Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 1 de julio de 2012

Los maridos animales y el castillo encantado

65. Cuento popular castellano

Este era un padre que tenía tres hijas y un hijo. El hijo cayó por soldado y se fue al servicio. El padre era muy pobre y todos los días iba al monte a por cargas de leña para venderlas.
Un día se marchó al monte con un burro que tenía, y estaba recogiendo leña cuando salió un caballero y le dijo:
-Oiga usted. Me da usted la hija mayor que tiene usted, y le doy el burro cargado de oro.
-Bueno..., si ella quiere -contestó el padre. Al llegar a casa se lo diré.
Conque fue a casa muy contento y la contó a su hija mayor lo que había pasado.
-Mira, hija: ha salido un caballero a mí cuando he ido a por la leña. Me ha dicho que si te doy a ti al caballero, que me da el burro cargado de oro. Y yo le he dicho que si tú quieres, que bueno...
Y ya dijo la chica que sí... Diría siquiera porque tuvieran pan que comer.
Al otro día el padre volvió al monte a dar la contestación a aquel caballero -que había dicho su hija que bueno. Vino el caballero por ella y, después de entregar el oro al padre, se la llevó.
La avaricia rompe el saco, ¿sabe usted? Al otro día el padre volvió al monte a por otra carga de leña. Y salió otro caballero y le dijo:
-Si usted me diera la hija mediana que tiene usted, le daría a usted el burro cargado de plata.
Y el padre le dijo:
-Bueno..., si ella quiere. Al llegar a casa se lo diré.
Conque se lo dijo a la chica al llegar a casa. Y dijo ella:
-¡Bueno, bueno, padre!... Siquiera pa que tengan ustedes pan que comer.
Al otro día el padre va a dar la contestación al caballero. Le entrega al padre el burro cargado de plata, viene por la hija y se la lleva.
Luego, otro día, vuelve el padre a por otra carga de leña, y salió otro caballero:
-Si me diera usted la hija más pequeña, le daría a usted el burro cargado de cuartos.
Y le dio la misma contestación, que si ella quería, que bueno.
Fue el padre a casa y se dijo a la chica. La chica dijo que sí. Y al otro día el caballero le entregó al padre el burro cargado de cuartos y se llevó a la chica.
El chico cumplió el servicio y vino en casa de sus padres. Los encontró inmensamente ricos, aunque él los había dejado en pro­beza. Y los preguntó que dónde estaban sus hermanas. Y le di­jeron que habían venido tres caballeros a por ellas, y que se las habían llevado. Y que no sabían dónde estaban ni dónde paraban.
El chico empezó a decir a sus padres que cómo que no sabían dónde paraban sus hermanas, que con qué objeto que las habían entregado a esos caballeros sin saber qué personas eran. Enton­ces el padre le dijo:
-Mira... Por la hija mayor nos ha dado un burro cargado de oro, por la hija mediá otro cargado de plata, y por la más peque­ña, otro cargao de calderillas. Así ya puedes ver si estamos como cuando te fuistes.
-Pues yo me voy en busca de mis hermanas.
Claro, su padre no quería, pues le decía que no sabía ánde es­taban. Ya él dijo que nada, que iba en busca de ellas. Y claro, cogió mucho dinero y se fue.
Y ya había andado mucho terreno y llegó a un barranco (va­llejo) y vio que estaban tres pastores pegándosen muy malamente. Y les dijo:
-Pero chiquitos, ¿por qué sus pegáis de esa manera?
Los chicos le dijeron que porque se habían encontrado tres cosas: una servilleta, unas alpargatas y un sombrero.
-Bueno, ¿pero qué contienen esas tres cosas para pegarsus?
-Pues, mire usted -le dijo uno-. La servilleta tiene esta virtud, que la tiende usted en el suelo y la dice usted: «Servilleta, compónte», y se compone de todos los manjares mejores que hay. Y el sombrero tiene otra virtud, que se le pone usted, y no le ve nadie. Las alpargatas tienen la virtud que se las pone usted y las dice usted: «Alpargatas mías, poníme...» donde usted las mande, y le ponen a usted.
-¡Vaya, pues, eso pronto sus lo arreglo yo! Vais a echar a correr a aquel alto. Y el que antes llegue, para aquél es una cosa, que se echará suerte pa ver lo que le toca.
Así que los vio un poco retirados de él, se puso las alpargatas y las dijo:
-¡Alpargatas mías, poníme adonde esté mi hermana la mayor!
Y ya se pusieron en camino y anduvo mucho. Ya se paraban orilla de un peñasco. Y el hombre no sabía adónde dirigirse ni dónde llamar. Él llevaba un báculo en la mano. Implorando la divina providencia dio un golpe con el báculo que llevaba. Allí le respondió una voz mu profunda, que dijo:
-¿Quién?
Y él la contestó:
-Servidor.
Y salió su hermana. De que se vieron, se saludaron, se abraza­ron como hermanos y ella le preguntó:
-¿Qué objeto traes por aquí?
-En busca tuya... ¿No me darás razón de las otras hermanas nuestras?
-Se fueron con un hombre, como yo me he venido con otro. El que me trajo a mí le dio a mi padre el burro cargado de oro. Y por la hermana enmediera le dio el burro cargado de plata. Y por la más pequeña el burro cargado de calderilla. Ya me supon­go que habrás visto a padre y madre inmensamente ricos, y me creo ellos te lo habrán dicho. Pero, ¡mira, hermano!... Aquí no puedes estar más que hasta cuando venga mi marido.
-Pues, ¿por qué? -la preguntó su hermano.
-Porque si viene, te come.
-Pues, ¿qué es tu marido? -preguntó el hermano.
-El Rey de los Carneros, y te come...
-No te apures, que a mí no me hará nada, porque tengo un sombrero que me le pongo y no me ve. Y la hermana le contestó:
-Pero te huele, y si no te presento a él, me mata y me come. Llegó su marido:
-Mujer, a carne Yiumana me huele. ¡Si no me lo das, te mato!
-Hombre, que es un probecito hermano mío, que viene en
busca nuestra con deseos grandes de vernos.
-Pues, ¡que salga, que no le haré nada! Salió y se saludaron, y le dijo:
-Cuñao, en mala ocasión vienes. Dinero no hay. Pero toma una vedija de mi cabeza, y cuando te se ofrezga, dices: «¡El Rey de los Carneros, favorecíme! »
Se salió de allí en busca de la mediera. Y dijo a las alpargatas que le pusieran ande estaba la hermana enmediera. Y ya había andado mucho..., mucho..., cuando se pararon las alpargatas orilla de otro peñasco como el anterior. Y allí ya, como sabía que antes no había hecho más que dar un palo, hizo lo mismo, y le contestó una voz mu profunda:
-¿Quién?
Y él la contestó:
-Servidor.
Y salió su hermana, como ya había salido la otra antes. De que se abrazaron como hermanos, le dijo lo mismo que la otra, que qué objeto traía por allí.
-En busca vuestra -contestó.
-Pero, ¡mira, hermano!... -le dijo-. Tienes que marchar antes que venga mi marido, porque si viene y te encuentra aquí, te matará y te comerá.
-Pues, ¿qué es tu marido? -preguntó el hermano.
-Pues, el Rey de las Águilas -contestó la hermana.
-¡Anda! Así me decía también la otra hermana nuestra, que me mataría su marido. Pero tengo un sombrero que me le pongo y no me ve.
-Pero te huele, y te tengo que presentar.
-Pero así me decía la otra hermana, y no me hizo nada su marido..., antes se alegró el verme.
Bueno, pues llegó su marido.
-A carne humana me huele. ¡Si no me lo das, te mato! -Hombre, es un probecito hermano mío, que ha venido en busca nuestra y se ha alegrado tanto el encontrarnos.
-Pues, ¡que salga, que no le haré nada! Salió, se saludaron, y le dijo:
-Cuñao, en mala ocasión vienes. Dinero no hay. Pero toma una pluma de mi cabeza, y cuando te se ofrezga algo, dices: «¡Salga el Rey de las Águilas!»
Ya se marchó de allí en busca de la pequeña. Se puso las al­pargatas y dijo:
-¡Alpargatas mías, poníme ande está mi hermana la más pe­queña!
Anduvo mucho, mucho, mucho, mucho... Ya tenía mucha ham­bre y dijo a la servilleta:
-¡Servilleta, compónte!
Se compuso de todos los manjares. Comió lo que le pareció y arrecogió su servilleta otra vez y la guardó. Echó a andar otra vez hasta que ya había andado mucho y se pararon las alpargatas a orilla de un río. De modo que el hombre no sabía adónde lla­mar. Ya fue y se le ocurrió dar un golpe en el agua. Y contestó una voz mu profunda:
-¿Quiéeen?
Y él contestó:
-Servidor.
Y salió su hermana a contestarle. Se saludaron y luego la her­mana le preguntó que con qué objeto iba por allí. Y él la contestó que en busca de ella... Ya después que estuvieron un rato hablan­do, le dijo la hermana:
-Pero, ¡mira, hermano!... Tienes que marchar antes que ven­
ga mi marido, porque si viene, te come.
-Pues, ¿qué es tu marido? -preguntó el hermano.
-El Rey de los Peces -dice la hermana, y te come.
-No -dice el hermano, porque tengo un sombrero que me le pongo y no me ve.
-Pero te huele, y te tengo que presentar.
-Así han dicho las otras que he estado con ellas; pero no se han metido los cuñaos conmigo para nada..., antes alegrándosen el haberme visto.
Ya vino su marido.
-Mujer, a carne humana me huele. ¡Si no me lo das, te mato!
-Hombre, que es un probecito hermano mío y viene en busca nuestra.
-¡Vaya, que salga, que no le haré nada! Salid, se saludaron y le dijo:
-Cuñao, en mala ocasión vienes. Dinero no hay. Pero toma una escama de mi cabeza, y cuando te se ofrezga, dices: «¡El Rey de los Peces, favorecíme! »
Bueno... Ya salió de casa de su hermana. Y dijo a las alpar­gatas:
-¡Alpargatas mías, poníme donde sea mi suerte buena o mala!Le metieron por un callejón muy estrecho y muy oscuro. Y ya después que anduvo mucho..., mucho..., alcanzó a ver una luz. Y él seguía a la luz, y llegó por fin a un castillo. Entró en el castillo y en una habitación vio que había un gigante y una señora. A la noche llevó el gigante la cena a la señora. Entonces él se puso el sombrero y, como no le vía nadie, se puso a cenar con ella. Comió de su plato y bebió de su copa. Cenó la señora y le llamó al gi­gante:
-Gigante, ¡qué poca cena me has traído!
-Señora, lo mismo que todas las noches...
-¡No! -le dijo la señora-, porque me he quedado con mu­cha hambre.
-Pues, sí, señora. La he traído lo mismo que todas las noches.
Conque ya se acostaron. Y al acostarse, el hombre que había allí se fue a meter con ella en la cama. Y la señora, toda asustada, llamó:
-¡Gigante, que aquí hay gente! Fue el gigante.
-Señora, que aquí no es posible que haya gente de carne hu­mana más que nosotros dos.
Y se volvió a marchar el gigante. Apenas se había acostado el gigante, le volvió a llamar:
-¡Gigante, que aquí hay gente!
Conque fue el gigante otra vez. La dijo:
-Señora, que no es posible que aquí haya gente de carne hu­mana más que nosotros dos, la he dicho a usted. Y si me vuelve usted a llamar, ¡la mato!
De modo es que el señor que estaba allí, de que se acostó el gigante otra vez, se fue a meter con ella. Y ella, atemorizada, ya no se atrevió a hablar. Y él la dijo.
-No se asuste usted, señora. Dígame usted cómo es para es­tar usted aquí.
Y le dijo la señora:
-Este es un castillo encantado, y no puedo salir de aquí.
-Pues, ¿cómo usted no ha de poder salir de aquí?
-Porque hay que matar al gigante, y eso no puede ser.
-Y ¿cómo no ha de poder ser?
-Pues, mire usted; porque en el mar hay una peña, y en aque­lla peña hay una palomita. Y esa peña la tienen que echar fuera del mar. Y una vez que esté la peña fuera, la hay que deshacer. Y entonces es cuando sale la paloma, y esa palomita la hay que coger. Y esa palomita tiene un huevo, y se lo hay que sacar viva la paloma.
Y el caballero dijo:
-Pues, ¡vaya! ¡Eso está concedido! Verá usted que traeré el huevo, y se hará lo que usted desea. Volvió a decir a las alpargatas:
-¡Alpargatas mías, poníme en el mar junto a una peña que tiene el misterio que necesita esta señora!
Y se puso allí. Y dijo entonces:
-¡Rey de los Peces, echarme esa peña fuera del mar!
Y entonces los peces, ¡ajá..., hala!..., a la peña hasta que la echaron fuera. Así que una vez fuera la peña, dijo:
-¡Rey de los Carneros, deshacerme esa piedra!
Y allí vería usted todos los carneros hasta que la hicieron pe­dazos. Y entonces salió la paloma, y él dijo:
-¡Rey de las Águilas, cogerme esa paloma y traérmela!
Y vinieron todas las águilas, la cogieron y se la llevaron. Ya se puso las alpargatas otra vez y dijo:
-¡Alpargatas mías, poníme otra vez donde la señora, de don­de he venido!
Y llegó, y sacaron el huevo de la paloma viva. Y ya el gigante estaba malo. Y la dijo a la señora:
-¡Ay, señora! ¡Bien me decía usted a mí anoche que aquí había gente!
Y luego, cuando se quedaron solos, preguntó a la señora el del huevo que cómo había que hacer con el huevo para matar al gigante. Y le dijo la señora:
-Cuando el gigante esté dormido, le tiene usted que dar en la frente. Y entonces se le mata, y es cuando desencantaremos esto y podré salir de aquí. Pero mire usted: el gigante, cuando tenga los dos ojos cerrados está dormido, y cuando tenga el uno cerra­do y el otro abierto, entonces está despierto.
Y le dijo también la señora:
-Tenga usted buen cuidado de darle con el huevo bien en me­dio de la frente, porque si no, no se le mata. Y entonces sería ca­paz de devorarnos.
Y el joven se puso el sombrero para ver cuándo estaba dormi­do. Tan buen acierto tuvo que le dio en medio de la frente, y quedó el gigante muerto en la cama.
Ya aquello se volvió un palacio. Y la señora, y todas sus her­manas, que también estaban encantadas, se desencantaron. Y se casó el señor con ella, y hicieron una boda muy rumbosa. Vinie­ron las hermanas a la boda y colorín, colorete...

Sepúlveda, Segovia. Narrador LXXX, 4 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)



Los huevos fritos

215. Cuento popular castellano

Era un caminante que llegó a casa de un posadero y le pidió de comer. Y el posadero le puso de cenar dos buevos fritos. Y al marcharse, el caminante, distraído, no se acordó de pagar la comida.
El caminante tardó un año en volver por allí. Y al llegar se saludan como buenos amigos. Le pide comida otra vez, y al pa­garle la cuenta de ese mismo día, le dice:
-Oye, ¿no te acuerdas de que te debo dos buevos del año pasado? ¿Cuánto te debo?
-¡Cuidado! -le dice el posadero-. Habrá que sacar la cuenta: esos buevos hubieran podido ser gallinas, y esas gallinas sacar otros buevos...
En fin, le puso una cuenta de quinientas pesetas. Y cuando el caminante se negó a pagarle tal cantidad, le amenazó con llevarle a los tribunales. El caminante, asustado, se sale de allí y se en­cuentra con un pastor.
-¿Que te pasa, hombre, que estás muy asustado? -le dijo el pastor.
-¡Hombre!... ¿Sabe usted lo que me pasa? Hace un año que me comí dos buevos fritos en casa del posadero, y ahora vengo a pagárselos y me pone una cuenta de quinientas pesetas, porque dice que esos buevos hubieran podido ser gallinas, y esas gallinas sacar otros buevos... Y dice que me va a poner la demanda. Y dice el pastor:
-¡Nada! ¡Nada! ¡Que te la ponga! Dime a qué hora es el jui­cio, que yo te defiendo todo lo que sea.
-Pues, mañana a las once te espero.
Al día siguiente el juez, el posadero y el caminante se presen­tan en el juzgado. Dan las once, y no aparece el pastor. Se quedan esperándole, y se presentó a la una menos cuarto, cuando ya iban a cerrar. Entra allí.
-Buenos días.
-Buenos días -contesta el juez. ¿No sabe usted que no son horas de venir, que estaba citado para las once de la mañana?
-Usted me dispense usía, que he estado cociendo una caldera de judías para después de que salga de aquí ir a sembrar.
-¡Hombre, en mi vida había visto otra cosa como ésta! -le dice el juez-. ¡Que las alubias, después de cocidas, vayan a nacer! Y salta el pastor:
-Pues, ¡eso digo yo! ¡Que los buevos, después de fritos, no crían pollos ni gallinas!

Riaza, Segovia. 31 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)

Los dos toritos

80. Cuento popular castellano

Éste era un padre que se había quedao viudo con tres hijos: dos chicos y una chica más pequeña que ellos. Al padre se le an­tojó volverse a casar, y se casó con una mujer que era muy mala para los andaos. El padre tenía muchos disgustos con ella por la mala vida que daba a los hijos.
Ya los chicos, de que tenían unos quince años, cansaos de aguantar los malos tratos, se marcharon del pueblo, no diciendo nada a su padre ni a nadie.
Se fueron a un monte y allí hicieron una casuca con adobes -una choza-, y allí estuvieron cuatro años solos. Y en aquel monte no vivía nadie- nada más que algún cazador que iba de caza. Y allá muy lejos había otra choza, y en ella vivía una bruja, con una hija pequeña.
El padre de los chicos se quedó muy desconsolao al ver que no sabía qué paradero habían llevao sus hijos. A la pobre chica la tenía la madrastra consumida a fuerza de maltratarla, y un día la chica, que tendría unos diez años, también desapareció de casa. Y se marchó al monte, al mismo monte donde habían ido sus hermanos, pero sin ella creer que estarían allí sus hermanos.
Se escureció en el monte, y la pobre se acostó debajo de un roble. Y estando allí agorrutadina, fue un lobo muy grande y se acostó al pie de la niña. La niña no cogió miedo, como si siem­pre hubiese estao con aquella fiera. Y como el lobo se dormía, pues la niña le decía:
-Despierta, cocón. ¿Qué tienes?
Y entonces el lobo la dijo:
-No soy coco, que soy San Antonio, que te estoy cuidando para que nadie te haga daño.
Al amanecer el día, pues el lobo desapareció, y la niña empezó a andar por el monte. Andando, andando, se encontró con una choza que, al parecer, no había nadie en ella, y entró adentro. Al entrar adentro, vio que estaba habitada, que había dos camas y una cocina con pucheros a la lumbre, con comida. Las camas estaban de por hacer, y la niña se entretuvo en hacerlas. Preparó la comida, puso la mesa y se escondió.
Ella que estaba escondida, cuando ve entrar a dos mozos, y los dos hermanos, al ver que allí había entrao gente, se dicen el uno al otro:
-Chacho, ¿quién habrá entrao? Esperemos a ver. Comeremos y a la noche veremos a ver si vuelve ése, que, la verdaz, no debe ser cosa dañina.
Comieron y se marcharon. La niña salió entonces del escondi­te, fregó la vasa y se estuvo allí quieta hasta que comprendió que iban a volver los dos hombres. Entonces se escondió otra vez, dejándoles ya la cena preparada.
Llegaron los dos mozos y, al ver la cena preparada, dijeron:
-Esto no puede seguir así. Hay que acechar y saber quién es el que viene aquí.
Por la mañana el uno se marchó al trabajo, y el otro se quedó escondido en la choza. La pequeña, creyendo que los mozos se habían marchado, salió del escondite y se puso a hacerles las camas. Entonces salió el mozo que estaba escondido, y ¡oh, ale­gría!, cuando conoció que era su hermana. Vino su hermano a medio día, y los tres estaban muy contentos.
Los hermanos tenían una perrita pequeña, y la dijeron a la chica:
-Todos los días, cuando barras la casa, encontrarás una ave­llana. La partes y das la metá del grano a la perra y la otra metá te la comes tú.
Así lo hacía la chica; pero llegó un día que, cansada de dar la metá del grano a la perra, dice:
-¡Qué diañe! ¡Yo no le doy más grano! ¡Me le como yo todo!
Y la perra fue y la meó en la lumbre. Y como en el monte no había donde ir a buscar lumbre, porque allí nunca se apagaba la lumbre y con la lumbre que sobraba por la noche ponían fuego por la mañana, pues la niña se halló sin lumbre. Porque había que preparar la lumbre con un eslabón y un cacho de yezca, y eso lo tenían que hacer los hermanos. Al verse la chica en sin lumbre, empezó a llorar y a decir:
-¡Ay, Dios mío! ¿Dónde iré yo ahora a buscar la lumbre? ¿Por qué no echaría la metá del grano a la perra?
Y se marchó por el monte alante a ver si encontraba alguna choza. A fuerza de andar, dio con la choza de la tía bruja. Llamó a la puerta, y contestó la hija de la bruja:
-¿Quién llama?
-Venía a ver si me podrían dar un poco de lumbre, porque a mí me ha meao la perra la lumbre -dice la chica. Y la dice la hija de la bruja:
-Entra, entra para acá. Partiremos una brasa, porque si te la doy entera, mi madre, que es bruja, lo conoce y después me pega, porque te la he dao.
La dio la metá de la brasa, y la chica marchó corriendo a poner lumbre para cuando viniesen sus hermanos.
La tía bruja, que fue a casa, la dice a la hija:
-¿Quién ha estao aquí, que falta la metá de una brasa?
-Una chica que la había meao la perra la lumbre -dice la  hija de la bruja.
La bruja se marchó en seguida pa donde estaba la chica. Lla­mó a la puerta, y salió la chica y la dice:
-¿Qué quiere?
-Pues yo vengo a decirte que qué me vas a dar por el cacho de brasa que te dio mi hija.
-Pues yo no tengo nada que darla -dice la chica.
-¡Ay, hija, si yo también quiero poco! -dice la bruja-. Una cosa muy sencilla te pido: que todos los días, después que mar­chen tus hermanos, me des el dedo del corazón a chupar, por el ujero de la llave de la puerta.
La chica dijo que bueno, que eso que sí. Y desde aquel día todos los días iba la bruja a chupar la sangre a la chica, porque por el dedo aquél la chupaba la sangre. La chica se iba quedando muy delgada y muy pálida, y un día los hermanos la dicen:
-¿Qué te pasa, hermanita? ¿Qué te pasa, que te vas quedando tan flaca? Tú estás mala...
Pero la chica no se lo quería contar por el miedo de que la ri­ñesen por no haber dao la metá del grano a la perra. Pero ellos insistieron, y ella se lo contó. Los hermanos dicen:
-Bueno, pues mañana vas a convidar a comer a esa vieja, y vas a cubrir todo el portal con sábanas.
Y fueron ellos y hicieron un pozo muy hondo para que, al pasar la bruja y viendo que estaba tapao con sábanas, no sos­pechase y caese al pozo.
Fue la bruja como de costumbre, la chupó el dedo, y la dice la chica:
-Mis hermanos saben cómo ustez me dio la metá de una bra­sa para poner lumbre, y en agradecimiento, me han dicho que la convide a comer mañana.
Y la bruja aceztó. Llegó otro día, y la bruja pues se fue a casa de la chica. Ya tenían el portal todo lleno de sábanas tendidas por el suelo. Llamó la tía bruja, y la dijeron:
-Entre, entre ustez para acá. Entre ustez.
La tía bruja, no sospechando en la trampa que tenían, pasó y cayó al pozo. Entonces los hermanos fueron corriendo y la tapa­ron con tierra, dejándola enterrada. Y la dijeron a la chica:
-Mira, hermanita, aquí en esta sepultura saldrán dos repo­llos de berza muy grandísimos. Les verás crecer cada día que pasa; pero nunca te se ocurra cortar ni una penca para dárnosla a comer a nosotros, porque si nos la das a comer, nos volvemos toros.
Y la chica prometió de no tocar a las berzas. Pero un día la dio la tentación de cortar una penca y echarla en el puchero. Cuando los hermanos fueron a comer y comieron de ello, en el azto se volvieron dos toros. La chica empezó a gritar y a llorar:
-¡Ay, Dios mío! ¡Mis hermanos! ¿Qué será de mis herma­nicos?
Y los animales salían a pacer, se volvían a casa, y ella les tra­taba con todo el cariño. Les acostaba en las camas y les hacía la comida como antes.
Resultó que, pasando los años, la chica se había convertido en una hermosa joven, muy guapa, que parecía una hada del mon­te. Sucedió que el rey fue a cazar por aquel bosque y vio a la joven, que entraba en la choza. Se fue detrás de ella y, al verla tan guapa, se enamoró de ella y la dijo:
-Joven, ¿quieres venirte conmigo? Yo te llevaré a palacio y me casaré contigo.
Y la joven le dijo:
-Nunca podré faltar de aquí, porque tengo dos hermanos que por un encanto se han vuelto toros. Y si yo me caso con us­tez, me los va a mandar trabajar, y yo no quiero que trabajen nunca, puesto que yo fui la causa de que se hayan vuelto toros.
Y le dice el rey:
-No temas. Tus hermanos comerán a la mesa con nosotros. Tendrán servidumbre como nosotros, y, ¡ay del que se propase a poner las manos encima de ellos!
Entonces la joven dijo que sí, que se casaría con él. Se mar­charon para el palacio con los dos toros, y allí se celebraron las bodas del rey y la joven. El rey estaba encantao, porque, además de ser hermosa la joven, era muy amable. Pero había allí una vecina que tenía una hija, y se había hecho la idea de que el rey se iba a casar con su hija. Y al ver que el rey se había casao con otra, trató de vengarse, porque la tal mujer tenía parte con el diablo. Y cogió amistaz con la reina. Tanto cariño la tomó a la reina, que en el palacio no había persona de más confianza para ella.
Un día que se estaba la reina peinando, la dice la mujer:
-No sé qué tienes ahí atrás en el cocote. Es una cosa que reluce. Ven y te la quito.
Y la tía llevaba un alfiler negro encantao, y se le metió por la cabeza, por el cocote, a la reina. La reina, en el istante, se volvió una paloma, y la tía endemoniada transformó a su hija por la reina. Y a la paloma la echó a volar.
Tan pronto como ocurrió esto, dice la falsa reina:
-¿Qué queremos ahí esos toros? ¡Ya me canso de tenerles ahí! Esto no va a durar siempre. ¡Que trabajen! ¡Que trabajen, que bien gordos están!
Y entonces engancharon a los bueyes a traer carros de barro para un corral que estaban haciendo.
Y la paloma todos los días se ponía a cantar a la ventana del rey y cantaba:
-El rey y la mora sentaditos a la sombra; los mis hermanitos acarreando piedra y barro; y yo como perdida por estos árboles ando.
Se repitió así unos días, hasta que el rey dice a un criao:
-Yo no sé... esa paloma, que se posa ahí, qué es lo que canta. No sé qué dice del rey y la mora. Hay que tener cuidado, y, cuan­do vuelva, a ver si se la puede coger.
A la misma hora, otro día, acudió la paloma cantando lo mismo:
-El rey y la mora sentaditos a la sombra;
los mis hermanitos acarreando piedra y barro; y yo como perdida por estos árboles ando.
Fue el rey, echó mano a la ventana y cogió la paloma, que, muy mansa, se dejó coger del rey. El rey empezó a acariciarla la ca­beza, a atusarla y a decirla:
-¿Qué es lo que cantas? Yo quiero saber qué es lo que cantas. Pero atentando la cabeza de la paloma, palpó una cosa redon­da y dijo el rey:
-Pero, ¿qué tiene aquí esta paloma en la cabeza? Parece que tiene un bulto.
Fue a mirarla y la encontró un alfiler con la cabeza negra me­tido por el cocote. Fue el rey y se le sacó y en el mismo istante se encontró con su propia mujer, que le contó el encanto de la tía aquella tan mala. Entonces el rey, furioso, mandó hacer una hoguera y mandó arrojar a ella a la falsa reina y a su madre. Con aquel alfiler se les clavaron a los bueyes en el cocote, y entonces volvieron a cobrar su forma humana. Y los tres hermanos que­daron muy alegres.

Morgovejo, Riaño, León Narrador LXV, 21 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


Los doce meses

117. Cuento popular castellano

Pues era un señor que estaba muy arruinado, pues tenía bas­tante familia y lo pasaban muy mal. Y decidió marcharse a bus­car la vida. Y andando, andando, llegó a un monte donde había una casuca. Y había dos hombres a la puerta de la casuca. Se acercó a pedirles limosna, y ellos dicen:
-¿Adónde va, buen hombre?
-A buscar la vida para mantener a mi familia.
Y le mandaron pasar a que se calentara, porque tendría frío. Y en la casa había doce hombres. Y después de sentarse, le pre­guntó uno que qué tal era enero en su tierra. Y le contestó que había unos días buenos y otros días malos. Y le preguntó luego otro:
-Y, ¿febrero?
-Febrerillo el corto le dicen. Sus días son veinte y ocho, y si es bisiesto, veinte y nueve. Y en febrero busca la sombra el perro.
-Y, ¿marzo? -le dice otro.
-Marzo, abre la boca el lagarto. Hace unos días aire; pero hace bueno.
-Y, ¿abril?
-Pues, bocadillos y dormir.
-Y, ¿mayo?
-En mayo florecen todas las flores, cantan todos los pajarillos. ¡Qué alegría!
-Y, ¿junio?
-En junio hace ya mucho calor.
-Y, ¿julio?
-Empieza la siega, la alegría de los labradores.
-Y, ¿agosto?
-En agosto sigue haciendo buen temporal.
-Y, ¿septiembre?
-En septiembre viene la alegría de funciones.
-Y, ¿oztubre?
-Se hace la recolección de las uvas.
-Y, ¿noviembre?
-En noviembre suele llover; pero es benigno.
-Y, ¿en diciembre?
-En diciembre hacen días de niebla; pero hace bueno.
Ahora, al tiempo de salirse, le dan una porra y le dicen:
-No la use usted hasta llegar a su casa. Y pondrá una mesa y dirá: «¡Cachiporra, compónte!», y la mesa se llenará de ricos manjares, de ropa y de dinero.
Llega él a su casa y llama a su mujer y sus hijos.
-¡Ahora sí que vamos a ser ricos! Traigo la felicidad.
Y les dice que cierren las puertas y que traigan una mesa. Y la mujer, asustada, creía que les habría traído la ruina.
-¡No, no es eso! ¡No te asustes! Traen la mesa, y entonces dice:
-¡Cachiporra, compónte!
Y se llenó la mesa de ricos manjares, y la casa de ropa y dinero.
En poco tiempo se hicieron muy ricos. Y ya todos en el pueblo decían de dónde habrían ganado todo lo que tenían y les tomaron mucha envidia. Y un vecino de ellos, que también era pobre, le decía que qué era lo que había hecho; de dónde le había venido, pues él también estaba muy mal -que se lo tenía que decir, para ver lo que había hecho. Y él no quería decírselo; pero al fin se lo dijo.
Y se marchó él también a buscar la vida. Y ya, andando, llegó a un monte donde había una cueva, y dos hombres afuera a la puerta. Y se arrimó allí. Y le dijeron que adónde iba. Y les dijo que a buscar la vida. Le mandaron entrar y calentarse.
Y en la cueva había doce hombres. Y después de sentarse, le preguntó uno que qué tal era enero en su tierra. Y dijo que muy malo; que hacía mucho frío, y caían muchas heladas. Le pregun­tó otro:
-Y, ¿febrero?
Contestó que si malo era enero, peor era febrero.
-Y, ¿marzo?
Si malo era febrero, peor era marzo:
-En marzo caen muchas neviscas, que no se pueden sufrir, de aire frío.
-Y, ¿abril?
-En abril..., en abril no deja de llover. No se puede ganar nada.
-Y, ¿en mayo?
-Mayo..., mayo... Hace algo bueno; pero al último hay días que hace bastante malo.
-Y, ¿junio?
-Pues, en junio hay días que hace tanto calor que no se puede estar en ningún sitio.
-Y, ¿julio?
-¡Vaya, julio!... ¡julio!... Hay unos días que hay unos nubla­dos que no se puede aguantar lo que apedrea.
-Y, ¿agosto?
-¡Vaya, agosto!... ¡Agosto, el frío en el rostro!
-Y, ¿septiembre?
-¡Oy! En septiembre, septiembre, hay algunos días al último que ¡frío, frío, frío!...
-Y, ¿oztubre?
-Pues, en oztubre vas a vendimiar. Hay días que hay que poner lumbre en las viñas, que no se puede aguantar el frío que hace.
-Y, ¿noviembre?
-Noviembre, ¡todo el día lloviendo!...
-Y, ¿diciembre?
-Mira -dice, pues, en diciembre no deja de nevar y helar. En fin, ¡todo muy mal!
Al tiempo de salirse, le dan una porra y le dicen:
-Bueno, pues tenga usted esta cachiporra. Cuando llegue us­ted a casa, diga usted: «¡Cachiporra, compónte!»
Cogió la cachiporra y se marchó a su casa. Y la dice a la mujer:
-¡Ahora sí que vamos a ser ricos! Traigo la felicidad que ha traído nuestro vecino.
Y le dice la mujer:
-Siempre nos habrás traído la ruina.
-¡No, mujer!... ¡Trae la mesa! ¡Trae la mesa! Preparan la mesa, y él dice:
-¡Cachiporra, compónte!
Y empezó la cachiporra -a él el primero- a darle buenos ca­chiporrazos. Y a la mujer y a los hijos después. Y decía la mujer:
-¡Bien te decía yo que habrías de traer la ruina a la casa!

Peñafiel, Valladolid. Narrador XI, 29 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)


Los animales inútiles

38. Cuento popular castellano

Este era un burro que le echaron a morir. Y se fue al campo y se encuentra con un perro.
-¿Qué haces ahí? -le dice el perro.
-El amo, porque soy viejo y pelao, me ha echao a morir y ya no me admite en casa.
-Así me pasa a mí -dijo el perro. En esto que se encuentran a un gato.
-¿Dónde vas? -le preguntaron.
-Me ha echao fuera el amo porque soy viejo y goloso, y por­que ya no puedo cazar.
Y ven a un gallo en lo más alto de un árbol y le preguntan:
-¿Qué haces ahí, gallo?
-Mirar... Es la función del pueblo, y me han querido coger para matarme, y me he salido al campo.
-Bájate, y vamos por el mundo a buscar la vida.
Y andando, andando, se encontraron con una luz en un monte. Era un caserío abandonao, que los señores iban a veranear allí en el verano. Y había una cuadrilla de ladrones que estaban roban­do el caserío. Y dice el perro:
-Ahí hay gente. Vamos a entrar a ver si los asustamos y se van y nos comemos la merienda de ellos.
El gallo se subió a lo más alto de la cuadra..., el perro tras de una puerta tumbao, ... y el gato se fue al hogar donde estaban co­miendo. Y empezó el gato a maullar, el burro a rebuznar, el perro a ladrar, y el gallo a cantar:
-¡Están aquí¡¡!... ¡Están aquí¡¡! ...
Los ladrones tuvieron miedo y se salieron gritando:
-¡Aquí hay gente y nos van a coger!
Escaparon los ladrones, y los animales entonces se puson a comer la cena. Entretanto los ladrones dejaron de correr, y dice el capitán:
-Muchachos, el que sea más valiente tiene que volver a ver qué gente hay allí. Si no, seremos unos cobardes. Y fue uno voluntario y dice:
-¡Yo entro!
Llega el ladrón a la cocina, y el gato lE echó una engarafiada que le sacó un ojo; el perro le cogió de las piernas haciéndole mordiduras. Y al tiempo de salir, le pegó unas coces el burro... y el gallo entretanto dando voces:
-¡Venir, que están aquí! ¡Venir, que están aquí!
El ladrón echó a correr con todas sus fuerzas y temblando de pies a cabeza, dijo a sus compañeros:
-¡Vámanos corriendo, que allí hay mucha gente, y nos van a coger!
Y escaparon los ladrones y dejaron a los animales solos en el caserío. Y allí se quedaron disputando, hasta que fueron los amos a veranear y vieron con mucho gusto que su finca estaba en bue­nas condiciones guardada por los animales.

Nava de la Asunción, Segovia. Narrador XXVI, 16 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

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