Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 7 de julio de 2012

Periquillo y la tía cirila

344. Cuento popular castellano

Éste era un tonto de un pueblo. Se llamaba Periquillo. Un día compró un burro, y los vecinos del pueblo le preguntaban con mu­cha frecuencia:
-Periquillo, ¿cuánto te ha costado el burro?
-Siete duros y una hogaza de pan.
Se encontraba con otros endividuos del mismo pueblo, y le vol­vían a repetir:
-Periquillo, ¿cuánto te ha costado el burro?
-Siete duros y una hogaza de pan.
Tanto preguntar, tanto preguntar, ya le cansaban a Periquillo. Y una de las noches acudió el señor cura a la casa de un enfermo a darle los Santos Sacramentos; en ocasión que Periquillo se metió en la iglesia, y después de terminado el azto, al marcharse todos los vecinos pa su casa, quedó Periquillo dentro. Y a eso de la media-noche se sube a la torre y empieza a tocar las campanas. El pueblo, alarmado, creídos de que hubiera fuego en el pueblo, se preguntaban unos a otros:
-¿Adónde es? ¿Adónde es?
Y:
-¿Qué pasa?
-Pues, las campanas tocan solas, porque la iglesia está cerrada.
-¡A llamar al señor cura!
En ocasión que entra el señor cura en la iglesia, y cesan de to­car las campanas. Miran por todos los sitios y no ven nada. Todos los vecinos en unión del señor cura se vuelven a su casa, y a la hora se repite el toque de campanas.
-¿Qué pasará en el pueblo? -se decían los vecinas unos a otros.
Y el señor cura, alarmado, se subió al púlpito.
-Queridos feligreses, esto es una llamada del Señor para que todos seáis buenos, pa que vengáis a misa, pa que confeséis y echéis responsos y traigáis los bodigos (pedacitos de pan) que adeudáis a la Santa Madre Iglesia.
Y dirigiéndose al Señor, añadió el señor cura:
-Señor bendito, dinos lo que quieras. Aquí nos tienes a todos. Y se asomó Periquillo por el abujero donde suben la lámpara de la iglesia.
-No estáis todos, que falta la tía Cirila, que está mala en la cama.
Y el pueblo, alarmado, corren en busca de la tía Cirila y la traen sentada en una silla.
-Señor bendito, ya estamos aquí todos. Dinos lo que quieres de nosotros. Perdónanos si en algo te hemos ofendido, que todos seremos buenos.
Y se asoma Periquillo por el mismo abujero y les dice:
-Si queréis saber cuánto le ha costao a Periquillo el burro, siete duros y una hogaza de pan... pa que no me lo volváis a preguntar.
Entonces el señor cura, con grandes insultos, le decía: 
-Éste es el Dios que venia. Es el tonto Periquillo que nos en­tretenía.
Ése es el cuento de Periquillo y la tía Cirila.

Cuéllar, Segovia. Mariano, señor de unos 55 años. 22 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


Perico y la gorrina

337. Cuento popular castellano

Había en un pueblo un matrimonio que tenían un hijo. Y en el pueblo le tenían por tonto y le llamaban Perico el Tonto. Y se murió el padre. Y tenían una gorrina, y un día la madre le mandó a Perico a venderla a la feria.
Se marchó Perico a la feria. Y para llegar a ella tenía que pa­sar por un convento de frailes. Los frailes, de que le vieron venir, dijeron:
-Ahí viene Perico el Tonto con una gorrina. Vamos a hacer que nos la dé.
Se pusieron los frailes -eran tres- al lado del camino, uno aquí, otro más adelante y otro en medio. Y el último se puso el padre. Y luego, cuando llegó Perico, le dijo el primer fraile:
-¿Adónde vas por ahí, Perico?
-Pues, a vender esta gorrina a la feria.
Y le dijo el fraile:
-No es gorrina; es vaca.
Y contestó Perico que mejor, que más le valdría. Y luego llegó a otro fraile y le dijo lo mismo. Y llegó al tercer fraile y le dijo lo mismo: Por fin llegó al otro, que era el padre, y le dijo que adónde iba. Le dijo Perico que a vender la gorrina a la feria. Y le dice el padre:
-No, hombre, no es gorrina; es vaca. Y dice Perico:
-No, es que no tiene cuernos.
Entonces le dijo el padre que también había vacas mochas. Y le dijo que si se la quería vender. Y Perico dijo que si, que se la vendía. Y dijo el padre que se la tenía que vender en tres plazos, que al otro día fuera por el primero.
De que se la vendió, se fue a casa. Y su madre le preguntó que a quién había vendido la gorrina. La dijo que a los frailes, y dijo que no se la habían pagado todavía, que se la iban a pagar en tres plazos. Y entonces le dice la madre:
-Pero hombre, ¿por qué se la has vendido? Ahora no la po­dremos cobrar.
Y dice Perico:
-Pues, yo me arreglaré para cobrársela.
Al día siguiente se vistió de señorita y se fue por el convento de los frailes. Y de que la vieron, como a los frailes les gustaban mucho las señoritas, dijeron los frailes:
-Vamos a decir a esa señorita que se suba a dormir aquí.
Y cuando llegó allí, la dijeron que se subiera. Y ella decía que no, que se tenía que ir a un pueblo. Y ya la convencieron y subió. Y luego todos los frailes decían que querían dormir con ella. Y como decían todos que querían dormir con ella, dijo el padre que no, que él era el que dormiría con ella. Y luego dijo que le parecía mal que durmiera una mujer entre tantos hombres, y fue y ence­rró a todos los frailes en sus cuartos y dio las llaves a la señorita. Y luego la llevó a su cuarto, y fueron a acostar. Y se quitó Perico los vestidos y le dijo:
-¿Me conoces? Pues, soy Perico, que vengo a cobrar el primer plazo de la marrana.
Y le dio una paliza. Y para que le dejara, el padre le dijo que se cogiera el dinero que había en el cajón y se marchara. Y cogió más de lo que valía la gorrina, y luego fue y se lo dio a su madre. Y se puso ella muy contenta.
Al día siguiente se vistió de patatero y fue a vender patatas al convento. Y como los frailes no tenían romana, les dijo que fue­ran a pedírsela a un pueblo que había cerca. El padre mandó a uno, y todos querían ir. Y por fin fueron todos. Se quedó solo el padre con él. Y de que se fueron todos, le pegó otra paliza. Y le dijo el padre que se cogiera el dinero del cajón y se marchara. Y se marchó y dijo a su madre que ya venía del segundo plazo.
Y luego fue y se vistió de médico, y fue y pasó por el convento. Y el padre, como estaba malo de las palizas que le había pegado, estaba en la cama. Y los otros frailes le dijeron que subiera a ver al padre. Y subió y le estuvo tomando el pulso. Y como no sabía escribir, estuvo haciendo garabatos y los mandó a todos a llevar las recetas a la botica. Y entonces, de que se fueron todos, se quitó el abrigo y preguntó al padre si le conocía, que era Perico, que venía por el tercer plazo de la marrana.
Y le pegó otra paliza y le mató, cogió el dinero del cajón y se marchó. Y luego fue y se lo dio a su madre, y ella se puso más contenta que nunca.

Sepúlveda, Segovia. Ascensión de Antonio. 2 de abril, 1936. 13 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


Perico y el gigante

280. Cuento popular castellano

Había en un pueblo un matrimonio que tenían un hijo. Y en el pueblo le tenían por tonto, y le llamaban Perico el Tonto. Y se murió el padre. Y un día Perico la dijo a su madre que había oído decir que había en la sierra un gigante que mataba a todos los criados que tenía. Y dijo que iba a ir él, a ver si le mataban a él también.
Y fue y compró un queso blando y se le metió debajo de la chaqueta. Y cuando llegó allí, comenzó a hablar al gigante. Y le dijo el gigante que le iba a matar. Y entonces Perico sacó el que­so y le dejó caer. Y luego le cogió y le apretó en la mano, y se salían los cachos por entre los dedos.
Y el gigante creía que había cogido una piedra, y fue él y co­gió una piedra y la apretó, y no señalaba siquiera los dedos en la piedra. Luego decía el gigante entre sí que a éste no lo podría matar, que ése tenía más fuerza que él.
Y ya después se estuvieron hablando y se ajustó de ir de cria­do con él. Y lo primero que le mandó fue que cogiera un pellejo de vaca y fuera a la fuente por agua. Y Perico no podía con él casi vacío. Y fue y se puso a clavar estacas alrededor de la fuente. Y de que tardaba tanto, fue el gigante a buscarle, y dijo:
-¿Qué estás haciendo, hombre?
-Pues, si tengo que venir todos los días por agua -dice, me llevo la fuente a casa, y así no tengo que venir todos los días. Y le dijo el gigante:
-No, hombre, no, que dejas el pueblo sin agua.
Cogió el gigante el pellejo, le llenó de agua, se le cargó al hom­bro, y le llevó a casa. Y Perico detrás de él. Y luego le mandó el gigante:
-Ahora coge. una soga y vete a por un pino al monte.
Y cogió, llegó al monte, y comenzó a atar todos los pinos de
la punta con la soga. Y de que tardaba tanto, dijo el gigante:
-Voy a ver qué estará haciendo Perico, porque siempre está haciendo alguna diablura.
Y cogió y fue al monte. Y cuando llegó allí y le vio, le pre­guntó:
-Pero ¿qué estás haciendo?
Dice Perico:
-He pensado que por venir todos los días a por pinos, me llevo el pinar a casa y así no tengo que venir. Y dice el gigante:
-No, hombre, no. Con un pino tengo yo bastante ahora.
Y cogió el gigante y arrancó un pino, se le echó al hombro y vino a casa. Y Perico detrás de él. Y cuando llegó a casa, la dijo a su mujer que a ése no le podía matar, que tenía más fuerza que él.
-Como no sea esta noche -dice, que le clave una navaja cuando esté dormido.
Y Perico lo estaba oyendo. Y cogió e infló un pellejo y le me­tió en la cama. Y él se metió debajo de la cama. Y a medianoche el gigante cogió la navaja y se la fue a clavar. Llegó a la cama, dio una cortada al pellejo. El pellejo echó un poco de aire, hizo ¡fff!, y el gigante creyó que le había matado. Y dijo a la mujer que le había matado, que nada más había echado un poco de aire por la boca, que al día siguiente tenían que levantarse pronto y tirar la sangre para que no la viera nadie.
Ya al día siguiente se levantó Perico antes que ellos. Y los dio los buenos días. Entonces le dijo la mujer del gigante al gigante que cómo decía que le había matado, si se había levantado antes que ellos. Dijo el gigante que sí que le había matado, y dice la mujer:
-No le puedes haber matado si está aquí.
-Pues, deja -dice, que hoy vamos a probar las fuerzas.
Y cogió el gigante una barra que no la podían mover cien hombres. La cogió y la tiró veinte metros. Y le mandó a Perico que fuera por ella; pero dijo Perico:
-Ande, que yo no voy. El que la haya tirado que vaya por ella.
Y luego fue el gigante y se la trajo. Y dijo Perico que si cogía la barra, que iba a ir por Rusia, Alemania y Francia, y que iba a pegar a la madre del gigante en la panza. Y ya le cogió la barra el gigante y la escondió para que no la cogiese Perico. Y luego fue a casa y dijo a la mujer que Perico tenía mucha más fuerza que él, que no le podía matar. Y le dice la mujer:
-Pues, anda, mándale que vaya con los gorrinos al campo.
Y fue y se los llevó. Y pasó por allí uno que iba a la feria a comprar gorrinos. Y dice Perico al que iba a comprar gorrinos:
-¿Dónde vas por ahí?
Le contestó que a comprar gorrinos a la feria. Y le dijo Perico que él le vendía los que tenía; que se los vendía, pero que le te­nía que dejar todos los rabos. El otro aceptó, se los vendió, y los rabos los enterró en un barranco. Y fue a casa y le dijo al gigante que los gorrinos se le habían metido en un barranco, y que tiraba y sólo salían los rabos. 
Y dice el gigante:
-Bueno. Pues, voy a ir yo a ver si los saco.
Y fue el gigante y tiraba y no salían más que los rabos. Y le mandó a casa y le dijo:
-Di al ama que te dé una pala y un. azadón.
Y fue y la pidió una sarta de chorizos y cincuenta pesetas. Y luego Perico se echó a correr a casa. Y de que tardaba tanto, el gigante volvió a casa y preguntó a su mujer que si dónde estaba Perico.
-Pues, aquí ha venido -dice. Me ha pedido cincuenta pe­setas y una sarta de chorizos.
Y entonces el gigante echó a correr detrás de Perico a ver si lo alcanzaba. Y Perico, cuando iba a llegar al pueblo, se encontró a una mujer que iba a tirar el vientre de una oveja, y la dijo que si la iba a tirar, que él se le compraba. Y la dio dos reales por él. Y se le metió entre la chaqueta. E iba un hombre corriendo con un caballo y le dijo Perico que le dijera al gigante que si le quería alcanzar, que se diera una cortada en el pecho y otra en el vien­tre, y que así corría más para cogerle. Y Perico entonces se dio la cortada y cayó el vientre de la oveja.
Y echó a correr. Y entonces el del caballo se encontró al gi­gante. Y le dijo que le había dicho Perico que si le quería coger.
-Pues, si tengo que venir todos los días por agua -dice, me llevo la fuente a casa, y así no tengo que venir todos los días. Y le dijo el gigante:
-No, hombre, no, que dejas el pueblo sin agua.
Cogió el gigante el pellejo, le llenó de agua, se le cargó al hom­bro, y le llevó a casa. Y Perico detrás de él. Y luego le mandó el gigante:
-Ahora coge una soga y vete a por un pino al monte.
Y cogió, llegó al monte, y comenzó a atar todos los pinos de la punta con la soga. Y de que tardaba tanto, dijo el gigante:
-Voy a ver qué estará haciendo Perico, porque siempre está haciendo alguna diablura.
Y cogió y fue al monte. Y cuando llegó allí y le vio, le pre­guntó:
-Pero ¿qué estás haciendo?
Dice Perico:
-He pensado que por venir todos los días a por pinos, me llevo el pinar a casa y así no tengo que venir. Y dice el gigante:
-No, hombre, no. Con un pino tengo yo bastante ahora.
Y cogió el gigante y arrancó un pino, se le echó al hombro y vino a casa. Y Perico detrás de él. Y cuando llegó a casa, la dijo a su mujer que a ése no le podía matar, que tenía más fuerza que él.
-Como no sea esta noche -dice, que le clave una navaja cuando esté dormido.
Y Perico lo estaba oyendo. Y cogió e infló un pellejo y le me­tió en la cama. Y él se metió debajo de la cama. Y a medianoche el gigante cogió la navaja y se la fue a clavar. Llegó a la cama, dio una cortada al pellejo. El pellejo echó un poco de aire, hizo ¡fff!, y el gigante creyó que le había matado. Y dijo a la mujer que le había matado, que nada más había echado un poco de aire por la boca, que al día siguiente tenían que levantarse pronto y tirar la sangre para que no la viera nadie.
Ya al día siguiente se levantó Perico antes que ellos. Y los dio los buenos días. Entonces le dijo la mujer del gigante al gigante que cómo decía que le había matado, si se había levantado antes que ellos. Dijo el gigante que si que le había matado, y dice la mujer:
-No le puedes haber matado si está aquí.
-Pues, deja -dice, que hoy vamos aa probar las fuerzas.
Y cogió el gigante una barra que no la podían mover cien hombres. La cogió y la tiró veinte metros. Y le mandó a Perico que fuera por ella; pero dijo Perico:
-Ande, que yo no voy. El que la haya tirado que vaya por ella.
Y luego fue el gigante y se la trajo. Y dijo Perico que si cogía la barra, que iba a ir por Rusia, Alemania y Francia, y que iba a pegar a la madre del gigante en la panza. Y ya le cogió la barra el gigante y la escondió para que no la cogiese Perico. Y luego fue a casa y dijo a la mujer que Perico tenía mucha más fuerza que él, que no le podía matar. Y le dice la mujer:
-Pues, anda, mándale que vaya con los gorrinos al campo.
Y fue y se los llevó. Y pasó por allí uno que iba a la feria a comprar gorrinos. Y dice Perico al que iba a comprar gorrinos:
-¿Dónde vas por ahí?
Le contestó que a comprar gorrinos a la feria. Y le dijo Perico que él le vendía los que tenía; que se los vendía, pero que le te­nía que dejar todos los rabos. El otro aceptó, se los vendió, y los rabos los enterró en un barranco. Y fue a casa y le dijo al gigante que los gorrinos se le habían metido en un barranco, y que tiraba y sólo salían los rabos. Y dice el gigante:
-Bueno. Pues, voy a ir yo a ver si los saco.
Y fue el gigante y tiraba y no salían más que los rabos. Y le mandó a casa y le dijo:
-Di al ama que te dé una pala y un, azadón.
Y fue y la pidió una sarta de chorizos y cincuenta pesetas. Y luego Perico se echó a correr a casa. Y de que tardaba tanto, el gigante volvió a casa y preguntó a su mujer que si dónde estaba Perico.
-Pues, aquí ha venido -dice. Me ha pedido cincuenta pe­setas y una sarta de chorizos.
Y entonces el gigante echó a correr detrás de Perico a ver si lo alcanzaba. Y Perico, cuando iba a llegar al pueblo, se encontró a una mujer que iba a tirar el vientre de una oveja, y la dijo que si la iba a tirar, que él se le compraba. Y la dio dos reales por él. Y se le metió entre la chaqueta. E iba un hombre corriendo con un caballo y le dijo Perico que le dijera al gigante que si le quería alcanzar, que se diera una cortada en el pecho y otra en el vien­tre, y que así corría más para cogerle. Y Perico entonces se dio la cortada y cayó el vientre de la oveja.
Y echó a correr. Y entonces el del caballo se encontró al gi­gante. Y le dijo que le había dicho Perico que si le quería coger, que se diera una cortada en el pecho y otra en el vientre, y así le alcanzaba. Y el gigante se dio la cortada y se mató. Y Perico llegó a su casa y él y su madre vivieron muy felices.

Sepúlveda, Segovia. Ascensión de Antonio. 2 de abril, 1936. 13 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

Para ti el mochuelo...

349. Cuento popular castellano

Un padre y un hijo fueron de caza y cazaron un mochuelo y una perdiz. Al terminar de cazar, dijo el padre:
-¡A partir la caza, hijo! Pues, mira, hoy no hemos cazado más que esto. Mira: para ti el mochuelo y para mí la perdiz.
Van al otro día y cogen lo mismo, un mochuelo y una perdiz. Y al partir la caza, dice el padre:
-Supuesto que hemos cogido lo mismo que ayer, pues hoy, para mí la perdiz y para ti el mochuelo. Y dice el hijo:
-Padre, ¡qué siempre me toca a mí la de la cabeza gorda!

Nava de la Asunción, Segovia. Pedro García de Diego.
15 de abril, 1936. Posadero, 75 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

Papalaguinda

En León hay un jardinillo, adornado de dalias, rosas, azucenas y claveles, desde el que se ven correr las aguas del Bernesga, llamado «Papala­guinda», aunque en él no hay papas ni guindas, ni cosa que se le parezca; la historia de este nombre, dado al antiguo Jardín del Calvario, es la siguiente:
Había una vez un Rey que tenía un hijo, con el cual vivía en León, la antigua corte de nuestros soberanos. Gustaba el Rey de pasear con su niño de diez años, juguetón, travieso y goloso, que lo mismo saltaba sobre los ricos muebles del palacio real, que se encaramaba a los armarios del come­dor, donde guardaba la señora Reina las almibara­das confituras, hechas en el convento de Carvajal de la Legua por su señora hermana, doña Leonor, monja de notable ingenio, tan hábil para recitar en el coro de memoria los latines del Salterio, como para poner en su punto una perolada de natillas, o bordar sobre tisú flores de oro.
Sucedió que viendo el señor Rey que aquel niño atrevido y revoltoso, a nadie respetaba como no fuera su padre, determinó llevarlo con él todas las tardes de paseo para que, por lo menos durante dos horas, hubiese paz en la real vivienda y pudiera la buena madre descansar de los trabajos que por la mañana le daba el muchacho, y rezar el santo Rosario tranquila, rodeada de sus piadosas dueñas y recogidas damas.
Una tarde del mes de junio, poco después que el campanil de las monjas recoletas hubiese tocado a «Maitines», cogió el buen rey de la mano al prínci­pe y, después de despedirse de la Reina, que hilan­do estaba en su camarín un copo de lana, bajó las anchas escaleras del palacio y se dirigió con el niño al campo. Antes de llegar a las murallas, que cerca­ban las aguas de León, pasaron al lado de una mujer que, en grandes cestos de sucios mimbres, vendía guindas, «prucos» y otras frutas propias de la estación. Ver el niño aquello y pedir a su padre que le comprase, siquiera un cuarterón, fue todo cosa de un momento; acercóse el buen Rey a la fru­tera, y después de preguntar el precio de las mer­cancías y convencerse de que las guindas era lo más barato, porque «cundían más», mandó pesar tres cuarterones de aquéllas. Los pagó religiosa­mente y los guardó en los hondos bolsillos de su gabán.
Como el muchacho ya había merendado antes de salir de casa, no le pareció prudente al Rey darle después más de media docena de guindas, para que se fuese entreteniendo. por el camino; las demás las guardarían para mejor ocasión. En seguida traspu­sieron la puerta de la ciudad, y salieron a despobla­do.
-Mira, hijo mío -decía el Rey, las frutas son perjudiciales para la salud; no quiero, por lo tanto, que comas muchas guindas; conténtate con las que te he dado.
-Señor -contestó el goloso, contentaréme con las que me das de buen grado, pero, como ya he concluido con las pocas que me diste, ruégote que, una a una, me des las que tu merced fuera servido de darme; y para que no puedan dañarme a la salud, haz que de una aotra pase largo rato; así, además, durarán más tiempo.
-Bien, hijo mío, así haré como dices; pero ya no debes comer ninguna hasta que lleguemos a aquella explanada que allí se ve, cercana al convento del Señor San Claudio. ¿Prometes no pedirme nada ni importunarme hasta allí?
-Sí, prometo.
-Bueno; así cumplirás.
Y siguieron andando, andando, andando. Los labradores que venían de sus faenas, alegremente, departiendo unos con otros, o cantando las coplas de la Virgen María, o los milagros de Santo Do­mingo, saludaban cortésmente a Su Majestad leo­nesa. Más adelante encontraron a un cura, a quien el Rey besó respetuosamente la mano, siendo imita­do por el niño. Se puso el sacerdote al lado del monarca y juntos continuaron su paseo.
Hablando iban el Rey y el sacerdote de la guerra con los moros, y de que el tiempo iba a cambiar, porque «soplaba de abajo», y las gallinas se revol­caban en el suelo, cuando el primero sintió que le tiraban fuertemente del gabán; volvió la cabeza y oyó que el niño, que no había quitado ojo a las cer­cas de San Claudio, le decía:
-Papá, la guinda.
Satisfecho el Monarca, diole lo prometido y, ade­más, un beso, diciendo:
-Bien está, hijo mío, te has portado como un hombre formal. Bien creí que no ibas a dejarme dar dos pasos sin tirarme del gabán y romperlo, lo cual hubiera sentido mucho, porque traigo el nuevo, el de los días de fiesta.
-En efecto -dijo el cura, que es de una gran clase y de un color «muy señor...».
-Pues bien -siguió el Monarca, puesto que ha sido la primera vez en tu vida que has obrado con formalidad, quiero que, desde hoy, quede memoria de ello, y que para siempre se llame este sitio «Pa­palaguinda».
Con gran satisfacción del Rey y del sacerdote siguieron el paseo hablando del caso estupendo y laudable, hasta que llegaron al convento de San Claudio, a cien varas de allí. Recibióles la comuni­dad con el mayor respeto; diéronle al niño ros­quillas y nueces, contó el Rey lo ocurrido y el abad se lo transmitió a todos los monjes benedictinos para que, por todo el mundo, se llamase «Papala­guinda» lo que antes había sido «Calvario».
Cuando las campanas tocaron la oración y los religiosos de San Claudio hubieron rezado el «An­gelus Domini», acompañados del Rey y del sacer­dote, mientras que el niño tiraba del rabo a un gato, se despidieron estos últimos de aquellos varones pacíficos y se volvieron a la ciudad.

058. Anonimo (Castilla y leon)

¡No mojo, no!

403. Cuento popular castellano

Un pastor se arregostó a beberse el aceite de la lámpara de un santo en una ermita. El sacristán, a cierto tiempo, notó se gas­taba mucho aceite y dijo:
-Alguno se ha arregostado a beberse el aceite; pero, en fin, voy a volver a llenar la lámpara a ver lo que pasa esta noche.
Efectivamente, por la mañana no había ni una gota. Y volvió a llenar la lámpara y se escondió tras el santo con un garrote en la mano. A cierta hora de la noche entró el pastor en la ermita, y empezó a tomar el aceite. Estando él bebiendo el aceite, sale el sacristán y le da una fuerte paliza.
Al día siguiente pasó el pastor por la ermita. Se asomó rápida­mente y le dice al santo:
-¡Qué miras, ojos de can rabioso? ¿Piensas que mojo? ¡No mojo, no!

Matabuena, Segovia. Benito Gil. 29 de marzo, 1936. 40 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

¡No me le arriméis por el castaño!

293. Cuento popular castellano

Éste era un matrimonio. Y vivían muy mal y tenían muy poco que comer. Y un día va el marido, cansado y desesperado, y dice a la mujer:
-Mira, esta noche me tienes que hacer tres buevos de cena. Dice ella:
-¡Ay, no, no! Yo no te hago tres buevos de cena, que es muy caro.
Y el marido la decía que sí, que se los tenía que hacer. Y ella decía que no. Y se enfadó tanto el marido que la pegó una zurra. Y ella decía que aunque la pegara tres, que no se los hacía. Y en­tonces dice él:
-Pues ahora me muero.
Y se hizo el muerto. Y ella, pues, creyó que estaba muerto. Llamó a toda la gente y fueron a consolarla. Y fue el cura. Y por la tarde sacaron el cuerpo del fingido difunto para darle sepultura. Y cuando le llevaban en la cajaa al cementerio, pasaron por un cas­taño. Y se puso de pie el marido, se agarró a las ramas y se quedó subido en el castaño.
La gente del entierro se echó a correr. Y cuando estaba sola la mujer, se la presentó el marido. .Y fue el marido y la dio otra zurra. Y la dijo:
-Ahora tienes que hacerme los tres buevos.
Y fue ella y se los tuvo que hacer.
Y ya, desde aquel día, todos los días la pegaba. Y ya se murió el marido de verdaz. Y ya llegó el cura y todo y sacaron la caja para llevarle al cementerio. Y al pasar por el castaño, gritó la mu­jer a los que llevaban la caja:
-¡No me le arriméis por el castaño, no sucede lo que antaño!

Medina del Campo, Valladolid. Julia, señora de unos 55 años. 9 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)



¡No le arriméis al castaño!

292. Cuento popular castellano

Una mujer decía que quería mucho a su marido. Y el hombre, para ver si era verdaz, se hizo el muerto.
Le llevaban en la caja entre cuatro hombres, y la mujer se que­dó llorando.
Pero al pasar por un castaño, el hombre se puso de pies en la caja, y se agarró a las ramas y se quedó colgao. Toda la comitiva asustada, se llevaron al supuesto difunto a casa.
Muere luego de verdaz, y la mujer, llorando, decía:
-¡No le arriméis al castaño, no pase lo que antaño!

Nava de la Asunción, Segovia. Pedro García de Diego. 17 de abril, 1936. Posadero, 75 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

Ninguno


268. Cuento popular castellano

Entre dos chicos, ganaron tres perras, y Ninguno ganó dos.

Uno de los chicos se llamaba Ninguno.

Mota del Marqués, Valladolid. Tomasa Revuelta. 30 de abril, 1936. 12 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


Nicolasin y nicolason

327. Cuento popular castellano

Eran dos hermanos y el uno se llamaba Nicolasín y el otro Nico­lasón. Nicolasín era muy pobre y Nicolasón era muy rico, pero muy avaro. Nicolasín tenía nada más una mula y tenía que pedir otra a su hermano para arar las tierras. Se la dejaba Nicolasón los domingos por la mañana mientras él iba a misa. Y Nicolasín, cuando estaba arando, decía:
-¡Arre, arre, mulitas mías!
Nicolasón lo oía desde la iglesia, y como una de las mulas era suya, no quería que su hermano las llamara suyas a las dos.
Un día salió Nicolasón muy furioso de la iglesia y le dijo a su hermano:
-Mira, Nicolasín, si vuelves a decir, «¡Arre, arre, mulitas mías! », te mato tu mula, porque ya sabes que la una es mía. Y Nicolasín le dijo:
-Bueno, hombre; no lo diré
Pero al domingo siguiente volvió Nicolasín a arar, y sin darse cuenta de lo que su hermano le había dicho, dijo a las mulas:
-¡Arre, arre, mulitas mías!
Entonces salió Nicolasón de la iglesia muy furioso y le mató la mula a Nicolasín. Nicolasín, muy afligido, porque no tenía ya mula para arar, dijo:
-Venderé el pellejo y con lo que me valga podré comer unos días.
Desolló la mula, metió el pellejo en un saco y se fue a venderle. Llegó a una posada y dice:
-Hacen el favor de darme posada, que soy un pobre. Y salió la posadera y le dijo:
-No está mi marido, pero pase usted.
Y le puso en una habitación orilla de la cocina, que por una rendrija veía Nicolasín todo lo que en ella pasaba. Y por la noche vio que estaba la posadera con el sacristán preparando una buena cena, friyendo conejos, y que tenían unas botellas de vino.
En esto llegó el marido de la posadera y los dos, asustaos, me­tieron la sartén con los conejos en el horno y las botellas las es­condieron detrás de unos sacos. El sacristán se metió debajo de la cama para que no le vieran. Entonces la posadera salió a recibir a su marido y le dijo:
-Pero, hombre, ¿cómo vienes a esta hora? No te esperaba esta noche.
Y él la dijo:
-Es que he hecho pronto los encargos. Y entonces ella le dice:
-Mira; esta noche no te puedo hacer la cena. Estoy muy ma­reada y me voy a acostar.
-Bueno; yo la haré -la dijo él-. Así la hago a mi gusto. Cuando se quedó solo el posadero en la cocina, Nicolasín, desde
su cuarto, empezó a decir:
-¡Ay, qué hambre tengo! ¡Ay, qué hambre tengo!
-Parece que suena gente -dijo el posadero.
Y entonces Nicolasín le dijo, desde su cuarto:
-¡Soy yo, que estoy aquí en este cuarto, que no he cenado y tengo mucha hambre!
Y el posadero entonces le dijo:
-Sal, hombre, sal; cenarás conmigo.
Salió Nicolasín y, estando haciendo la cena el posadero, éste le preguntó:
-¿Qué traes por ahí, hombre?
Y Nicolasín le dijo:
-Pues, mire usted: un adivino. Voy recorriendo el mundo para ganar que comer.
-Y ¿qué? ¿Adivina todo? -le preguntó el posadero.
-Sí, señor; adivina todo -contestó Nicolasín; pero no adi­vina más que tres cosas al día.
-A ver, a ver -dice el posadero. Pruébale a ver; si es bueno, te le compro.
-Ya verá usted -dice Nicolasín.
Cogió el saco en alto y le dejó caer al suelo. Hizo ¡plon! y le dice el posadero:
-¿Qué ha dicho?
-Pues mire usted; dice que en el horno hay una sartén con unos conejos.
Fueron al horno y efectivamente allí estaba la sartén. Entonces le dice el posadero:
-A ver, a ver, ¿cuál es lo segundo que adivina?
Nicolasín vuelve a tirar el saco y suena otra vez, ¡plon!
-¡Uy! ¿Qué ha dicho ahora? -dice el posadero.
-Dice que detrás de esos sacos hay unas botellas de vino. Fueron a los sacos y allí estaban las botellas.
-Pues ¿sabes que sí adivina? -dice el posadero. A ver, a ver, que tengo ganas de saber cuál es lo tercero que adivina.
Nicolasín vuelve a tirar el saco y suena igual, ¡plon!
-¿Qué ha dicho ahora? -dice el posadero.
-Dice que debajo de la cama está el sacristán escondido. Fueron a ver y, efectivamente, allí estaba el sacristán con más miedo que vergüenza. Entonces el posadero le dijo a Nicolasín que le daba media fanega de monedas de oro por el adivino, y Nicolasín hizo el trato, volviendo a su casa muy contento.
Se encontró con su hermano y le dijo Nicolasín:
-¡Anda, que tú sí que me has matao la mula, pero mira lo que he sacao del pellejo!
Y dice entonces Nicolasón:
-Pero, hombre, ¿cómo te has arreglao?
-Pues mira -dice Nicolasín-, porque he ido a un pueblo donde los pagan mucho, los pellejos de mula. Me han dao media fanega de monedas de oro por el pellejo de mi mula.
-Pues mañana mato yo la mía -dice Nicolasón. Como es más grande que la tuya, me valdrá más.
Así lo hizo. Al día siguiente mató su mula, metió el pellejo en un saco y se fue a venderle. Pero cuando llegó al pueblo que su hermano le había dicho y empezó a dar voces que quién le daba media fanega de oro por el pellejo de su mula, los vecinos, cre­yendo que estaba loco, le dieron una paliza y se tuvo que ir con ella a casa. Entonces Nicolasón, cuando vio a su hermano, le dijo muy furioso:
-Tú me has engañao con el pellejo de la mula; pero esta no­che, cuando estés dormido, voy a ir a matarte.
Nicolasín, como ya le había avisado, metió en su cama a su suegra. Llegó Nicolasón a medianoche muy furioso, y, viendo un bulto en la cama, le clavó el cuchillo, sin darse cuenta que era a la suegra de Nicolasín a la que mataba.
Se levantó Nicolasín muy temprano, fue a la cama de su suegra y, viendo que estaba muerta, la cargó en un carro y se la llevó al pueblo vecino. Llegó a una taberna y pidió al posadero una copa de vino y le dijo:
-Haga usted el favor de sacar otra a mi mujer, que va allí en el carro.
El tabernero sacó la copa de vino y empezó a dar voces a la suegra de Nicolasín:
-¡Buena mujer, buena mujer, tome usted esta copa de vino! Pero viendo que no le respondía, le tiró el vaso y todo a la ca­
beza. Entró el tabernero en la taberna y Nicolasín le dijo:
-¿Qué? ¿Ha bebido la copa de vino mi mujer?
-¡Qué va! -dice el tabernero. ¡Si va más dormida que un cesto! Se la he tirao a la cabeza.
Entonces salió Nicolasín y empezó a dar gritos:
-¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Qué va a ser de mí, que ha matao este bruto a mi mujer? ¡Ahora mismo voy a dar parte a la justicia, que te metan preso!
Entonces el tabernero, todo asustao, le dijo:
-No se lo digas, hombre; no se lo digas. Te daré una fanega de oro, si dices que se ha muerto.
Nicolasín aceptó el trato, enterraron a su suegra, y él se volvió a casa con los cuartos.
Fue a casa de su hermano, y Nicolasón, al verle, se quedó todo asustao y le dijo:
-Pero, ¿no te he matao esta noche? O¿es que vienes del pur­gatorio?
-No, hombre, no -dice Nicolasín. Si a la que has matao, ha sido a mi suegra, que la he ido a vender y me ha valido una fanega de oro.
-¡Andá! Y ¿cómo has dicho? -le pregunta Nicolasón.
-Pues he andao diciendo que quién compraba carne de mi suegra.
-¡Ah! Pues mañana mato yo a la mía -dice Nicolasón.
Efectivamente, al día siguiente Nicolasón mató a su suegra, la cargó en un carro y se fue a venderla por los pueblos. Los vecinos, al oírle gritar, «¿Quién compra carne de mi suegra?», preparan unos vergajos y le dieron una monumental paliza.
Entonces llegó a su pueblo todo colérico, se fue en busca de Nicolasín y le dijo:
-Otra vez te has burlado de mí, pero de ésta no te escapas. Te voy a meter en un saco y te voy a llevar a la orilla del río, y esta noche, cuando todos duerman, te echaré al agua para que te ahogues y no me des más guerra.
El pobre Nicolasín se dejó meter en el saco como un bendito; pero apenas estuvo solo se apareció por allí un pastor con un re­baño de ovejas y Nicolasín, desde el saco, empezó a gritar:
-¡Ay, Dios mío, qué suerte más perra tengo! ¡Me quieren ca­sar con la hija del rey y yo no la quiero! ¡Me van a dar mucho dinero, sí; pero yo mejor quería a mi Petra del alma, que no a esa señoritona!
Y entonces el pastor se acercó al saco, y empezó a preguntarle a Nicolasín que qué le pasaba y que quién le había metido en el saco. Y Nicolasín le dijo que le habían metido en el saco los vasa­llos del rey para que no se escapara; que se había enamorao de él la hija del rey y que querían casarle con ella; pero que él tenía otra novia en el pueblo y que la quería mucho, y que aunque era pobre, que no la cambiaba por la hija del rey.
-Si tú quieres ponerte en mi puesto -le dijo al pastor, aunque llevas la mejor parte, te le cedo.
Al pastor le pareció de perlas verse hecho rey y se metió en el saco y Nicolasín se fue con sus ovejas muy contento.
A medianoche llegó Nicolasón muy furioso y dice:
-Ahora me las vas a pagar todas juntas. Te voy a ahogar.
Cogió el saco y le tiró de golpe en el río con una piedra para que no se escapara. Después se fue a su casa tan satisfecho, por­que había acabao con su hermano.
A la mañana siguiente salió a arar y vio venir a un pastor con un gran rebaño de ovejas. Cuando reconoció a su hermano, se quedó como petrificao.
-Pero tú eres el demonio -le dice. ¿No te tiré ayer a ahogar con una piedra muy grande?
Y Nicolasín le dice:
-Sí; es verdad. Pero chico, en el fondo del río tú no sabes lo que hay. Está la isla de Jauja. Hay muchísimas cosas que no tie­nen dueño; hay camellos cargados de oro; hay brillantes y perlas; hay muchos rebaños de ovejas; y cada uno escoge lo que quiere. Yo cogí este rebaño de ovejas y ya ves, ya soy rico.
Entonces Nicolasón, como era tan avaro, dijo:
-¡Ah, pues esta noche me tiro yo y voy a coger todo lo que haya para mí.
Así lo hizo. Se metió en un saco, ató una piedra muy grande a una pierna; y se tiró al río y se ahogó. Y este cuento se acabó.

Pedraza, Segovia. María Pascual. 25 de marzo, 1936. 28 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)