Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 4 de agosto de 2012

Porto cristo

Circunstancias parecidas a las que provocaron la reacción del patrón Arnau, debieron presentarse en época indeterminada, en otra nave que cruzaba el Mediterráneo. Una imagen de Cristo, otra de la Virgen y una campana, prometió entregar el atribulado marino, si se salvaba, en el primer puerto donde pudiera reco­gerse.
La embarcación consiguió arribar a duras penas al cobijo de una caleta, cerca de Manacor, y a esta circunstancia debe aquel lugar el nombre de Porto Cristo con que es conocido desde en­tonces.
La sagrada figura del Crucificado, no permaneció en el puer­to donde la dejara el agradecido marino, sino que, trasladada al pueblo de Manacor, fue instalada en su iglesia principal y acogi­da con inmenso cariño por todos los vecinos que no dudan un momento en atestiguar su legendaria llegada.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear)

Otras Historias De Encantamientos

Siempre con la conjura que es necesario superar, como motivo central, conserva la tradición menorquina una consi­derable colección de relatos. Un anciano venerable o una mis­teriosa y, en cierto modo, atractiva mujer, sorprenden la ino­cencia de un pobre pastor, apareciéndosele insospechada­mente en el bosque.
En ningún caso pretenden asustarle sino que, obsequio­sos, le ayudan en sus trabajos o le ofrecen regalos de valor: un peine de oro, un puñado de monedas... Así un día y otro, hasta lograr ganarse su confianza.
Por fin llega la prueba definitiva. De la elección del pas­tor depen-derá el resultado final. La dama encantada se apa­rece, en esta ocasión, extra-ordinariamente hermosa y, sin mostrarse remisa en sus insinuaciones, ofrece al zagal un re­galo aún mejor que los de días anteriores y le pregunta: «¿Prefieres esto o me prefieres a mí?»
La respuesta del pastor es de una lógica aplastante. ¿Qué diablos iba a hacer él con aquella deslumbrante mujer? Alar­ga la mano, toma el obsequio y sigue caminando tras su rebaño.
La dama, contrariada, refunfuña cuatro imprecaciones y desapa-rece, esta vez para siempre. Ha perdido su oportuni­dad de ser desencantada. La ha desaprovechado, mejor dicho.
Evidentemente, cuando el aparecido no era una dama sino un renqueante vejete, la proposición no era la misma. Tras unos cuantos ensayos, el anciano anunciaba al emboba­do pastor que, en una próxima ocasión, iba a aparecérsele en forma de monstruo espeluznante. Por más espantosa que le pareciera la visión, no debía asustarse, sino aguantar sin des­mayo, la amenazadora proximidad del encanto.
Las fuerzas flaqueaban siempre en última instancia y el pastor, como el buscador de tesoros de Santa Águeda, salía a la carrera perdiendo la oportunidad de convertirse en un hombre rico y dejando a su oponente más encantado que nunca.
Sin embargo, un desencantamiento que no tenía nada que ver con los anteriores se produjo en una ocasión en Menorca.
Cuentan que fue en el predio de Rumá Vell donde las hor­migas, convertidas en auténtica plaga, no sólo hacían incó­modo el trabajo en la era, sino que la vaciaban, devorando el grano o llevándolo a sus hormigueros. En Rumá desistieron al fin y abandonaron la era. Allí evidentemente había algún encantamiento y era inútil oponérsele.
Un día, al encontrarse frente a Cala Pregonda una nave que pasaba bordeando la costa, alguien comentó a bordo el problema de aquella era encantada. Un santo varón -un arzobispo, dicen algunos- que iba como pasajero, bendijo desde la cubierta el lejano lugar y anuló la maldición.
En Rumá afirmaban algunos que nunca más volvieron a ver hormigas. Otros decían que sí, hormigas sí había, pero, guiadas por un extraño instinto, jamás tocaron un grano de trigo. Cargaban con todas las semillas extrañas, las llevaban a sus hormigueros y colaboraban así con los campesinos.
Como si quisieran expiar los trastornos causados...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)

Nuredduna

A la historia de Nuredduna le falta, tal vez, la pátina que sólo el paso de los siglos confiere a los relatos, para elevarlos a la categoría de leyendas. Su autor, Costa y Llobera, el clásico más genial de la poesía mallorquina, no echó mano en esta oca­sión de una antigua tradición para recrearla en una composición poética -La deixa del geni grec- de elegante versificación y con fondo de tragedia helénica.
La impresionante belleza de las cuevas de Artá, los cuantio­sos vestigios de talayóticas civilizaciones que por aquellos entor­nos existen y la figura de Melesigeni -más tarde conocido como Homero- viajando por el Mediterráneo, según Herodoto, desde Esmirna hasta las riberas de Hesperia sugirieron a Costa -o le hicieron entrever- la posible existencia de una Nuredduna, sa­cerdotisca, vestal y, acaso también, sibila en el dramático oca­so de la última tribu prehistórica de Mallorca
Sea como fuere, el relato tiene, tal vez como ningún otro, el necesario carisma de identidad, genuinamente mallorquina que le coloca por propio derecho en cualquier colección de tradiciones y leyendas de la Isla. Es éste:
Bajo las inmensas ramas de una gigantesca encina, el últi­mo clan talayótico, postrera reminiscencia de los altivos mallor­quines pre-históricos, se disponía a ofrecer un cruento sacrificio a sus dioses. Revestidos de pieles, adornadas sus cabezas con plu­mas de águilas y buitres, los fieros guerreros danzaban alrededor del árbol sagrado, haciendo girar sobre ellos el torbellino de sus hondas.
Nueve prisioneros griegos, venidos en son, de paz desde una nave fondeada en la cercana playa, aguardaban aterrorizados el momento de verse liberados de sus ataduras para ser inmolados, uno a uno, en el altar del talayot. La gran hoguera que iba a consumir después sus desangrados cadáveres, esparcía una clari­dad rojiza sobre la escena que congregaba a la tribu entera, en un desesperado intento de aplacar con sangre a las deidades que habían permitido el ocaso de aquella raza, bajo las dominaciones llegadas de lejanos países.
Junto al anciano cacique, impresionantemente hermosa en su hierática austeridad, Nuredduna, la sacerdotisa sagrada, el into­cable tabernáculo de aquella bárbara religión, asistía impasible a los preparativos del sacrificio.
De pronto, entre la alagarabía de los cánticos guerreros, surgió una melodía extraña. Como podía, a pesar de sus ligamen­tos, el más joven de los prisioneros tañía una pequeña lira, acom­pañando las estrofas de un canto triste y lleno de nostalgia. Aun­que ininteligible para la tribu, aquella canción de extraña belleza animó el rostro de Nuredduna con un atisbo de humanidad y, a una señal suya, cesaron de golpe el griterío y las invocaciones. Sólo la voz del cantor Melesigeni y las dulcísimas notas de su li­ra, se oían ahora bajo la encina sagrada subrayadas por el crepi­tar de las llamas.
Algo muy extraño debió ocurrir en el ánimo de Nuredduna porque, como presa de una inspiración, dirigiéndose a lo más alto del talayot, hizo seña de que iba a hablar a su pueblo. ¡Nu­redduna la sagrada virgen, iba a hablar! ¡Los dioses iban a ma­nifestarse a través de su sacerdotisa!
-«¡Oidme bien sacerdotes y guerreros!: la sangre de este joven extranjero no debe ser vertida, ni su cuerpo quemado en la hoguera purificadora. Los dioses lo quieren para sí, como víc­tima escogida, y mandan eritregarlo vivo en el altar de la Gran Caverna. Esta es la voluntad divina. ¡Que así se cumpla!»
Uno a uno fueron sacrificados los ocho griegos ante los es­pantados ojos del joven cantor que, sin comprender nada, vióse de pronto envuelto en guirnaldas de romero y obligado a empren­der la marha, a través del bosque. La tribu, formada en dos lar­gas hileras y portando antorchas encendidas, le acompañaba sal­modiando canciones de una monotonía ominosa y lúgubre.
La oquedad de la gruta se vislumbraba ya al final del ca­mino y, como una monstruosa boca, fue tragándose lentamente aquél extraño cortejo. Melesigeni, agarrotado por el pánico, veía por vez primera el alucinante paisaje de aquella caverna, donde las formas, cerúleas y húmedas a la oscilante claridad de las an­torchas, parecíatl bailar una danza de espectros. Nuredduna, siem­pre -impenetrable y misteriosa aguardaba ya junto a un gran al­tar de piedra y contempló imperturbable cómo ataban sobre él al joven griego,, depositando luego sobre su pecho la lira que no había abandonado.
Antes de desvanecerse, Melesigeni alcanzó a escuchar como se alejaba despaciosamente la comitiva que le había acompañado. Luego fue la oscuridad absoluta, el más denso silencio, y una sensación de indefinible letargo le invadió profundamente.
Cuando despertó, aterido de frío, sólo Nuredduna estaba junto a él. Melesigeni parpadeó incrédulo; la hermosa sacerdoti­sa, abando-nada su inexpresividad de esfinge, le sonreía. Era inútil hablar, ella no comprendía nada, no entendía su lenguaje, sólo asentía una y otra vez con la cabeza, sin dejar de sonreir, mien­tras iba liberando al joven, de sus ataduras.
Pronto estuvieron fuera. A la claridad del sol de la mañana, Melesigeni comprendió al fin. Una balsa esperaba cerca de allí, amarrada a la orilla, en la que sería muy fácil alejarse y llegar al seguro cobijo de la nave griega que aguardaba, todavía, el re­greso de los que no volverían jamás. Arrodillado a sus pies, el joven besó emocionado la orla de la túnica de la vestal y, llo­rando agradecido, emprendió el camino de su salvación. Sólo un instante volvió su rostro. La lira, el instrumento que acom,pañara aquel canto triste que había sido su salvación, quedaba atrás, ol­vidada en lo más profundo de la gruta.
Era tarde ya. Arriba, sobre las rocas, recortándose contra el cielo, Nuredduna le enviaba aún su último saludo, mientras un griterío infernal emergía de la arboleda.
La primera pedrada dio de lleno en la frente de la mucha­cha. La tribu, percatada de la estratagema de la sacerdotisa, había vuelto sobre sus pasos. Ahora no contaba ya el carácter sa­grado de la mujer. Su traición había desatado la ira de los dio­ses, sentenciando el destino de su raza, condenándola al extermi­nio y al olvido.
Herida de muerte, rasgadas sus carnes por la lluvia de pie­dras lanzada por los terribles honderos, Nuredduna buscó la pro­tección de la Cueva Sagrada. Un rastro de sangre quedaba tras sus pasos que pronto se perdieron en la cerrada oscuridad de la caverna. Nadie osó seguirla aunque, de haberlo hecho, sólo hubie­ran hallado su cadáver, tendido al pile del monolítico altar de los sacrificios.
Poco tiempo después, el poderoso ejército de Boken-Rau desembarcaba en los dominios de la Tribu de la Encina. De nada sirvieron, contra las modernas armas de hierro, las pedradas de los honderos ni sus espadas de cobre. El poblado ardió por los cuatro costados y el gigantesco árbol, convertido en una inmensa antorcha, iluminaba un espectáculo de destrucción y muerte. Era el definitivo ocaso de una raza que volvía así la última página de su historia.
El anciano jefe, los sacerdotes, las mujeres y los niños, cu­bierta la retirada por el holocausto de sus guerreros, se encamina­ron a la cueva por última vez. Alrededor de una hoguera de mons­truosas proporciones, arrancándose los cabellos y desgarrando sus vestidos, entonaron un postrer canto junto al altar de piedra, arrojándose luego masivamente a las llamas.
La última visión del anciano, antes de ofrecerse él también en la comunitaria inmolación, fue la de una Nuredduna, hermosa y fría, sentada muy cerca de la Gran Divinidad. De su frente de alabastro, una abierta herida manaba, lentamente, la sangre que teñía de rojo las cuerdas de un lira.
La pira ardió hasta consumir los últimos rescoldos de aquel gigantesco sacrificio del que, todavía hoy, la ennegrecida bóveda de las cuevas de Artá, parece dar testimonio.
Es imposible dejar de transcribir las últimas estrofas de la versifi-cación de Costa y Llobera, que suenan como un aldabona­zo en lo más profundo de la conciencia mallorquina, como una convocatoria, una llamada al reencuentro de, una raza con los más puros y genuinos valores de su estirpe:

Així de dol vestides estau, coves d'Artá.
Així dins tes entranyes retens, Illa daurada,
l'eterna lira grega deis genis enve jada,
do de l'antic monarca dels ideals cantors
a la flor de ton poble capaç de ses amors...
Mes ai, ta filla augusta, que la gran lira porta,
dins ton fondal poétic roman imrrióbil morta!

Fuentes:
M. Costa y Llobera: La deixa del Geni Grec.

092. anonimo (balear-mallorca-artá)

Na patarrá

En las inmediaciones de Alaior, una curiosa excavación, sin duda el más importante pozo abierto por manos humanas en Menorca, es conocido con el nombre de Na Patarrá.
La lírica descriptiva de Ángel Ruiz y Pablo, la define en unos expresivos versos:

Era un antre, un antre inmens,
tallat dins la roca viva,
per la ma de los gentilichs
pobladors d'aquestes illes.
Baixavan a la caverna
per una escala magnífica
i en lo fons d'aquella cova
una fonda i ample pila,
l'aigua pura qu'is filtrava
per la volta, recullia...

No es que Na Patarrá hubiera desaparecido cuando Ruiz y Pablo escribió las precedentes estrofas, sino que su recinto había sido cegado por las piedras procedentes de las cerca­nas tierras de labor y vertidas allí, de manera inconsciente, por los campesinos. Na Patarrá fue recuperada posteriormen­te reexcavando toda su oquedad y la escalinata de ciento treinta escalones en descenso, hasta el fondo, donde una enorme pila recoge el agua que la bóveda va filtrando ince­santemente.
Na Patarrá -según el arqueólogo Luis Pericot, réplica menorquina de la bíblica fuente de Gibeón, en Palestina­pudo ser excavada por gentes procedentes de aquellas tierras, en épocas cercanas al siglo VIII a. de C. y, desde entonces, haber inspirado las leyendas que adornan su dilatada his­toria.
Porque cuentan que en los cinco pedruscos que, a modo de escabeles, rodean la Taula de Torrauba, vecina al pozo, se sentaban cada noche los cinco gigantes, jefes de las tribus del entorno. La enorme mesa de piedra servía indistintamen­te de altar para sacrificios o de bandeja para las viandas que los jefes tribales consumían en sus pantagruélicas cenas.
A medianoche, una sirvienta, la guardiana del pozo, ba­jaba hasta su fondo y regresaba portando sobre su cabeza la enorme pila de piedra, con el agua de Na Patarrá que bebían los gigantes o servía para lavar la sangre vertida en los sacri­ficios.
Nadie podía acercarse al recinto sagrado de Na Patarrá. Sólo los cinco gigantes o la fiel guardiana que consumía su tiempo libre hilando con un enorme huso de piedra que, al desaparecer de este mundo, dejó clavado en el suelo, muy cerca de la entrada, como recuerdo de sus largos años de vi­gilancia.
Por otra parte, lejos de las fantasías míticas sobre Na Pa­tarrá, el pueblo tejió en torno a la fuente su colección de particulades creencias. Como por ejemplo la de que su agua, purísima y cristalina, tenía no sólo la virtud de alargar la vida, sino que, en algunos casos, confería la inmortalidad a los que bebían de ella.
Al menos así lo creía un acaudalado terrateniente de las cercanías que enviaba diariamente a su criado en busca de una jarra de aquella fuente de vida. Todo fue bien hasta que el amo agarró unas fiebres que, a poco más, le envían al otro mundo. No podía creer que el agua de Na Patarrá le hubiera fallado. Y ciertamente el hombre estaba en lo cierto: lo que bebía era agua del primer abrevadero que el sirviente hallaba, ahorrándose así la caminata hasta la lejana fuente...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)

Moorus en terra

Morus ja venen,
ja mus tenen.
Morus vindran
i'ns'gafarán.

(Canción popular)

Menorca conservará por siempre, de forma imborrable, la huella de los zarpazos que la piratería sarracena le infirió a lo largo de su historia. La proverbial tranquilidad de sus gentes y la serena calma de su entorno, que fueron y son aún -quiera Dios que por muchos años- proverbiales en la isla, se vieron sacudidas en demasiadas ocasiones, como para que el pueblo no haya borrado de su tradición los epi­sodios que un día hirieron la retina de su espíritu, con ura marca de sangre, fuego y muerte.
La inmolación de Ciutadella, el 9 de Julio de 1558, pasa­da a cuchillo por los otomanos y convertida en un montón de humeantes escombros, tras nueve días de espantoso ase­dio, marca un hito imposible de soslayar en la historia de la villa. A sólo veintitrés años del saqueo de Maó, por parte de Barbarroja, sembrando el luto en la ciudad y secuestran­do miles de cautivos, le llegó a la hermosa Ciutadella la hora del sacrificio. Fueron días de saqueo, pillaje y masa­cre sin tregua. Cuando los moros se retiraron, al fin, ni una sola casa quedaba en pie hasta el punto que –cuentan- ­el gobernador, recién llegado, tuvo que pernoctar varias noches en el interior de una cueva.
De entre los escombros, con los rostros desencajados por el miedo, iban emergiendo los supervivientes que vaga­ban de un lado a otro buscando inútilmente hogar y familia. Poco a poco, sin embargo, Ciutadella fue resurgiendo de sus cenizas. Del horror vivido quedó sólo el recuerdo, inmor­talizado muchos años después en un obelisco -sa pirámi­de- con una frase de Quadrado: «Pro aris et focis hic sus­tinuimus usque ad mortem» (por la religión y la fe, resisti­mos aquí hasta la muerte).
El resto de la isla, sobre la que se esparcían numerosos predios y alquerías, no corrió mejor suerte que la de sus dos ciudades representativas. Las incursiones de los piratas se producían en el momento más impensado y solían dejar siempre una secuela de dolor y rabia. Es imaginable la sen­sación que experimentaría el payés cuando, alejado de su casa y dedicado al laboreo de la tierra, llegaría hasta sus oídos el lastimero sonido de la caracola, el gemido del corn con el que su mujer -sa madona- intentaba avisarle del peligro en que se hallaba.
Las robustas torres de cantos y argamasa, de las que Menorca conserva aún bastantes a lo largo de su períme­tro costero, servían a la madona de refugio para ella y sus hijos. Una escala de madera les permitía subir al piso su­perior y, una vez recogida desde aquí alcanzar la terraza por el mismo procedimiento. Allí no faltaban nunca las grue­sas piedras para lanzar a los asaltantes, el corn para espar­cir la alarma por el contorno y el teant o hacha con el que la madona iba abriendo la cabeza a los moros que conse­guían alcanzar el agujero de entrada, mientras esperaba la llegada de los payeses.
Del paso de los moros conserva Menorca el recuerdo, convertido en leyenda por la permanencia de las viejas pie­dras de las torres, testificado por los curiosos topónimos, esparcidos a lo largo y ancho de su geografía y por histo­rias de argumento más o menos similar que se conservan, como un eco no apagado del grito guerrero -¡morus en terra!- de los menorquines.

 Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)









Monte toro

Pese a que las circunstancias del hallazgo de la imagen de la Virgen que se venera en el Santuario de Monte Toro son, básica-mente, las mismas que adornan la aparición de las vírgenes trobades en las islas, no puede faltar aquí el re­lato fantástico-religioso que explica, desde 1290, la presencia en aquellos parajes de la queridí-sima moreneta.
Entre los bienes que los mercedarios poseían en la isla, se hallaba, según una bula de 1291, la «ecciesia S. Marie, de podio de Toro, cum possesionibus suis». Era esta iglesia, al parecer, la del convento que existiría, en la falda del mon­te, en los terrenos de Llináritx. Allí, un anciano religioso ob­servó una noche la estela luminosa que, desde la cima de la montaña, se elevaba hasta el cielo. Puesto el hecho en conoci­miento de la comunidad y confirmada por todos la visión, resolvieron subir hasta lo alto del monte, en busca del origen de la misteriosa luz.
Todos cuantos intentos llevaron a cabo los religiosos vié­ronse entorpecidos por la presencia de un toro que, arreme­tiendo contra la comitiva, la ponía en fuga, frustrando sus propósitos. En un último intento, decidieron una nueva as­censión, abriendo la marcha un religioso con la cruz alzada. De este modo las cosas cambiaron; el animal se amansó y, abriendo la marcha, condujo a la comunidad hasta una grie­ta, en la cima del monte, donde hallaron el origen del fenó­meno luminoso: una imagen de la Virgen, de color oscuro y unos tres palmos de talla, escondida -¡quién sabe cuándo!­- por alguna mano piadosa, para salvarla de la profanación.
Bajada la imagen al convento -no podía ser de otra ma­nera-, a la mañana siguiente había desaparecido y fue nue­vamente hallada en la cima del monte, manifestando así su deseo de permanecer donde se había hecho encontrar. Allí se instalaron los mercedarios, edificando unas modestísimas de­pendencias que, con el tiempo y tras varias vicisitudes y cam­bios, han originado el actual santuario de Monte Toro.
Sólo temporalmente accedió a permanecer lejos de allí la Virgen. Expulsados los agustinos -custodios por entonces del santuario- en 1835, el edificio entró en una etapa de abandono y deterioro, llegando a desmoronarse su fábrica en 1842. Ello motivó el traslado de la imagen a la cercana villa de Mercadal, durante los tres años que duró la recons­trucción.
Anteriormente, al menos en dos ocasiones (1622 y 1659) la moreneta del Toro fue llevada a Ciutadella en sendas pro­cesiones votivas, rogando por la terminación de desastrosas sequías. Según han dejado atestiguado los coetáneos, el re­sultado no pudo ser mejor en ambas rogativas y, siempre se­gún esos testimonios citados, una circunstancia portentosa se produjo como en la primera ocasión: un toro bravo hizo ines­peradamente su aparición y, como en los legen-darios sucesos del hallazgo, abría mansamente la comitiva.
Dejemos para los estudiosos las connotaciones que el toro tiene en la dilatada historia de Menorca. Interesantísimas son las teorías que abarcan, desde supuestos cultos taurolá­tricos en la prehistoria de la isla, hasta el protagonismo del mítico animal en la leyenda con la que se instituye una devoción mariana, iniciada en los albores de la invasión catalana.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)

Mohand y sigurd o una historia de moros y vikingos

Pese a los rotundos desmentidos de los historiadores lo­cales, algunos se empeñan en ver, todavía, unas gotas de sangre nórdica en las venas de los hombres de Formentera que son -según se ha escrito- «de complexión más recia y, por lo regular, de mayor estatura que el ibicenco».
Verdad o fantasía, lo cierto es que la historia de Sigurd, el marino noruego, se cuenta aún en la pequeña pitiusa, in­corporada con pleno derecho al acervo de sus particulares tradiciones.
Mohamed -que es una forma muy convencional de de­nominar a un moro- era, allá por el año de 1108, el amo y señor de Formentera. La isla, dejada de la mano de Dios y de los hombres, era cobijo seguro para una partida de piratas sarracenos que, con el concurrido mar balear como campo de acción, se refugiaban, luego de sus abordajes, en los ásperos acantilados de La Mola. Las múltiples cuevas que se abren allí, a media distancia entre el mar y la cima del roquedal, eran absolutamente inaccesibles para quienes no conocieran los complicados vericuetos que llevaban' has­ha agujeros donde iban almacenándose fabulosas riquezas.
Mohamed y su cuadrilla se sentían muy seguros en su cueva y se hacían lenguas de la cantidad de oro, fruto de sus rapiñas, que guardaban en ella.
Las bravuconadas de los moros, como llevadas en volan­das por el viento marinero, llegaron a ídos de Sigurd. El rubio vikingo no dudó en poner proa a las Pitiusas, resuel­to a comprobar por sí mismo qué había de cierto en todo aquello y, a ser posible, a regresar a sus fiordos con el oro de Mohamed.
Una mañana, cuando los moros se asomaron a la boca de su cueva, se llevaron la sorpresa de ver, fondeadas en las aguas del Caló, las extrañas naves de Sigurd. Los vikin­gos habían desembarcado y estaban saqueando cuanto ha­llaban por allí cerca, buscando el camino que les permitie­ra ascender hasta la gruta.
Mohamed frunció el ceño e hizo sonar la alarma, soplan­do el corn con todas sus fuerzas. Pronto el acantilado se cubrió de piratas y una nube de flechas, piedras y armas arrojadizas, cayó sobre los vikingos. Ciertamente, debió pensar Sigurd, la empresa no iba a ser fácil.
Una y otra vez intentaron los noruegos la escalada, y una y otra vez se vieron rechazados por la morisma. La cosa tenía muy mal cariz y al nórdico le preocupaba la matanza que los sarracenos estaban haciendo entre sus filas. Se im­ponía la astucia y Sigurd ordenó la retirada, poniendo a sus hombres fuera del alcance de los sitiados.
Mohamed y los suyos se felicitaban, una vez más, de su imbatibilidad, cuando observaron un nuevo intento de apro­ximación. Casi no tuvieron tiempo de empezar a defender­se. Una lluvia de flechas cayó sobre ellos, pero esta vez no venían de abajo sino de arriba. Sigurd había situado a sus hombres en lo alto del acantilado y, desde allí, hacía des­cender a los guerreros, metidos en unas chalupas que los más forzudos iban arriando, atadas con gruesas maromas. La sorpresa de los moros fue mayúscula. Estaban cogidos entre dos fuegos y, sin poder hacer otra cosa, buscaron re­fugio en el interior de la cueva.
Aquello fue su perdición. Llegados los vikingos frente a la oquedad, empezaron a lanzar bolas de estopa, impregna­das de brea ardiendo, al interior de la gruta. La humareda era asfixiante; los moros se internaron aún más y, medio borrachos de humo, acabaron allí, pasados por las armas de Sigurd y los suyos que, concluida la matanza, cargaron con el tesoro de Mohamed y se lo llevaron a sus lejanas tierras.
Formentera se quedó desierta, una vez más. Y como tes­timonio de aquella hazaña queda una cueva -sa Cova d'es Fum- ennegrecida por el humo y una teoría, curiosa aun­que sobradamente desmentida, sobre la genealogía de los isleños.
A lo mejor -¡quién sería capaz de sostener lo contra­rio!- no todos los hombres de Sigurd regresaron a casa...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-formentera)

Mado manná

La buena mujer no se desanimó cuando, después de he­chas las particiones para el amo y los jornaleros, se quedó con una insignificante cantidad de trigo para su consumo y como semilla para la próxima siembra.
«Deu do manná» -Dios proveerá, se decía con resig­nación la madona y, fiada en el maná que la providencia no se atrevería a negarle, guardó en el granero el montoncito de trigo, tomando de él lo que las necesidades de la familia re­querían para el cotidiano alimento.
Llegada la hora de la siembra, no faltó semilla para espar­cir sobre todo el campo. Aquel montoncito parecía no tener final y, cuando alguien en la casa comentaba el hecho, la res­puesta de la madona era, inevitablemente, la misma: «Deu dó manná», decía, y seguía, sin más comentarios, dedicada a sus interminables faenas.
La cosecha fue ubérrima aquel año, el granero resultaba insuficiente, casi, para almacenar tal cantidad de trigo. Aque­llo era, en opinión de la buena mujer, el premio que su in­quebrantable fe había ganado.
La pequeña reserva de la cosecha anterior, aquella que misteriosamente se renovaba día a día, empezó a disminuir desde entonces -ya no hacía ninguna falta- hasta desapare­cer por completo. Pero a la madona de Sa Font Rodona le quedaría, ya para siempre, el sobrenombre de Madó Manná, con el que fue conocida, ella y sus descendientes, durante mu­chos años, en el mitjorn de Menorca.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)

Lluquet d’eivissa

Existe en Eivissa, desde tiempo inmemorial, una acendra­da devoción a la mallorquina Virgen de Lluc. Es un senti­miento antiguo, demostrado repetida-mente en cuantiosas pe­regrinaciones que, aun cuando cruzar el ancho canal entre las dos islas era un incómodo viaje, se producían con fre­cuencia. Era, tal vez, una hermosa manera de echar por tierra el «legendario odio» (así, textualmente) que algunos -el ilus­tre Blasco Ibáñez, por ejemplo- se empeñaban en ver, entre mallorquines e ibicencos.
Algunos payeses viejos de Selva o Caimari, recuerdan ha­ber oído aún de sus mayores la historia de un matrimonio ibicenco, con el hatillo al hombro y las alpargatas deshila­chadas, caminando cansina-mente en peregrinación al monas­terio de Lluc. Iban contando una historia, un relato triste que fue, tiempo atrás, el origen de la leyenda y de la cos­tumbre:
Todos sus vecinos, allá en Eivissa, habían tenido la suer­te de que Dios les enviara un hijo. Ellos no sabían ya qué hacer ni a qué santo pedirlo. El hijo no venía y la pareja veía con preocupación cómo sus años jóvenes iban quedando atrás. De lo demás, nada les faltaba, pero todo lo hubieran dado con tal de conseguir el ansiado fruto de su matri­monio.
Al fin, un día, dirigieron su súplica a la moreneta de Lluc, con la promesa de ir a verla y presentarle a su hijo si es que se dignaba concedérselo. Y, sea por lo que fuere, el niño llegó. Cuando, días más tarde, lo bautizaron, el padre y la madre no dudaron ni por un momento en el nombre que le pondrían: se llamaría Lluc, natural-mente.
El viento del sur hinchaba el velón del jabeque y lo em­pujaba ligero sobre el mar, alejándole de la costa ibicenca que se recortaba como un suave trazo gris en el horizonte. Lluquet y sus padres iban a popa, sentados junto al patrón que, dando intermitentes chupadas a una vieja cachimba, es­cuchaba la historia de la promesa que había motivado el via­je de la familia. Lluquet era, ciertamente, una bendición del cielo. A sus pocos años, rebosando vitalidad y alegría, el niño correteaba por la cubierta, jugueteando con los aparejos y sorbiendo las gotas de agua salada que le salpicaban el rostro.
El patrón, sin embargo, no estaba tranquilo. Una nube plomiza, acercándose rápidamente por la proa, le preocupa­ba. Ordenó asegurar la carga, cerrar los escotillones y a sus pasajeros que sujetaran al niño y se agarraran fuerte. El viento cambió, el mar dejó de ser azul y el jabeque empezó a dar tumbos sobre aquellas olas grises y coronadas de es­puma.
Lluquet lloraba asustado, agarrándose a su madre, que se esforzaba por mantenerse serena. Ocurrió todo muy deprisa: un fardo suelto, un golpe de mar, un bandazo del velero y, al retirarse el agua de la cubierta, el niño había desaparecido. Nada se pudo hacer. El patrón bastante tenía con mantener el barco a flote y desgañitarse, jurando e impartiendo órde­nes a sus dos marineros. La oscuridad lo envolvía ya todo y el fragor del mar ahogó el llanto desesperado de la madre.
La desgracia y el cansancio se reflejaban en el rostro de aquel hombre y aquella mujer, peregrinos hacia Lluc. Habían conseguido llegar a Mallorca y querían cumplir su promesa. Los payeses de los pueblos les miraban pasar, compadecidos, sin acertar a comprender el porqué de aquella desgracia.
Al atardecer llegaron al santuario. Sobre el altar mayor, iluminada débilmente por unas lamparillas de aceite, la ima­gen de la Virgen parecía, aún, mucho más negra. Y quizá, también, un poco más pequeña.
La pareja de peregrinos se acercó, despacio, con los ojos húmedos y un gesto de interrogación dibujado en sus ros­tros: «¿Por qué?»
Aquel niño, al pie del altar, no era un monaguillo, un blauet. Se volvió hacia ellos, les miró fijamente y echó a correr a su encuentro, tendiéndoles los brazos: «¡Padre! ¡Ma­dre!». Lluquet volaba sobre el piso de la iglesia, con su ves­tido impecable y sus alpargatas nuevas. Y les contó todo: que no cayó al mar, que aquella señora -señalando a la ima­gen pequeña y morena le tomó de la mano y le llevó consigo hasta el santuario diciéndole que esperase, que sus padres no tardarían en llegar.
Ellos no comprendían nada, pero abrazaron muy fuerte a Lluquet.
Al volver, de regreso a Palma, iban explicando la historia, a su paso por los pueblos. Y los payeses, al escucharla, se quedaban como más tranquilos y, mirando hacia lo alto de la montaña, meneaban la cabeza, como diciéndole a la Vir­gen: ¡Ja ho val, ja ho val!
Todo ello lo cuenta Pere d'Alcántara Penya, en sus poesías populares:

Encara ara guarda Eivissa
d'aquell miracle record;
per aixó cada any ne venen
d'eivissencs grossos estols
a veure la Santa Verge
de Lluch que n'es de tothom
la mes encertada vía
per lograr lo seu conhort...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-eivissa)

Los tres ahmed de valldemossa


Nadie creía en Valldemossa que los moros se atreverían a organizar en el pueblo una de sus acostumbradas piraterías tan frecuentes en las zonas costeras de Mallorca, Lo abrupto del te­rreno que desde el mar lleva hasta la villa, daba a sus habitan­tes la seguridad de estar bien defendidos y de ser prácticamente inaccesibles.
Sin embargo aquel sábado, primero de Octubre de 1552, cuando los valldemosines se hallaban casi todos en la ciudad ven­diendo el producto de sus campos, diez galeotas desembarcaron a cuatrocientos turcos en la Cala d'en Claret. Inmediatamente ini­ciaron la escalada por los difíciles senderos de la barranca, dis­puestos a hacer presa en el indefenso pueblo del que esperaban retornar con el producto de un cuantioso botín. Les guiaba un renegado conocido como Pedro el Valenciano que, por haber vi­vido muchos años en la Cartuja, era buen conocedor de los ata­jos que desde la marina llevaban a Valldemossa.
El tropel de piratas no pasó inadvertido a los centinelas de las torres, en lo alto del acantilado, y dieron aviso al pueblo sin pérdida de tiempo. Las campanas tocaron a rebato y Raimundo Gual, capitán de la villa por aquellas fechas, logró al fin reclutar una reducida hueste de treinta y seis hombres con la que se apres­tó a enfrentarse, en desigual combate, a los atacantes. Precavido Gual y buen conocedor del terreno, emboscó a su tropa en un di­fícil paso y dejó ir confiadamente a los piratas, esperando aco­meterles a su regreso. Cuando volvían éstos, después de haber corrido la villa, cargados con el botín y con más de cuatrocientos prisioneros -mujeres y niños en su mayoría- Raimundo Gual les dejó adentrarse en aquel desfiladero y arrementió contra ellos con sus treinta y seis valldemosines, sonando estrepitosamente el tambor y a los gritos de iDios y Santa María! Cargados como iban los turcos y creyéndose atacados por una numerosa hueste, bus­caron la salvación en la desbandada y se precipitaron alocada­mente por aquellos riscos. Algunos plantaron batalla a los cris­tianos pero se vieron arollados por éstos, al ver que estaban lu­chando por aquellos rehenes, amigos, vecinos o familiares.
Setenta y dos cabezas cortaron los de Valldemossa, diecisie­te piratas fueron hechos prisioneros y unos pocos, con su guía Pedro el Valenciano, alcanzaron a reembarcarse en sus naves; el resto, la mayoría de ellos, se despeñaron por la barranca en su alocada huída, en el sitio que se conoce aún hoy como Es pas d'es moros. El capitán Gual -es tradición que ningún valldemo­sín ha caído jamás en un hecho de armas- no perdió a ninguno de sus hombres que, aunque heridos casi todos, se alzaron con una clamorosa victoria.
Fue ésta una de las pocas ocasiones en las que la villa ma­llorquina vio turbada su acostumbrada paz por una invasión de piratas y una de las pocas, también, en que los valldemosines tuvieron la ocasión de apoderarse de algunos esclavos moros que, andando el tiempo, originaron las tres leyendas que, todavía hoy, se cuentan en el pueblo y forman parte de su folklore.
Ahmed es el protagonista de las tres historias. Ahmed es al­go así como el gentilicio que servía a los mallorquines para nom­brar a todo aquel esclavo sarraceno, cautivo en una tierra que los amets poblaron durante muchos años y por la que sentían una in­teresada añoranza.
  
Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-mallorca-valldemossa)

Los siete panes de los moncada


Al rey don Jaime, señor ya de la ciudad y de casi toda la isla de Mallorca, le quitaban el sueño las frecuentes escaramuzas de los moros huídos a las montañas, entre cuyos riscos se estaban haciendo fuertes, representando una amenaza constante para la total pacificación del territorio conquistado.
Xuaip, al frente de una nada despreciable hueste, señorea­ba por la sierra del norte y en sus correrías se alejaba de su cuar­tel general de Almallutx (muchos siglos atrás poblado pre-roma­nono y hoy sepultado bajo las agual del embalse del Gorg Blau) para regresar siempre victorioso con el producto de sus rapiñas. De cada día más fuerte, Xuaip era todavía para los conquistado­res una presa demasiado difícil.
En la serranía de Artà, recogiendo cuanto podían y en es­pera de poder pasar pronto a la vecina Menorca, se agrupaban un buen número de fugitivos sarracenos, bien pertrechados de provi­siones custodiadas en cuevas inaccesibles para quien no conociera palmo a palmo aquellos áridos parajes. Ganado y trigo en abun­dancia, hubieran asegurado a los moros una larga resistencia de no haber sido por el denodado empeño del rey Jaime, tocado en su amor propio por haber regresado con las manos vacías de su primera incursión por el interior de la Isla. En esta ocasión no de­bía suceder igual y estaba decidido a volver a Ciutat acompaña­do de un buen número de prisioneros y de sus correspondientes pertenencias.
En plena cuaresma, escoltado por algunos de ius barones y de una nutrida tropa de almogávares, partió don Jaime desde Inca y, luego de algunas jornadas, trabó las primeras escaramuzas con los moros cerca del pico de Ferrutx. Advertido el rey por sus avanzadillas que eran muchos los fugitivos que allí se habían he­cho fuertes, decidió acosarles sin descanso hasta obtener una ren­dición sin condiciones. Se sucedían a diario los escarceos arma­dos y las estra-tégicas posiciones del campamento cristiano, hacían imposible la retirada de los sarracenos que, aunque bien defendi­dos en las cuevas de aquellos montes, veían más difícil cada día poder resistir el asedio pese a la abundancia de su despensa.
Por el contrario, en el campamento cristiano se estaba obser­vando aquel año una cuaresma mucho más rigurosa que la habi­tual por aquellas fechas. Escaseaban los víveres ante lo prolonga­do de la expedición y ello indujo al rey Jaime a enviar un ultimá­tum a los sitiados, exigiendo su inmediata rendición. Pidieron éstos un plazo de ocho días y el rey -al que ninguno de sus biógrafos regateó nunca la virtud de la benevolencia- accedió, aún a sabiendas de lo precaria de su intendencia que se agotaba rápidamente. Dispensó en última instancia a los soldados de la prohibición de comer carne, vigente aún en el trance de hallarse comprometidos en una empresa bélica, y se dispuso a dejar trans­currir el plazo de gracia concedido.
Pasados ya seis días estaba acabada la provisión del ejército. Había quien vivía de sólo trigo sin moler y de algunas hierbas cocidas por todo alimento. El hambre alcanzaba por igual al sol­dado que al rey y a éste le preocupaba no poder aguantar las dos jornadas que faltaban para concluir la trégua. Alguien entonces hizo saber al soberano que en el campamento de don Guillermo de Moncada tenía aún éste en su poder algunos panes. La pers­pectiva de llevarse algo sólido a la boca guió a don Jaime, acompañado por más de cien caballeros, al campamento del noble a quien habló en estos o parecidos términos: «Don Guillermo, yo quiero ser hoy vuestro huésped y convidado porque he entendido que tenéis aquí algunos panes».
El de Moncada ante tan inesperada visita y presumiblemente atribulado por la presencia de tan hambrientos y numerosos co­mensales, extendió su capa de púrpura sobre el suelo e hizo de­positar en ella los únicos siete panes que tenía por toda provisión. Es fácilmente imaginable la decepción del real huésped y de todo su séquito ante tan sobrio banquete pero he aquí que, en aquel momento, el clérigo del señor de Moncada impetrando la protección divina, bendijo los siete panes «y fue grande el milagro que obró el Señor pues, sentándose el rey y sus acompañantes, partie­ron los panes y comieron de ellos más de ciento cincuenta caba­lleros». Así pudo don Jaime, aguantar el plazo de ocho días tras el que se rindieron más de mil quinientos moros que se entregaron con sus personas, bienes y cuantioso ganado.
Binimelis de cuya crónica hemos extraído este suceso, sitúa en este momento la adopción por los Moncada de los siete panes que campean en su escudo de armas. Sin embargo estos «panes» no son otra cosa que los besantes que ya poseía en su heráldica esta familia de nobles en el siglo XII, El rey Jaime por otra parte, más prudente o menos imaginativo que Binimelis, refiere este he­cho en su crónica pero sin entrar en tantos detalles, dice simple­mente que él, don Nuño, y cien hombres que comían, pasaron el último día con siete panes.
Si les bastaron o no, es cosa que no sabremos nunca.

Fuentes: Crónicas de la Conquista de Mallorca. (Marsilio, Desclot, Binimelis y Jai­me l).
Antonio Furió: Panorama de las Islas Baleares.

092. anonimo (balear-mallorca-artá)

Las imágenes del calvario


Junto a Pollença, un leve montículo al que se asciende por una larga escalinata tallada en la ladera, con doble hilera de ci­preses, es como un paisaje florentino trasplantado caprichosamen­te a Mallorca. La imagen es, a primera vista, familiar. Uno piensa que la ha visto ya, como fondo de un cuadro de Fra Angélico, del Tintoretto, Veronés o quizá Botticelli. El contorno es suave, de placidez serena y luminosidad equilibrada. Es el Calvari, lugar que concita en los pollensines y aún en los hombres y mujeres de Mallorca, obligados encuentros el día de Viernes Santo, a la lla­mada emotiva de unas procesiones llenas de seriedad y adusta sencillez.
Sin embargo, siglos atrás, toda la serenidad y la dulzura paisajísticas del Calvari, se rompían atlte el destino del promon­torio, habilitado como patíbulo sobre el que se levantaban sinies­tras las siluetas de las horcas. Los caballeros templarios, mitad monjes y mitad soldados, cargados de legenda-rias historias en las que no faltaban nunca el temerario valor ni la nota macabra, eran, por designación real, los propietarios del monte.
Pero no todo era horror en la cima de la colina. Un humilde oratorio guardaba -y guarda aún sobre su altar central, un conjunto monolítico de dos figuras, Cristo en la cruz y su madre en pié, cuya procedencia no tiene, hasta hoy, más justificación que la mantenida durante siglos por una hermosa tradición ma­rinera.
Fueron los pescadores de la bravía Cala de Sant Vicenç que desde hace cientos de años -como hoy, como mañana- salían en sus barcas a retirar las redes. Pero aquel día no consiguieron sacarlas. No fueron suficientes ni sus fuerzas ni las maniobras de aquellos hombres, curtidos y avezados a bregar diariamente con­tra el mar. La red se resistía. Un enorme peso la mantenía fija, como anclada en el agua. Llegaron más hombres y más barcas, aunaron esfuerzos y al cabo, fatigados, rendidos casi, consiguie­ron izar el aparejo a bordo.
La pesca, aquel día no fue de peces. La red había atrapado en el fondo del agua de la cala, las imágenes del crucificado y de su madre, talladas en la misma roca y depositadas allí quién sabe por qué ignorada circunstancia.
Sini dudarlo, los pescadores se declararon allí mismo prote­gidos por el milagroso hallazgo que trasladaron e instalaron en la cima del Calvari. Allí encendieron cada noche y durante siglos un candil de aceite que costeaban con el producto de parte de sus ventas y que, en las noches de faena, les orientaba con su resplan­dor como un faro amigo y protector.
Porque las imágenes del Calvario, que habían querido salir del mar, no podían nunca dejar que se perdieran en él los que las habían rescatado.

Fuentes:
Juan Muntaner Bujosa: Recopilación de costumbres, leyendas y otros te­mas folklóricos, referentes a Palma. (Inédito).
José Mª Quadrado: Historia de la Conquista de Mallorca. Crónicas inéditas de Marsilio y Desclot.

092. anonimo (balear-mallorca)

La vocacion de una monja


«Mi hermana nunca nos dijo que quisiera ser monja. Es más, yo creo que nunca había tenido intención de profesar. Era una joven alegre, trabajadora y llena de vitalidad. Tenía novio, bueno, no puede decirse que Tomeu y ella fueran novios forma­les todavía, pero se veían, paseaban juntos y en el pueblo, ya se sabe, esto basta para adelantar las cosas. Más de una vez me dijo que el muchacho no le era indiferente y pienso que, de no haber tomado las cosas otro rumbo, hubieran llegado a casarse.
»Pero un día Margarita empezó a sentir unos fuertes dolo­res en la espalda; al principio, ninguno en casa le dimos impor­tancia pero a los dolores siguió una parálisis que nos alarmó. El médico confirmó más tarde nuestros temores y, a partir de aquel día, pareció como si en un momento se hubiera esfuma­do la alegría que solía ser habitual en nuestro hogar. Mi her­mana comenzaba un calvario que había de durarle tres intermi­nables años, sin poder moverse, acostada siempre sobre un lecho de tablas. Tenía entonces veintidós años y yo comprendo que aquella enfermedad le produjera tristeza y deses-peranza.
»Más o menos al cabo de un año, no me acuerdo exacta­mente, se presentó una bronquitis como consecuencia de su in­movilidad. En pocos días Margarita se agravó tanto que temi­mos por su vida hasta que le administraron la Extremaunción. Fueron días penosos. En casa no hacíamos más que rezar y llo­rar. Tomeu, el que yo creía iba a ser mi cuñado, pretextaba cual­quier excusa para acercarse y preguntar por mi hermana. Así un día y otro, noches interminables, esperando siempre la muerte.
»Poco a poco amainó el peligro y ella volvió a su estado de postración. Otro larguísimo año más y de nuevo otro sobresal­to, un tumor en un pecho que precisó de amputación y otra vez la sombra de la muerte al acecho, presintiéndola cerca cada día, temiéndola cada vez más.
»Pero Margarita no era todavía para el otro mundo. Re­cuerdo que tenía algunos libros, no muchos, que había leído no sé cuántas veces, pero sobre todo uno le llamaba poderosamente la atención. Se lo había dejado un amigo de mi padre y contaba hechos milagrosos de un Cristo venerado en un convento de mon­jas de clausura en Palma. Mi hermana llegó a tomarle devoción y confesó haber hecho promesa de ir a la ciudad conmigo y con nuestra madre -si llegaba a curarse- a postrarse ante esa ima­gen la del Cristo del Nogal. Al final Margarita sanó.
»Fuimos a Palma y cuando entramos las tres en la iglesia de la Concepción, algo iba a cambiar en la vida de mi hermana. El Cristo,objeto principal de nuestra visita, pasó a segundo lu­gar, al encontrarnos ante un espectáculo insólito para nosotras. En el centro de la nave, frente al altar mayor, cubierto de flores y brotes de jazmín y flanqueado por gruesos hachones, estaba el cadáver de una monja. Una expresión de infinita serenidad, se desprendía del semblante de aquella mujer de avanzada edad que parecía haber recibido la muerte como un ansiado premio.
»Llegamos luego hasta la capilla del Cristo y nos arrodilla­mos frente a la imagen. Al poco rato Margarita no estaba a nues­tro lado. Se había levantado y se hallaba de pié, como hipnotiza­da, junto al túmulo. No fue fácil llevárnosla de allí: «¿Verdad que es hermosa?, decía. ¿No os parece una santa?», repetía.
»Al regresar a Sa Fobia mi hermana lo tenía todo decidido: Romper definitivamente su compromiso con Tomeu y anunciar­nos su decisión de profesar como monja claustrada en la Con­cepción. Fueron inútiles los ruegos de mis padres, nada le hizo cambiar su determinación que había tomado de manera incontes­table. A mi me dio por llorar y estuve insoportable unos cuan­tos días. Perder a mi hermana -porque encerrarse en un con­vento era como perderla- me parecía una prueba insuperable. Y volvimos, las tres, a Palma.
»El padre visitador del convento era un anciano que vivía en un pisito, cerca del Hospital. Las futuras novicias debían some­terse a una entrevista con él, como acto previo para entrar en la comunidad. Era una charla en la que el sacerdote inquiría los motivos que habían provocado la vocación de la aspirante. Mar­garita le contó la historia de su larga enfermedad, sus lecturas sobre el Cristo del Nogal y finalmente su impresión de aquella mañana, ante la extraña hermo-sura del cadáver de la religiosa. Esto -aseguró, acabó de decidir su Voluntad.
»El visitador se quedó un momento pensativo. «No me cabe ya la menor duda de que tu vocación es auténtica -dijo al fin­- si te la provocó la visión de aquella religiosa. Su agonía fue un suplicio, soportado con la más piadosa resignación. Fueron lar­gos años de yacer, con el cuerpo lleno de llagas que debían cau­sarle un gran sufrimiento. Todo lo aceptó con la misma entrega, yo diría que con la misma alegría, que había sido siempre la nor­ma de su vida, hasta que al final, piadosamente, se la llevó la muerte. En estos casos -añadió el sacerdote, la comunidad entera acude al aposento de la moribunda, acompañándola con sus rezos hasta que expira. Una compañera le cierra los ojos; la visten con el hábito que será su mortaja y se canta seguidamente un responso. Pues bien, al finalizar aquel cántico, la anciana mon­ja se incorporó en su lecho mortuorio, elevó sus brazos al cielo y, sonriendo a sus hermanas, quedó de nuevo tendida y con el cuerpo limpio de las purulentas llagas. Aquella monja, para mí, aseguró el cura, es una santa.
»Margarita tomó los hábitos agustinos poco tiempo después con el nombre de sor Consolación.»
Aquí el relato de Catalina Socías Saletas se interrumpe. La mujer, su hermana no puede contener las lágrimas, recordando aquellos días ya lejanos; que no podrá olvidar nunca. Si la his­toria fue realmente así podría decírnoslo Sor Consolación (vi­viente, cuando escribo), religiosa agustina en un convento de Va­lencia.

Fuentes­
Catalina Socías Saletas, de Sa Pobla. Relato oral.

092. anonimo (balear-mallorca-sa pobla)

La salsa mahonesa


Luis Francisco Armando de Plessis, duque de Richelieu, mariscal de Francia y sobrino segundo del famoso cardenal, llegó a Ciutadella, en plan conquistador, el 18 de abril de 1756.
Francia e Inglaterra -a la sazón dominadora de la isla­- dirimían por entonces una de sus eternas diferencias y Me­norca era uno de los puntos conflictivos. Codiciada por am­bos bandos, su estratégica situación en el centro del Medi­terráneo le confería vital importancia para las dos potencias, empeñadas en imponer, a toda costa, su hegemonía naval.
Así las cosas y con el pretexto de desagraviar subsidiariamente las vejaciones anglosajonas hacia España, ordenó Luis XV la ocupación de Menorca, terminando con casi cin­cuenta años de dominación inglesa y estableciendo una pre­sencia francesa que no iba a prolongarse más de siete.
El responsable de llevar a buen fin la empresa era Riche­lieu. El duque tenía en la corte parisina un cierto cartel de «enfant terrible». Sus ostentosos matrimonios y los sonados escándalos que protagonizó con damas de la encopetada so­ciedad, le habían convertido en algo así como un «play boy» de su época, tolerado en las altas esferas quién sabe si preci­samente por eso, además de por su demostrada capacidad en las empresas bélicas.
La que iniciaba ahora en Menorca, no podía comenzar con mejor pie: Ciutadella se entregó sin resistencia y el mariscal, rodeado de la flor y nata de la oficialidad francesa, empren­día, en plan de paseo militar, el camino hacia Maó, a la que llegaría cuatro días después. Las cosas, sin embargo, empeza­ron a complicarse aquí. El castillo de San Felipe, de imbati­bilidad casi legendaria en el que se había acuartelado la guar­nición inglesa, se hallaba a punto para la defensa y la isla no podía considerarse tomada hasta no haber reducido la famo­sa fortaleza.
El asedio se prolongaba más de la cuenta y la despensa del campamento francés, desabastecida de exquisiteces, em­pezaba a preocupar seriamente. La cocina de campaña no era la que tenía acostumbrada el refinamiento de aquellos corte­sanos y, es de suponer, los cocineros no sabían ya cómo inge­niárselas para condimentar las pocas provisiones que llega­ban a sus cazuelas.
Tampoco debía ser, precisamente, apetitoso el guiso de carne que un posadero mahonés presentó en cierta ocasión al duque. Aquello no alcanzaba los mínimos exigibles por el paladar más abnegado, cuánto menos por el del duque, que, evidentemente fastidiado, le organizó una bronca al atribula­do fondista, ordenándole que inventara algo con que, al me­nos, disimular aquella bazofia.
Por la cuenta que le tenía, el buen hombre puso todo su interés en el empeño y, a fuerza de imaginación y echando mano de lo poco que tenía -huevos, sal y aceite, se las in­genió para improvisar una salsa espesa, que presentó a su hambriento cliente.
No consta si el duque exclamó: «¡Oh, lá, lá! » al probarla, pero se desprende que fue tal su admiración por aquel ade­rezo que, como buen gourmet, tomó buen cuidado de anotar la receta de aquella salsa que, ya en plan de descubridor, bau­tizó allí mismo: salsa mahonesa.
No podía encontrar mejor embajador aquel invento gas­tronómico. Luis Francisco Armando de Plessis, duque de Ri­chelieu, etc., etc., regresó -victorioso al fin- a París. La llamada buena sociedad con madame de Pompadour al fren­te, organizó constantes saraos en honor del héroe que, entre reverencia y reverencia, no perdía ocasión de promocionar su exótica salsa.
Así entró la mahonesa en el refinado mundo culinario francés. O así, al menos, lo cuentan ellos, los franceses: «Quand vers le milieu du dix huitième siècle, le duc de Ri­chelieu prit Mahón (ou Port-Mahón), capital de Minorque, son cuisinier -pour agrémenter un plat de viandes froides­- s'avisa de mélanger des jaunes d'oeufs, avec de l'huile d'oli­ve... et le melange, s'epaisissant, devint solide, c'est ainsi que fut trouvée la sauce mahonnaise, apelée depuis, impropre­ment, mayonnaise».
Y algún diccionario francés, se muestra especialmente ca­tegórico:
«"Sauce mayonnaise." (Traduc.): Salsa fría que se hace con aceite, vinagre, yema de huevo, sal y pimienta o mostaza, todo muy bien batido hasta que tome alguna consistencia. (Etim.) -De Mahón, mahonesa, tomada por el duque de Ri­chelieu. Se ha de decir mahonesa y no mayonesa. La conver­sión de la "h" en "y" es efecto de la ignorancia de los cocine­ros que tantas voces ha corrompido.»
Sea como fuere, el problema aún colea.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. anonimo (balear-menorca)