Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

El hijo menor del rey y la gorgona

Eranse una vez un rey y una reina que tenían tres hijos y dos hijas. Un día le dijo el más pequeño de los varones a la reina:
-¡Madre, me voy al extranjero!
-¿Y qué es lo que buscas tú por ahí?
Aquí tie­nes todo lo que se te antoje.
-No, madre, me marcho, quiero viajar y ver mundo -­respondió el hijo.
Y partió el muchacho. Anda que te andarás, le sorprendió la noche en cierto paraje. Allí se encaramó en lo alto de un álamo a dormir. Al despertar por la mañana, divisó una casa con la forma de un nido. "Iré allí, se dijo, por si encuentro algún pato para comer", pues se había llevado consigo la escopeta. Cuando llegó a la casa se puso a indagar por todos lados... "Qué extra­ño, ¿qué pájaro será el que ha hecho este nido?", se preguntó.
Vio al muchacho la Gorgona y le habló:
-Eh, ¿quieres venir conmigo aquí dentro? -le preguntó.
-Enseguida voy -le respondió él.
Y ella tendió sus cabellos, él se agarró a ellos y de este modo se encaramó y entró.
Le preguntó entonces el muchacho:
-Pero ¿qué clase de ser eres tú para estar encerrada en es­te lugar? ¿Es esta tu casa o la has encontrado y te has queda­do en ella?
-Sí -le respondió ella, esta es mi casa, ¡yo soy la hija de la Stihia[1]
El muchacho se echó a temblar.
-Pero ¿qué es lo que me has hecho?, ¿cómo me has obli­gado a entrar aquí? Ahora me comerán las bestias- le dijo.
-No -le replicó ella, no te asustes, aquí no te comerá nadie.
Ahora -continuó, vendrán mi madre y mis herma­nos a cenar y cuando ellos se hayan ido podremos salir no­sotros, pues también yo quiero ver el mundo; mi madre me tiene encerrada aquí como si fuera una esclava y ya no aguanto más.
Llegó la stihia con sus hijos.
-¡Eeeeh! Me parece que escondes a alguien aquí, ¡siento olor a carne humana!
-Qué va -respondió ella.
-¿A quién voy a meter yo aquí?
Había convertido al muchacho en un tronco de madera, dándole una palmada, y lo había escondido detrás del arma­rio. Cuando la stihia y sus hijos se hubieron marchado, co­gió la Gorgona al muchacho, lo volvió a convertir en persona y se marcharon los dos juntos.
Caminaron y caminaron y dejaron atrás aldeas y lugares. Regresó la stihia a su morada y se puso a gritar:
-¡Gorgona, Gorgona!
Pero no obtuvo ninguna respuesta.
Ah, cómo me ha engañado esa muchacha -dijo.
-Era verdad que tenía un hombre dentro.
Le dijo entonces uno de sus hijos:
-Iré yo en su busca, les daré alcance y los mataré.
Entretanto los dos amigos caminaban y miraban, cami­naban y contemplaban las cosas del mundo.
-Mira hacia atrás- le decía ella con frecuencia.
-¿Se ve a alguien?
-¡No!
-¿Y ahora?
-No, tampoco ahora.
-¿Ni en la tierra ni en el cielo se ve nada? -insistió ella.
-Ni en la tierra ni en el cielo.
Al volverse una de las veces el muchacho, le dijo a la Gorgona:
-He visto una especie de nube grande.
-¿Era muy grande?
-No, tampoco era demasiado grande.
-Ya -respondió, sin duda es mi hermano pequeño que pretende comernos.
Le dio un suave cachete al muchacho y lo convirtió en una rosa y ella misma se transformó en luciérnaga y se posó sobre la flor.
El otro buscó y buscó pero no consiguió encontrar nada.
Así que se fue de regreso.
-¡Ah! -le dijo su madre al llegar.
-¡Si me hubieses dejado que fuera yo! Pero ahora sí que lo haré.
-No, no, espera- insistió el hijo mayor.
-Iré yo. Los en­contraré y me los comeré.
Cuando el hijo menor de la stihia se marchó, la Gorgona y el hijo del rey volvieron a convertirse en personas. Cami­naban y caminaban y no paraban de mirar hacia atrás:
-¿Se ve algo?
-¡No!
-¿Ni en la tierra ni en el cielo?
-¡No!
Y al volverse él una de las veces:
-¡Oh, se acerca una nube más grande que la primera!
-Seguro que es mi hermano mayor -dijo ella.
Se acercó la nube y ya estaba a punto de atraparlos, pero la Gorgona le dio una palmada al muchacho y lo convirtió en monas-terio y ella se transformó en monja. El otro buscó y buscó, pero tampoco consiguió encontrar nada, de modo que regresó junto a su madre.
-¿Qué, los encontraste?
-No -respondió él, pero vi un monasterio.
-¡Pues eso era, pobre tonto! -le dijo la madre.
-Bien -continuó, esta vez iré yo y os aseguro que los encontraré y no permitiré que continúen viviendo.
Y acto seguido se lanzó en su persecución.
Los dos jóvenes proseguían sus andanzas.
-Siento grandes deseos -le dijo la muchacha, de que lle­guemos a tu casa.
-Enseguida, en cuanto remontemos esos dos cerros, en el tercero encontra-remos la casa de mi padre.
-¡Vuélvete y mira hacia atrás!
-No se ve nada.
Y remontaron uno de los cerros.
-¡Vuélvete y mira atrás!
-¡Oh, viene una nube muy grande, más que las dos ante­riores juntas!
-Ah, esa es mi madre; entonces estamos perdidos, no te­nemos escapatoria. Mira a ver, ¿a qué distancia está?
-¡Oh, ya está aquí, nos va a atrapar!
Le dio entonces una palmada, lo convirtió en mar y ella se convirtió en pato, pues la stihia no podía entrar en el mar, aunque si los hubiera alcanzado en tierra los habría de­vorado.
Se puso entonces la madre a llamar a la Gorgona:
-Gorgona, hija, Gorgona, déjate ver.
Ni rastro. No podía hacer nada más, de modo que se fue.
Ense-guida regresaron a su apariencia humana los dos y se dirigieron hacia la villa del muchacho. Una vez allí, le dijo a ella:
-Hoy te dejaré con una mujer que cuidará de ti mientras yo voy a hablar con mi padre y mi madre. Más tarde vendré a recogerte, pues no puedo llevarte conmigo de este modo -­le dijo.
-Yo soy hijo de un rey.
Dejó luego a la muchacha con una anciana y fue a su ca­sa. Grande fue la alegría del rey al verlo, y todo fueron can­ciones y danzas...
Le dijo entonces el muchacho:
-He traído a una muchacha, la tengo alojada en casa de una anciana.
-Oh, bien, hijo -respondió el rey.
-Tú échate a dormir y cuando te levantes iremos juntos a recogerla.
Al despertarse el muchacho reunieron a los músicos y fueron en carrozas a buscarla y la condujeron a casa.
Y eso fue todo.

110. anonimo (albania)


[1] Stihia, figura de las narraciones populares representada habitualmente como un ser alado que arroja fuego por la boca, o como una serpiente que guarda tesoros bajo tierra. Desde el punto de visto etimológico, procede, inequívocamente, de la célebre laguna -o el río- del Averno.

El hijo de las lágrimas

Una vez en una aldea habitaba una hidra. Todas las gentes que acudían a aquel lugar eran devoradas por ella.
Sucedió que cierto día llegó a la aldea una mu­jer con tres hijos, hermosos como estrellas los tres. Pasó el tiempo y un buen día la hidra se comió a los tres her­manos. La pobre mujer quedó sola, pues también su marido había muerto tiempo atrás, al nacer el más pequeño de sus hijos, así que ella no paraba de llorar por su gran pérdida y su soledad. Tanto lloró que llegó a llenar una botella entera con sus lágrimas. Después se la bebió y al cabo de nueve me­ses dio a luz un niño. Este creció y llegó a los dieciocho años y siempre le estaba preguntando a su madre:
-¿Yo no he tenido más hermanos?
A costa de tanto insistir, su madre acabó por confesarle que había tenido tres hermanos, pero que se los había comi­do la hidra. Una vez que se enteró de la verdad el mucha­cho, le dijo a su madre:
-Iré y mataré a la hidra, cueste lo que cueste.
Su madre lloraba y le decía:
-Te lo imploro, no vayas, te comerá también a ti y volve­ré a quedarme sola como un cuclillo. ¡No me dejes abando­nada!
Pero el muchacho ya no hacía el menor caso a sus pala­bras.
Un día cogió tres madejas de lana y marchó en dirección a la hidra. Cuando el animal abrió las fauces para devorar al muchacho, éste le metió dentro las tres madejas de lana y la hidra se ahogó. Cogió el muchacho la navaja, abrió el vien­tre del monstruo y de él salieron sanos y salvos sus tres her­manos y muchas otras personas más. Toda aquella gente surgida del vientre del monstruo no sabía cómo agradecer al joven que los hubiera salvado y le prometieron que le cons­truirían un palacio y le llevarían muchos presentes. El mu­chacho se llevó a sus tres hermanos, marcharon todos junto a su madre y así vivieron, se casaron, prosperaron y tuvieron larga descendencia.

110. anonimo (albania)

El clavo que goteaba sangre

Había una vez una anciana que tenía dos hijos. Lle­gó un día en que ya no tenía qué darles de comer y fue a la orilla del río y pescó un pez.
-Te lo imploro -le dijo el pez a la vieja, no me mates, soy muy pequeño aún, devuélveme otra vez al río.
-Verdaderamente lo siento mucho, amigo pez -le res­pondió la vieja, pero no tengo otra solución, pues mis hi­jos se están muriendo de hambre.
-Ya que se trata de eso -le dijo el pez, presta mucha atención a lo que te voy a decir: Cuando me hayas asado al fuego, quítame las espinas y mete unas entre la basura y otras bajo el umbral de la puerta, pues habrán de seros úti­les cuando tus hijos quieran partir en busca de fortuna.
Tras pronunciar estas palabras, el pobre pez murió. Se lo llevó la vieja y lo asó al fuego, se lo sirvió a sus hijos en la mesa y ellos comieron hasta hartarse, después recogió las es­pinas y unas las metió entre la basura y otras las puso bajo el umbral de la puerta como le había dicho el pez.
Pasó algún tiempo sin que dejaran de padecer hambre y miseria, de modo que el hijo menor no quiso esperar más y le dijo a su madre:
-Madre, me marcho para tratar de ganarme el sustento; aquí ya no tenemos con qué mantenernos vivos. Tal vez pueda mandaros algo a vosotros.
Sintió mucho la vieja lo que el muchacho le decía e in­tentó disuadirle, pero al fin no pudo retenerlo: había deci­dido irse a toda costa.
-Bien, pues -le dijo la anciana, parte y que el camino te sea propicio, pero antes ve a mirar entre la basura, tal vez encuentres algo que te pueda ser de utilidad.
Siguió el muchacho las instrucciones de su madre y en­contró una larga espada y un clavo. Se ciñó la espada, clavó el clavo en la puerta de la casa y le dijo a su madre:
-Cuando gotee sangre este clavo, has de saber que habré muerto.
Se despidió abrazando a su madre y a su hermano y se puso en camino. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un río que salía de una cueva. Allí encontró llorando a la hija del rey.
-Bien hallada.
-Bien venido.
-¿Cómo te encuentras? -le preguntó el muchacho.
-Como la más desgraciada de las mujeres -le respondió la hija del rey.
-¿Y eso por qué?
-La kuçedra nos ha invadido la cueva -le refirió la mucha­cha y no nos deja coger agua si no le entregamos cada día una doncella para comer; hoy me ha tocado el turno a mí.
-No te apures por eso -le dijo el muchacho, yo mataré a la kuçedra. Anda, vamos juntos y le cortaremos la cabeza.
Se dirigieron juntos hacia la cueva y se detuvieron en la boca; desde allí le gritó el muchacho al monstruo:
-Eh, sal de una vez, hoy hemos venido dos en lugar de uno.
-Nunca he salido ni lo pienso hacer tampoco hoy -res­pondió la kuçedra; entra tú y déjate ya de palabras.
-Pues tú verás -le replicó el muchacho, yo no tengo intención de entrar; así que, si vas a salir, hazlo de una vez.
Montó en cólera la kuçedra y sacó la cabeza fuera de la cueva para comérselos de un bocado. Pero el muchacho la es­peró a pie firme y le cortó la cabeza con la espada. Toda el agua se tiñó de sangre.
-Ahora ya estás a salvo -le dijo a la muchacha.
-¡Que tengas buen camino hasta tu casa!
La muchacha, después que hubiera muerto el monstruo, metió la mano en su sangre y le hizo al muchacho una señal en mitad de la espalda; tras haberse despedido de su salva­dor se puso en camino hacia su casa. Allí todos lloraban por ella, dándola por muerta.
-¿Cómo es posible que hayas vuelto? -le preguntó su pa­dre al verla.
-Porque me ha salvado un muchacho -le respondió ella.
-Entró conmigo en la cueva y mató a la kuçedra.
-¿Y por qué no has traído contigo a ese joven? -se extra­ñó el padre.
-Porque se marchó enseguida y ya no he vuelto a verlo, pero lo podré reconocer gracias a la señal que le hice en la espalda.
Se regocijaron todos en la casa y se pusieron a festejar y a cantar, y al día siguiente reunió el rey a todos los varones del reino y les hizo saber que ya estaban salvados de la kuçe­dra. Entre los reunidos se encontraba también el joven fo­rastero.
Salió la muchacha, los miró uno por uno a todos y, gra­cias a la marca de sangre, reconoció a su salvador, tras lo cual le dijo al rey:
-Éste es el que me salvó la vida.
Se le acercó el rey, lo tomó del brazo, le expresó su agrade-cimiento y lo ensalzó por su valor en presencia de todos, luego lo colocó en su lugar y le entregó a su hija por esposa.
Un día al anochecer, cuando estaba el muchacho junto a su esposa mirando por la ventana, vio a lo lejos una llama­rada roja y amarilla y le preguntó a ella:
-¿Qué es aquello que se ve allí?
-Allí tiene su morada la gran osa con su cría -le respon­dió, siempre está quemando todos nuestros bosques y no nos permite recoger leña.
-Pues yo no habré de continuar viviendo si no consigo matarla también a ella -prometió el joven.
Cogió la espada y con ella ceñida echó a andar hacia el lugar donde vivía la osa. Cuando se encontraba a un tiro de piedra de ella, oyó como la osezna le decía a su madre:
-Madre, me parece que viene alguien con intención de matarnos.
-Presta atención -le advirtió la madre, cuando llegue al manantial fíjate de qué modo bebe, si con la mano o direc­tamente con los labios en el agua.
Se acercó el muchacho al manantial y bebió agua con la mano.
-Presta atención otra vez -le volvió a decir la osa a su hi­ja, cuando llegue al manzano: si come las manzanas de un bocado o lo hace poco a poco.
Llegó el muchacho junto al árbol, cogió una manzana y se la comió a pequeños bocados; cogió otra más y se la co­mió del mismo modo.
-Madre -gritó la hija de la osa- se está comiendo las manzanas de bocado en bocado.
-No te asustes -le dijo su madre, conseguiremos darle muerte.
Se adelantó el joven y trabó combate con la gran osa, pero ella era más fuerte y lo venció. En cuanto lo consiguió, cortó al muchacho en rodajas y las metió debajo de una piedra.
Al morir el joven, el clavo que había dejado clavado tras la puerta de su casa comenzó a gotear sangre. Al darse cuen­ta, la anciana lloró con des-consuelo a su hijo menor.
-Pero madre, ¿por qué lloras de ese modo? -le preguntó su hijo mayor.
-Iré yo y conseguiré vengar su muerte.
-No me preocupa la venganza -le replicó la mujer, lo que me duele es la muerte de mi hijo. Haz el favor de no ir­te ahora tú también, no vayas a dejarme sola y abandonada en esta casa.
-Tengo que marcharme y lo haré, no hay nada que pue­das hacer que me retenga aquí.
-Está bien -acabó aceptando ella, ya que me vas a dejar, ve a mirar bajo el umbral de la puerta, tal vez encuentres al­guna cosa que te pueda servir.
Fue a mirar el hijo bajo el umbral de la puerta y encon­tró una espada blanca y un clavo. Se ciñó la espada y clavó el clavo en la puerta, a continuación se despidió de su ma­dre y le dijo:
-Cuando el clavo gotee sangre, sabrás que ya no soy de este mundo.
Emprendió la marcha el muchacho y, anda que anda, lle­gó a una encrucijada de caminos; no sabía por cuál conti­nuar. Se detuvo en busca de alguien de los contornos y por fortuna consiguió divisar a un hombre que araba la tierra con una yunta de bueyes.
-Mejor será que pregunte por mi hermano -se dijo.
Se acercó por la senda que bordeaba el sembrado y, al lle­gar junto al otro, ambos hombres se saludaron, liaron sen­dos cigarrillos y el joven le preguntó por su hermano, a lo que el labriego respondió refiriéndole lo que le había suce­dido a la hija del rey con un muchacho forastero.
-Entonces iré a ver a la hija del rey -dijo el muchacho. Ac­to seguido se puso en camino y poco después se presentaba ante la hija del rey. Al verlo ella, creyó que se trataba de su es­poso, tan pareci-dos eran, y le salió al paso preguntándole:
-¿Conseguiste matar a la gran osa?
Quedó desconcertado el joven sin saber qué responderle.
-¿Pero qué osa? -se extrañó.
-¿De qué osa me hablas?
-Hace dos días -le respondió ella, que partiste para ma­tar a la gran osa, ¿por qué quieres burlarte de mí? Vamos, subamos a nuestra estancia.
El muchacho se dio cuenta de que estaba hablando de su hermano, pero no dijo nada. Subieron, comieron y fueron a yacer.
-Hoy -le dijo el muchacho a la hija del rey, debemos dormir como hermanos, de modo que pondré la espada en­tre los dos.
Ella no entendía por qué se comportaba él de aquel mo­do, y durante la noche, como tuvo que dormir junto a la es­pada, posó inadvertidamente el brazo sobre ella varias veces, provocándose algunos cortes.
Se levantó el muchacho a medianoche y vio a lo lejos las llamas rojas y amarillas, despertó a la joven y le preguntó:
-¡Dios mío! ¿Qué son esas llamas?
-Pero ¿es que no sabes -le replicó ella, que allí vive la gran osa con su hija, cuando hace dos noches que partiste para matarla?
De este modo supo el muchacho qué es lo que le había sucedido a su hermano; cogió inmediatamente su espada y partió en dirección al lugar en que moraba la osa para ma­tarla.
Le oyó llegar la osezna y advirtió a su madre:
-¡Madre, creo que alguien viene hacia nosotras con in­tención de matarnos!
-Fíjate cuando llegue al manantial cómo bebe agua: si la bebe con la mano o si lo hace directamente del caño.
Se dirigió el muchacho al manantial, acercó la boca al ca­ño y bebió.
-Madre -gritó la hija de la osa, está bebiendo del caño y no deja caer una sola gota.
-¿Cómo? -exclamó la gran osa.
-Fíjate bien -se dirigió a su hija, cuando llegue al manzano, en la forma en que co­me las manzanas, de un bocado o poco a poco.
Llegó el muchacho bajo el árbol, lo agitó y el suelo se lle­nó el suelo de manzanas, se las fue comiendo una por una de un solo bocado sin dejar ninguna.
-Madre -gritó la osezna, se las está comiendo todas de un bocado sin dejar una sola.
-Parece que es un hombre muy fuerte -le dijo entonces la gran osa a su hija, temo que consiga matarnos.
No tardó en llegar el muchacho, que se abalanzó sobre la osa nada más verla. Cayeron una y otra vez tanto él como ella, finalmente el muchacho consiguió derribar a la osa y la metió dentro de una botella; después agarró de una pata a su hija y levantó la espada para matarla.
-Te lo imploro -pidió clemencia la osezna, no me ma­tes, te daré todo lo quieras.
-Muéstrame la forma de revivir a mi hermano -le pidió el joven.
-Eso es bien fácil -le respondió enseguida la hija de la gran osa.
-Coge un poco de ceniza de ese fuego, échala so­bre sus pedazos, que están debajo de aquella piedra, y tu hermano volverá a la vida.
Tal como le había dicho la osezna, el muchacho cogió entonces un poco de ceniza, la espolvoreó sobre los pedazos del cuerpo de su hermano y al instante éste resucitó. Y de este modo el joven vencedor perdonó la vida a la osezna y también a su madre.
Iban los dos hermanos caminando de regreso, cuando le dijo el más pequeño al mayor:
-¿Y tú cómo supiste que me había matado la osa?
-Bueno... Cuando goteó sangre el clavo me di cuenta de que algo malo te había sucedido, de modo que fui pregun­tando hasta llegar ante la hija del rey. Ella me llevó a su aposento, me sirvió de cenar y me ofreció el lecho; pero yo coloqué la espada entre los dos y dormimos como hermano y hermana.
Desconfiando de su hermano y sin querer saber nada más, el menor de los dos sacó la espada y mató al otro. Na­da más expirar el mayor, el clavo goteó sangre en su casa y la pobre y desventurada vieja se deshizo en llanto creyendo muertos a sus dos hijos.
Llegó el hermano pequeño a su serrallo; llamó a su espo­sa y le dijo:
-¿Ha estado alguien aquí en casa?
-¡No! -le respondió ella.
-No ha estado nadie.
-¿Cómo? -le dijo él.
-¿En estos tres días no ha estado nadie aquí? Tú me engañas.
-Tú mismo, esposo mío -le dijo ella, estuviste anoche aquí, te serví la cena y dormimos juntos, pero no quisiste nada de mí, sino que pusiste la espada entre los dos, fíjate qué cortes tengo en el brazo.
Lo escuchó todo el muchacho y entendió lo que había sucedido, convencién-dose así de que su hermano le había si­do fiel. Sintió gran pesar entonces por haberlo matado y dijo:
-No podré continuar viviendo si no consigo devolverle la vida a mi hermano.
Se dirigió al lugar en que vivía la osa y, hablándole en su lengua, le ordenó que resucitara a su hermano.
Revivió en efecto el hermano mayor y juntos regresaron al serrallo, mandaron traer a su madre y vivieron durante muchos años los tres disfrutando de la mayor felicidad que pueda alcanzarse en este mundo.

110. anonimo (albania)


El caño de las gemas

Vivía una vez un rey que tenía un hijo, el cual era muy aficionado a la caza. Un buen día, el mu­chacho montó en su caballo y se fue a cazar a un lugar donde había un bosque muy espeso. Cazó y cazó y luego comenzó a cabalgar de regreso a ca­sa, mas al poco rato extravió el camino y no sabía hacia qué parte dirigirse. Cabalga que cabalga, en cierto lugar muy lejano divisó una columna de humo y se dirigió hacia allí. Cuando llegó a la casa de la que salía el humo, encon­tró en ella a tres hombres que eran todos ladrones. Pasó la noche allí, aunque sin decirles que era el hijo del rey, y por la mañana les pidió que le mostraran el camino de vuelta.
-Muy bien -le dijeron los ladrones, nosotros te mostra­remos el camino, pero con la condición de que hagas una cosa para nosotros.
Quisiera o no, el joven se vio obligado a aceptar la condi­ción:
-¿Qué es lo que tengo que hacer? -les preguntó.
-Algo bien fácil -le dijeron los ladrones.
-¿Ves aquella roca allá en lo alto? Pues en esa peña, en la misma cima, hay montones de gemas. Allí te vamos a subir. Te cogeremos y te meteremos dentro de una tripa. La tripa la dejaremos al pie de la roca. Enseguida la verán las águilas, la cogerán y la llevarán a la cima de la roca. Nosotros te daremos un revól­ver, un cuchillo y una cuerda. Con el cuchillo romperás la tripa, con el revólver espantarás las águilas y con la cuerda bajarás hasta aquí.
Entonces el hijo del rey, al que llamaban Rashit, les res­pondió atemorizado:
-Está bien. Estoy dispuesto.
Y así lo hicieron. Lo metieron en la tripa y al día si­guiente las águilas lo llevaron a lo alto de la roca. Rajó la tripa Rashit con el cuchillo, disparó el revólver y se puso en pie. No había quedado ninguna águila. Miró hacia aba­jo y las personas le parecieron hormigas. Probó a bajar con la cuerda, pero resultaba imposible: era demasiado corta. Como no sabía qué hacer, se echó a dormir. Tuvo un sue­ño en el que aparecía que cerca de él, con sólo escarbar un poco, había una trampilla de hierro cuya llave se encontra­ba justo al lado. Al despertarse, Rashit se puso a escarbar alrededor del lugar en que había dormido. Tras mucho buscar encontró la llave y dio también con la puerta. La abrió y vio entonces que hacia abajo se tendían unas esca­leras resplandecientes, tanto que cegaban los ojos. Echó a andar por las escaleras, que parecían no tener fin, y mucho tiempo después llegó a una galería repleta de gemas. Per­maneció allí un buen rato, tras el cual, por el fondo del co­rredor apareció un hombre con una gran barba que le dijo a Rashit:
-¿Por qué has venido a este mundo?
-Me han traído el camino y el destino -le respondió Rashit.
-Bien, no te inquietes por haber entrado aquí -le dijo el viejo; en este mundo vivirás como un rey. Todo lo que se te antoje lo tendrás a tu disposición en pocos minutos. Cuando desees alguna cosa, no tienes más que golpear dos o tres veces este muro y te será servida al instante. Toma es­tas llaves ahora. Son cuarenta. Pero escúchame bien, presta atención: no abras nunca la última puerta.
-De acuerdo -le respondió Rashit.
Permaneció en aquel mismo lugar un buen rato, luego golpeó el muro y le trajeron alimentos, con toda clase de manjares. Continuó allí hasta que empezó a aburrirse, pi­dió una lahuta [1] y se la llevaron inmediatamente. Al día si­guiente, como no tenía nada que hacer, comenzó a abrir las estancias. Abrió una, dos, tres y así sucesivamente. Ha­bitaciones hermosas como nunca había visto, adornadas con espejos y objetos de oro. Las abrió todas hasta llegar a la número treinta y nueve. Miró en busca de la llave cua­renta, pero no la tenía. Intentó abrir la puerta sin ella, mas no lo consiguió. Desistió entonces y regresó a su habita­ción. Golpeó dos o tres veces el muro y pidió una lima. Se la proporcionaron también. Se dirigió a la puerta cuaren­ta, miró por el ojo de la cerradura y vio al otro lado un pe­queño lago muy hermoso. Eran las doce del mediodía. Cogió la lima y le dio vueltas y más vueltas en la cerradura hasta dejar la puerta lista para ser abierta. Se marchó en­tonces y regresó a las diez de la mañana del día siguiente. Cuando miró por el orificio vio cómo en ese mismo mo­mento llegaban tres bellas de la tierra. Las dejó entrar y desnudarse, después entró él también y se llevó las ropas de la más pequeña, que ya había elegido mientras espiaba por el ojo de la cerradura. En poder de las ropas, se fue al corredor y se puso a tocar la lahuta. Llegó la hora de co­mer y las bellas de la tierra hubieron de marcharse, pero sólo la mayor y la mediana, pues la pequeña permaneció allí. Buscaba sus ropas sin encontrarlas. Salió al umbral de la puerta, vio a Rashit mientras tocaba la lahuta y le dijo:
-Por favor, muchacho, devuélveme mis ropas, pues mis hermanas ya se han ido y yo también debo hacerlo ahora.
-Yo no he cogido nada- le respondió Rashit.
Sin embargo, en ese momento, por el fondo del corredor apareció el viejo barbudo. La bella de la tierra le dijo:
-Este joven me ha arrebatado las ropas y se niega a dár­melas. Dile tú que me las devuelva.
-Rashit -le dijo el viejo, ¿por qué te has comportado de ese modo? Pero está bien, ya que lo has hecho, ella será tu esposa de hoy en adelante. Pero escucha bien lo que voy a decirte: deberás tener la precaución de no devolverle nunca las alas, porque si las recupera te abandonará al instante. Y ahora, si es que lo deseas así, coge a tu muchacha y regresa a tu reino. Si lo prefieres, quédate aquí.
-No -respondió Rashit, prefiero irme a casa.
Entonces el viejo le entregó dos buenos caballos y le acompañó al otro mundo. Luego de mucho cabalgar, llega­ron a la ciudad de Rashit.
El palacio del rey estaba de luto, pues ya habían dado por muerto al muchacho. Rashit llegó de noche y los encontró a todos durmiendo; fue directamente a ver a su madre, que había envejecido mucho y cuando lo vio no pudo recono­cerlo. Rashit le mostró también a la bella de la tierra, su es­posa. Al día siguiente, el palacio entero se transformó con la buena nueva: todo eran canciones y danzas. El rey organizó grandes esponsales, pues había regresado su hijo con la bella de la tierra. Rashit le había entregado a su madre las alas de su esposa y ella las había guardado bajo cuarenta candados. Entretanto ella, la bella de la tierra, danzaba con tal perfec­ción y gracia que todas le tenían envidia.
-Es verdad -dijo, que bailo muy bien, pero ya veis, mi suegra no quiere devolverme las alas.
Fueron todos a rogarle a la anciana reina que se las diera, pero ella se negó a hacerlo: guardadas bajo cuarenta llaves las tenía. Mas al fin lograron engañar a la vieja y le arrebata­ron las llaves, sacaron las alas y se las entregaron a la bella de la tierra. Todo esto sucedió sin que Rashit se hubiera ente­rado de lo que tramaban las mujeres. La bella de la tierra, en cuanto hubo recuperado sus alas, echó a volar y ya saliendo por la ventana les dijo:
-Decidle a Rashit que venga a por mí, si es que se atreve el muy perro, pero no a traición como hizo entonces.
Cuando se enteró Rashit les preguntó:
-¿Dónde dijo que debía buscarla?
-Dijo que fueras a los caños de las gemas.
Montó a caballo Rashit y partió en busca de los caños de las gemas. Después de un buen trecho se encontró en el ca­mino a tres hombres que peleaban entre ellos.
-¿Qué os sucede, por qué disputáis? -les preguntó.
-Pues verás -le dijeron, tenemos este fajín que, si te lo pones en la cintura, te permite volar. También tenemos este fez que, si te lo pones en la cabeza, te vuelve invisible. Pero resulta que somos tres y no podemos repartírnoslo. Hemos decidido pelearnos hasta que uno de nosotros muera.
-¿Sabéis lo que podéis hacer? -les dijo Rashit.
-Coged el fajín y el fez y dejadlos aquí. Vosotros alejáos unos quinien­tos metros. Quien llegue el primero, que se quede con el fa­jín, el que llegue el segundo que coja el fez, y el tercero se quedará sin nada.
-Es una buena solución -aceptaron ellos.
Y obraron tal como les había dicho Rashit: Dejaron sus cosas junto a él y se alejaron. Acto seguido cogió Rashit el fez y el fajín y echó a volar tornándose invisible. Al llegar los otros tres y no encontrar nada donde lo habían dejado, comenzaron nuevamente a pelear entre ellos. Siguió su ca­mino Rashit y llegó a una aldea muy apartada. Allí encon­tró a una anciana de más de ochenta años y le dijo:
-Tal vez sepas tú dónde están los caños de las gemas.
-No -le respondió ella, yo no me acuerdo de nada, pe­ro sigue caminando y pregúntale a mi hermana; ella es ma­yor que yo y puede que lo sepa, pues es la reina de los animales.
Fue Rashit a verla y le preguntó:
-¿No sabrás tú dónde están los caños de las gemas?
-Yo no sé nada -le respondió ella, pero espera que pre­gunte a mis animales.
Y en efecto les preguntó, pero tampoco ellos sabían nada.
-Ve a ver a mi otra hermana -le dijo la anciana, tiene doscientos años y es la reina de los peces.
También fue a verla, pero tampoco ella sabía nada y le envió a ver a otra hermana suya, que era la reina de los pája­ros y era más vieja que ella, había cumplido ya los trescien­tos años. Echó a andar Rashit y llegó al lugar donde vivía. Empezó ella a preguntar una por una a todas las aves. Por fin apareció una cigüeña. La anciana le preguntó:
-¿Sabes o no sabes dónde están los caños de las gemas?
-¡Oh -respondió la cigüeña, ese lugar se encuentra muy lejos! ¡Aunque viva tanto como he vivido hasta ahora no me daría tiempo a llegar hasta allí! Además, debes saber que en aquel lugar hay gente que vuela.
-No te preocupes por eso -le dijo Rashit, ya sé yo la forma de ir, lo que quiero es que me muestres el camino.
Cogió Rashit a la cigüeña, se ciñó el fajín en torno a la cintura y partió.
Cuando la cigüeña levantaba el pico hacia lo alto, él ascen­día todavía más, cuando lo volvía a la derecha también el gi­raba a la derecha. De este modo y sin dejar un momento de volar, llegaron a los confines del reino de la bella de la tierra.
-A partir de aquí yo ya no puedo continuar -le dijo la ci­güeña, pues allí me comerían.
Prosiguió su camino Rashit, ahora solo. Al llegar junto al caño encontró a un criado que estaba llenando tres botellas de agua.
-Dame un poco de agua -le pidió Rashit.
-No -le dijo el criado- pues si bebes agua tu cara quedará grabada en la botella y me causarás problemas con las bellas de la tierra. Cada una de ellas bebe el agua de su propia botella.
Que si me das, que si no te doy, Rashit acabó bebiendo a escondidas y su cara apareció grabada en la botella. Se marchó el criado y fue entregando a sus dueñas cada una de las bote­llas de agua. Cuando cogió la suya la menor, al instante se dio cuenta de que su esposo había llegado. Su padre se irritaba muy a menudo con ella y no cesaba de repetirle:
-¿Por qué abandonaste a tu esposo? ¿Qué es lo que que­rías al venir aquí?
Fue ella y le dijo entonces a su padre:
-Si viniera mi marido, ¿te lo comerías?
-No, no me lo comería, pero él nunca vendrá aquí, no se atreverá.
-Pues bien -le dijo su hija, ya ha llegado.
Y acto seguido fue en busca de Rashit y lo condujo dentro. Perma-necieron juntos cuanto quisieron y después Rashit se dispuso a partir. El padre de la bella de la tierra le dijo:
-Antes de irte, ¿qué es lo que quieres de mí?
-No quiero nada -le respondió Rashit.
-Está bien -intervino la joven, nos llevaremos tan sólo esta botella, no queremos nada más.
Cogieron la botella y marcharon rumbo a los dominios de Rashit. Ahora bien, el reino del que Rashit procedía había entrado en guerra con otro vecino. Todo el territorio había sido ocupado, excepto la capital que aún continuaba resistiendo. En aquel preciso momento, ya todos estaban pensando en rendirse. Al llegar Rashit a la ciudad se dirigió directamente a palacio. Todos dormían. Fue a la cámara de su padre y también allí encontró que todos se habían queda­do dormidos mientras hacían toda suerte de planes que pu­dieran proporcionales la victoria.
-No tengas cuidado -le dijo la bella de la tierra, maña­na yo lo arreglaré todo.
Al día siguiente, la bella de la tierra movió un pequeño resorte en la botella y en seguida apareció un gran ejército, que empujó a todas las tropas enemigas hasta la frontera. Otro pequeño movimiento del resorte y el ejército volvió a introducirse en la botella. El rey organizó después una gran fiesta en honor de la victoria.
Y Rashit y la bella de la tierra tuvieron descendencia y envejecieron juntos.

 110. anonimo (albania)

[1] Lahuta, especie de laúd de una sola cuerda con que se acompañan en Albania los juglares y rapsodas.

Dédalo y el catallan

Hubo una vez un vigoroso joven de nombre Déda­lo [1]. Un buen día se decidió a echarse al mundo en busca de fortuna. Camina que camina, encontró en una montaña a un hombre tendido de espal­das que empujaba el monte con las piernas.
-¿Qué es lo que haces en esa postura, amigo? -le preguntó.
-Sostengo la montaña -le respondió el otro, temo que se derrumbe.
-¡Ja, ja, ja!- se echó a reír Dédalo. Anda, levanta, ya me en­cargo yo de sostenerla. Vente conmigo en busca de fortuna.
Por fin consiguió convencerlo, de modo que el otro se puso en pie de un salto y emprendió el camino en compa­ñía de Dédalo. Tras mucho caminar llegaron a una llanura donde vieron a un hombre agachado en actitud de sujetar algún peso sobre sus espaldas.
-¿Qué haces, amigo? -le preguntó Dédalo.
-¿Es que no lo ves? Estoy sosteniendo el cielo- le respon­dió el hombre.
-Temo que se desplome.
-Ponte en pie, buen hombre. Ya lo sujeto yo. Vente con nosotros a recorrer el mundo.
También logró convencerlo. Así pues, continuaron la marcha los tres. Caminando, caminando se les echó la no­che encima en mitad de la montaña.
-No podemos quedarnos aquí -dijo Dédalo.
-Tenemos que encontrar algún cobijo.
Escrutando el horizonte de un rincón a otro divisaron a lo lejos una luz y dirigieron sus pasos hacia ella. Había allí una enorme gruta, cuya entrada cerraba una puerta de hierro.
-¡A de la casa! Somos gente de bien.
-Entrad y no temáis -respondió una vieja.
Penetraron en la caverna y la vieja cerró de pronto la puerta a sus espaldas con diez candados. Pero ellos no pres­taron atención a este hecho. Fueron a sentarse junto al fue­go, secundados por la vieja.
-¿Dónde nos habremos metido? -le preguntaban a Dé­dalo sus compañeros. Éste se había apercibido de que al fondo de la cueva había un gigante, con un solo ojo en la frente, que estaba ordeñando las ovejas.
-Quietos -les dijo, hemos ido a caer en el cubil del ca­tallan. Vosotros haced exactamente lo mismo que me veáis hacer a mí.
Los tres se echaron a temblar. Poco más tarde, el gigante se acercó, les dio la bienvenida y se sentó junto al fuego a conversar con ellos. Al rato, Dédalo fingió tener sueño y co­menzó a dar cabezadas. Sus compañeros hicieron lo mismo.
-No te molestes por nosotros -le dijo al catallan; esta­mos cansados del camino y nos caemos de sueño; así que no te preocupes por darnos de comer. Tan sólo permítenos dormir.
-Haced lo que gustéis- respondió el catallan. Y así, los tres amigos se tendieron uno junto al otro y comenzaron a roncar como si durmieran el más profundo de los sueños.
-Vieja, ya sabes lo que tienes que hacer con ellos: ¡Sazó­nalos y ásamelos bien!
-No tengas cuidado, déjalos de mi cuenta y mañana ten­drás listos a los tres.
Dédalo lo escuchó todo y cuando hubo comprobado que el sueño había vencido ya a al vieja y al gigante, les dijo a sus compañeros:
-No os mováis hasta que yo os lo diga.
Se incorporó con gran precaución, cogió una barra de hierro y la puso al fuego. El gigante ni siquiera se inmutó, sino que continuó con sus tremendos ronquidos. Dédalo se introdujo entonces entre el rebaño, degolló a tres ovejas y las desolló, enterró la carne y cubrió con las pieles a sus amigos, haciéndoles mezclarse con el resto del ganado. Guardó también una piel para sí, pero antes cogió el hierro del fuego, que ya estaba al rojo vivo, y acercándose al catallan se lo clavó en su único ojo. Con todo un palmo de hie­rro clavado, el gigante ni siquiera se despertaba. Rápidamente Dédalo se cubrió con la piel y se introdujo en el rebaño. Poco más tarde el gigante daba tan tremendos alaridos que hacían estremecerse a los tres amigos.
-Vieja, enciende una tea que alguien me ha cegado.
Encendió la vieja la antorcha y ambos recorrieron los rin­cones de la gruta, pero no lograron encontrar nada, tras lo cual se sentaron a la boca de la cueva y esperaron a que cla­reara. Cuando hubo amanecido, el catallan se dirigió al in­terior de la cueva:
-Trae acá el rebaño, vamos a sacar las ovejas una por una.
Se dispuso ella a arrear las ovejas, mientras el gigante les palpaba el lomo una por una antes de dejarlas salir. Dédalo y sus amigos lograron así escapar sanos y salvos. Cuando es­tuvieron bien lejos, Dédalo llamó a grandes voces al catallan, diciéndole:
-¡Ooo, vinimos con bien y con bien te dejamos!
El gigante al oírlo enloqueció de rabia y se lanzó en su persecu-ción. A punto estuvo de alcanzarles, pero por fortu­na atravesaron el curso de agua que rodeaba las tierras del catallan y quedaron a salvo. El gigante no podía penetrar en el agua, pues si lo hacía quedaría destruido al instante, así que llamó a Dédalo y le dijo:
-¡Si eres hombre, ven mañana por la noche una vez más!
-Mañana, no, pero espérame cualquier otra noche- le respondió el muchacho.
La hazaña de Dédalo cobró fama, pero poco les duró a sus dos compañeros el agradecimiento, quienes enseguida olvidaron lo sucedido.
-La verdad es que éste -se dijeron un día entre ellos, lo que pretendía era eliminarnos, fue él quien nos condujo a la cueva del monstruo. ¡Pero no escapará sin que le devolva­mos el daño!
Cavila que cavila, terminaron acudiendo ante el rey y le dijeron:
-¡Nadie tiene un caballo como el del catallan. Si deseas apoderarte de él, envía a Dédalo, pues él es el único capaz de hacerlo.
Hizo llamar el rey a Dédalo y le dijo:
-Ya que eres tan fuerte, vas a hacer un trabajo para mí. He oído decir que el catallan tiene un hermoso caballo, de modo que lo que quiero de ti es que vayas y me lo traigas.
-En honor tuyo- le respondió Dédalo, -incluso dejar la vida en el intento no es nada; lo único que necesito es una azada y una palanca.
Le entregaron la azada y la palanca y partió. Cuando llegó a la cueva del catallan averiguó donde estaba el caballo y, poco a poco, abrió un orificio en el muro para llegar hasta él, pero cuando fue a agarrarlo de la crin el caballo relinchó y gritó:
-¡Eh, levanta, hombre salvaje, que me lleva el hombre sa­gaz!
Se puso en pie de un salto el gigante y miró por un lado y por otro, pero no encontró nada, porque Dédalo había colocado una gran roca contra el agujero del muro y se ha­bía ocultado tras ella.
-¿Y tú, para qué me despiertas? -le dijo el catallan al ca­ballo y ¡zas! le dio un golpe con un palo y se fue a continuar durmiendo.
No había acabado de cerrar el ojo cuando Dédalo volvió a abrir el agujero en el muro y agarró al caballo de la crin.
-¡Eh, levanta, hombre salvaje, que me lleva el hombre sa­gaz!
Se levantó al instante el gigante y no dejó rincón sin re­gistrar. Pero no consiguió encontrar nada, pues Dédalo ha­bía colocado la roca como la vez anterior y estaba escondido detrás.
-¿Y tú para que me andas molestando? -le dijo al caballo lleno de cólera.
-Como me vuelvas a hacer levantar, te voy a medir las costillas a bastonazos.
Le dio dos o tres golpes con el palo y se marchó a dormir.
En cuanto lo venció el sueño, se incorporó Dédalo, abrió el orificio del muro y le dijo suavemente al caballo:
-¿Por qué pretendes crearme problemas a mí y a ti mis­mo a un tiempo? Ven conmigo, voy a llevarte junto al rey y él, en lugar de agua y paja, habrá de darte a beber vino y ce­bada para comer.
El caballo le escuchó y se fue tras él.
Se había alejado ya bastante Dédalo, cuando llamó a vo­ces al catallan y le dijo:
-¡Eh, queda con bien, que me llevo tu caballo!
Se levantó el gigante y fue en busca del caballo, pero no lo encontró. Entonces se lanzó en su persecución. A todo correr, llegó al borde del agua, en la que no podía meterse, y desde allí gritó:
-¡Enhorabuena, Dédalo! Pero, ¿serás capaz de venir ma­ñana por la noche?
-Si no mañana, espérame cualquier otra noche- le res­pondió Dédalo.
Y fue y le entregó el caballo al rey y éste como recompen­sa le dio mucho dinero y riquezas.
Cuando sus dos compañeros comprobaron que a Dédalo le había ido bien en su aventura, como continuaban tenién­dole inquina, fueron a ver al rey y le dijeron:
-Como el anillo que tiene en el dedo el hombre salvaje, no puede verse una cosa más hermosa sobre la corteza te­rrestre. Si Dédalo quisiera, podría cogerlo para ti.
Se le metió al rey entre ceja y ceja poseer aquel anillo y mando llamar a Dédalo. Le dio la orden de volver y apode­rarse del anillo.
Partió Dédalo y se acercó a la cueva del catallan. Allá por la medianoche, penetró a través del agujero por donde había sacado al caballo y encontró al hombre salvaje junto al fuego, dormido como un tronco. De un tirón, le arran­có el anillo del dedo y salió huyendo. Pero el catallan lo al­canzó por detrás cuando aún tenía el anillo en la mano. Viendo que no tenía salvación, Dédalo se metió el anillo en la boca y así el hombre salvaje no pudo encontrárselo, pero lleno de furia, le puso cadenas en manos y pies y lo colgó de un clavo. En cuanto despuntó la aurora, le dijo a su madre:
-Hoy voy a salir de caza, pero ten cuidado de asarme bien a ése al horno.
Poco rato después la vieja atizó el fuego del horno y lo puso bien al rojo. Después bajó a Dédalo e intentó una y otra vez meterlo en el horno, pero él se encogía y se retorcía para que no pudiera introducirlo por la boca.
-Escucha, vieja -le dijo Dédalo, yo ya estoy acabado. No padezcas tanto para meterme en el horno, es mejor que me sueltes y yo entraré por mi mismo.
Se dejó engañar la vieja, le soltó las cadenas y Dédalo, haciendo uso de su enorme fuerza, la agarró y la metió en el horno, cerrando después la boca. A continuación se marchó y, cuando ya estaba suficientemente lejos, llamó a gritos al catallan diciéndole:
-¡Puedes quedar con bien, pues te quemé a la vieja y el anillo te lo robé!
Se lanzó el hombre salvaje tras él. Corrió y corrió, llegó al borde del agua y no pudo continuar. Pero llamó a Dédalo y le dijo:
-¡Enhorabuena, Dédalo! ¿Vendrás también mañana?
-Si no mañana, cualquier otro día -le replicó Dédalo. Y fue a llevarle el anillo al rey.
Pero después volvieron también los dos amigos a verle y le dijeron:
-Si consigues ver en persona al hombre salvaje, nunca habrás presenciado cosa más extraordinaria sobre la tierra, pero deberás enviar a Dédalo para que lo traiga:
Se encaprichó entonces el rey de ver al catallan, mandó enseguida llamar a Dédalo y le dijo:
-No tienes salvación si no me traes aquí al hombre salva­e, para que también yo pueda verlo con mis propios ojos.
-¿Pero cómo voy a traer yo al hombre salvaje -le replicó Dédalo, si sólo con que me de un golpe con el dedo meñi­que me deja muerto?
-No hay más que hablar -le dijo tajante el rey; o haces lo que te digo o nuestras relaciones quedarán rotas.
-Está bien -acabó admitiendo Dédalo, pero necesito un carro sólido con una yunta de bueyes bien fuertes, una pala y unos clavos.
Todo lo que pidió le fue entregado. Montó en el carro y poco después atravesó las aguas que rodeaban las tierras del hombre salvaje; acto seguido comenzó a cortar un enorme roble...
Lo oyó enseguida el catallan y le advirtió a voces:
-¡Eh! ¿Quién es el que se atreve a cortar leña en mi bos­que?
-¡Acércate, acércate que te lo cuente!- le contestó Déda­lo.
-Se nos ha muerto Dédalo y he venido a cortar unas ta­blas para construir su ataúd.
-¡Ah, sean bienvenidas esas palabras! -dijo el catallan satis­fecho. 
-Mucha inquina le tenía pues no me hizo más que da­ño. Déjame a mí ese hacha, yo mismo te haré el ataúd.
-Pero, por favor- le dijo entonces Dédalo, -córtame unas tablas fuertes, que si resucita nos hace trizas a todos. Hazlo a la medida de tu cuerpo, pues no era ni más bajo ni más alto que tú.
Construyó el catallan el féretro, lo clavó y lo puso en el carro.
-¿Por qué no entras un momento dentro -le propuso luego Dédalo, para probar si ha quedado bien sólido?
Entró el gigante en el ataúd. Golpeó una vez y resistió; golpeó por segunda vez y continuó resistiendo; volvió a gol­pear una tercera y lo hizo pedazos.
-Era muy flojo -dijo, pero prepararemos otro más fuerte.
Derribó otro enorme roble y cortó unos tablones de dos palmos de grueso; los colocó unos con otros, los clavó bien y colocó el ataúd en el carro. Se subió, se tumbó dentro pa­ra probar si éste había resultado resistente y Dédalo, riéndo­se, le colocó la tapa y comenzó a clavarla. El catallan pugnaba desde dentro mientras el otro lo hacía desde fuera. Pero no había modo de desclavar la tapa y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba preso.
-¡Vamos, abre! ¿No ves que no puedo salir? -aulló el hombre salvaje, sin saber a quién se estaba dirigiendo en realidad.
-Pero si estás muy bien ahí -le dijo con burla.
-Has de saber que Dédalo no ha muerto, sino que soy yo mismo y pretendo llevarte a presencia del rey.
Azuzó a los bueyes, atravesó las aguas, llegó a presencia del rey y le dijo:
-Aquí tienes al hombre salvaje. Puedes perdonarlo si quieres, o mátalo si lo deseas.
El rey no podía creerlo, así que abrió un orificio en el ataúd, a la altura de la cabeza del gigante, y lo vio completa­mente envuelto en sangre. Ordenó después que lo sumer­gieran en agua, pero con solo unos días que lo mantuvieron así, las aguas se pudrieron tanto que no había quien sopor­tara el hedor. Dio entonces la orden de sacarlo y quemarlo en una hoguera junto con los dos amigos de Dédalo.
Y al propio Dédalo le dio alojamiento en su palacio y le entregó a su hija por esposa.

 110. anonimo (albania)


[1] En albanés, monstruo de un solo ojo que devora a las personas, cíclope. En ocasiones designa también a hombres de fuerza y vigor extraordina­rios.