trabajador de Castle Shields, cuyo nombre era Adam Redpath, iba a su trabajo (como cavador de drenajes en el páramo) cuando sobre Los Vados Infectos vio el cuerpo de Henry Keane, sin marcas de violencia en el cuerpo. Su sombrero, capa, chaleco y zapatos se encontraron a unos 100 metros de distancia de él, hacia el lado de Greenlaw, sobre los Vados. Y mientras su pañuelo estaba desparramado junto con su demás ropa, sus pantalones le quedaron puestos. Mr. Ord, el ministro de Longformacus, había contado a una o dos personas aquello que John Keane (el padre) le había dicho en su lecho de muerte, y gradualmente la historia se difundió. Y fue esta: Keane le dijo que él estaba regresando lentamente a su hogar, luego del funeral de su hermana, mirando hacia el campo, cuando fue sorprendido súbitamente por el sonido como de una estampida de caballos. Vio una larga tropilla de jinetes que cabalgaban hacia él, de dos en dos. Y lo que lo horrorizó fue ver que uno de los dos jinetes que encabezaban la hilera era su hermana, que había visto en aquel entierro en Greenlaw. Siguió mirando, y vio a varios parientes y amigos que llevaban mucho tiempo muertos; pero cuando vio los dos últimos caballos notó que uno de ellos estaba montado por una persona cuyo rostro jamás había visto antes. Este mismo guiaba el otro caballo, que, a pesar de que estaba ensillado y con su brida, iba sin jinete, y sobre este corcel la compañía entera quería que Keane montara. Él luchó violentamente, según dijo, y por algún tiempo, hasta que al final logró escaparse prometiéndoles que uno de su familia lo reem-plazaría.
Aún vive en Longformacus el único hijo que quedó, Robert; él tiene el mismo horror a Los Vados Infectos que tenía su hermano, y no habla, ni permite que nadie le hable sobre el tema.
Hace tres o cuatro años, un pastor de nombre Burton fue hallado muerto a corta distancia del mismo lugar, sin causa aparente.

118. anonimo (europa)

Los dos sastres


Dos sastres trabajaban el uno frente al otro desde hacía muchos años. Cortaban y cosían incansablemente, hablando de vez en cuando de distintas cosas.
Uno de dijo al otro:
-¿Irás de vacaciones este año?
-No -contestó el segundo tras un momento de reflexión.
Regresaron a su silencio. Más tarde, el segundo sastre dijo de repente:
-Fui de vacaciones hace veinte años.
-¿Fuiste de vacaciones hace veinte años? -preguntó el primero, muy sorprendido.
-Sí.
Entonces el primer sastre, que no recordaba ninguna ausencia de su compañero, le dijo:
-¿Y adónde fuiste?
-A la India.
-¿A la India?
-Sí. Fui a cazar el tigre de Bengala.
-¿Fuiste a cazar el tigre de Bengala? ¿Tú?
Los dos hombres habían dejado de trabajar y se miraban. El segundo sastre, que parecía muy tranquilo, retomó la palabra para contar lo siguiente:
-Partí al alba sobre un magnífico elefante que un gran príncipe me había prestado. Armado con cuatro fusiles de culatas de plata y acompañado por una escolta de ojeadores, me aventuré en una montaña solitaria. De repente un tigre enorme se levantó rugiendo frente a mi montura, el tigre más grande que nunca se había visto en aquella región de Bengala. Mi elefante, asustado, se tiró para atrás, me caí en unos matorrales espinosos y el tigre se me echó encima y me devoró.
-¿Te devoró? -preguntó el primer sastre, que había estado escuchando estupefacto.
-Me devoró... por completo, hasta el último pedazo de carne.
-Pero bueno, ¿qué me cuentas? ¡Ningún tigre te devoró! ¡Sigues vivo!
Entonces el segundo sastre retomó el hilo, retomó la aguja y le dijo al primero:
-¿A esto le llamas vida?

118. anonimo (europa)

La sopa de piedra


Un monje estaba haciendo la colecta por una región en la que las gentes tenían fama de ser muy tacañas. Llegó a casa de unos campesinos, pero allí no le quisieron dar nada. Así que como era la hora de comer y el monje estaba bastante hambriento dijo:
-Pues me voy a hacer una sopa de piedra riquísima.
Ni corto ni perezoso cogió una piedra del suelo, la limpió y la miró muy bien para comprobar que era la adecuada, la piedra idónea para hacer una sopa. Los campesinos comenzaron a reírse del monje. Decían que estaba loco, que vaya chaladura más gorda. Sin embargo, el monje les dijo:
-¡Cómo! ¿No me digan que no han comido nunca una sopa de piedra? ¡Pero si es un plato exquisito!
-¡Eso habría que verlo, viejo loco! -dijeron los campesinos.
Precisamente esto último es lo que esperaba oír el astuto monje. Enseguida lavó la piedra con mucho cuidado en la fuente que había delante de la casa y dijo:
-¿Me pueden prestar un caldero? Así podré demostrarles que la sopa de piedra es una comida exquisita.
Los campesinos se reían del fraile, pero le dieron el puchero para ver hasta dónde llegaba su chaladura. El monje llenó el caldero de agua y les preguntó:
-¿Les importaría dejarme entrar en su casa para poner la olla al fuego?
Los campesinos lo invitaron a entrar y le enseñaron dónde estaba la cocina.
-¡Ay, qué lástima! –dijo el fraile. Si tuviera un poco de carne de vaca la sopa estaría todavía más rica.
La madre de la familia le dio un trozo de carne ante la rechifla de toda su familia. El viejo la echó en la olla y removió el agua con la carne y la piedra. Al cabo de un ratito probó el caldo:
-Está un poco sosa. Le hace falta sal.
Los campesinos le dieron sal. La añadió al agua, probó otra vez la sopa y comentó:
-Desde luego, si tuviéramos un poco de berza los ángeles se chuparían los dedos con esta sopa.
El padre, burlándose del monje, le dijo que esperase un momento, que enseguidita le traía un repollo de la huerta y que para que los ángeles no protestaran por una sopa de piedra tan sosa le traería también una patata y un poco de apio.
-Desde luego que eso mejoraría mi sopa muchísimo -le contestó el monje.
Después de que el campesino le trajera las verduras, el viejo las lavó, troceó y echó dentro del caldero en el que el agua hervía ya a borbotones.
-Un poquito de chorizo y tendré una sopa de piedra digna de un rey.
-Pues toma ya el chorizo, mendigo loco.
Lo echó dentro de la olla y dejó hervir durante un ratito, al cabo del cual sacó de su zurrón un pedacillo de pan que le quedaba del desayuno, se sentó en la mesa de la cocina y se puso a comer la sopa. La familia de campesinos lo miraba, y el fraile comía la carne y las verduras, rebañaba, mojaba su pan en el caldo y al final se lo bebía. No dejó en la olla ni gota de sopa. Bueno. Dejó la piedra. O eso creían los campesinos, porque cuando terminó de comer cogió el pedrusco, lo limpió con agua, secó con un paño de la cocina y se lo guardó en la bolsa.
-Hermano, -le dijo la campesina- ¿para que te guardas la piedra?
-Pues por si tengo que volver a usarla otro día. ¡Dios los guarde, familia!

118. anonimo (europa)

La casa encantada


Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscán-dose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.
-Dígame -dijo ella, ¿se vende esta casa?
-Sí -respondió el hombre, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía, frecuenta esta casa!
-Un fantasma -repitió la muchacha. Santo Dios, ¿y quién es?
-Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

118. anonimo (europa)