Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 6 de agosto de 2012

El mendigo y el grano de trigo

Había una vez un mendigo que todas las semanas salía a recorrer las tierras de los ricos propietarios para pedirles una limosna. Un día, llegó a la finca de una viuda y le pidió un trozo de pan.
-Aún no está hecho.
-Entonces dame, por favor, un poco de harina.
-Aún no está molida.
-Entonces dame, por favor, un poco de trigo.
La mujer perdió la paciencia y le arrojó un grano de trigo.
-Ahí tienes el trigo.
El mendigo le dio las gracias, guardó el grano en su mochi­la y se fue a otro cortijo.
-Querría que me cuidase este grano de trigo -le dijo el men­digo al campesino-. Guárdemelo bien, por favor, que dentro de poco estaré de vuelta.
El campesino guardó el grano de trigo, pero una gallina lo vio y se lo comió.
Cuando el mendigo estuvo de vuelta, le dijo al campesino:
-¿Por qué has dejado que la gallina se comiese mi grano de trigo? Ahora tendrás que darme a cambio la gallina.
El campesino le dio la gallina y el mendigo se dirigió al cor­tijo más próximo.
-Amigo,querría que me cuidase por un momento mi galli­na. No la pierda de vista, por favor. Estaré de vuelta enseguida.
Pero el gato del campesino se comió la gallina y el mendigo, al volver, le dijo:
-Su gato se ha comido mi gallina, así que ahora el gato es mío.
Y se fue llevándose consigo el gato. Llegó a la casa de un gran señor y le dijo:
-Amable señor, cuídeme un momento este gato. En pocos minutos estaré de vuelta.
Pero, cuando vio que el perro del señor había matado a su gato, dijo el mendigo:
-Ahora el perro es mío.
Y se marchó acompañado por el perro, hasta que se lo en­tregó a un hombre diciéndole:
-Amigo, cuídeme un momento este perro. Estaré de vuelta en un instante.
Pero, cuando volvió, el perro estaba muerto. Lo había ma­tado el toro. El mendigo dijo:
-Me llevaré en su lugar el toro.
El hombre tuvo que darle el toro y el mendigo se marchó. Llegó a la casa de un ricachón y le dijo:
-Amigo, preste atención a mi toro. Dentro de poco estaré de vuelta.
Pero, antes de que volviese, el caballo del ricachón mató al toro.
-Ahora el caballo es mío -exclamó el mendigo.
Y se fue con el caballo. En el camino se encontró con un rey. El rey tenía prisa por volver a su casa, pero su caballo se ha­bía herido una pata y cojeaba. Entonces le pidió prestado su ca­ballo al mendigo. Al día siguiente, el mendigo fue a ver al rey para que le devolviese su caballo, pero el caballo estaba muerto.
-Te devolveré en oro el valor de tu caballo -dijo el rey.
Y le dio al mendigo tanto oro que le permitió convertirse en un rico señor. Ya no tuvo que pedir limosna, sino que vivió en un hermoso palacio y ¿a que no sabéis con quién se casó?: justa­mente con la viuda que le había dado el grano de trigo.

Fuente: Gianni Rodari

126. anonimo (rumania-transilvania)

El lobo que quería zapatos

Un día, un campesino fue a arar su campo y, mientras estaba en­tregado al trabajo, se le acercó un lobo que le dijo:
-Ahora te voy a comer.
-No me comas -le suplicó el campesino. Mejor lleguemos a un acuerdo.
-Muy bien -respondió el lobo. Quiero que mañana me trai­gas un par de zapatos. Estoy harto de andar descalzo.
-Perfecto, mañana por la mañana tendrás tus zapatos -pro­metió el campesino.
Al día siguiente, muy temprano, el campesino llegó al cam­po con un carro cubierto por una lona.
-¿Dónde están los zapatos? -preguntó el lobo. ¡Prometiste traér-melos, pero no lo has hecho!
-No, no te los he traído -respondió el campesino, pero he traído a dos zapateros que te tomarán las medidas para hacérte­los. Mira dentro del carro.
El lobo se acercó al carro y levantó la lona. Salieron de allí dos perros enormes: francamente, dos zapateros estupendos.
El lobo escapó veloz como el viento a esconderse en su gua­rida. Pero no le dio tiempo para entrar del todo. Le quedaron fuera las patas traseras, y los perros se aferraron a ellas con ra­pidez.
-¡Quedaos con mi cola, pero dejadme las patas! -aullaba el lobo.
Pero el campesino le respondió:
-Los zapateros no suelen tomar la medida de la cola.
Los perros sólo soltaron al lobo cuando consiguieron sacar­lo fuera de su guarida g desgarrarlo. Fue así como los zapateros le tomaron las medidas al lobo para hacerle los zapatos.

126. anonimo (rumania)


El corderito y su amo

Después de caminar un buen tramo,
se encontró el cordero con su amo.

-Corderito, ¿adónde vas?
-Voy al bosque, señor.
-¿Y qué comerás?
-Hierba fresca, señor.
-¿Y qué beberás?
-Agua clara, señor.
-¿Y quién te ha pegado?
-El pastor, señor.
-¿Y tú que le has dicho?
-Le he dicho beee, bee, be...

126. anonimo (rumania)

Cómo la liebre engañó al lobo

Un día de invierno, un lobo hambriento se encontró con una lie­bre y le gritó:
-¡Para! ¡Quédate ahí! Tengo hambre y quiero comerte.
Pero la liebre, sin dejarse intimidar, respondió:
-Lobito amigo, sería una cena muy frugal: ¿no ves que no soy más que piel y huesos? Déjame vivir y el otoño que viene te traeré a mis lebratos. Con ellos sí que te darás un verdadero atracón. Si tienes hambre, vete al pueblo. Ha habido un ban­quete de bodas, los campesinos están todos borrachos y te resul­tará fácil robar una oveja gorda y hermosa.
-De acuerdo, puedes irte -dijo el lobo, pero no te olvides: el otoño que viene me traerás a todas tus crías.
Y cada uno se fue por su camino: el lobo al pueblo, la liebre a su madriguera. Pasó el invierno, pasó la primavera, el verano acabó, llegó el otoño. Un día, el lobo se encontró con la liebre y comenzó a gritarle de lejos:
-Ha llegado el momento, comadre liebre. Te espero el do­mingo que viene con todos tus lebratos. Hace mucho que no como guisado de liebre, ¿has entendido?
-Te he entendido, claro -respondió la liebre. El domingo que viene te los traigo sin falta.
Y se fue saltando alegremente.
El domingo, muy temprano, se puso en marcha con sus le­bratos.
Cuando pasaban cerca de un campo de maíz, la vieja liebre ordenó a sus hijos que cogiesen sendas mazorcas, con todas sus barbas.
-Ahora poneos la mazorca en la boca, dejad que cuelguen fuera las barbas y escondeos. Salid sólo cuando yo os llame, pero hacedlo con calma y no tengáis miedo de nada.
Los lebratos hicieron lo que la madre les dijo y se escondie­ron entre unos arbustos con la mazorca en la boca. La vieja lie­bre acudió al encuentro con el lobo, que ya la estaba esperando y, en cuanto la vio llegar sola, bramó:
-¿Dónde están tus crías? No pretenderás tomarme el pelo, ¿ no?
-No, no, lobito amigo, ten sólo un minuto de paciencia, es­tarán aquí enseguida. Debo decirte que son terribles: desde que se comieron a un león se han vuelto insoportables. A decir ver­dad, estoy contenta de que te los lleves tú. ¿Dónde os habéis me­tido, hijos?
Al oír que su madre los llamaba, los lebratos asomaron la ca­beza por encima de los arbustos y se acercaron al lobo con mu­cha calma.
El lobo los vio, los miró atentamente y, por fin, exclamó:
-Comadre liebre, ¿qué diablos llevan en la boca tus hijos?
-¿En la boca? Ah, no es nada. Te estaba diciendo que ya no sé cómo tratarlos desde que se comieron al león. Se han vuelto tan fuertes que destrozan todo lo que encuentran por el camino. Mira, justo esta mañana devoraron a seis lobos y aún no han de­jado de jugar con sus colas.
El lobo no esperó más explicaciones. Escondió su cola entre las piernas, para que no le sucediese nada, y desapareció en el bosque. Y la vieja liebre, muy contenta, se volvió a casa con sus lebratos.

126. anonimo (rumania)

El pan y la sal

Había una vez un rey que tenía tres hijas; dos eran altivas y soberbias, la tercera era dulce y buena. El rey era muy viejo y decidió repartir entre sus hijas la herencia antes de su muerte. Por ello las mandó llamar y les dijo:
-Queridas hijas, quiero repartir el reino entre vosotras, pero primero me gustaría saber cuánto me queréis.
-Yo te quiero como a un sol -respondió altivamente la primera.
El rey se quedó complacido con esta respuesta y le regaló a su primera hija una tercera parte del reino.
-Yo te quiero tanto como a mi propia vida -dijo la segunda hija.
El rey se alegró también por esta respuesta y le regaló a su segunda hija otra tercera parte del reino.
Le tocaba ahora hablar a la muchacha más joven. Ella dijo simplemente:
-Te quiero como al pan y la sal.
El rey montó en cólera ante semejante respuesta.
-¿Cómo es eso? ¿Me quieres tan poco que me comparas con cosas tan vulgares como el pan y la sal? Vete, ya no eres mi hija. Ordenó a sus criados que soltasen los perros, y la joven huyó y se refugió en el bosque.
Durante tres días y tres noches, la pobre princesa erró por la selva, alimentándose de raíces y moras silvestres y durmiendo en la copa de los árboles.
Una mañana, al amanecer, la despertó un terrible estruendo. A los pies del árbol en el que estaba durmiendo, ladraba y se agitaba una jauría de perros de caza. Y con ellos estaba su amo, el joven príncipe del reino vecino.
El príncipe alzó los ojos hacia el follaje pya estaba a punto de disparar una flecha, cuando de pronto bajó el arco. Había visto, entre las hojas, el rostro de una joven bellísima.
-¿Quién eres tú y qué haces ahí arriba? -le preguntó, maravillado, el príncipe.
La pobre princesa le respondió:
-Soy la princesa del reino que limita con el tuyo, pero mi padre me echó de casa y tuve que refugiarme en el bosque.
Y le contó al bello cazador lo que le había respondido a su padre, el rey, y lo que había ocurrido después.
El príncipe se quedó encantando con la muchacha. La ayudó a bajar del árbol, la hizo montar en su caballo y la llevó a su palacio, donde hizo preparar enseguida una espléndida fiesta de bodas.
Invitaron a la boda a todos los reyes de los reinos vecinos, entre ellos el padre de la flamante esposa. Pero el viejó rey no fue. Alguien contó que sus hijas lo habían despojado también de la tercera parte del reino, que él había reservado para sí mismo, y ahora reinaban solas.
El viejo rey se vio obligado a vagar pidiendo limosna y nadie sabía dónde se encontraba.
La joven esposa comenzó a llorar e, inmediatamente después de la boda, dio la orden de que llevasen a su presencia a todos los mendigos que llamasen a la puerta del castillo.
Una noche, llamó un viejo de cabellos blancos, cubierto de harapos.
Como a los otros mendigos, también a él lo llevaron ante la joven reina. Ella lo reconoció a primera vista: era su padre. Pero la reina contuvo las lágrimas. Hizo sentar a la mesa al viejo y le sirvió pan y sal con sus propias manos.
El viejo dijo:
-Te agradezco, noble señora, este pan y esta sal. Son las cosas más preciosas de la tierra, como he podido aprender en carne propia.
-Tienes razón -respondió la joven reina, pero cuando le dije eso a mi padre, él montó en cólera, ordenó a sus criados que soltasen los perros y tuve que refugiarme en el bosque.
Sólo entonces el viejo rey reconoció a su hija y, echándose a llorar, se arrojó a sus pies. Pero la joven hizo que se incorporase, lo abrazó y le pidió que se quedase a vivir en el palacio.
¿Qué sucedió, mientras tanto, con las dos hijas mayores? Tan codiciosas eran que no les bastaba ya con la parte del reino recibida en herencia de su padre: disputaban entre sí. Estalló entre ellas una guerra, en la que murieron las dos. De tal modo, el reino le tocó por derecho propio a la hija más joven y a su esposo, que reinaron juntos, con justicia, hasta su muerte.

132. anonimo (suecia)

El alcalde y el diablo

Una vez, el alcalde de un pueblo se fue al mercado de una ciudad vecina y, a mitad de camino, se encontró con el diablo.
-¿Puedo viajar con usted? -preguntó el diablo.
-Sube, amigo diablo -respondió el alcalde.
Poco después, encontraron a un viejo que intentaba atrapar en el camino a un cerdo.
-Que el demonio te lleve, maldito cerdo -gritaba el viejo.
-Muévete, ve a coger tu jamón -le dijo el alcalde al diablo.
-¿Y por qué? -respondió el diablo meneando la cabeza. Ese viejo hablaba por hablar.
Siguieron avanzando y, en un tramo del camino, pasó por delante un chico y estuvieron a punto de atropellarlo. Su madre lo apartó justo a tiempo y se lo llevó a rastras mientras gritaba:
-¡Que el demonio te lleve, por travieso!
-¿Por qué no te llevas a ese chico, si su madre te lo ofrece? -observó el alcalde para estimular al diablo.
-¿Y por qué? Su madre hablaba por hablar -le respondió.
Avanzaron un poco más y se encontraron con una vieja, a la que el alcalde, en una ocasión, le había exigido su cabra porque la había sorprendido pastando en el prado del pueblo.
Cuando la mujer lo vio, se dirigió a él gritando:
-¡Que el demonio te lleve, alcalde, por pasarte la vida enga­ñando a los pobres!
-En este caso, la vieja no ha hablado por hablar -le dijo el diablo al alcalde. Lo cogió por el cuello y se lo llevó al infierno.

Fuente: Gianni Rodari

132. anonimo (suecia)

Nasreddin salva su vida

Una vez, la mujer de Nasreddin, bromista como pocos, lavó la ropa de su marido y la puso a secar en un árbol del jardín. Hodja Nasreddin no sabía nada. Volvió a casa hacia medianoche y, al entrar en el patio, al claro de luna, vio que en el árbol había alguien.
-Mujer, hay ladrones -gritó, tráeme enseguida el arco y las flechas.
La mujer, medio dormida, le dio el arco y las flechas sin decir una palabra. Nasreddin disparó unas cuantas flechas contra su ropa y grito:
-¡Así se te irán las ganas de robar en mi casa! Y se fue a la cama muy contento.
A la mañana siguiente, se levantó muy temprano y fue al jardín a ver al ladrón. Pero en el árbol no había más que su ropa, llena de agujeros.
Nasreddin casi se murió del susto y dijo:
-Vaya, era mi ropa. ¡Qué suerte! ¡Qué suerte!
-¿Cómo qué suerte? -le gritó su mujer, furiosísima.
-Qué suerte que yo no estaba allí dentro: me habría llenado de agujeros la barriga.
Así, en aquella ocasión, Hodja Nasreddin se salvó la vida.

133. anonimo (turquia)

Ladrón en el huerto

Una vez, un ladrón se metió en un huerto donde crecían repo­llos, nabos, zanahorias y muchas hortalizas más. El ladrón iba arrancando todo lo que encontraba a su paso y guardaba parte de lo robado en un saco, parte dentro de su camisa. Cuando me­nos se lo esperaba, apareció el jardinero, que lo cogió por el cue­llo y le gritó:
-¿Qué estás buscando aquí? ¿Y cómo has entrado?
-¿Que cómo he entrado? -preguntó el ladrón asustado. Sólo te puedo decir que de repente me encontré aquí. A mediodía se le­vantó un viento terrible y me trajo volando.
-¿Y quién ha arrancado todas esas hortalizas?
-Yo, yo las he arrancado, pero ha sido contra mi voluntad, créeme. El viento me llevaba de un lado para el otro; yo intenta­ba sujetarme a algo, pero me resultó imposible.
-Vale, pero ¿quién te ha metido las hortalizas en el saco y dentro de tu camisa?
-Es lo que me estaba preguntando antes de que llegases -res­pondió el ladrón. Pero por más que pensaba y pensaba, me he roto la cabeza pensando, no he llegado a ninguna conclusión.
El cuento no da más detalles sobre el resto de la conversa­ción. Probable-mente el jardinero se sirvió de su vara para hacer que el ladronzuelo recuperase la memoria.

133. anonimo (turquia)

Juan y el diablo

Un día le dijo Guaraguao al amigo Juan:
-¿Vamos a volar?
Juan le contestó que él no podía volar, porque no tenía alas. Entonces, Guaraguao, con un puñao de plumas, le hizo unas alas, y salieron volando.
Ya por los aires, va Juan y pregunta:
-¿Y adónde vamos?
-Vamos a la casa del diablo -le contestó Guaraguao.
Cuando llegaron a la casa del diablo, ya era noche cerrada y no les quedó más remedio que pedirle posada para poder dormir un rato.
A media noche, Juan, que dormía con un ojo abierto y los oídos entornados, escuchó una conversación entre el diablo y su mujer. Tanto le inquietó lo que oyó que despertó enseguida al Guaraguao para salir corriendo de ahí.
Los dos abrieron la ventana y se escaparon, pero a medio camino discutieron y se enfadaron, hasta tal punto que el Guaraguao le dijo a Juan que le devolviera las plumas de sus alas.
Juan se las devolvió y se quedó solo en medio de la noche sin poder regresar a su casa. Después de mucho pensar y muerto de frío y cansancio, decidió volver a la casa del diablo, pues es lo único que conocía por ahí cerca.
Llegó, y antes de llamar siquiera a la puerta, el diablo se precipitó sobre él y le metió en un saco que ató con una gruesa cuerda.
El diablo se fue después a buscar leña para encender una gran hoguera donde quemarlo. Pero Juan, al percatarse de que el diablo había salido, comenzó a dar voces y a gritar, diciendo que tenía una sed horrible, que se moría de sed. Tanto gritó y gritó que la mujer del diablo, para que se callara, le hizo un agujerito en el saco y le dio un vaso de agua.
Juan aprovechó entonces el agujerito para agrandarlo hasta que pudo salir enterito por él.
Al verse libre, cogió una cotorra que tenía el diablo y le arrancó algunas de sus plumas para hacerse unas alas y salir volando, pero antes de marcharse, encerró a la mujer del diablo en el saco.
Cuando el diablo regresó, Juan ya estaba bien lejos. Sin saber lo que había pasado, el diablo encendió un gran fuego, echó sobre él el saco y empezó a quemar a su propia mujer.
Pronto se dio cuenta el diablo del engaño y se enfureció tanto que le salió humo por las orejas y juró vengarse de Juan.
Tan furioso estaba que gritó durante varios días:
-¡Me robaste la cotorra y me quemaste a la mujer, pero ya te atraparé!
Desde ese día, el diablo no descansó hasta que consiguió atraparle con sus malas artes, aunque no sin esfuerzos ni burlas.
Una vez en su poder, el diablo meditó lo que haría con Juan. Finalmente, decidió meterlo en un saco, cargarlo con piedras y arrojarlo al mar.
Lo preparó todo con cuidado y, cuando estuvo listo, pidió a cuatro diablejos amigos que lo llevaran hasta el mar para tirarlo en lo más profundo.
Los diablejos cargaban el saco, pero pesaba tanto que tenían que descansar de vez en cuando. En una de las paradas, decidieron entrar los diablejos a una taberna cercana para beber un vaso de vino y reponer fuerzas.
Al darse cuenta Juan de que lo habían dejado solo, intentó romper el saco, pero no pudo. Después, comenzó a gritar para llamar la atención de los que por allí pasaran y, finalmente, se acercó un caminante. Desde el interior del saco, Juan gritaba:
-¡Yo no me caso!... ¡Yo no me caso!... ¡No quiero casarme! Y el caminante preguntó:
-¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué te tienen metido ahí?
-Pues que me quieren casar con la hija del rey, pero es tan fea tan fea que yo no quiero.
El caminante, al escuchar aquello, pensó que a él no le importaría casarse con una mujer fea pero rica, así que desató la cuerda del saco y se metió dentro de él.
-Ata bien la cuerda para que nadie se dé cuenta del cambio -le dijo a Juan.
Juan así lo hizo y, luego, salió corriendo.
Cuando los diablejos regresaron y cargaron el saco, se quedaron muy extrañados al oír una voz que salía gritando:
-¡Sí que me caso, sí que me caso!
Y los diablejos se echaron a reír.
-¿Que tú te casas? Ya verás qué bien vas a estar en el fondo del mar. Y lo arrojaron al fondo del mar.
El diablo, pensando que se había librado definitivamente de Juan, se quedó tranquilo y se dedicó de nuevo a sus negocios.
Un buen día, el diablo necesitó que le hicieran unas grandes cajas de madera y fue a buscar un carpintero. Juan, que se enteró de esto, se disfrazó de carpintero. El diablo no le reconoció porque, además del disfraz, pensaba que Juan estaba muerto. Así acordaron entonces el negocio.
Cuando Juan terminó la primera caja, el diablo estuvo viéndola, pero la cerradura no le convencía, porque le parecía muy débil. Entonces discutieron y acabaron apostando a ver quién tenía razón. Si el diablo conseguía abrir la caja sin llave, el carpintero le regalaría todas las cajas.
Y entonces el diablo se metió dentro de la caja. Juan le cerró y, antes de que el diablo se diera cuenta, Juan clavó la caja con unos enormes clavos, dejándole dentro sin poder salir.
Y así es como el diablo, desde entonces, está metido en una caja y apenas puede hacer una pequeña parte de sus maldades. Y Juan vivió feliz el resto de sus días.

134. anonimo (caribe)

El burro astuto


Un burro y un camello trabajaban para un campesino. Éste era un patrón muy malo porque los hacía trabajar de la mañana a la noche y nunca les daba bastante de comer.
-No aguanto más -le dijo un día el burro al camello. Ma­ñana me iré.
-Yo también querría irme -dijo el camello, pero no sé cómo hacerlo.
-Te daré un buen consejo. Mañana por la mañana llevaremos al molino unos sacos de trigo. En el camino nos tumbaremos en el suelo, fingiendo que estamos muertos de cansancio. El campesino nos golpeará, claro, pero nosotros no haremos ningún movi­miento, diga o haga lo que fuere. Al final nos abandonará, vol­verá a casa y aprovecharemos para escaparnos.
-De acuerdo -dijo el camello. Así lo haremos.
Al día siguiente, el burro y el camello, como de costumbre, llevaron al molino los sacos de trigo y, a mitad de camino, se tumbaron en el suelo como si ya no les fuese posible continuar.
-¡Sois unos gandules! -dijo el campesino, irritado, y comen­zó a darles azotes a los dos.
El burro se quedó inmóvil, pero el camello no pudo resistir los golpes y se incorporó. El campesino abandonó al burro, car­gó los sacos en la grupa del camello y se marchó con él. Así, el camello recibió más golpes que el trigo, pero no conquistó su li­bertad; al contrario, el campesino le impuso una carga más pe­sada. El astuto burro, en cuanto se alejaron el campesino y el ca­mello, se levantó y huyó por el bosque. Poco después, se encontró con un tigre y le preguntó:
-¿Quién eres tú?
-Soy el tigre y ahora te comeré.
El burro no se asustó en absoluto. Sacudió las orejas, meneó la cola y comenzó a rebuznar de tal modo que fue el tigre el que se asustó y salió pitando.
-¿Quién te persigue? -le preguntó el lobo.
-No me hagas hablar, me he encontrado con un animal es­pantoso. Tiene dos alas en la cabeza y no veas cómo las sacude. Tiene una cuerda en el trasero con la que quería amarrarme. Además, ruge tan terriblemente que he preferido escaparme.
El lobo se rió y exclamó:
-Ese animal es un burro. No debes tenerle miedo. Ven, va­mos juntos a atraparlo y prepararemos una buena cenita para los dos.
El tigre no tenía ninguna gana de encontrarse con el burro por segunda vez. Para que se armase de valor, el lobo tuvo que llevarlo atado a una cuerda. Y así iban, el lobo delante y el tigre detrás. Pero el astuto burro, cuando los vio aparecer, en vez de asustarse exclamó alegremente:
-Has sido realmente generoso, querido amigo lobo, al traer­me al tigre para cenar. Como recompensa te daré los huesos. El tigre le gritó entonces al lobo:
-Farsante, traidor, querías traerme para que este terrible animal me comiese.
Saltó sobre el lobo, le arrancó la cabeza de una dentellada y huyó a toda prisa. Y nadie lo ha vuelto a ver jamás por ese bosque.

135. anonimo (kazajstan)

Aldar-kose y su capa mágica


Aldar-Kose era un muchacho inteligente. No era rico, pero nun­ca le había faltado nada ni había sufrido mayores estrecheces. Todos lo querían mucho en Kazajstán.
Pero un día de invierno Aldar-Kose se sentía muy triste. So­plaba un viento helado y él cabalgaba solo por la estepa. No ha­bía por allí ni un alma. Su caballo cojeaba y su capa tenía seten­ta agujeros y noventa remiendos. De repente Aldar-Kose vio a un caballero que iba hacia él. Tenía un magnífico caballo y una cálida capa de piel de zorro. Debía de ser, seguramente, un rico mercader. Aldar-Kose se alzó sobre la silla, desató su capa y co­menzó a cantar.
-¿No tienes frío? -preguntó atónito el rico mercader. Tu capa está llena de agujeros, ¿cómo puedes tener todavía ganas de cantar?
-Canto porque mi capa está llena de agujeros. El viento entra soplando por un agujero y sale por el otro, y yo retengo el calor. ¡Vos sí que debéis pasar mucho frío con vuestra capa de zorro!
-Sí, tengo mucho frío -admitió el rico mercader. ¿No me vende-rías tu capa?
-Pero yo no quiero venderla porque, si la vendiese, ¡sería yo quien pasaría frío!
-Bien, te daré mi capa y también dinero.
-De acuerdo -respondió Aldar-Kose un instante después. Intercambiemos las capas y también los caballos. ¡Podéis queda­ros con el dinero!
El mercader entregó a Aldar-Kose su capa de zorro y su magnífico caballo y se quedó, a cambio, con el rocín que cojea­ba y con la capa de los setenta agujeros y los noventa remiendos. Aldar-Kose se puso la capa de piel, montó en el caballo y partió velozmente.
En la aldea, por la noche, contó la historia de su capa mági­ca con setenta agujeros y noventa remiendos. Y todos rieron por la manera en que había engañado al rico mercader.

Fuente: Gianni Rodari

135. anonimo (kazajstan)


Por qué la liebre tiene el labio leporino


Un viejo tigre, ya ciego, atrapó una vez a una liebre.
-Déjame vivir -le suplicó la liebre, y te llevaré a un lugar donde sé que hay un rebaño de ovejas pastando.
El tigre liberó a la liebre, quien lo condujo muy serena, no al encuentro de las ovejas, sino a la parte más alta de una roca, des­de donde el tigre se precipitó y murió.
La liebre se fue corriendo y se encontró con un cazador que llevaba tres zorras recién muertas.
-Cazador -le dijo, ¿ves aquella roca? Si miras hacia abajo, verás al tigre muerto y podrás quitarle sin peligro la piel. Mien­tras tanto, si quieres, yo me ocuparé de tus zorras.
El cazador dejó sus presas en el suelo y fue a despellejar al tigre.
La liebre se fue corriendo y se encontró con un pastor que conducía a su rebaño.
-Pastor -le dijo, ¿ves aquel sendero? Justo después del re­codo, hay tres zorras muertas. Si quieres ir a cogerlas, yo me en­cargaré, mientras tanto, de tu rebaño.
El pastor se dio prisa en salir en busca de las zorras. La libre se fue corriendo y, al llegar al bosque, vio a una loba que cuida­ba a sus lobeznos.
-Loba -le dijo, ¿ves aquel valle? Hay un rebaño de ovejas y nadie las cuida, porque el pastor se ha ido. Ve a buscar una ove­ja, si quieres, mientras go me ocupo de tus hijos.
La loba corrió a buscar una oveja, y la liebre prosiguió su ca­mino. Llegó a una cabaña y, frente a ella, vio a un viejo que tras­quilaba el pelo de su camello.
-Viejo -le dijo, ¿ves aquel bosque? Allí hay unos lobeznos abandonados; quién sabe adónde se ha ido su madre. Si quieres cogerlos, yo me ocuparé de cuidar del pelo de tu camello, para que no se lo lleve el viento.
El viejo fue a coger a los lobeznos, y la liebre llamó al viento para que, con su soplo, se llevase el pelo del camello.
¡Imaginaos qué confusión! El cazador volvió con la piel del tigre y comenzó a perseguir al pastor que se había llevado sus tres zorras, el pastor perseguía a la loba que le había robado una oveja; la loba perseguía al viejo que le había quitado a sus lo­beznos; y el viejo intentaba desesperadamente recoger el pelo del camello que había dispersado el viento.
Ante aquel espectáculo, la liebre no pudo contener la risa. Estaba tan tentada de risa que se sostenía la panza, y tanto se rió que se le hendió el labio superior. Desde aquel día, la liebre tie­ne el labio hendido.

136. anonimo (uzbekistan)

Aldar-kose y su varita tramposa


Un día un mercader oyó la historia de Aldar-Kose y de su capa mágica.
-No es difícil engañar a un idiota. Pero Aldar-Kose, sin duda, no sería capaz de engañarme a mí.
Cuando Aldar-Kose lo supo, afirmó:
-El mercader tiene razón. No es difícil engañar a un idiota. Pero yo lograré engañarlo también a él.
Aldar-Kose encontró al mercader en la estepa.
-Querido mercader, ha llegado a mis oídos que hace unos días dijisteis algo sobre mí.
-Es verdad -respondió el mercader. Eres un pícaro cono­cido. Has engañado a mucha gente, pero conmigo no podrás. Eso fue lo que dije.
Aldar-Kose rió:
-Probablemente podría engañaros ahora mismo. Pero no he traído conmigo mi varita tramposa. Prestadme vuestro caba­llo, iré a buscarla y os engañaré también a vos.
El mercader prestó el caballo a Aldar-Kose, quien volvió a su casa a la carrera. Una vez allí, llevó el caballo al establo, le cortó la cola y rehizo el camino para encontrarse con el merca­der. En el camino, enterró la cola del caballo dejando fuera sólo una punta de ésta. Una vez con el mercader, se lamentó di­ciendo:
-Tenéis un caballo mug rebelde. En cierto momento co­menzó a encabritarse, me hizo caer a tierra y se hundió en el sue­lo. Le ha quedado fuera solamente un extremo de cola.
El mercader se quedó estupefacto.
-¿Es posible que haga ocurrido algo así?
-¡Sin duda! ¡Venid a verlo! -dijo Aldar-Kose y guió al mer­cader hasta donde estaba enterrada la cola.
-Aquí está, ¿lo veis? Sólo ha quedado fuera la punta de la cola.
El mercader la agarró g comenzó a tirar.
-No tiréis con tanta fuerza de la cola -gritó Aldar-Kose. Acabaréis arrancán-dosela.
Pero el mercader siguió tirando hasta que, en efecto, la sacó del suelo.
-¿Lo veis? ¡Os dije que le arrancaríais la cola! Ahora ya no podréis desenterrar el caballo -dijo Aldar-Kose y se fue a su casa.
Así, este mercader también acabó burlado.

Fuente: Gianni Rodari

136. anonimo (uzbekistan)

Cómo fue castigado un envidioso


En una ciudad del este, a la orilla de un gran río, vivían dos ami­gos: un ceramista y un tintorero. Vivieron en armonía hasta que la mala fortuna hizo que se empobrecieran y no tuviesen comida suficiente. Pero cuando el tintorero, trabajando duramente, lo­gró una posición más holgada, la amistad terminó. El perezoso ceramista comenzó a envidiar a su amigo y su envidia fue cre­ciendo año tras año, a medida que su amigo se hacía más rico y él más pobre.
Un día, el ceramista ya no pudo tolerar la fortuna de su ami­go y decidió vengarse.
-Ya que eres un tintorero tan bueno -dijo para sus aden­tros, yo te conseguiré el trabajo adecuado.
Fue al palacio real, se inclinó hasta el suelo ante el rey y le dijo:
-Majestad, sé que deseáis poseer un raro elefante blanco, como aquel que tiene sólo el rey de la India. ¡Si me escucháis, os diré cómo hacer para conseguir uno!
El rey, feliz de escuchar que se convertiría en dueño de un precioso elefante blanco, ordenó al ceramista que prosiguiese:
-Poderoso rey -dijo el ceramista-, mi vecino, el tintorero, conoce el secreto para que todas las cosas del mundo se vuelvan blancas. Llamadlo y ordenadle que torne blanco a vuestro ele­fante negro. Al principio se negará, pero no os dejéis disuadir. Asustadlo y veréis que, al fin, os obedecerá.
El rey, que en realidad no era muy inteligente, dio las gracias al ceramista por su consejo e hizo llamar enseguida al tintorero a su presencia. Cuando el tintorero llegó al palacio, el rey clamó:
-Tintorero, me he enterado de que conoces el secreto de vol­ver blanco todo lo que deseas. Por ello te ordeno que vuelvas blanco a mi elefante negro y, si no me obedeces, haré que te cor­ten la cabeza.
El tintorero pensó, al principio, que el rey estaba bromean­do, pero después comprendió que hablaba en serio y se asustó muchísimo. Sabía muy bien, como el ceramista, que semejante secreto no existe y que la empresa era imposible. Estaba por echarse a llorar a los pies del soberano para pedirle clemencia, cuando descubrió la expresión maliciosa de su vecino el cera­mista y comprendió lo que había ocurrido. Se incorporó ante el rey y le dijo:
-Poderoso señor, deseo de todo corazón satisfacer vuestros deseos. Pero, como sabéis, si algo debe ser teñido o blanqueado, debe antes introducirse, durante un tiempo, en una tinaja de ba­rro. Naturalmente, yo no tengo una tinaja lo bastante grande para que quepa en ella vuestro elefante.
El rey no lo pensó dos veces y dijo:
-¡Eso es fácil, tintorero! ¡Sé quién puede fabricarla!
Se volvió hacia el ceramista, que le había dado ese buen con­sejo, y le dijo:
-Ceramista, amigo mío, has oído lo que le ocurre al tintorero. Ve y fabrica una tinaja tan ancha que quepa en ella mi elefante.
¡El ceramista tenía lo que se merecía! En vano intentó resis­tirse; en vano presentó excusas. No había escapatoria ante una orden del rey. Y así el ceramista tuvo que resignarse a fabricar una tinaja en la que cupiese un elefante.
Pero ¿quién, en este mundo, puede construir una tinaja tan enorme? Sin duda, no nuestro ceramista. La primera vez que lo intentó, la tinaja se hizo pedazos antes de que pudiese cocerla; la segunda vez se estropeó el horno; la tercera vez se rompió mien­tras la transportaban; la cuarta vez se hizo añicos cuando entró el elefante.
Durante varios meses, el pobre ceramista no hizo otra cosa que esforzarse por construir una tinaja en la que cupiese un elefante sin romperse, hasta que acabó en la ruina. Y, si no hubiese sido por el tintorero, que se apiadó de él e intercedió a su favor ante el rey, habría acabado, sin duda, muriéndose de hambre.

137. anonimo (birmania)

La gallina sabia


Un día, una gallina estaba picoteando y escarbando bajo un ár­bol, fuera del pueblo, cuando se le acercó un chacal. Estaba muy hambriento y disfrutaba por anticipado del gusto que le daría comerse una sabrosa gallina. Pero ésta lo vio y voló a la copa del árbol.
-Buenos días, pequeña gallina -dijo el chacal, ¿has oído las últimas noticias?
-¿Qué noticias? -preguntó la gallina.
-¿Que qué noticias? La noticia más importante de todos los tiempos. Todos los animales han firmado la paz entre sí. Ahora los animales son amigos y nadie debe tenerle miedo al otro. Por ello, puedes bajar tranquilamente del árbol, que no te comeré.
Pero la gallina era sabia, sabía qué crédito debía dar a las pa­labras del chacal, y respondió:
-Estoy muy contenta porque ya no hay razón para tenerte miedo, pero desde aquí arriba se aprecia una vista maravillosa. Puedo ver todas las calles de mi pueblo.
-¿Y qué se puede ver de especial en tu pueblo? -le preguntó el chacal.
-Nada de especial, sólo un grupo de perros que corre en esta dirección.
En cuanto escuchó esto, el chacal se dio a la fuga.
-Pero ¿por qué te escapas? -le gritó la gallina. ¡Acabas de decirme que todos los animales han firmado la paz entre sí! ¡Los perros no te harán ningún daño!
-¿Piensas que no conozco a esos estúpidos perros del pue­blo? ¡Segura-mente aún no se han enterado de la noticia! -gritó el chacal y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

138. anonimo (tajikistan)

El tejedor y el monstruo


Había una vez, según dicen, un rey, y este rey tenía una hija muy hermosa. Un monstruo terrible, corpulento y fuerte como un gi­gante, se había obsesionado con la idea de casarse con la prince­sa. El rey envió a su ejército para combatir al monstruo, pero éste lo aniquiló matando a todos los soldados, del primero al úl­timo. Entonces el rey lanzó por todo el país una proclama:
«Quien logre vencer al monstruo, obtendrá la mano de mi hija».
Un tejedor escuchó la proclama. Las cosas le iban muy mal y lo que ganaba no le alcanzaba para vivir. Así pues, se dijo: «Esto no es vida y, si logro matar al monstruo, tendré por espo­sa a la hija del reg».
Se decidió, por tanto, y emprendió el camino. En el trayec­to encontró una cola de vaca.
«Voy a cogerla -se dijo-. Puede llegar a serme útil.»
Y así fue: la recogió y siguió su marcha. Poco después en­contró una pequeña tortuga.
« Voy a cogerla -se dijo-. Puede llegar a serme útil.»
Metió a la tortuga en el bolsillo y continuó su caminata. Final-mente llegó a la cima de un monte. En el valle que se ex­
tendía al pie de este monte, tenía su cabaña el terrible monstruo. -Sal de ahí, monstruo -gritó el tejedor.
-¿Quién me llama? -gruñó el malvado.
-¡Te estoy llamando yo! ¡He venido a matarte! -respondió el tejedor.
-¿Y tú quién eres?
Soy el tejedor.
Jamás, en toda su vida, el monstruo había oído hablar de un tejedor. Y la presencia de un ser desconocido le dio miedo.
-Dime, tejedor -preguntó el monstruo-, ¿eres muy fuerte?
-Sal de tu casa y lo verás.
Pero el monstruo no quería correr el riesgo de salir, y dijo:
-Arráncate un pelo y házmelo ver. Así podré hacerme una idea de tu fuerza.
El tejedor le arrojó al monstruo la cola de vaca que había encontrado al borde del camino.
El monstruo cogió la cola y la comparó con uno de sus pe­los. La cola de la vaca era cuatro veces más gruesa y dos veces más larga.
El tejedor, a su vez, dijo:
-Coge una de las pulgas que tienes encima y arrójamela.
El monstruo cogió una de sus pulgas y se la arrojó al teje­dor. La pulga era más gorda que un pájaro.
-Pero esto no es nada -rió el tejedor. Fíjate bien en qué raza de pulgas llevo qo encima.
Y le arrojó al monstruo la tortuga.
El monstruo se asustó aún más. Pero volvió a gritar:
-¡Muy bien! Ahora estornudemos y veamos cuál de noso­tros es más fuerte.
El monstruo no paró de estornudar hasta que las puertas de su cabaña se salieron de sus goznes.
-Pero esto no es nada -gritó el tejedor-. Ahora estornudaré yo, pero tápate los oídos si no quieres quedarte sordo.
El monstruo se tapó los oídos y el tejedor hizo rodar un enorme peñasco desde la cumbre del despeñadero hacia la caba­ña de su enemigo.
El peñasco hundió el tejado y capó justo sobre la cabeza del monstruo. El monstruo se agarró la cabeza y pensó para sus adentros: «No me enfrentaré a un tipo como éste, que tiene los pelos gruesos como la cola de una vaca, las pulgas gordas como tortugas y que, cuando estornuda, hace que caigan las rocas».
Tomada esta decisión, salió de su cabaña, trepó por los ce­rros de los alrededores y no volvió nunca más.
El tejedor se casó con la hija del rey y vivió feliz hasta el fin de sus días.

Fuente: Gianni Rodari

138. anonimo (tajikistan)