Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

sábado, 28 de julio de 2012

El emperador y el cuento de nunca acabar

Había una vez en China un emperador a quien le gustaba muchísimo que le contasen cuentos. Mandaba llamar a narrado­res de todas las partes del imperio y se quedaba escuchándolos de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, pero ningún cuento acababa de gustarle del todo. Se enfadaba porque acaba­ban demasiado pronto, por lo que hizo publicar un bando en el que se solicitaba un narrador que supiese contar un cuento que no acabase nunca. Quien supiese contarle un cuento así sería ri­camente recompensado; a quien no fuese capaz, haría que le cor­tasen la cabeza.
Desde aquel día, el verdugo imperial tuvo mucho trabajo. Las cabezas caían una tras otra. Nadie conocía el cuento de nunca acabar.
Un día se presentó ante el emperador un joven y le dijo:
-Majestad, me he enterado de que queréis escuchar un cuen­to que no acabe nunca. He venido a contároslo.
-Habla -dijo el emperador. Si es verdad que el cuento no acaba nunca, te cubriré de oro. Pero, si el cuento acaba, haré que te arranquen la cabeza.
El joven hizo una reverencia y comenzó a contar:
-Había una vez un emperador tan rico que sus riquezas eran incontables. Tenía palacios, jardines, campos, y en estos campos sólo crecía arroz. Un año, la cosecha fue tan abundante que no bastaron todos los almacenes del imperio para guardarlo. El em­perador hizo llamar a varios carpinteros y les ordenó que construyesen un almacén tan grande que su tejado tocase las nubes. Cuando acaba-ron de construir este almacén, lo hizo llenar de arroz y pidió que lo cerrasen. La llave era tan pesada que hacían falta sesenta y seis hombres para llevarla.
El almacén estaba construido con vigas de madera, sin el me­nor resquicio. Había quedado un pequeño agujero, justo encima del tejado, por el que sólo podía entrar un pájaro. En cuanto descubrieron ese agujero, los pájaros comenzaron a robar el arroz del emperador. El primer pájaro se metió por el agujero, se sació de arroz y se fue volando. Después de él, el segundo pája­ro se metió por el agujero, se sació de arroz y se fue volando. Después del segundo pájaro se metió por el orificio el tercero, se sació de arroz y se fue volando.
-¿Y después? -preguntó el emperador.
-Después del tercer pájaro se metió por el agujero el cuarto, se sació de arroz y se fue volando -respondió el joven narrador.
-Pero yo quiero saber qué sucedió después -lo interrumpió el emperador, impaciente.
-Majestad, primero debemos esperar a que los pájaros se co­man todo el arroz del emperador.
-Pero ¿cuánto tiempo nos llevará?
-La verdad es que no lo sé, poderoso soberano -respondió el joven. Tal vez un año, tal vez diez, tal vez cien.
-Pero yo no viviré bastante para conocer el final del cuento -gritó el emperador.
-Majestad, vos me pedisteis que os contase el cuento de nun­ca acabar -respondió el muchacho. Si queréis escucharlo, de­béis tener paciencia. Allí hay una montaña y un millón de pája­ros. Contad conmigo: después del cuarto pájaro se metió por el agujero el quinto, se sació de arroz y se fue volando; después del quinto pájaro se metió por el agujero el sexto; después del sexto, el séptimo; después del séptimo, el octavo...
El emperador se durmió cuando el cuento no hacía más que comenzar.

005. anonimo (china)

El joven emperador y el viejo jardinero .005

El emperador Chao-Kung-Gin, tal vez debido a su juventud, era muy prepotente. Le gustaba armar jaleo, pelearse, hacer juegos de azar, pero no le gustaba perder. Cuando era él quien ganaba, cogía el dinero y se iba muy orgulloso; si le tocaba perder, bus­caba cualquier pretexto para una pelea y les daba una paliza a sus compañeros de juego.
Pero un día recibió una lección de aquellas que se recuerdan toda la vida. En esa ocasión se encontraba en el campo, sin di­nero en el bolsillo, y sintió mucha sed. El terreno que lo rodeaba era desierto y no estaba cultivado. Un poco más adelante, en cambio, había un campo, lleno de melones maduros, en el que trabajaba, muy encorvado, un viejo jardinero. Al príncipe se le hacía agua la boca. Se palpó los bolsillos pero no encontró ni un céntimo.
-Vale -pensó, no pagaré nada. Cuando el viejo me pida el dinero, le diré que es demasiado y le daré unos garrotazos. Se acercó al jardinero y, con actitud altanera, le dijo:
-Eh, tú, dame unos melones.
El viejo alzó la cabeza, miró al príncipe y respondió cortés­mente:
-Un poco de paciencia, Majestad, sólo un poco de paciencia. Cogió algunos de los mejores melones, los colocó sobre unas hojas frescas y se los entregó al príncipe:
-Dignaos probar éstos, Majestad, y si no os gustan, elegiré otros.
Se alejó un poco, se acuclilló y encendió tranquilamente su pipa.
El príncipe comió los melones, que eran excelentes. Después hurgó en su bolsillo, como si quisiese pagar, y preguntó:
-¿Cuánto te debo, viejo?
-¿Que cuánto me debéis? ¿Por unos melones? Ni hablar.
El príncipe no se esperaba esta respuesta. No tenía nada para pagar los melones, pero era demasiado orgulloso para sen­tirse en deuda. Por ello dijo:
-No, viejo, no es correcto. Jamás se ha visto que un jardine­ro regale sus melones.
El viejo sonrió:
-Si realmente quieres pagar, dame una moneda de cobre.
También esta respuesta desconcertó al príncipe. Sin duda no podía ponerse a discutir, diciendo que era demasiado, porque no existían monedas menos valiosas que las de cobre. Pero no podía pagar porque no tenía en el bolsillo ni siquiera una moneda de ésas. ¿Qué hacer? Finalmente alzó la cabeza y murmuró:
-No llevo dinero, ni siquiera una moneda de cobre. Te pa­garé con mi trabajo. Dime qué debo hacer y lo haré.
El viejo volvió a sonreír:
-¿Un trabajo? Aquí no hay nada que hacer, ni siquiera para mí. Si a toda costa quieres hacer algo, haz una bonita cabriola. Pero, si no tienes ganas, no la hagas.
El altanero príncipe bajó la cabeza, confundido. Enfadarse no podía, porque él mismo le había pedido al viejo que le ordenase hacer algo. Además, el viejo había dicho que, si no tenía ganas, podía renunciar a hacer la cabriola.
Por fin, el príncipe miró atentamente a su alrededor, para es­tar seguro de que nadie lo veía, y se puso cabeza abajo para ha­cer la cabriola. Pero el viejo lo cogió por un brazo y le dijo:
-Basta, basta, Majestad, es suficiente. Cuando llegaste aquí, me hablaste como un hombre acostumbrado a no inclinarse ja­más ante nadie. Y ahora, fíjate, estás con la cabeza tocando el suelo frente a un pobre diablo como yo.
¿Qué podía responder el príncipe? Se inclinó profundamen­te ante el viejo jardinero y se marchó muy avergonzado. Pero jamás olvidó aquella lección durante el resto de su vida.

005. anonimo (china)

El armiño y la liebre

El blanco armiño, escondido en la nieve, acechaba a un ratoncito. Pero de pronto llegó a la carrera la liebre blanca, que no vio al armiño y saltó a sus lomos. El armiño, reparando en que una cosa blanca le había caído encima, reaccionó enérgicamente a mordiscos y poco faltó para que le arrancase una pata a la liebre.
El percance acabó en un tribunal, en el que la liebre citó al armiño frente al oso:
-¿Por qué has mordido a la liebre? -preguntó severamente el oso al armiño.
-Yo no sabía que era una liebre. ¿Quién podría reconocerla en la nieve, tan blanca como es? Ella no debería haberme saltado encima.
-Y tú, liebre, ¿por qué has saltado encima del armiño?
-Yo no sabía que era el armiño. ¿Quién podría reconocerlo en medio de la nieve tan blanco como es?
El oso pensó un momento y después dijo:
-El armiño es inocente y la liebre no tiene culpa alguna. ¿Qué queréis que haga yo?
Aferró a la liebre por las orejas y al armiño por la cola y los echó fuera. Pero debéis saber que el oso tenía las patas muy sucias: por ello, desde aquella época, la liebre blanca tiene las orejas negras y el armiño tiene una borla negra en el extremo de la cola. Así se los puede reconocer ahora en medio de la nieve.

005. anonimo (china-cultura altai)

Cómo llegaron a la tierra las pulgas y los piojos

Una vez, hace mucho pero que mucho tiempo, nadie en el mundo sabía qué eran las pulgas y los piojos. La gente se volvió terriblemente perezosa: por la mañana, sobre todo, nadie quería saber nada de levantarse temprano para ir a trabajar. Los campos se transformaban poco a poco en desiertos, porque nadie araba, nadie sembraba y, naturalmente, nadie recogía nada. Muy pronto se produjo una gran escasez. Entonces, los viejos sabios se reunieron en consejo y decidieron recurrir a la ayuda de los dioses.
Los dioses, después de escucharlos atentamente, dijeron:
-De acuerdo. Si así están las cosas, os ayudaremos nosotros. Os daremos unos animalitos que os harán levantar por la mañana temprano.
Y dieron a los viejos sabios millares de pulgas y de piojos.
Los viejos, a decir verdad, pensaban que aquellos animalitos eran demasiado pequeños para despertar a unos gandules tan grandes. Sin embargo, les dieron las gracias a los dioses y volvieron a casa.
Pero los dioses sabían lo que hacían. Muy pronto, en medio de aquellos perezosos, las pulgas y los piojos se multiplicaron y se volvieron tan numerosos que ya no dejaban en paz a nadie. En cuanto rayaba el día, ahuyentaban a los seres humanos de sus camas.
Así fue como llegaron a la tierra las pulgas y los piojos, y cómo las personas aprendieron a levantarse por la mañana temprano para ir a trabajar.

005. anonimo (china)

El ánfora encantada

Un campesino pobre, mientras trabajaba en su pequeña parcela de tierra, dio con la azada en algo duro. Excavó más a fondo y encontró una enorme ánfora de cerámica. Muy contento, la lle­vó a su casa y le pidió a su mujer que la lavase. La mujer se puso enseguida manos a la obra. Comenzó a limpiarla con un cepillo, se inclinó sobre la boca del ánfora y se quedó pasmada: el reci­piente estaba lleno de cepillos hasta el borde. Comenzó a sacar los cepillos pero, a pesar de ello, el ánfora seguía siempre llena. Desde aquel día, el campesino se convirtió en un vendedor de ce­pillos. Iba a venderlos al mercado y obtenía suficiente dinero para mantener holgadamente a su familia.
Una vez, volvió del mercado con los bolsillos llenos de dine­ro y, mientras lo contaba, se le escurrió de los dedos una mone­da de cobre que fue a parar al ánfora. De repente, desaparecie­ron los cepillos y el ánfora se llenó de dinero hasta el borde.
Ya eran ricos, porque el ánfora estaba siempre llena de dinero.
Como suele suceder, sin embargo, quien tiene poco siempre quiere más, quien tiene mucho quiere todavía más. El campesi­no alojaba en su casa a su anciano padre. Mientras fueron po­bres, el hijo había honrado a su padre y nunca lo había obligado a trabajar. Ahora su padre lo ponía nervioso, nunca estaba con­forme con lo que hacía, hasta que le ordenó que sacase las mo­nedas que contenía el ánfora.
El viejo trabajaba lo más rápido que podía. Se inclinaba sobre el ánfora y extraía las monedas. Pero en cierto momento se debilitaron sus fuerzas: cayó en el ánfora y murió.
Sólo entonces su hijo comprendió el daño que había hecho. Se dio prisa en sacar a su padre del ánfora pero, cuando consi­guió hacerlo, se quedó boquiabierto y espantado: en lugar de dinero, había en el ánfora un segundo cadáver. Se apresuró en sacar también a éste y luego miró dentro de la vasija. Había un tercero. Lo sacó, lo enterró, pero en el ánfora seguía habiendo otro. En poco tiempo volvió a ser pobre como antes, porque todo lo que tenía tuvo que gastarlo para enterrar a los muertos del ánfora. Cuando hubo gastado la última moneda que le que­daba, el ánfora se rompió en mil pedazos y el campesino no tuvo más remedio que coger de nuevo la azada y volver a trabajar su pequeña parcela de tierra.

005. anonimo (china)

Cinco aventuras de un tonto

Había una vez un hombre que tenía muchas propiedades pero poco cerebro. Una manada de doscientos cincuenta bueyes re­presentaba su mayor riqueza. Ni siquiera el emperador tenía una tan numerosa. El rico tonto se sentía muy orgulloso y, por mie­do a que se la robasen, solía llevarla a pastar él mismo. Un día, un tigre se lanzó sobre la manada y, antes de que el rico pudiese ahuyentarlo, desgarró y devoró un buey. El ricacho se puso muy triste y dijo para sus adentros: «Mi espléndida manada ya no vale nada, le falta un buey y ya no está completa. Nadie querrá comprármela. ¿Qué puedo hacer? Será mejor que me libere de todos los bueyes».
Arrojó los doscientos cuarenta y nueve bueyes restantes por un barranco. Así que su riqueza se esfumó y tuvo que buscar tra­bajo. Lo contrataron como jardinero en los jardines del empera­dor. Era un gran jardín lleno de flores y de árboles en cuyo cen­tro crecía un espléndido peral que daba las mejores peras del país.
Cuando llegó la primavera y el peral floreció, el emperador le dijo al tonto:
-Te recomiendo mucho este peral. En otoño recogerás todas las peras que dé. Ten cuidado de que no falte ninguna.
El tonto se tomó muy a pecho la orden del emperador y pen­só cuál sería la mejor manera de evitar que se perdiesen las pe­ras. Finalmente, tomó una decisión: con una sierra y un hacha abatió el peral, tal como estaba, en plena floración. Y se sintió satisfecho consigo mismo: «Así estoy seguro de que no se perde­rá ni siquiera la pera más pequeña. Y, cuando las haga recogido todas, volveré a plantar el árbol».
El emperador, sin embargo, en vez de felicitarlo por su deci­sión, le hizo dar cien azotes y lo desterró de la ciudad imperial.
El tonto emprendió el camino del destierro. Vagó mucho tiempo por las carreteras imperiales, padeció hambre en ciuda­des y en aldeas. Finalmente, lo favoreció la suerte: un rico mer­cader lo tomó a su servicio.
Un día, el nuevo amo lo envió al mercado a que hablase con un excelente alfarero, a quien necesitaba porque quería renovar los cacharros y los platos de la casa. El tonto fue al mercado, pero no encontró al alfarero. Sólo dio con él en el camino de vuelta. Estaba junto a un montón de vasijas rotas, fustigaba a su burro y se lamentaba. El tonto le preguntó:
-¿Por qué te lamentas de ese modo?
-No me lo preguntes. Iba al mercado a llevar mis cacharros, cuando este burro desgraciado se escapó y rompió toda mi car­ga. Ha destruido en un minuto mi trabajo de un año.
Al escuchar esas palabras, el tonto tuvo una idea de las sugas y dijo:
-Pero ese burro, si es capaz de destruir en un minuto lo que tú has hecho en un año, es un animal milagroso. Te lo compro.
Y, con el dinero de su amo, compró el burro del alfarero, pa­gándoselo tan bien que éste no habría ganado tanto vendiendo todas sus mercancías.
El alfarero se fue muy contento. Pero no se mostró tan con­tento el amo cuando vio que su empleado llegaba a su casa con un burro, en lugar de aparecer con el alfarero que necesitaba.
-¿Por qué no me has traído al alfarero, tal como te había pe­dido?
-Espera, no te enfades -respondió el tonto, este burro es cien veces más hábil que el propio alfarero. Piensa que en un mi­nuto puede deshacer lo que el alfarero hace en un año.
-Eres la persona más tonta que he conocido en mi vida. Aunque ese burro trabajase cien años, no podría hacer nada nuevo ni útil.
Y echó del trabajo a su estúpido empleado.
Esta vez el tonto ya no siguió buscando trabajo. Decidió sa­lir en busca de tesoros. Y como a veces la fortuna es generosa con los tontos, después de mucho buscar encontró un gran cofre en una vieja casa abandonada. Cuando lo abrió, vio que estaba lleno de oro, plata y piedras preciosas. Hundió en él sus manos pero, de repente, se quedó pasmado. Desde la tapa abierta del cofre alguien lo miraba. Sin embargo, como era tonto, no reco­noció que era su propio rostro el que lo miraba desde un espejo. Creyó que era el dueño del cofre, se puso de rodillas, alzó los brazos e imploró:
-Perdóname si te he molestado. No sabía que estabas en el cofre. Creía que estaba vacío.
Después, siempre retrocediendo y haciendo mil reverencias, salió de la habitación y puso pies en polvorosa, tan pobre como antes.
Después de mucho vagabundear, llegó a una aldea. Era un lugar pequeño, como muchos otros, pero allí manaba la mejor agua de toda la región. Los habitantes de la aldea, sin embargo, no estaban muy satisfechos. Todas las mañanas debían llevarle esa agua al emperador, a su residencia imperial, y, como la ciu­dad estaba a unos quince kilómetros, los desdichados se pasaban todo el tiempo yendo de aquí para allá con el agua a cuestas; no podían llevar a cabo otras tareas y, a menudo, no tenían qué co­mer. Al final, tomaron la decisión de emigrar a una provincia le­jana para librarse de aquella pesada obligación. Entonces, el tonto dio unos pasos adelante y dijo:
-Pero ¿por qué emigrar? No encontraréis en otra parte me­jores casas y campos más fértiles que éstos. Haced lo siguiente: enviadle una súplica al emperador rogándole que acorte un poco la distancia entre la aldea y la ciudad. Si le mandáis, además, un bonito regalo, seguramente os complacerá.
El consejo agradó a los pobladores. Juntaron lo poco que te­nían, compraron un buen jarro de oro y le pidieron al tonto que se lo llevase de regalo al emperador.
El emperador recibió afablemente al embajador de la aldea, aceptó de buena gana el costoso regalo, escuchó la súplica y se dignó, sin más, a complacer los deseos de sus súbditos. Ese mis­mo día, lanzó una proclama por la cual la distancia de la aldea a la ciudad y de la ciudad a la aldea quedaba reducida de quince kilómetros a siete.
Los pobladores recibieron la proclama del emperador con gran entusiasmo y, desde aquel día, la carretera de la ciudad ya no pareció tan larga y agotadora como antes. Y, para manifes­tarle su reconocimiento al tonto, que les había dado un consejo tan bueno, lo eligieron alcalde de la aldea. En la práctica, era el más astuto de todos.

005. anonimo (china)

Santuram y anturam

Había una vez dos amigos: uno se llamaba Santuram, el otro Anturam. Santuram era bueno y leal; Anturam, hipócrita y ma­lévolo. Un día Anturam le pidió prestadas cien rupias a Santu­ram, prometiéndole que se las devolvería lo antes posible. Pasó el tiempo y Santuram rogaba a su amigo, en vano, que le devol­viese el dinero.
Al fin, Santuram no tuvo otra opción que recurrir a la justi­cia. Pero, bajo juramento, Anturam declaró que no había recibi­do en préstamo ni un solo céntimo.
El juez, después de escuchar a Anturam, preguntó a Santu­ram:
-¿Quién estaba presente cuando le entregó usted a Anturam las cien rupias? ¿Había algún testigo?
-No, no había nadie -respondió Santuram. Se las di en el bosque, junto a un gran árbol, y allí no estaba presente ningún testigo.
Pero Anturam juró de nuevo ante el juez que no tenía nada que ver con ese asunto, que jamás había estado en un bosque, que nunca había recibido dinero de nadie.
El juez se quedó pensando un momento y luego dijo:
-Escúcheme, Santuram: vaya al bosque, busque el árbol junto al cual le dio el dinero a Anturam y traiga el árbol a esta sala. Será su testigo.
Santuram no podía dar crédito a lo que oía y le preguntó al juez:
-Pero, Excelencia, ¿cómo puedo traer aquí al árbol, si los árboles no caminan? ¿Cómo puede servirme el árbol de testigo, si los árboles no hablan?
El juez respondió:
-Yo le daré un mensaje para el árbol y verá cómo acepta ve­nir y servirle de testigo.
El juez escribió una misiva y se la dio a Santuram. Santuram fue al bosque y Anturam se quedó en la sala con el juez.
Media hora después de la partida de Santuram, el juez miró hacia el bosque y dijo:
-¡Cuánto tiempo tarda! Ese árbol debe de estar muy lejos. Es una lástima no haberlo convocado antes al juicio.
Sin pensarlo dos veces, Anturam repuso:
-Excelencia, Santuram no ha hecho más que la mitad del camino. Andando como él suele andar, hace falta casi una hora para que llegue al sitio donde está el árbol.
Y, en efecto, dos horas después, Santuram estuvo de vuelta y dijo:
-Excelencia, he dejado su misiva junto al árbol, como usted me ordenó que hiciera, pero el árbol no se ha movido un paso, así que he tenido que volver sin ningún testigo.
-Se equivoca, Santuram -respondió el juez. En el mismo instante en que el árbol recibió mi misiva, vino de prisa hacia aquí y me explicó con exactitud lo que había sucedido. Ahora escuche mi veredicto: Anturam debe devolver el dinero que us­ted le había prestado y, además, deberá cumplir un año de pri­sión por perjurio.
Anturam, que no esperaba semejante sentencia, comenzó a protestar:
-Pero, Excelencia, he estado junto a usted todo el tiempo y no he visto, en absoluto, que viniese ningún árbol a dar testimo­nio. ¿Cómo puede usted decir que el árbol ha declarado en mi contra?
El juez respondió:
-¡Es usted más necio que nadie! ¿No se da cuenta de que su propia lengua, y no el árbol, ha dado pruebas en su contra? Cuando habló conmigo, usted juró que jamás había estado en un bosque, que nunca había visto un árbol. Si ésta era la verdad, ¿cómo podía saber que Santuram había hecho la mitad del ca­mino? Está claro que usted sabía dónde estaba el árbol. Y si sa­bía dónde estaba, quiere decir que estuvo allí reunido con San­turam.
Así, el honrado Santuram ganó la causa y Anturam, el em­bustero, tuvo el castigo que se merecía.

Fuente: Gianni Rodari

004. anonimo (india)

Por qué en los bosques la hierba crece baja

Una vez, un rey fue al bosque y se sorprendió al ver qué alta ha­bía crecido la hierba, más alta incluso que él.
-¡Qué barbaridad! -exclamó. Dime, hierba: ¿por qué cre­ces tan alta?
Y la hierba respondió:
-Porque el rebaño no viene a pastar al bosque.
El rey mandó llamar al rebaño y dijo:
-¡Qué barbaridad! ¿Por qué no vais a pastar al bosque, don­de la hierba crece muy alta?
El rebaño respondió:
-Porque el pastor no nos lleva.
-¡Qué barbaridad! Y tú, pastor, ¿por qué no llevas al reba­ño a pastar al bosque, donde la hierba crece muy alta?
-Porque soy demasiado débil. Y el campesino no me da de comer bastante arroz.
-¡Qué barbaridad! Y tú, campesino, ¿por qué no le das de comer al pastor bastante arroz? Está débil como un junco y no puede llevar al rebaño a pastar al bosque, donde la hierba crece muy alta.
-No es culpa mía, Majestad. Ya no me quedan recipientes para guardar el arroz, porque los ratones me los han roído to­dos.
-¡Qué barbaridad! Y vosotros, ratones, ¿por qué habéis roí­do los recipientes del campesino?
-Porque los gatos no nos cazan. Somos demasiado numero­sos y no tenemos más remedio que roer lo que se pone al alcan­ce de nuestros dientes.
-¡Qué barbaridad! Y vosotros, gatos, ¿por qué no cazáis ra­tones?
-Porque son demasiado sucios, Majestad. Los ratones no se lavan nunca, huelen que apestan y tenemos que apartar el hocico.
Entonces, el rey ordenó a los ratones que se lavasen. Los ra­tones se lavaron y los gatos volvieron a cazarlos. Los recipientes del campesino quedaron a salvo y tuvo de nuevo arroz para dar­le al pastor. El pastor comió hasta saciarse, ya no estuvo tan dé­bil como un junco y llevó a su rebaño al bosque. El rebaño mas­ticó la hierba y la hierba ya no volvió a crecer tan alta y el rey se puso muy contento.

004. anonimo (india)

Por qué el pinzón es azul y el coyote es gris


En tiempos muy remotos, las cosas no eran como ahora: ni el pinzón era azul ni el coyote, gris. Un día todo cambió y sus colores fueron los que vemos hoy.
Fue así. Había en aquella época, al pie de una montaña, un lago muy hermoso de aguas azules que no cambiaban ni se encrespaban nunca, porque ningún río entraba ni salía de él. A orillas del lago vivía un pajarillo pequeño y gris, como un guijarro cubierto de polvo.
El pajarillo estaba muy triste a causa de aquel color y se pasaba el tiempo pensando en la manera de cambiarlo.
Una noche, tuvo un sueño. El espíritu del sueño le dijo que podría cambiar su color si obedeciese con pelos y señales lo que se le ordenaba. El pajarillo se comprometió a hacerlo así, y entonces, el espíritu del sueño le dijo:
-Debes bañarte cuatro días seguidos, por la mañana temprano, en el lago azul y, mientras te bañas, debes cantar lo siguiente:

Yo me baño en el lago,
en el lago de agua azul
y de azul me embriago.

El pájaro obedeció. Durante cuatro días seguidos, por la mañana temprano, se sumergió en el lago cantando la coplilla que el espíritu le había enseñado.
El primer día se le cayó la mitad de las plumas. El segundo día se le cayó la otra mitad. El tercer día ya no tenía siquiera pelusa sobre la piel del cuerpo. El cuarto día, mientras estaba en el agua, volvieron a crecerle las plumas, pero esta vez eran de un hermoso color azul, y le quedaron para siempre de ese color.
Mientras el pinzón se estaba dando su cuarto baño, pasó por allí un coyote y se detuvo a mirarlo. Hay que decir que, en aquella época, el coyote era muy bello; tenía un pelo verde como la hierba y se sentía muy orgulloso de aquel color. Cuando vio que el pinzón se había vuelto azul y que era más hermoso que él, al coyote lo corroyó la envidia.
-¿De dónde has sacado esas plumas tan bonitas? -preguntó. Dímelo ya; si no, te comeré.
El pinzón le contó lo que había sucedido y le enseñó la coplilla mágica. A la mañana siguiente, el coyote se dio enseguida el primer baño y, al cabo de cuatro días, se había vuelto todo azul, de un maravilloso azul.
El coyote pensó que se había convertido en el animal más bello de la tierra. Corría a través de montes y valles y exclamaba en todos los sitios:
-¡Miradme, soy yo, el coyote! Ya no soy verde como antes, soy azul, todo azul. Soy, sin duda, el animal más bello del mundo
Y donde encontraba su reflejo, se detenía para admirarse, para ver cuán bello era.
Claro que, de ese modo, no prestaba mucha atención por dónde caminaba. Así que tropezó, se dio con la cabeza en una roca y rodó cuesta abajo por un monte polvoriento y pedregoso. Cuando se detuvo, se incorporó sobre sus cuatro patas y se miró: estaba todo gris de polvo. Y, para su desgracia, no pudo nunca sacudirse del pelo aquel polvo gris. Y gris se sigue viendo ahora; su hermoso verde y su hermoso azul han desaparecido para siempre.

004. anonimo (india)

Por qué el cóndor tiene la cabeza calva


Al principio, las aves no tenían plumas como hoy. Revoloteaban por el mundo desnudas y eso les daba mucha vergüenza. Además de la vergüenza, en el invierno pasaban mucho frío. Cuando ya no pudieron más, se reunieron en consejo y decidieron suplicar­les a los dioses que les concediesen unos vestidos.
Los dioses escucharon la súplica y respondieron:
-Hace tiempo que los vestidos están listos para vosotras. Se encuentran amontonados en la cima de una montaña y sólo fal­ta que cada una vaga a recogerlos por su cuenta.
Las aves se miraron unas a otras en silencio, porque nadie se atrevía a emprender un viaje tan largo. El único que no tenía miedo era el cóndor.
-Iré yo -exclamó altanero y, sin esperar más, se puso en marcha.
Viajó mucho tiempo. Consumió todas las provisiones que llevaba consigo y, por ello, tuvo que alimentarse con lo que en­contraba. Más de una vez se vio obligado a alimentarse de carne en mal estado, de carroña. Desde aquella época, no ha perdido ese hábito. Finalmente, llegó a la montaña donde estaban amon­tonadas las ropas destinadas a las aves. Las había de todo tipo: de un solo color, multicolores, blancas y negras. El cóndor eligió el traje que le pareció más bonito y se lo puso. Pero le quedaba estrecho. Entonces eligió otro, del mismo color. Pero tampoco éste era lo bastante grande. Uno tras otro, el cóndor se probó to­dos los plumajes de colores, hasta que encontró uno totalmente negro. Éste le iba bien, pero era un poco corto: no le cubría ni la cabeza ni el cuello.
-No hay nada que hacer -se dijo el cóndor. Cuando vea a los dioses, les pediré que me den algo para cubrirme la cabeza.
Así pues, se puso las plumas negras que aún lleva hoy. Des­pués de vestirse, el cóndor cogió todos los demás plumajes, ba­tió las alas y emprendió el viaje de retorno. Durante el trayecto, a cada minuto se le caían al suelo algunos vestidos y el cóndor debía volver a recogerlos. Dando amplios giros se acercaba a la tierra y volvía a alzarse entre las nubes. Éste es también su modo actual de volar.
El viaje del cóndor de ida y vuelta a la montaña duró tanto que las aves se cansaron de esperar, disolvieron el consejo y vol­vieron a casa. Cuando el cóndor llegó al lugar de la reunión, no encontró ni un alma. Tuvo que volar buscando de nuevo a todas las aves, hasta que las reunió de nuevo y repartió entre ellas los vestidos. Desde aquel día, las aves tienen plumas. Pero el cóndor no volvió a ver a los dioses, por lo que no pudo pedirles que le diesen algo para cubrirse la cabeza y el cuello. Ésta es la razón de que el cóndor tenga, aún hoy, la cabeza y el cuello sin plumas, como su hermano el buitre.

004. anonimo (india)