Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 22 de julio de 2012

Canillo el pescador y canillo el chico

de Barandiaran

Como muchos otros en el mundo, en un pueblo vivía un pescador que tenía por nombre Canillo.
Un día que pescaba en el mar sacó un besugo.
El besugo le dijo que le dejase en libertad. Pero Canillo no lo quería soltar.
Entonces el besugo le dijo:
-Si me dejas libre, te enriqueceré.
Echó de nuevo al mar a ese besugo. Y después se hizo muy rico.
Pero luego consumió todos los bienes y se vio precisa­do a dedicarse de nuevo a la pesca.
Otra vez sacó el besugo anterior. Y ese besugo le dijo:
-Si me das el primer ser que te salga al camino cuan­do estés hoy de vuelta a casa, te enriqueceré mucho.
Todos los días le salía al camino un perrito, y [juzgan­do] que, de todos modos, no era gran cosa, se lo pro­metió.
Aquel día se le hizo más tarde que otras veces, y aun en casa habían notado la tardanza.
Por eso, en lugar de salirle el perro, le salió su hijo Ca­nillo el Chico.
Luego se enriqueció Canillo, pero tuvo que enviar para siempre a su hijo a una casa negra que había allá en una lejana orilla marítima, pues aquella casa era la casa del besugo. En aquella casa vivía un diablo que se apareció a Canillo en figura de besugo.
Allí se quedó Canillo el Chico, bajo el dominio del dia­blo, resignado a no tener jamás derecho a salir de allí.
Una noche, yendo a su camastro, metió, sin duda, más ruido de lo calculado, y el diablo le dijo a gritos que, si otra vez no se estaba quieto, lo lanzaría al mar.
Y así lo hizo. Otra noche en que [Canillo el Chico] pro­dujo con la puerta u [otro objeto] algo de ruido, ese diablo lo cogió y lo lanzó lejos al mar.
Nadando, nadando, arribó afortunadamente a la costa hacia el amanecer.
Allá vio un león, una paloma y una hormiga, que te­nían delante una yegua muerta.
En cuanto vieron a Canillo el Chico se le dirigieron los tres a gritos:
-¡Hombre, hombre! Ven acá.
Se les acercó, pues, y les preguntó qué necesitaban.
-Hace tres días que andamos aquí sin poder partir en­tre nosotros, de modo equitativo, esta yegua vieja, y a ver si tú nos la partes -le contestaron.
-Tanto como eso os lo haré cuando menos.
Y al león le adjudicó todas las carnes; a la paloma, a su vez, las entrañas; y a la hormiga, los huesos con su médula. Los tres quedaron muy satisfechos, y Canillo el Chico se separó luego.
De allí a poco se les ocurrió a los tres que, habiéndoles hecho aquel hombre tan satisfactoria partición, ellos no le habían dado nada.
-¡Hombre, hombre! Ven acá -le gritaron.
Otra vez se les acercó Canillo el Chico a ver qué tenían, y el león le dijo:
-Nos has hecho tan buena partición y nosotros no te hemos dado nada. Por lo tanto yo te daré una cosa. He aquí: cada vez que digas LEGOI, te convertirás en león.
Entonces le dijo la paloma:
-Cada vez que digas USO [paloma], te convertirás en paloma.
También la hormiga le dijo:
-Cada vez que digas TXINGURRI [hormiga], te converti­rás en hormiga; mas para eso me has de arrancar un frag­mento de mi espalda.
Le arrancó, pues, a la hormiga ese fragmento, y ha­biendo dado las gracias a los tres, se marchó Canillo el Chico. Y después, habiendo dicho «Uso» [paloma], se fue, convertido en paloma, al nogal próximo a aquella casa ne­gra del diablo.
Sentado delante de su casa, se hallaba tomando sol el diablo. Y la criada le estaba aseando y peinando la cabeza.
Al ver la paloma, le dijo la criada:
-¡Qué hermosa paloma!
-Como tú -le contestó el diablo.
-Tú pareces inmortal. ¿Cómo podrías tú perder la vida?
-En Iparâremendi [monte de Iparrarre] vive mi her­mano. En su vientre hay una liebre; en el vientre de esta liebre, una paloma; y en el vientre de esta paloma, un hue­vo. El que me haya de matar a mí, debería herirme en la frente con ese huevo.
Al oír esto, Canillo el Chico voló a Iparrarremendi.
En las proximidades de aquella montaña vio una casa, y habiendo llamado en ella, preguntó si le recibirían de criado.
Le contestaron que sí, se quedara, pues necesitaban a uno para pastoreo de ovejas.
A la mañana siguiente el amo le envió de pastor de ove­jas. Pero le advirtió no llevase oveja a Iparrarremendi, pues de otro modo un diablo de allí mataría todas las ovejas.
Con todo, Canillo el Chico se fue a Iparrarremendi con sus ovejas.
A eso de las once, el diablo se presentó en figura de hombre.
Diciendo «legoi» [león], se convirtió en león Canillo el Chico, y empezó a luchar con el diablo.
Ni uno ni otro conseguía vencer.
-¡Ah, si estuviera aquí mi hermano! -decía el diablo.
-¡Ah, si tuviera en la boca el panecillo que cuecen en mí casa a las once de la mañana! -exclamó Canillo el Chico.
Cuando se hubieron cansado de luchar, cada uno se marchó por su lado.
Las ovejas comieron más que nunca; pues, como no iba allá nunca ninguna oveja, había pasto abundante y sabroso.
El amo se extrañó mucho al ver las ovejas tan re­pletas.
En el segundo día Canillo el Chico se dirigió también con sus ovejas a Iparrarremendi.
La criada de casa iba más atrás a observarle, querien­do averiguar, sin duda, qué hacía Canillo el Chico.
A eso de las once apareció el diablo.
En diciendo «legoi» [león] y convertido en león, Canillo el Chico arremetió a ese diablo.
No se vencían.
-¡Ah, si estuviera aquí mi hermano! -decía el diablo.
-¡Ah, si tuviera en la boca el panecillo que cuecen en mí casa a las once de la mañana! -decía Canillo el Chico.
Como la criada estaba atisbándoles por detrás de un zarzal próximo, les oyó lo que decían.
Cuando se hubieron cansado, se desasieron, y cada cual se fue por su lado.
También en el tercer día Canillo el Chico llevó sus ove­jas a Iparrarremendi.
También la criada, como en la vez anterior, seguía de­trás. Y llevaba un panecillo, por si era preciso.
A las once apareció el diablo.
Le arremetió Canillo el Chico convertido en león.
Mas tampoco entonces vencía ninguno.
-¡Ah, si estuviera aquí mi hermano! -exclamaba el diablo.
-¡Ah, si tuviera en la boca el panecillo que cuecen en mi casa a las once de la mañana! -[decía] el otro.
Entonces la criada le lanzó el panecillo desde el sitio en que se hallaba tras el zarzal.
Con aquel panecillo se reanimó mucho Canillo el Chi­co, y luego derribando al suelo al diablo, lo venció.
También le quitó la vida y le abrió el vientre. Allí estaba la liebre. Abrióle también a ella el vientre, y allí apareció la paloma. También a la paloma le registró el interior. Y allí encontró un huevo pequeño.
Cuando tomó ese huevo, se fue, convertido en paloma al nogal próximo a la casa del diablo del mar. Allí, trans­formado en hormiga, se puso a aguardar.
De allí a poco salió de casa el diablo. Y echado a la sombra del nogal se puso a dormir. .
Entonces Canillo el Chico descendió y, convertido en hombre, apedreó con el huevo al diablo en el centro de la frente.
El diablo quedó muerto.
Cuando Canillo el Chico se vio libre, se marchó presto de allí.
Yendo a su pueblo, preguntó dónde vivía Canillo el Pescador.
Le contestaron que vivía en tal casa; pero que no le lla­mase Canillo, porque, desde que se hizo rico, no gustaba de ese nombre.
Se dirige, pues, a esa casa, llama a la puerta, y le sale el mismo Canillo.
-¿Eres tú Canillo? -le preguntó.
Cuando oyó tal nombre, Canillo le presentó frente os­cura y no le contestó palabra.
-¿No te acuerdas de cómo me enviaste a la casa negra del diablo?
Entonces Canillo reconoció a su hijo y le recibió gozo­so en casa.
En adelante vivieron bien.
Si eso ocurrió así, métase en calabaza.

Fuente: Joxemartin Apalategui

108. anonimo (pais vasco)

Los zapatos voladores

Cuento de hadas

Cierta vez, en el reino del cacique Calfucir, durante la dominación india de los territorios de América, el influyente soberano de la gran tribu de los tehuelches, que se extendía en todo el Sur de la hoy República Argentina, tuvo graves desavenencias con otro jefe llamado Rayén, que ejercía su autoridad en aquel tiempo, sobre los grupos aborígenes araucanos, que poblaban el lado occidental de la cordillera de los Andes, hoy República de Chile.
Motivó la situación de odio mortal entre los dos grandes caudillos el que Rayén, en un viaje de cortesía que efectuó por la pampa, se enamoró locamente de la princesa Ocrida, hija de Calfucir.
-¡Dámela por mujer! -había suplicado Rayén al soberano tehuelche.
-¡Nunca! -respondió el anciano monarca blandiendo su enorme lanza de combate.-Ocrida se casará con un joven de su raza y no con un araucano enemigo de los indios pampas.
Rayén, ante esta contestación arrogante y desafiadora, se retiró a sus tierras lleno de rencor y con propósitos de venganza; y convocando al Consejo de Ancianos de sus vastos dominios, resolvió reunir un poderoso ejército e invadir las grandes llanuras, dominio del padre de la hermosa Ocrida.
A las pocas lunas, ya que de esta manera los aborígenes medían el tiempo, millares de araucanos iniciaron la marcha, para cruzar las elevadas cumbres de la cordillera de los Andes, lo que lograron después de múltiples peligros, al transponer las enormes montañas, pasando ríos caudalosos, cimas casi inaccesibles y senderos interrumpidos por las rocas y rodeados de abismos.
Una tarde, cuando el sol ya se ponía por el lejano horizonte, las huestes de Rayén se lanzaron como un huracán sobre la pampa, y sorprendieron a las tribus de Calfucir, las que nunca pudieron imaginar que los araucanos intentaran la temeraria empresa de atravesar las monumentales cumbres andinas.
La batalla fue de corta duración, y aunque los tehuelches presentaron una tenaz resistencia, fueron vencidos por los hombres del país de Arauco, que después de dar muerte a muchos guerreros, raptaron a la hija de Calfucir, la bella Ocrida, para entregarla a su jefe el bravo Rayén.
La infeliz princesa, acomodada en un improvisado palanquín fue conducida al lejano país de su raptor por los accidentados caminos que cruzan los nevados picachos. El viaje duró varias lunas, ya que en esos días había dado comienzo el invierno y caído sobre la cordillera tan enorme cantidad de nieve que, al obstruir las sendas, dificultaba la lenta marcha de la comitiva.
Rayén recibió la noticia con muestras de la mayor alegría y ordenó inmediatamente se festejara la gran victoria obtenida sobre los hombres de la llanura y el rapto de la mujer a quien tanto quería a la que pensaba hacer su esposa cuando las flores de la araucaria, el árbol sagrado, cubrieran de blanco los caminos de su reino.
Por supuesto, la desgraciada prisionera lloraba angustiada, al recordar su lejana patria, sus vastas pampas y el amor de su padre que, apenado, lamentaría su involuntaria ausencia.
A todo esto, el soberano de los tehuelches, desesperado no sólo por la derrota sufrida sino por la pérdida de su hija, no sabía qué decisión adoptar en venganza del agravio y pasaba los días encerrado en su toldo, triste y meditabundo, pensando en el mal destino que la suerte había deparado a su querida Ocrida.
-¡Ya no la veré más! -gritaba sin consuelo. ¡Pobre hijita mía! ¡Mil veces preferiría su muerte, a su vida en manos del odiado Rayén!
Los ancianos de la tribu estaban también desconcertados, al no hallar el medio de rescatar a la niña, pues sus ejércitos eran impotentes para luchar contra las aguerridas fuerzas araucanas que defendían los difíciles pasos de la gran cordillera.
Como una última esperanza, el rey Calfucir dictó una proclama que hizo pregonar hasta en los más lejanos puntos de su reino, por la que ofrecía la mano de la bella Ocrida y gran parte del país, al valiente que consiguiera restituirle la dolorida cautiva.
Muchos jóvenes tehuelches intentaron llegar a las tierras de Arauco en procura de la princesa, pero fueron descubiertos y muertos por los centinelas de Rayén que vigilaban noche y día los caminos de la montaña.
En el tiempo de este suceso y en una apartada región de la pampa, sobre el caudaloso río Colorado, vivía un pastor de guanacos llamado Catiel, quien al escuchar de boca de los pregoneros del cacique los deseos de éste y el premio a tan magna aventura, se propuso intentar el fantástico viaje, encaminándose a las tolderías de Calfucir para ofrecer sus servicios.
-¡Aquí estoy majestad! -dijo el valiente Catiel, arrodillándose ante su señor. ¡Yo procuraré traer la tranquilidad y la alegría a la nación Tehuelche, rescatando a la hermosa Ocrida de manos del sanguinario y cruel Rayén!
-¡Hijo mío -contestó el dolorido cacique, si consiguieras ese milagro, serías mi súbdito predilecto y el feliz esposo de mi desdichada hija!
Catiel, sin temor ni vacilaciones inició la empresa y después de varias lunas llegó hasta los primeros pasos de la enorme cordillera, casi sobre las fronteras de su país con la tierra de los araucanos.
¡Pero... allí comenzaron las grandes dificultades! El macizo andino estaba cubierto de nieve y sus difíciles sendas eran intransitables para la planta humana, no sólo por las crueldades del invierno, sino por los miles de guerre-ros que, muy alerta, vigilaban la peligrosa línea divisoria.
Una y otra vez, el denodado Catiel intentó subir a las cumbres y siempre se halló detenido por el terrible frío y las flechas de los soldados araucanos, que silbaban trágicamente sobre su cabeza.
Cansado un día de pretender en vano la extraordinaria aventura, se sentó sobre una piedra y bajó la cabeza abrumado y vencido, lamentando no poder cumplir el juramento hecho a su rey, cuando, de manera inesperada, se presentó frente a él una viejecita india, arrugada como una pasa, que con voz clara y firme le dijo:
-¡Valiente Catiel! ¡Hijo predilecto del país de los tehuelches! ¡Sé tus pesares y tus anhelos y comprendo que sólo la muerte será el premio a tus inútiles esfuerzos para cruzar la gran cordillera! ¡Los araucanos vigilan y te matarán! ¡El hondo de las montañas será tu sepulcro si prosigue la lucha!
-¿Qué he de hacer entonces? -preguntó el decidido muchacho a la anciana hechicera.
-¡Nada podrás, sin mí! -repuso ésta.
-¿Quieres ayudarme? -suplicó de nuevo el mozo, mirando con ojos de duda a la centenaria mujer.
-¡Sí! ¡Yo te ayudaré y podrás traer a la pampa a la hermosa Ocrida, ya que lo mereces por tu valor y tu decisión!
-Pero... ¿cómo? ¡Los pasos de la montaña están cerrados por la nieve y los soldados araucanos los guardan!
-Hay un medio -respondió sonriente, la hechicera. Y luego, señalando a un cóndor que en aquel instante volaba sobre ellos, continuó.
-¡Podrás llegar al país de Arauco volando como esa ave que ahora cruza sobre nosotros!
-¿Volando como el cóndor? ¡Tú estás loca!
-Loco es quien no cree en mí poder -contestó la mujer.
-¡Dime el medio!
-Yo lo tengo, ya que poseo la fuerza del viento, el calor del sol y la grandeza de las cumbres.
-Y diciendo esto, hizo un signo misterioso con la mano derecha y por arte de encantamiento aparecieron junto al asombrado Catiel, unos zapatos de cuero de guanaco, llamados usutas.
-¿Qué es esto? -exclamó aterrorizado el muchacho.
-¡Son tus alas! -contestó la vieja.
-¿Mis alas? ¡No lo comprendo!
-¡Escucha! ¡Las cumbres están nevadas y los guerreros araucanos te aguardan para matarte en los pasos de la montaña! ¡Tienes un solo medio para llegar a donde está la infeliz cautiva! ¡volando! ¡Estos zapatos, una vez puestos, te elevarán sobre los hombres y la tierra, como si fueses un cóndor y así, burlarás la vigilancia de los soldados y podrás rescatar a la pobrecita Ocrida!
Esto diciendo, la misteriosa viejecita desapareció tan súbitamente como había llegado y el valiente Catiel quedó mudo de asombro contemplando los usutas que estaban próximos a sus pies.
-¡Lo intentaré! -exclamó, y acto seguido se calzó los zapatos.
No bien terminó de atárselos a los tobillos, cuando sucedió lo inesperado. Como impulsado por una enérgica fuerza invisible, comenzó a elevarse con rapidez fulmínea y luego de unos pequeños giros, como los que para orientarse describen las palomos, inició su marcha por sobre la cordillera hacia el temido país de Arauco.
-¡Esto es maravilloso! -exclamaba Catiel en el colmo del estupor.
El viaje fue de pocos minutos; muy pronto estuvo a la vista de la corte del reino de Rayén, que claramente se distinguía a la luz de una gran luna que parecía de plata.
Catiel preparó sus armas cuando los usutas iniciaron el descenso y antes de que lo pudiera pensar, ya estaba sobre el negro castillo del monarca, que se elevaba majestuoso sobre unas grandes moles de piedra rojiza.
Como es lógico, la entrada le fue muy fácil, al descender sobre los techos de la morada y luego, cerciorado de que nadie le había visto, inició sus trabajos para dar con el paradero de la hermosa cautiva.
Bien pronto, el llanto y los suspiros de una mujer, que se oían por una ventana pequeña, le indicó el lugar donde estaba encerrada Ocrida y entrando audazmente en la lujosa residencia, se encontró con la morena princesa que sollozaba sin consuelo por su triste soledad.
-¡Ocrida! -gritó Catiel cayendo de rodillas ante la apenada muchacha.
-¡Me manda tu padre, el cacique Calfucir para que te lleve a las lejanas tierras de la pampa!
La prisionera, loca de alegría, casi no daba crédito a lo que escuchaba y veía y presa de una invencible pasión, se echó en brazos de su joven salvador, cubriéndolo de besos.
Fácil fue para el valiente Catiel el regreso. Tomó a Ocrida de la cintura suavemente y dijo:
-¡Vamos!
Los zapatos maravillosos elevaron a la pareja por encima de la ciudad en silencio, y tomando de nuevo el camino de los cielos, en muy poco tiempo llegaron a las tolderías del dolorido soberano de las pampas que aun lloraba la pérdida de su querida hija.
El entusiasmo fue imponderable y Calfucir ordenó se celebrasen grandes fiestas en homenaje del salvador de la bella cautivo, las que se realizaron en toda la vasta extensión de la pampa, desde el Río de Agua Dulce, que más tarde se llamó Río de la Plata, hasta las desiertas regiones de la Patagonia.
De más está decir que Catiel se casó con la divina Ocrida y así consiguió la felicidad, por la ayuda milagrosa de la viejecita india que, en tan buen momento, le había obsequiado con los zapatos voladores.

015. anonimo (argentina)

Las tres hermanas querandíes

Cuento de hadas

Como todos sabemos, el caudaloso río que baña las ciudades de Buenos Aires y de Montevideo, es el más ancho del mundo y fue descubierto hace varios siglos por el gran navegante Juan Díaz de Solís el que, al contemplar su dimensión y magnificencia le bautizó con el nombre de Mar Dulce por el sabor de sus verdes aguas.
Este río extraordinario del que no se distinguen sus orillas, tiene una variada y hermosa fauna, compuesta por peces de mil tamaños y colores que pueblan su cauce y llegan hasta sus arenosas playas.
Entre estas especies, podemos enumerar las más codiciadas por las redes y anzuelos, que son el magnífico Pejerrey, el gigantesco Surubí, el feo Bagre, la delicada Boga, el batallador Dientudo, la veloz Palometa, la achatada Vieja, el aceitoso Sábalo, el hermoso Dorado, y un sinfín de otras especies, muchas de ellas sabrosas y dignas de la mejor mesa.
Y ahora vamos a nuestra historia, que ocurrió, según cuentan las ancianas, en las lejanas épocas en que el gran navegante español entró, por primera vez, en el estuario con sus pintorescas y majestuosas carabelas.
Por esos años, poblaban las márgenes del gran río, las tribus de indios querandíes, que vivían en completo estado salvaje, alimentándose con los cuadrúpedos y volátiles de la llanura que alcanzaban a matar con sus agudas flechas.
Un núcleo de estos indios había fijado sus chozas junto a la orilla y era gobernado por un viejo cacique llamado Mistril, hombre cruel y sanguinario con corazón de fiera.
Mistril tenía tres hijas: Cinti, Oclli y Tistle, hermosas las tres, pero de muy distinto carácter.
Cinti era buena y caritativa y su modestia la reconocían todos los habitantes de la toldería.
Oclli era orgullosa y por lo tanto antipática y despreciable, y la menor, Tistle, era perversa y sanguinaria como su padre, el temido cacique.
Una tarde apacible en que las tres hermanas se bañaban en las revueltas aguas del río, vieron, con la sorpresa consiguiente, un enorme pájaro de gigantescas alas blancas, que venía hacia ellas volando a flor de agua.
-¡Mira! -gritó Cinti.
-¡Es un monstruo marino! ¡Huyamos, que nos devorará!
-¡Su tamaño es inmenso y sus alas tocan el cielo! -exclamó Oclli, temblorosa.
-¡Avisemos a nuestro padre!
-¡Su cuerpo es negro y lleno de ojos! -dijo por último la menor, Tistle, agitando los brazos.
¡Es el Dios del Mal que llega para aniquilarnos!
Agitadas, convulsas y presas de un pavor extraordinario, las tres muchachas corrieron hasta el toldo donde vivía Mistril y le narraron lo que acababan de presenciar.
Mistril, al principio, juzgó que se trataba de un sueño, pero ante las seguridades de las jóvenes, se dirigió a la playa y estupefacto contempló, ya más próxima, una enorme casa flotante de elevadas velas y llena de seres extraños, que había detenido su marcha a pocos metros de la orilla.
-¡Son hombres! -exclamó el cacique.
-¡Dioses blancos que vienen a visitarnos desde el fondo del mar! ¡Tendremos que recibirlos con toda pompa!
-¡Cuidado! -le dijo por lo bajo el hechicero de la tribu.
-¡pueden ser demonios que vengan a destruirnos!
Mistril tuvo miedo ante las palabras del mago que nunca se equivocaba y dominado por un gran pánico, dispuso luchar contra los misteriosos visitantes de rostro pálido y cabellos rubios.
Éstos, que no eran otros que los aventureros españoles, confiados en sus armas, bajaron a tierra y se internaron entre las malezas de la orilla, con la intención de acampar y procurar carne fresca para sus vacíos depósitos de provisiones.
Los salvajes, dirigidos por el cruel Mistril, los acechaban desde sus bien disimulados escondites, esperando un momento propicio para exterminarlos y éste llegó cuando las sombras de la noche invadieron el campo cubriéndolo todo de negro.
Los conquistadores se habían reunido alrededor de una gran hoguera y allí estaban platicando o limpiando sus armas, cuando un griterío ensordecedor los puso ante la terrible realidad.
Miles de indios cayeron sobre ellos blandiendo lanzas y arrojando flechas envenenadas y muy pronto dieron cuenta de los cuarenta españoles que se defendieron bravamente hasta el último instante.
Al otro día, los cadáveres de los expedicionarios se hacinaban trágicamente sobre las verdes hierbas, y los salvajes supersticiosos no llegaron nueva-mente hasta ellos, dejando que los cuervos y otras aves de rapiña se saciaran en sus despojos.
Pero la curiosidad femenina pudo más que el terror ante lo desco-nocido y las tres hijas del cacique, Cinti, Oclli y Tistle, se pusieron de acuerdo para visitar el triste lugar donde yacían los extraños blancos, con la intención de contemplar sus vestimentas y verles los rostros.
Con los corazones palpitantes, salieron de sus chozas sin que las vieran y corrieron hasta los lindes del bosque, encaminándose luego al lugar de la batalla.
-¿No nos matarán sus espíritus? -preguntaba Oclli, temerosa.
-Ya habrán volado hacia su Dios -respondió la bueno Cinti, con un dejo de amargura, por el inútil sacrificio ordenado por su padre.
-¡Quiero ver sus trajes! -exclamaba Tistle, con los ojos abiertos a la curiosidad.
Pronto estuvieron en el trágico sitio y aunque temerosas por lo desconocido, recorrieron aquella extensión contemplando los ensangrentados cuerpos de los valientes europeos, que aun tenían sus armas en las heladas manos.
-¡Eran hermosos! -exclamaba Oclli.
-¡Sus rostros son blancos como la luz de la luna! -gritaba Tistle, al contemplar temblorosa los soldados.
-¡Pobrecitos! -lloró Cinti, al verlos.
-¡Eran seres como nosotros y mi padre los ha hecho morir sin misericordia!
-¡Eran demonios! -dijo la menor.
-Merecían morir.
-¡No lo creo! -respondió la buena Cinti.
-¡Estos hombres tenían caras de bondad!
En la macabra investigación estaban las tres hermanas, cuando escucharon un débil gemido que partía de entre los montones de cadáveres.
-¡Alguien se ha quejado! -exclamó Cinti.
-¿Será uno de estos hombres que aun no ha muerto? ¡Vamos a ver!
Y las muchachas al impulso de una gran emoción, corrieron al sitio de donde había partido el gemido, encontrándose con un soldado joven y rubio que las miraba con ojos apagados.
-¡Agua! -imploraba el herido.
Cinti comprendió el ruego del blanco y bien pronto trajo una vasija de barro con el cristalino líquido, que bebió el aventurero con verdadera ansiedad.
Las tres hermanas, prontamente cargaron con el inmóvil cuerpo y colocándolo sobre unas grandes hojas restañaron su herida arran-cándole la aguda flecha que había atravesado su pecho.
-¡Vivirá! -decía Oclli, contemplando entusiasmada al español.
-¡Creo que sí! -respondió Cinti, con ojos compasivos.
-¡La herida no es mortal y podrá curar!
-¿Qué dirá nuestro padre? -preguntó Tistle.
-Nada le contaremos, porque lo mataría -contestó Oclli.
-¡Lo esconderemos en la espesura!
-Es lo mejor -dijo Cinti, acariciando la cara del herido.-¡Nuestro deber es salvarlo para que vuelva a su patria y así podremos mitigar en algo la crueldad de nuestro padre!
-¡No está bien! -sentenció Tistle, la perversa.
-¡Este hombre debe morir como los demás! ¡Yo lo mataré!
Las dos mayores contuvieron a la criminal y con buenos palabras la convencieron para que nada dijera hasta que el aventurero estuviese en condiciones de hacerse entender por las muchachas.
Silenciosamente lo resguardaron bajo los árboles del bosque, y con rapidez levantaron una choza oculta para preservarlo de las inclemencias de la noche.
Las hermanas iban diariamente a la humilde cabaña, llevándole comida y, sin quererlo, las tres se enamoraron perdidamente del hermoso muchacho de rostro pálido.
Los celos se anidaron en los pechos de las indiecitas, pero estallaron de distintas maneras, según los sentimientos de cada una de ellas.
Cinti, experimentó un amor sincero y lleno de ternura por el desventurado; Oclli un cariño orgulloso y avasallante; mientras que Tistle, sentía una pasión salvaje muy de acuerdo con su sanguinario temperamento.
Como es de imaginar, el aventurero se inclinó por Cinti, la buena, y así se lo dijo una noche en que la caritativa muchacha le llevó la sabrosa comida.
Oclli y Tistle, al saber esta desagradable noticia, no pudieron contener su furor y resolvieron atacar en medio de la selva a la mayor, en el deseo de eliminarla, para llevar a cabo sus planes.
No bien vieron llegar a Cinti, cayeron sobre ella, pero antes de que hubieran podido levantar los brazos fratricidas, se les apareció entre las frondas una divina mujer, blanca y pálida, vestida con vaporosos tules que ostentaba una resplandeciente estrella sobre la frente.
-¿Qué hacéis, malvadas?
-Preguntó severamente la desconocida.
Las hermanas se quedaron mudas de asombro ante semejante aparición y cayeron de rodillas con un temor sin límites.
-¡El amor nos impulsa! -dijo Tistle.
-¡El amor sólo debe conducir al bien! -respondió la divina aparición con una sonrisa de amargura.
-Vuestros corazones mezquinos sólo han sentido deseos de matar, cuando debiera uniros la misma pasión que os domina.
-¡Él quiere a Cinti! -exclamó Oclli, con rencor.
-¡Porque Cinti es buena y noble y tiene su premio! -contestó la desconocida.
-¡Yo soy la más hermosa y tengo derecho a ser feliz! -gritó iracunda Oclli.
-¡La hermosura no da derecho a nada... es la belleza del alma la que tiene derecho a todo!
-¡Mi cariño es salvaje y nada me detendrá! ­rugió la menor, con los ojos llameantes.
-¡Tus sentimientos de fiera, sólo conducen a la tragedia! -fue la respuesta.
-Pero... ¿quién eres? -preguntó Cinti, que hasta entonces había callado.
-¡Soy el Hada del Río que todo lo puede y todo lo vence!
Las hermanas, mudas de asombro, miraron a la gentil aparición que, más tarde, continuó con su voz melodiosa:
-¡Cinti, Oclli y Tistle! ¡Sois tres seres distintos y por esta causa tenéis abiertos diferentes caminos en la vida! ¡Tú, Cinti, sigue tu senda del bien y llegarás a la dicha... Tú, Oclli, procura enmendarte desechando tu desa-gradable orgullo que te hará desgraciada y tú, Tistle, mata tu perversidad, ahoga tus instintos de fiera, porque tu alma será condenada! ¡Las tres debéis de seguir en la vida por el camino del amor, yo os vigilaré y os juro que si no me obedecéis, será ejemplar vuestro castigo por los siglos de los siglos!
Y dichas estas palabras, el Hada del Río desapareció por en medio del follaje de los árboles, ocultándose más tarde entre las ondas del rumoroso estuario.
Las tres hermanas prosiguieron su marcha, ensimismadas en distintos pensamientos, pero en sus corazones bullían las sensa-ciones según sus temperamentos.
Cinti, la buena, continuó su existencia dulce y plácida, siendo amada por el desventurado navegante. Oclli, orgullosa, no pudo vencer su defecto y Tistle, la menor, prosiguió enturbiando su alma con negros pensamientos de muerte y de venganza.
Algunos días después de la misteriosa aparición del hada del anchuroso río, Tistle, al no poder conseguir el amor del pálido aventurero, se ocultó una noche entre las sombras y dio muerte a éste de un lanzazo, prefiriendo verlo muerto antes que en los brazos de su hermana mayor.
Oclli presenció alegre la tragedia dominada por su orgullo sin límites y Cinti lloró mucho la desgracia, abrazando el desventurado cuerpo de su amado.
Pero el Hada del Río, cumplió su juramento.
Levantando su varita mágica, apareció ante las tres hermanas y les dijo:
-¡Oclli y Tistle! ¡No me habéis obedecido y el castigo será sin piedad! ¡Desde ahora, os volveréis peces de distintas clases! ¡Estaréis, pues, permanentemente en mi reino de las profundidades del río y padeceréis vuestra falta hasta que el mundo termine! ¡Tú... orgullosa Oclli te volverás Pejerrey, el más sabroso de los peces, y así los pescadores te perseguirán siempre con sus redes y anzuelos instigados por la belleza de tu aspecto y lo delicado de tu carne! ¡Tú, Tistle, la malvada criminal, serás la asquerosa lombriz que sirve de carnada para la pesca y tú, buena Cinti, te convertirás en el feo bagre, que precisamente por lo horrible, nadie lo persigue y vive feliz en las profundidades de mi reino!
Y esto diciendo, tocó con su varita de luz a las tres hermanas y éstas, con un alarido de horror, se convirtieron en pejerrey, lombriz y bagre, cayendo al río y continuando sus vidas bajo las aguas, por los siglos de los siglos.
Desde entonces, el pejerrey es tenazmente perseguido, la lombriz sufre la humillación de su asqueroso aspecto y el buen bagre, feo y chato, nada arrastrándose por las profundidades del grandioso Mar Dulce, tranquilo y feliz, ya que ningún mortal ambiciona su carne y vive siempre muy cerca del hada maravillosa del río, que lo ampara y lo quiere.

015. anonimo (argentina)

Las andanzas del gauchito coliflor

Cuento de hadas

El gauchito Coliflor, era un pintoresco habitante de la pampa en donde tenía su pequeña morada.
Su estatura no era mayor que la de un niño de diez años, pero su edad era mucha, ya que al decir de quienes lo trataban desde tiempos pasados, el gauchito Coliflor era un hombre de más de cincuenta años.
Por toda propiedad tenía un caballito enano, de gran mansedumbre y de hermoso aspecto, siempre lustrosas sus ancas y bien trenzado su crin renegrido y brillante.
Su apero o montura gaucha, era de un valor incalculable, ya que en ella se veían virolas de oro y plata, riendas con adornos del mismo metal y estribos resplandecientes de inmenso valor.
Toda la comarca envidiaba al gauchito Coliflor, que sin tener haciendas ni campos ni otras propiedades, vivía como un rey en la inmensa soledad de la verde llanura.
En su cintura, sujetado por un cuero cubierto de monedas de oro, ostentaba su afilado facón, alargada arma de aguda punta, que en manos de nuestro diminuto personaje era temible, según los colonos de aquellos contornos.
Muchas leyendas se narraban del gauchito Coliflor, y hasta se aseguraba que había librado más de un encuentro con hombres de mayor estatura, y que siempre había salido victorioso de los singulares combates, quizás ayudado por alguna bruja endemoniada e invisible, que lo protegía y lo amparaba para que prosiguiera su vida misteriosa y aventurera.
Lo cierto es que nadie se acercaba a su guarida y hasta los indios, esos temibles merodeadores del desierto, no se atrevían a dejarse ver por los contornos de la tapera que le servía de albergue.
Cierta vez desapareció de las casas de una estancia, una hermosa muchacha de nombre Clorinda y la alarma por el rapto fue general, ya que en otras ocasiones habían desaparecido de la comarca niñas y niños que nunca más se volvieron a ver.
Todos los colonos se reunieron para efectuar una batida con deseos de hallar el misterioso delincuente y regresaron a sus viviendas días después sin haber dado con el más leve rastro que les indicara el escondite del invisible raptor.
Pero, lo que para los demás había sido motivo de temor y de misterio, no lo fue para un niño, hermano de Clorinda, que ante la desgracia de tan dolorosa pérdida se impuso la obligación de buscar solo, algunas huellas que lo orientaran hacia el lugar donde se hallaba la hermosa muchacha.
Días y días vagó por las inmensas soledades de la pampa, tras de algún indicio y nadie se salvó de su petición de ayuda. El niño, desesperado, acudió a todas las fuentes informativas sin conseguir ningún dato de la misteriosa desaparición.
El tero que encontró en su camino le respondió que nada había visto; el zorro a quien llegó confiando en su vivacidad, también te dijo que desconocía el paradero de Clorinda; el veloz corredor de los desiertos, el ñandú, nada supo responderle, y así prosiguió, hasta que una noche, fatigado, se echó al amparo de un ombú, para llorar su desesperación e impotencia.
En esta triste situación estaba, acostado contemplando las estrellas, cuando se le aproximó un pequeño tucutucu, es decir, un ratoncillo del campo, que así lo llaman por su extraño grito muy parecido a su nombre, el cual, llegando hasta su oído, le dijo muy quedo:
-¡Soy el tucutucu! ¡Escucha!
-¡Habla! -le respondió el niño incorporándose lleno de esperanzas.
-¡Conozco tu desgracia -prosiguió el roedor mirándolo con su ojillos redondos y vivaces; tu hermanita Clorinda ha desaparecido y yo sé quién la tiene!
-¿Quién? -demandó el muchacho ansiosamente.
-¡El gauchito Coliflor, que no es sino un temible brujo de la pampa!
-¡No puede ser! -respondió Rudecindo, que así se llamaba el niño.
-¡El gauchito Coliflor es un enano inofensivo!
El tucutucu se rió por lo bajo y contestó con sorna:
-¡Qué sabes tú! ¡Nadie conoce las andanzas de ese bandido, porque sabe ocultarlas. El matrero está protegido por sus hermanas, las arpías, que son las temibles brujas del desierto que todo lo pueden, y por esto siempre sale victorioso de sus fechorías. Pero... nosotros los tucutucu, aguardamos el día en que alguien más poderoso que él nos sepa vengar de todos los agravios que nos ha inferido.
-¿Os ha hecho daño? -preguntó Rudecindo.
-¡Mucho! El gauchito Coliflor vive en un rancho del desierto, pero lo que todo el mundo ignora es que ese rancho, bajo el suelo, tiene una misteriosa galería que se interna hasta lo más hondo de la tierra, en donde mora el maldito acompañado de sus hermanas las brujas.
-¿Será posible?
-¡Lo juro! -contestó el roedor con firmeza.
­Nosotros los animales del campo que vivimos bajo de tierra, nos hemos visto desplazados por este invencible enano, que sin miramientos nos ha robado el subsuelo, dejándonos a la intemperie, en donde seguramente moriremos todos de frío.
El muchacho estaba asombrado. ¡No era para menos! ¡Quién hubiera pensado que el inofensivo gauchito Coliflor, fuera tan terrible enemigo y, sobretodo, que estuviera en contacto con las horribles y siempre temidas brujas de la llanura!
-¿Sabes dónde está? -preguntó angustiado.
-¡Sí, lo sé! -respondió el tucutucu con voz apagada.
-¡Pero... no grites, que el gauchito Coliflor, según dicen, cuando quiere se hace invisible para saber cuanto es necesario a sus endiablados planes!
Rudecindo se sobresaltó por la advertencia y miró con temor a todos lados, no viendo más que sombras y campo desierto.
-¿Sabes cómo se encuentra mi hermanita? -volvió a preguntar.
-¡No creo que esté bien! ¡El maldito matrero rapta a las chicas para sacrificarlas a sus temibles dioses!
-Entonces... ¡mi pobre Clorinda está perdida! -gimió Rudecindo con un sollozo.
El tucutucu lo miró detenidamente y luego repuso con voz de bajo profundo:
-¡No desesperes! ¡Tu hermana aún no ha muerto! La fiesta del fuego en la que será sacrificada, comenzará dentro de diez horas.
-Pero... ¿cómo podría llegar hasta ella y salvarla? ¿De qué medios me valdré para bajar hasta las profundidades de la tierra? ¡Imposible! ¡Imposible!
-Y el pobre muchacho se puso a llorar copiosamente.
El tucutucu pareció conmoverse ante la desesperación de Rudecindo, y luego de una corta pausa le dijo, acariciándolo con su patita:
-¡Oye, Rudecindo... a nadie debes comunicar lo que vas a escuchar y ver! ¿Me lo juras?
-¡Te lo juro! -contestó el muchacho.
-Pues bien, fío en tu palabra y te ayudaré. Recuerda lo que voy a decirte. Tengo un pelo en mi colita que es mágico y quien lo encuentre podrá conseguir tres cosas, sean cuales fueren. El hada del campo, me dotó cierta vez de esa virtud sobrenatural, tocándome con su varita de luz. Si quieres hacer la prueba de luchar contra Coliflor, elige uno de mis pelitos y vete a buscarlo. Si el pelito elegido es el que posee las tres gracias del hada, podrás recuperar a Clorinda y dar muerte al gauchito bandido y si fracasas en tu elección, serás tú el que morirás. ¿Aceptas?
-¡Sí! -respondió Rudecindo sin vacilar.
-Pues bien -prosiguió el tucutucu, aquí tienes mi colita y quiera tu suerte que sepas elegir el pelo mágico que os salvará a ti y a tu hermana.
El pobre muchacho vio junto a sus ojos la diminuta cola del roedor y al contemplarla cubierta de pelos, su turbación fue tan grande que no supo qué hacer.
-¡Posees un millón de pelitos! -exclamó.
-¡Ya lo, sé! Lo que quiere decir, que tienes en tu favor, sólo una probabilidad contra un millón. Anda; elige y que la suerte te favorezca.
Rudecindo no vaciló más y alargando la mano arrancó nerviosa-mente un pelo del parlanchín tucutucu.
-¡Aquí lo tengo! -exclamó.
-Ya lo sé, porque me ha dolido -respondió el animalito.
-Ahora, ¡guárdalo como si fuera un tesoro! Si cuando necesites ayuda la pides y te la dan, será porque el pelo es el mágico y si nadie responde a tus demandas, habrás tenido poca fortuna en la elección y morirás sin remedio.
-¡Está bien! Seguiré luchando para hallar a mi hermanita y, si puedo, y el hada de los campos me protege, dejaré sin vida al temible gauchito Coliflor.
No había terminado de decir Rudecindo las últimas palabras, cuando el roedor, después de dedicarle una sonrisa y un gesto amistoso de despedida, se perdió entre las sombras y el solitario muchacho, guardando el casi invisible talismán de la cola del tucutucu, se levantó animado por nuevos bríos y prosiguió la marcha por el desierto misterioso.
Pasadas algunas leguas, divisó a lo lejos la humilde cabaña del gauchito Coliflor y sin temores, avanzó resueltamente, preparando sus armas y decidido a dar la cara al temido enemigo.
-¡Si puedo, lo mataré y recuperaré a mi hermana! -decía por lo bajo el bravo Rudecindo, mientras se acercaba a la lúgubre morada.
A los pocos minutos llegó a ella y no percibiendo a señal alguna de vida en su interior, resolvió penetrar, lo que hizo, no sin antes encender una antorcha para ver bien por donde caminaba.
El rancho del gauchito Coliflor era pequeño y nada había en su interior que pudiera ser motivo de sorpresa. Una mala cama, una silla vieja y colgados sobre las paredes de barro, algunos aperos, riendas, boleadoras y otros útiles de campo.
-¿Me habrá engañado el tucutucu? -murmuró Rudecindo entre dientes.
Ya iba a retirarse de la solitaria choza, decepcionado y contrito, cuando recordó que tenía escondido en su pañuelo el pelito de la cola del roedor.
-Veré si he tenido suerte en la elección -dijo el muchacho y tomando el talismán entre sus dedos, exclamó en voz alta:

-Pelito maravilloso
del rabo del roedor,
si eres mágico, pelito,
hazme tu primer favor.

Rudecindo esperó unos segundos después de la rimada súplica, angustiado y curioso por saber si había tenido suerte en la difícil selección y cuál no fue su asombro al contemplar algo insospechado. Casi junto a sus pies se abrió de pronto un enorme agujero, por el que divisó una larga escalera de piedra que se perdía en las profundidades de la tierra.
-¡Es maravilloso! -exclamó.
-¡El pelito que tengo entre mis dedos es el mágico!
Y acto seguido apagó su antorcha y empezó a descender, en medio de las mayores tinieblas, la escalera que lo iba introduciendo en el mismo corazón del mundo.
-¡Esto es interminable! -decía de rato en rato, al ver que la escalera parecía no tener fin.
De pronto escuchó a lo lejos un gran ruido, como de miles de tambores que suenan acompasadamente, y el murmullo de muchas voces que entonaban un cántico extraño.
-Estoy llegando -dijo con verdadero temor.
­¿Qué será lo que existe allá abajo?
-Y, sin decir más, prosiguió el descenso con las mayores precau-ciones, mientras se arrojaba al suelo para no ser visto por los misteriosos habitantes de las profundidades terrestres.
De pronto sus ojos se cerraron ante una luz potente como la del sol, que alumbraba una sala de unos cien metros de largo, en la que contempló lo más extraordinario que haya visto criatura humana.
En un trono de piedra, se hallaba sentado el gauchito Coliflor, vestido con su indumentaria criolla, teniendo en la mano derecha un gran bastón de mando, del que brotaban rayos enceguecedores. A su alrededor, diez viejas esqueléticas de caras horribles y narices corvas como el pico del loro, estaban sentadas en las gradas del trono, y frente a este monarca extraordinario, cien criaturas deformes con ojos llameantes como los de los gatos, bailaban una danza extraña al compás de unos enormes tambores batidos por cincuenta hombre-cillos de tez roja y arrugada.
Rudecindo, en los primeros instantes, quedó paralizado por el miedo ante la fantástica visión, pero bien pronto volvió a su cabal juicio, al distinguir en un rincón, sujetas con gruesas cadenas, a varias muchachos, entre las cuales estaba su querida hermana Clorinda.
-¡Por fin! ¡Por fin te he hallado! -gritó con toda la fuerza de sus pulmones, corriendo hacia donde estaba la cautiva, sin meditar la temeraria imprudencia que cometía, ya que el gauchito Coliflor, poniéndose en pie súbitamente en su pétreo trono, ordenó con voz potente que dieran muerte inmediata al intruso.
Los cien demonios bailarines se lanzaron contra Rudecindo, con sus ojos llameantes y enseñando unos dientes mayores que los de los tigres, con el propósito criminal de acabar con él.
El muchacho se dio cuenta del peligro que corría y volviéndose para dar el pecho a sus atacantes, tomó otra vez su pelito y dijo en voz baja mientras lo elevaba por encima de las cabezas de los monstruos:

-Pelito maravilloso
del rabo del roedor,
si eres mágico, pelito,
hazme un segundo favor.

La respuesta fue instantánea.
Un fuerte trueno retumbó en la lúgubre caverna y la tierra tembló en tal forma, que las paredes comenzaron a derrumbarse con gran estruendo, aplastando a los demonios de ojos de fuego, que huían en todas direcciones presas de un pánico sin límites.
Las brujas gritaban enloquecidas por tan espantoso terremoto y fueron también cayendo una por una, conmocionadas por los desprendimientos de tierra que amenazaban con matar a todos, inclusive a Rudecindo y las cautivas.
El gauchito Coliflor, guía y dominador de las brujas de la llanura, fue también sepultado entre los escombros, lanzando gritos de impotencia, hasta que su voz se extinguió para siempre, terminando con sus andanzas tan misterioso fenómeno.
Pero Rudecindo se vio abocado a un peligro mucho mayor de los que había pasado. El derrumbe se le acercaba y cuando la muerte casi iba a dar fin a su corta existencia, en unión de las aterrorizadas muchachas, recordó el estupendo tesoro que poseía y apeló a su última gracia:

-Pelito maravilloso
del rabo del roedor,
si eres mágico, pelito,
hazme tu tercer favor.

El talismán tampoco falló en la demanda final, y abriéndose la tierra en un camino espléndido de luz, dio paso a Rudecindo, Clorinda y las demás cautivas, hacia la superficie terrestre, a donde llegaron muy pronto, elevados por una fuerza desconocida que los impelía como si fuera una potente ráfaga de viento.
Al pisar de nuevo la pampa, el pozo se cerró junto a ellos, sepultando para siempre al gauchito Coliflor, sus malditas brujas y los terribles y feos habitantes de las profundidades de la tierra.
Clorinda y las niñas fueron entregadas a sus respectivos padres y el bravo Rudecindo se convirtió desde entonces en el muchacho invencible, que había conseguido triunfar sobre tan espantosos enemigos, ayudado por el mágico pelito del buen tucutucu, que al final pudo saberse que era la hermosa Hada de la Pampa, quien para acercarse al decidido muchacho se había convertido por unos instantes en el simpático y hablador animalito, que escondía en su diminuta cola el pelito encantado, entre un millón de ellos sedosos y brillantes.

015. anonimo (argentina)