Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

El pastor distraído

Al atardecer, un pastor se disponía a conducir el rebaño al establo. Entonces contó sus ovejas y, muy alarmado, se dio cuenta de que faltaba una de ellas. Angustiado, comenzó a buscarla durante horas, hasta que se hizo muy avanzada la noche. No podía hallarla y empezó a llorar desesperado. Entonces, un hombre que salía de la taberna y que pasó junto a él, le miró y le dijo:
-Oye, ¿por qué llevas una oveja sobre los hombros?

*El Maestro dice: No seas como el pastor negligente, que por no haber aprendido a discernir, buscas donde no debes hacerlo y así todas tus tentativas son insatisfactorias.

 004. Anonimo (india),

El paria sabio

Shankaracharya iba caminando tranquilamente por una calle. Frente a él venía un paria con un cesto de carne del matadero. El hombre dio un traspiés y chocó con el sabio Shankaracharya, de la casta brahmín, que acababa de bañarse en las aguas de Ganges. Éste se sintió impuro al contacto con el paria, y gritó:
-¡Cuidado, me has tocado!
-Señor -repuso el paria-, no te precipites en tus juicios. Ni yo te he tocado ni tú me has tocado. ¿Es que acaso tu verdadero ser es este cuerpo que ha tocado y ha sido tocado? Tú sabes que el yo real no es la mente, ni las emociones, ni mucho menos este cuerpo.
Shankaracharya se sintió avergonzado. Aquel paria le había dado una gran lección y el suceso sería uno de los más importantes en su existencia para ayudarle a madurar espiritualmente y despertar a la realidad superior.

*El Maestro dice: El Yo real no se implica en el cuerpo, la mente o las emociones.

004. Anonimo (india),

El pájaro de la india

Esta historia es del gran místico Rumi, pero está relacionada con la India y los maestros indios gustan de relatarla. Un comerciante tenía un pájaro propio de la India, país al que tenía que viajar para hacer negocios.
-¿Quieres algo de la India? -preguntó el co­merciante a su pájaro.
-Quiero mi libertad, pero, puesto que no me la concedes, por favor, visita la jungla y a los pájaros de mi especie, anúnciales que me tienes cautivo.
Aunque no quería desprenderse del pájaro, el co­merciante no tenía mal corazón. Quiso satisfacer al pájaro, fue a la jungla y anunció que lo tenía en cauti­verio. Ante su extrañeza, un pájaro de la misma espe­cie que el suyo cayó al suelo y el comerciante lo dio por muerto y pensó: «Tanto le ha impresiondo el cautiverio de su familiar, que ha muerto.»
Tras efectuar sus negocios, el comerciante volvió a su país. Ni qué decir tiene que nada más verlo, el pájaro le preguntó si había anunciado su cautiverio a los pájaros de su misma especie.
-Así lo hice -explicó el comerciante-, pero tristemente uno de tus familiares, al escuchar la noti­cia de tu cautiverio, cayó muerto.
Apenas había acabado de hablar el comerciante, cuando el pájaro cayó sobre el suelo de la jaula.
-¡Pobre animal! -se lamentó el dueño-. Le ha impresionado tanto la noticia de la muerte de su familiar que él mismo ha muerto.
Sacó al pájaro y lo colocó en la ventana, dándolo por definitiva-mente muerto.
Entonces el pájaro, que había fingido su muerte (siguiendo el mensaje secreto de su familiar, que también había fingido su muerte), huyó volando.

El Maestro dice: Hay un mensaje de libertad que se ha ido transmitiendo desde la noche de los tiempos, aunque muchas veces las personas demasiado munda­nas no hayan sabido verlo o descifrarlo.

Fuente: Ramiro Calle

 004. Anonimo (india),

Ya no tengo cáscaras para mis cerdos

La montaña Jefú queda a poca distancia de nuestra aldea. Allí, cerca de un pequeño lago, existe un templo conocido como el de la Madre Wang. Nadie sabe en qué época vivió la Madre Wang, pero los viejos cuentan que era una mujer que fabricaba y vendía aguardiente. Un monje taoísta tenía la costumbre de ir a beber a crédito en su casa. La tabernera no parecía prestarle mayor atención a esa demora en el pago: el monje se presentaba y ella lo servía de inmediato.
Un día el taoísta le dijo a la Madre Wang:
-He bebido tu aguardiente, y como no tengo con qué pagártelo, voy a cavar un pozo.
Cuando terminó el pozo se dieron cuenta de que contenía un buen aguardiente.
-Es para pagar mi deuda -dijo el monje, y se fue.
Desde aquel día la mujer no tuvo necesidad de hacer aguardiente. Servía a sus clientes el licor que sacaba del pozo, mucho mejor que el que anterior-mente fabricaba con cereal fermentado. Su clientela aumentó enormemente. En tres años hizo una gran fortuna de decenas de miles de onzas de plata.
De improviso, un día volvió el monje. La mujer le agradeció efusivamente.
-¿Es bueno el aguardiente? -le preguntó el monje.
-Sí, el aguardiente es bueno -admitió-. ¡Lástima que como no fabrico el aguardiente, ya no tengo cáscaras de cereal para alimentar a mis cerdos!
Riéndose, el taoísta tomó el pincel y escribió en el muro de la casa:

La profundidad del cielo no es nada, 
el corazón humano es infinitamente más hondo.
El agua del pozo se vende por aguardiente,
pero la mujer se lamenta de no tener cáscaras para sus cerdos.


Terminado su cuarteto, el monje se fue, y del pozo sólo salió agua.

005. Anonimo (china),

Wang cheu-siou

Wang Cheu-Siou habitaba, en compañía de su padre, a la orilla del lago Toungt'ing. Am­bos eran en extremo vigorosos, capaces de le­vantar, con sus brazos, un mortero de piedra y muy hábiles en el juego del balón. Y nadie como ellos era capaz de lanzarlo a tanta dis­tancia de un vigoroso puntapié.
Wang Cheu-Siou tuvo la desgracia de per­der a su padre, cuando aun estaba en la épo­ca más vigorosa de su vida. En cierta ocasión vióse precisado a ir a la provincia de Hou­nan, al sur del lago, y se ahogó al atravesar otro lago inmediato llamado Ts'ien-t’ang.
Ocho años habían transcurrido después del accidente, cuando Wang Cheu-Siou tuvo, a su vez, precisión de dirigirse a la provincia de Hou-nan. Se embarcó e hizo la travesía del lago Toungt-ing. Era la noche muy hermosa y Wang, en vez de acostarse, prefirió quedarse en el puente de su embarcación. Se levantó la luna por el cielo oriental y las olas resplandecían a su luz, como si fuesen de seda.
A fuerza de mirar, entornando los párpa­dos para ver mejor, Wang acabó por descu­brir a lo lejos, en la estela luminosa que de­jaba el barco, cinco siluetas humanas que sur­gían del agua. Aquella visión extraordinaria se precisó. Los hombres tiraban entonces de un gran tapiz, que extendieron sobre la su­perficie del agua. Y era tan grande, que cu­bría casi media hectárea. Instalá-ronse allí y,en el acto, les sirvieron una colación. A los oídos de Wang llegaba perfectamente el rui­do de los platos y de las copas, aunque tales sonidos eran más graves y fuertes que los de nuestros utensilios de la Tierra.
Sobre el tapiz estaban sentados tres de aquellos personajes y los otros dos, en pie ya su lado, se ocupaban en servirlos. Entre los tres primeros, uno iba vestido de amarillo y los otros dos de blanco, pero todos se cubrían las cabezas con unos gorros negros. Estaban sentados de espaldas uno con otro y en acti­tudes majestuosas. A la confusa claridad de la noche, Wang no podía distinguir a los dos servidores, pero observó que ambos ves­tían trajes de tela negra, bastante ordinaria. Y, a lo que parecía, uno era muy joven y el otro ya de alguna edad.
De repente, en la inmensa tranquilidad de aquella noche y de las aguas, llegó una voz hasta el oído de Wang. Y, fijándose en un ligero movimiento, creyó reconocer que había hablado el individuo vestido de amarillo, di­ciendo:
-¡Qué agradable resulta beber los tres juntos en un claro de luna tan bello como éste!
A eso contestó uno de sus vecinos
-En efecto, en este ambiente se cree ver al Rey del Mar del Sur que da una fiesta en el promontorio de los Perales en Flor.
Entonces los tres personajes se divirtieron haciendo flotar sus vasos en el agua, pero ba­jaron el tono de sus voces y ya no fué posible distinguir sus palabras. Alrededor de Wang los marineros, que también habían observado aquella extraña aparicion, estaban pasmados y sin atreverse a hacer el más leve movimien­to y casi sin respirar. Wang concentraba su atención en los servidores. Al de mayor edad le encontraba un extraño parecido con su pa­dre, pero notó que no tenía la voz de éste.
Iban a dar las doce de la noche. Entonces se elevó una voz y pudieron oírse estas pala­bras:
-Aprovechemos la claridad de la luna para jugar una partida de balón.
El criado joven se sumergió en las aguas del lago y, un instante después, reapareció llevando entre sus manos un balón que pare­cía ser de mercurio y extrañamente lumino­so. Los tres personajes se pusieron en pie y el que iba vestido de amarillo invitó al criado de más edad a que tomase parte en el juego.
No se hizo de rogar el servidor y del pri­mer puntapié lanzó el balón a muchas toesas de distancia. El brillo de aquel balón deslum­braba por su intensidad, pero no pudo reco­gerlo, porque, con gran ruido, fue a caer en el puente de la embarcación.
Wang no pudo contener su instinto de ju­gador. En un instante se puso en pie y, a su vez, con toda su fuerza, dio un vigoroso pun­tapié al balón. Sintió que era extremada­mente ligero y, por un instante, tuvo el temor de haberlo estropeado, pero el balón subía rápida-mente, como proyectil luminoso y adornado de todos los reflejos del arco iris. Por fin, como estrella fugaz, fue a caer al agua que se lo tragó, cubriéndolo de espuma.
Aquellos tres extraños personajes parecían estar furiosos y se les oyó gritar:
-¿Quién es ese hombre vivo que se per­mite entorpecer nuestro juego?
El viejo servidor se esforzaba en apaci­guarlos.
-No os enojéis. Ha sido mi hijo; es muy travieso.
Pero su intervención sólo consiguió enfu­recer más aún a uno de los que iban vestidos de blanco.
-¿Y eso te divierte, viejo insolente? Sal inmediatamente en compañía del negrito a buscar al culpable, porque, de lo contrario, lo vas a sentir.
Wang no tenía ningún medio de librarse, pero, sin embargo, no sentía ningún miedo. Cuchillo en mano se puso en guardia, en pie, y de modo que le viesen perfectamente sus enemigos.
Éstos, y como si cabalgaran en un rayo de luz, saltaron hacia el barco, blandiendo unos sables y entonces Wang pudo reconocer muy bien a su padre. Y lo llamó:
-Padre, ¡te habla tu hijo!
Miráronse desesperados, ante la gravedadde la situación, y, mientras tanto, el criadito negro se marchó.
-Escóndete cuanto antes -le dijo el vie­jo-, pues, de lo contrario, estamos perdidos.
Apenas acababa de decir eso, cuando los tres personajes se dispusieron a encaramarse a bordo. Sus rostros tenían el tono negro de la laca y sus pupilas eran mucho mayores que las de los mortales. De un empellón aparta­ron al viejo para arrojarse sobre Wang. Se empeñó, allí, una lucha terrible, de tal ma­nera que el barco se estremecía y muchas jarcias resultaron rotas. Por fin, Wang, de una violenta cuchillada, pudo cortar un brazo del personaje vestido de amarillo; el cual cayó al agua y desapareció. Pero todavía quedaban los dos individuos vestidos de blan­co. Y cuando uno de ellos reanudó el ataque, el joven le hendió el cráneo de una cuchillada y luego lo arrojó al agua. El superviviente se apresuró a emprender la fuga.
Los marineros que hacían aquella noche la travesía del lago Toung-t'ing descubrieron entonces, a lo lejos, un gaznate inmenso, pro­fundo como un pozo, que surgía de las aguas. En todas direcciones corrían ruidosas las olas hacia aquel lugar y, de pronto, apareció una tromba que se elevó hasta el estrellado cielo. Las embarcaciones viéronse sacudidas como granos en un tamiz. La ocupada por Wang parecía ser la más amenazada. En calidad de lastre llevaba dos enormes muelas de piedra, cada una de las cuales pesaba, por lo menos, un centenar de libras. Wang agarró una de ellas y, con inmensa fuerza, la arrojó por en­cima de la borda. Cayó con ruido semejante al trueno y, a partir de aquel momento, se apaciguaron un tanto las olas. El joven se apresuró a cortar el ancla y casi en seguida amainó la tempestad. Su padre permanecía a su lado, pero Wang no se resolvía a acercarse, por miedo de que fuese un fantasma. Pero él adivinó ese temor y se apresuró a tranquilizar a su hijo.
-No -le dijo-, no estoy muerto. De los diecinueve hombres que se hundieron aquel día en el lago, todos, menos yo, fueron devo­rados por los demonios de las aguas. Y pude salvarme, gracias a mi habilidad en el juego del balón.
Padre e hijo empuñaron los remos y, de acuerdo con la tripulación, alejaron a toda prisa el barco de aquel lugar peligroso.
Al amanecer descubrieron, en el puente, la enorme aleta de un tiburón, que medía cinco pies de longitud. Era el brazo cortado al per­sonaje que llevaba un traje amarillo.

005. Anonimo (china),

Voracidad

Era un pordiosero. Llevaba años mendigando y, la verdad, es que se había acostumbrado de tal ma­nera a ser un pedigüeño que ya no quería ningún trabajo que le ofrecieran. Iba de un lado para otro mendigando, pero un día se encontró con un amigo de su infancia. Ambos hombres comenzaron a recor­dar los años escolares y a narrarse lo que había sido de sus vidas.
-A mí me ha ido muy bien -dijo el amigo.
-A mí muy mal -comentó el pordiosero.
Y durante un tiempo considerable el hombre po­bre se quejó ante su amigo de la infancia y le dijo lo mal que le había ido y lo dura que le resultaba la vida.
-Pues yo -intervino el amigo- he descubier­to que poseo algunos poderes sobrenaturales. Creo que podré ayudarte a mejorar tu existencia.
Entonces el amigo tocó con su dedo índice un ladrillo y lo convirtió en un lingote de oro.
-Para ti -dijo amable y generosamente-. Esto aliviará muchas de tus penas.
-Pero la vida es tan larga, tan larga... -argu­mentó el pordiosero, invitan-do a su amigo a que le diera más.
Había un colosal león de piedra. El amigo exten­dió el dedo y lo convirtió en una figura de oro.
-Con esto no creo que vuelvas a tener proble­mas en cien reencarnaciones -dijo el amigo.
Pero el pordiosero añadió:
-Pero la vida es tan larga, tan larga... Hay tantas cosas impres-cindibles...
El amigo se le encaró y le dijo:
-Bueno, ¿que más puedo hacer por ti?
Y el pordiosero replicó:
-Regalarme tu dedo.

005. Anonimo (china),

Una sentencia acertada

Tras el fallecimiento de un viejo cortesano, se produjo una violenta disputa por la herencia entre sus dos hijos. Se peleaban por llevarse la mejor parte del patrimonio familiar, en continuos pleitos escan­dalosos, desde el reparto de los terrenos hasta la divi­sión de unos objetos insignificantes, sin la menor consideración del amor fraternal. Por muy equitativo que fuera el reparto, siempre se imaginaban que el otro se llevaba algo más.
Se sometieron al arbitraje del tribunal, sin que el juez pudiera determinar realmente cuál de los dos se había quedado con un poco más de la herencia. Ante la imposibilidad de dictar una sentencia justa, el tri­bunal relegó el dificil caso al juicio del mismo empe­rador. Tampoco le fue nada fácil al monarca formular un veredicto para dar fin a la interminable pugna.
En esa situación, el primer ministro Chang se ofreció a resolver el litigio.
-Si Su Majestad me concediera autorización, yo podría terminar rápida-mente con el caso.
Tras conseguir el permiso real, Chang regresó a su residencia, en donde citó a los dos litigantes. 
-¿Habéis dicho la verdad en vuestras acusa­ciones?
-Sí, señor, es totalmente cierta mi acusación.
Los dos se pronunciaron simultáneamente. Di­cho esto, el ministro les hizo firmar un documento en el que se reafirmaban en haber dicho la verdad, toda la verdad. No atendió ni un minuto a los argu­mentos que los dos hermanos habían repetido en tantas ocasiones y directamente dictó la sentencia.
-Considerando que os acusáis mutuamente que el otro se ha quedado con más herencia y sostenéis que es cierto lo que decís, ordeno que os cambiéis vuestras pertenencias hoy mismo, siendo irrevocable la sentencia, cuya ejecución se llevará a cabo hoy mismo.

005. Anonimo (china),

Una historia de amor: la décima hermana du

Du era la prostituta más famosa de la capital por su extraordinaria belleza y la exquisitez de su trato. Perdió la virginidad a los trece años, cuando entró en el Pabellón Verde, el prostíbulo más elegante de Pekín, donde trabajaban más de veinte preciosas chi­cas para complacer a los hombres adinerados. Por la cronología de nacimiento, fue denominada como la Décima. Durante los siete años de vida alegre conoció a casi todos los ricachos y a los hombres importantes del imperio, quienes no escatimaban dinero y joyas para disfrutar de su belleza. A los diecinueve años, la hermana Du se proponía abandonar la deshonesta profesión para casarse con algún joven que la amara.
En esas circunstancias llegó un día un señorito guapo y elegante, llamado Li Jia. Hijo de una familia aristocrática del sur, había venido a Pekín para reali­zar estudios superiores en la Universidad Imperial. Al poco tiempo de llegar a la capital, acudió al Pabe­llón Verde para admirar a la famosa prostituta. Cuan­do la vio, casi se desmayó ante la hermosura de la jo­ven Du. Encantado, sintió que a partir de ese mo­mento su vida sería un desierto si no estaba ligada a la bella mujer. Du había conocido todo tipo de hombres, sin experimentar ningún afecto con nadie. Pero en ese momento su extraordinaria sensibilidad de mujer le dijo que aquél podía ser un buen mari­do. Se sintieron enamorados desde el primer instante.
Al día siguiente, Li trajo todo su equipaje y se hospedó en la habitación de su amada. Pagó un di­neral a la regenta del prostíbulo por el derecho de estar con Du durante un largo tiempo. Y desde ese mismo día, estaban juntos día y noche, juntos en un romance idílico con el mayor placer del mundo. Se amaban profundamente y se juraban la eternidad de su pasión amorosa. Así transcurrió un año, sin que se hubieran separado un momento.
La regenta estaba preocupada, porque tuvo que dar interminables explica-ciones a los clientes que ve­nían a solicitar a la hermana Décima y no se confor­maban con que les introdujeran con otras chicas, aunque fueran también preciosas. Algunos clientes asiduos no volvieron nunca más a pisar la casa, lo que significaba una pérdida considerable de ingresos del prostíbulo. Por lo tanto, tan pronto como venció el plazo de exclusividad de la hermana Du, intervino la regenta para cortar su interminable romance, con­vertido ya en un matrimonio para ella. Pero ni la mujer ni el extasiado Li aceptaron la idea, por lo que Li tuvo que agotar sus últimos recursos para perma­necer un mes más al lado de su amada. Tras cumplir el último periodo de tiempo, la regenta sabía que el joven enamorado se había quedado sin dinero y no podía quedarse ni un día más. Entonces llamó a la hermana Du y le dijo:
-Sabes que no puedo tolerarlo ni un día más. Me está causando mucho perjuicio en el negocio. Muchos clientes se han enojado y ya no vienen más. Si realmente te quiere, te puede sacar de aquí pagán­dome trescientas mone-das de plata dentro de tres días. Pero si no puede pagármelas, yo lo echaré de la casa a patadas. ¡Díselo así de claro!
Sorprendida e ilusionada, la bella joven preguntó:
¿Es cierto lo que dice la señora?
-Completamente cierto. No puedo soportar que ocupéis la casa sin que me produzcas ningún be­neficio. Prefiero traer a otra chica para ocupar tu lugar.
La regenta estaba segura de que el joven empo­brecido no iba a encontrar ayuda en ningún sitio, por lo que no le importó confirmar su determina­ción. Sin embargo, la chica quería asegurar el cum­plimiento de su promesa:
-¿Qué pasaría si al cabo de tres días le trae lo que usted pide y usted se arrepiente de su promesa?
Aunque acorralada, la regenta ya no podía re­tractarse.
-Durante mis cincuenta años de vida nunca he faltado a mis promesas. Tampoco voy a faltar esta vez.
-Aquella noche, Du le refirió a su amado la conversación con la regenta para ver la reacción del chico, quien prometió ir al día siguiente a buscar di­nero y rescatarla del prostíbulo.
Sin embargo, no lo consiguió, porque sus ami­gos y parientes sabían que estaba conviviendo con una prostituta y temían que pedía dinero para gas­tarlo en el prostíbulo. Nadie le dio nada ni en el pri­mer día, ni en el segundo. Desesperado y cansado, el joven se sintió avergonzado para volver a ver a su amada y se quedó dormido en el portal de la casa de su amigo. Al día siguiente, lo encontró el mozo en­viado por la hermana Du y le obligó a volver al prostíbulo. Cuando su novia se enteró de lo sucedi­do, sacó ciento cincuenta monedas de plata y le dijo:
-Durante estos años he ahorrado esta pequeña suma de dinero. Ahora veo que quizás te puede ayu­dar en algo. Si realmente me quieres como has repe­tido tantas veces, consigue la otra mitad hoy mismo, antes de que sea demasiado tarde.
Li pareció ver una luz en la oscuridad, salió otra vez a la calle en busca de algún amigo o conocido que le pudiera prestar el resto del dinero. Por la no­che, volvió loco de contento porque un amigo de su pueblo le prestó el dinero que necesitaba.
Al día siguiente, antes de que se levantaran, la re­genta ya estaba llamando a la puerta, diciendo en voz alta:
-Joven, hoy se cumple el plazo. No puedo es­perar ni un minuto más. Me entregas el dinero o mando que te echen a la calle.
Se abrió la puerta, apareció la hermana Du, quien le dijo con voz grave y determinante:
-Señora, durante ocho años me he humillado y sacrificado para que su caja se llenara de monedas de oro. Hace unos días, usted me ha prometido la liber­tad si mi novio le pagaba trescientas monedas de pla­ta. Aquí tiene el dinero. No falta nada. Tómelo y dé­jeme en libertad. De lo contrario él se llevará el dine­ro y yo me suicidaré delante de usted.
La regenta nunca había pensado que pudiera conseguir el dinero, pero ahora, ante la dificil dis­yuntiva, montó en cólera, ordenando que salieran de la habitación y los echó a la calle.
Por fin, la Décima hermana Du estaba libre. Pe­ro salvo la ropa usada que llevaba puesta no tenía nada. Tuvieron que acudir a la casa de una amiga para asearse y pedir algún dinero para el viaje. La mujer se alegró de que Du hubiera conseguido la li­bertad. Llamó enseguida a la otra amiga que tenía la misma profesión, y las dos le regalaron ropa y algu­nas joyas a la recién liberada. Habilitaron una espa­ciosa habitación para que se alojara temporalmente la joven pareja. Esa misma noche organizaron una suculenta cena a la que acudieron una docena de bellas cortesanas.
El día de su partida, muy de madrugada, cuando la joven pareja subió al carruaje para emprender el viaje hacia el sur, vinieron a despedirse todas las ami­gas de la preciosa mujer. Trajeron un cofre y se lo dejaron en las manos de Du, diciéndole:
-Esta caja contiene unas monedas que hemos juntado para ayudaros un poco en el viaje. Espera­mos que seáis felices para toda la vida.
Du les agradeció la gentileza y guardó el cofre sin abrirlo. Viajaron varios días en un carruaje hasta llegar a un río que les conduciría hacia el sur. A los pocos días agotaron el dinero que llevaban. Para continuar el viaje, Du abrió la caja y saco un sobre rojo que contenía cincuenta monedas de plata. Al­quilaron un barco privado con remero y siguieron el viaje. Li había tomado la decisión de ir hacia Hang Zhou, para instalar primero a la mujer, mientras que él iría a su casa para convencer a sus padres y conse­guir su conformidad con el matrimonio.
Una noche, mientras estaban anclados en un em­barcadero, se les acercó un barco privado de lujo en el que viajaba un joven comerciante de sal. Al día si­guiente, cuando el comerciante vio por casualidad la bellísima cara de Du, cambió su plan de viaje y persi­guió su barco durante todo el día. Al final, pudo enta­blar conversación con Li, a quien le invitó a cenar en un restaurante del puerto. El comerciante de sal era más o menos de la edad de Li y había conocido a mu­chas mujeres de vida alegre durante sus largos viajes. Pero jamás había visto una chica tan guapa. Tras más de veinte copas de licor, se hicieron amigos confiden­ciales. Li le contó todo lo que había pasado en estos dos años, y al final reveló su preocupación por la difi­cultad de conseguir el consentimiento de sus padres para poderse casar con una mujer de esa índole.
El comerciante agravó su desasosiego del joven diciendo:
-Tus padres jamás van a consentir que te cases con ella. Preferirían morir antes de ver su dignidad manchada y su reputación por el suelo. Además, ese tipo de mujeres suelen engañar a los hombres. Si la dejaras sola en una ciudad como ésta, antes de diez días te volvería a ser infiel y a engañarte. Probable­mente ella tiene viejos amigos en el sur, así que en cuanto vuelvas de casa, ya se habrá marchado con ellos dejándote abandonado. Sobre todo ahora que vas a tener que afrontar la severa mirada de ,tus pa­dres, los pondrás enfurecidos si vuelves a casa con las manos vacías para contarles que has gastado todo el dinero en burdeles sin haber hecho ningún estudio. Los vas a matar vivos con esa ocurrencia.
Al oír sus razonamientos, el joven Li empezó a vacilar.
-¿Qué hago entonces?
-¿Por qué no me la cedes por mil monedas de plata? Así tendrás dinero y les contarás que todo eso es mentira, que has estado estudiando y aún te que­da bastante dinero. De esta manera te creerán plena­mente. Así, también te liberarás de esa mujer, que seguro te va a engañar.
Li se sintió mareado y totalmente perturbado. Se limitó a decirle que consultaría con su mujer.
Cuando llegó pasada la medianoche, borracho y malhumorado, la hermana Du aún lo esperaba con las velas encendidas. Le preguntó si quería tomar al­go de lo que le había preparado; como lo vio menear la cabeza, le quitó los zapatos para que se tumbara en la cama. De repente, el joven empezó a llorar. Ex­trañada, Du le preguntó qué había pasado. Li le contó lo que le propuso el comerciante de sal. Des­pués de escucharlo, con los ojos inundados de lágri­mas, la bella mujer le preguntó con ansiedad.
-¿Qué piensas de esa sugerencia?
Perturbado y dolorido, el joven le dijo sollo­zando:
-No sé qué hacer. Es tan difícil para mí. Por un lado, tengo miedo de que mis padres se enojen si me caso contigo, por el otro, te quiero mucho y sería un martirio para mí perderte. No sé, no sé qué hacer.
La cara de la bella mujer se volvió trágicamente serena.
-Quien te ha propuesto esto es una persona ge­nerosa y razonable. No veo ninguna mala intención en su comportamiento. Además, recuperarás el dine­ro para salvar tu reputación ante tus padres. A mí no me importaría ir con otro hombre, así también me evito sufrir la penuria y la inseguridad de esperarte. Pero es importante que te dé el dinero que ha pro­metido. ¿Cuándo te lo dará?
-Mañana, si estás de acuerdo con este arreglo.
-Perfecto, duerme ahora para contar bien el di­nero mañana.
El hombre concilió el sueño enseguida. Mientras, la mujer empezó a cambiarse y a maquillarse con sumo cuidado.
Al día siguiente, cuando Li se despertó, encontró a su mujer elegante y bellísima. Recordó lo que ha­blaron unas horas antes y agachó la cabeza con un largo suspiro. Al verlo así, la hermana Du le recordó:
-Cuenta bien el dinero, para que no te engañe.
Li abrió la puerta del barco, el rico comerciante ya estaba esperando en su lujoso barco, con los ojos ávidos fijos en la bellísima mujer. Li le dijo:
-He hablado con mi mujer, ella lo ha aceptado. Dame, pues, el dinero.
El comerciante se mostró desconfiado.
-Para darte el dinero, necesito tener el tocador de tu mujer como fianza.
Li volvió la cabeza para consultar a la hermana Du, quien le dijo categóricamente: -Dáselo.
Una vez traspasado el tocador, el comerciante le entregó las mil monedas de plata, que Li contó una a una. No faltaba ninguna, y además comprobó que eran monedas auténticas. Volvió los ojos hacia la lin­dísima mujer que iba a pasar al otro barco. La her­mana Du ni siquiera se dignó mirarlo, su cara se veía tranquila, impasible y soberbia. Tenía en las manos el cofre que le habían regalado las chicas de la misma profesión. La mujer se paró en la proa del barco y dio orden al remero para zarpar y emprender la mar­cha, atado al barco del comerciante, adonde se podía pasar con un trampolín. Du pidió a Li que se acerca­ra y viera qué había en la caja. Abrió la tapa del pre­cioso cofre, dejando ver su contenido. Li no podía creer lo que veían sus propios ojos. Había monedas de oro, pendientes y anillos de brillante, collares de perlas, figuritas de marfil y lapizlázuli, piezas de jade verde que valían un imperio.
La bella mujer empezó a hablar:
-Éstas son las joyas que me regalaron los nobles y ricos que han besado mis pies. Algunos se han arruinado haciéndome regalos de incalculable valor. Pero no conquistaron mi amor, simplemente man­charon mi cuerpo. El único hombre que he querido en mi vida eras tú. Pero por mil monedas de plata me has vendido a ese morboso sinvergüenza. Me da pena tu fragilidad y tu inconstancia. Este cofre no es regalo de ninguna amiga. Es mío. Les pedí que me lo guardaran dos días y que me lo devolvieran como si se tratara de un regalo. Estas joyas valen más de cien mil monedas de oro. No te lo había dicho justa­mente para probar la autenticidad de tu amor. Pero me has destrozado el corazón con tu mezquindad.
Mientras decía esto, tiraba a manos llenas las jo­yas al caudaloso río ante los atónitos ojos del hom­bre al que amó con toda su alma y del que odió des­de el principio. Antes de que vaciara el contenido del cofre, Li se dio cuenta del valor de las cosas que esta­ba tirando la mujer, se arrodilló pidiendo perdón. Pero era demasiado tarde; antes de que reaccionara, la Décima hermana Du se había lanzado al profundo río con el cofre vacío. La hermosa silueta de la her­mana Du desapareció enseguida en el caudaloso to­rrente.

005. Anonimo (china),

Una broma cara

El emperador de la Dinastía Zhou, You Wang, tenía una concubina favorita llamada Bao Si. Era preciosa y muy delicada, de incomparable hermosu­ra. Pero no sonreía nunca. Quizá precisa-mente por la eterna melancolía y la seriedad impasible de su ca­ra parecía más bella y eclipsaba a las demás damas del palacio que siempre trataban de congraciar al empe­rador con la sonrisa más dulce del mundo. El mo­narca estaba profundamente enamorado de la me­lancólica mujer, tratando de deleitarla con todo lo que podía, a fin de ver una sonrisa en su cara. Le re­galó seda y joyas, la acompañaba en suculentas cenas con música y baile, le contaba chistes de todos los colores, pero nada podía hacerle sonreír. En el es­fuerzo de llenar el abismo de su amargura, el monar­ca le concedió la mayor distinción nombrándola Pri­mera Dama del Imperio Zhou, pero resultó también en vano.
Obsesionado por ver al menos una moderada ex­presión de dulzura, el emperador hizo público el de­creto de pagar mil monedas de oro a quien lograra provocar, de la forma que fuere, una sonrisa de su enamorada.
Desfilaban entonces ante la inmutable seriedad de la dama los mejores cómicos que podían matar de risa a cualquiera, y los lisonjeros más hábiles que po­dían ruborizar las fibras nerviosas más insensibles. Pero nada ni nadie, ni siquiera la exposición de las cosas más exóticas del mundo, podían borrar la tris­teza de su expresión.
Al ver la desesperación del emperador, se presen­tó un día un ministro servil y adulador, diciendo que tenía una artimaña infalible para provocar la son­risa de la mujer más bella del mundo. Quería gastar una gran broma a los generales del ejército de los reinos y condados federados ante la presencia de la Primera Dama.
Había en aquella época unas atalayas a lo largo de unos altos muros de defensa, que servían para en­viar señales de emergencia ante cualquier invasión enemiga. Para convocar al ejército, se encendía leña en esas altas plataformas para que la luz del fuego comunicara la proximidad del enemigo. Si era de día, quemaban el excremento seco de lobos que pro­ducía una columna de intenso humo, cumpliendo el mismo objetivo. Las tropas del imperio acudían rápi­damente para combatir contra los agresores. Era un sistema de comunicación exclusivamente reservado en caso de guerra.
Pero esa noche, el emperador y su dama se sen­taron en la puerta este de la capital, en medio de lu­ces, manjares y música.
El ministro adulador ordenó prender fuego a la leña de la primera atalaya en señal de guerra. Pronto apareció fuego en otras atalayas, sucesivamente. Las tropas del imperio no tardaron en llegar, conducidas por veloces caballos y rápidos carros de guerra, al mando de enérgicos generales. Pero, cuando llega­ron, se extrañaron al comprobar que ningún ejército enemigo estaba atacando la capital. Mayor fue su sorpresa cuando vieron la sonrisa que iluminaba la bella cara de la complacida concubina y las carcajadas del monarca. Los generales se retiraron indignados.
Así logró el emperador Zhou ver la primera son­risa de su bella dama. Pero eso le costó todo un im­perio: se produjo una verdadera invasión enemiga al cabo de unos meses y ningún general acudió creyen­do que se trataba de otro capricho de la corte para hacer sonreír a la Primera Dama.

005. Anonimo (china),

Un hombre solo evitó una invasión

En la historia de China la interceptación más efi­ciente contra una posible invasión enemiga no fue realizada por un ejército bien armado, sino por un comerciante de ganado. Esto ocurrió en la Era de Primavera y Otoño, cuando numerosos reinos se en­frentaban en interminables guerras de expansión y de defensa.
Una vez el reino Qin, uno de los más poderosos de la época, envió un ejército bien armado de cien mil soldados para atacar el reino Zheng. Se trataba de una operación militar sumamente secreta, por lo que cuando las tropas invasoras estaban ya cerca de la frontera con Zheng, éste aún no se había enterado del inminente peligro. Tanto el monarca como sus ciudadanos vivían con la más absoluta tranquilidad.
Un día un comerciante de ganado llamado Xian Gao cruzó la frontera y se dirigió al mercado de gana­do en una ciudad importante del reino vecino. Lleva­ba dos docenas de bueyes para venderlos en la feria. En el camino se enteró de los movimientos del ejérci­to invasor. Se quedó muy preocupado pensando:
-Acaba de fallecer nuestro rey y el nuevo mo­narca es todavía muy joven. Después de los días de luto nacional, el país no está militarmente preparado para resistir una invasión de tan poderoso ejército. ¡Qué desgracia! Nos van a invadir y nadie sabe nada.
Hay que hacer algo. Sí, hay que interceptar al ejérci­to invasor.
Envió a un paisano suyo a informar urgentemen­te a la corte del peligro inminente de guerra. Luego, se disfrazó de enviado especial del rey Zheng. Alqui­ló un lujoso transporte y fue al encuentro del ejército invasor llevando veinte bueyes de regalo. Cuan­do los soldados de la vanguardia se enteraron de que se trataba del enviado especial del rey de Zheng, lo llevaron a ver al mariscal Men. Éste, sorprendido por la inesperada visita del cortesano, le dijo con so­berbia:
-Nuestro ejército, en su expedición hacia el este, se ve obligado a pasar por el territorio de su rei­no. Se trata de un tránsito nada más. Tenéis que per­mitírnoslo.
El inteligente comerciante se mantuvo sereno y mostró una amable sonrisa mientras contestó:
-Yo he venido justamente para darles la bienve­nida. Nuestro rey me ha enviado para comunicarles que ya lo hemos preparado todo para asistir a su ejército en lo que necesite. Pueden permanecer allí cuantos días sean necesarios. El día de su marcha se­rán acompañados por nuestro ejército hasta la fron­tera. Les he traído veinte bueyes para agasajarlos. Más adelante les harán una recepción oficial.
El comandante general del ejército de Qin se desanimó sensiblemente al oír las palabras del su­puestos representante del reino Zheng y, para sor­presa de todos, dijo:
-Transmita a su rey mi agradecimiento por su buena voluntad. Pero he decidido cancelar la opera­cion y no pasar por su territorio.
Después de que se retirara el enviado especial, los generales preguntaron al mariscal por qué había cambiado de idea.
-¿No veis que ya se han enterado de nuestra in­tención? El propósito de esta expedición era derro­tarlos con un ataque relámpago. Pero ahora ya están preparados. Es dificil ganarles con cien mil hombres mal asistidos logísticamente. No voy a entrar en una batalla de la que no tengo plena seguridad de ganar.
Dicho esto, ordenó la retirada del ejército y anu­ló el plan de conquista.

005. Anonimo (china),

Un embajador digno

Yan Zi fue nombrado embajador del rey Chi y enviado al vecino reino Chu, cuyo monarca era pre­potente y despreciaba a los países más débiles. Sentía bastante hostilidad por el país que representaba el embajador Yan Zi debido a la guerra que habían sos­tenido durante muchos años. Por lo tanto, cuando le anunciaron la llegada del nuevo embajador, preparó varios planes para humillarlo.
Como Yan Zi era bajo de estatura, el rey ordenó abrirle sólo la puerta pequeña del acceso lateral de la capital el día de su llegada. El embajador, indignado por el desprecio, se negó a entrar diciendo:
-Soy embajador acreditado de un reino y no de una perrera. Si éste fuera un país de canes, aceptaría entrar por este hueco.
Al oír eso, el rey no tuvo más remedio que or­denar que le abrieran la puerta principal. Sin embar­go, no abandonó el plan de humillarlo. Durante la entrevista con Yan Zi, el rey mostró su menosprecio sin ningún tapujo.
-¿Será posible que no tengan otra persona más adecuada para tener que mandarle a usted aquí como embajador?
La indignación ante tan evidente menosprecio no le hizo perder la cabeza a Yan Zi, quien con un tono sereno le respondió:
-En mi país hay una tradición: los embajadores acreditados en los países de soberanos sabios tienen que ser muy competentes. En cambio, siendo yo tan deficiente, sólo puedo venir a su reino.
Un tanto sorprendido con la habilidad mental y la ferocidad de sus respuestas, el agresivo rey no se dejó impresionar por la inteligencia del nuevo emba­jador, a quien tenía preparado otro ardid para humi­llarlo. Hizo una señal con la mano, tras la cual un guardia trajo a un detenido y le informó a viva voz:
-Majestad, éste es un ladrón, inmigrante del reino Chi.
El monarca se puso a reír a carcajadas lleno de satisfacción.
-Ya lo creo. Por lo visto, los habitantes de Chi no son más que unos ladrones. Ja, ja, ja...
Yan Zi no se dejó abrumar por el trato humillan­tes; con tono tranquilo y voz grave, dijo:
-Los naranjos que crecen al sur del río Yantsé dan unas frutas jugosas y dulces. Pero, al ser tras­plantados aquí en el norte, sus naranjas son incomes­tibles, porque las condiciones han cambiado total­mente. Los habitantes de Chi son honrados y nunca roban a nadie. Pero, curiosamente, al venir aquí se han habituado a convertirse en ladrones.
El rey Chu se encogió de hombros sin saber qué decir.

 005. Anonimo (china),

Ts’oei


El letrado Ts'oei pasaba el verano en el valle de Lo. Era un apasionado floricultor; en su jardín crecían las plantas más raras y de colores más de­licados de todo el valle. Ts'oei cuidaba de su jardín con un esmero extraordi­nario; se levantaba muy pronto en cuan­to salía el sol, y una de sus primeras tareas era regar sus queridas y maravi­llosas plantas.
Cierto día, mientras estaba ocupado en tal menester, oyó un ruido de caba­llerías en el sendero; a lo lejos se divi­saba una nube de polvo que se iba acercando lentamente; pronto pudo dis­tinguir con toda claridad lo que era; se trataba de un cortejo que iba en direc­ción el valle de Lo. Ts'oei se quedó estupefacto de la brillantez y riqueza de las cabalgaduras. Una larga hilera de servidores, soberbiamente vestidos de ricas sedas, escoltaba a una dama de belleza indescrip-tible. Ts'oei era un hombre mundano, acostumbrado a ver extra-ordinarias bellezas en la ciudad, pero doncella igual a aquélla jamás hubiera creído que pudiera existir. El letrado quiso decirle algo a la joven cuando pasó por delante de su puerta, pero su caballo pasó tan veloz que a Ts'oei no le dio tiempo ni de abrir la boca.
Al día siguiente, al alba, bajó de nue­vo a su jardín. Tenía la secreta esperan­za de volver a ver aquella beldad, y así fue. Todo transcurrió como el día an­terior: se oyó el ruido de los caballos, apareció la nube de polvo a lo lejos, se fue acercando el cortejo y de nuevo pasó por delante de la casa de Ts'oei la dama y su séquito. El letrado empezó a reflexionar y se dijo que al día siguiente prepararía las cosas de tal manera que la joven tendría que detenerse a la fuer­za ante su casa. Prepararía el té y dis­pondría todo el servicio en el jardín. Luego se adelantaría a invitar a la don­cella y a sus acompa-ñantes.
Aquel día Ts'oei se levantó todavía más pronto de lo acostumbrado. Esco­gió las más delicadas tazas y platos que tenía, lo dejó todo dispuesto en el jar­dín sobre una estera y se dispuso a es­perar... A la hora habitual, cuando el sol empezaba a iluminar con sus tibios rayos el fragante jardín del letrado, apareció el cortejo. Ts'oei se adelantó entonces presuroso y desde el borde del camino saludó a la dama inclinándose profundamente:
-Señora, os he visto pasar por aquí varios días seguidos cabal-gando y nada podía serme más grato que ofreceros mi humilde morada para que descansa­rais en ella unos momentos y tomarais el té de la amistad; luego tendría sumo placer en mostraros mi florido jardín. Soy un apasionado floricultor y me gus­taría que os dignarais contemplar mis plantas.
La doncella permaneció muda e in­diferente a tan gentiles pala-bras. Ape­nas parecía darse cuenta de que un joven se había inclinado profundamente al borde del camino para dirigirle la palabra; la dama ni le contestó. Siguió hacia adelante. Algunos de sus servido­res echaron una burlona mirada a Ts'oei al pasar. Éste permaneció un buen rato junto al camino, desilusiona­do y perplejo: jamás le había ocurrido nada semejante.
El letrado Ts'oei era un hombre te­naz, no era fácil hacerle desistir de una idea. Inmediatamente su cerebro empe­zó a elaborar un plan para el día si­guiente. Tenía que conseguir que la bella desconocida detuviera su caballo ante su puerta. Pronto creyó haber en­contrado solución a su problema.
Al despuntar el día ya estaba Ts'oei en su jardín con el té a punto como el día anterior. El cortejo no tardó en apa­recer; tan pronto como lo vio en lon­tananza, el letrado cabalgó en aquella dirección, se unió al séquito de la dama y en cuanto estuvieron ante su mansión descabalgó y se prosternó en medio del camino antela cabalgadura de la don­cella, que así se vio forzosamente obli­gada a detenerse. Ts'oei le suplicó de nuevo con finas palabras que se detu­viera ante su casa y que se dignara pro­bar el té de la amistad. La doncella tam-poco esta vez parecía llevar trazas de contestarle ni una palabra, pero en aquel momento intervino un viejo y bondadoso criado diciendo:
-Mi señora, los jinetes están cansa­dos y a los caballos tampoco les vendría mal pacer un poco. Podríamos descan­sar, si os parece unos momentos aquí, en este maravilloso jardín de tonalida­des tan diversas como las del arco iris.
La doncella sonrió entonces amable­mente al anciano y asintió; descabalgó y penetró en el jardín de Ts'oei. Nuestro letrado estaba tan embebido contem­plando la radiante belleza de aquella des-conocida de piel tan blanca como los rayos de la luna, que -apenas pronuncia­ba palabra; pronto llegó la hora de mar­charse. Sólo entonces se dio cuenta el letrado de que aún no había hecho ni dicho nada para retener a la honorable desconocida. En aquel momento el vie­jo criado, como si adivinara los secre­tos pensamientos de su anfitrión, se acercó a Ts'oei y en un aparte le dijo:
-Honorable señor, veo que os ha­béis enamorado de mi ama. Si queréis os puedo servir de intermediario, si es que pensáis casaros con ella. No creo que haya dificultades para conseguir el permiso de la familia. Parecéis un hom­bre culto y bueno, y vuestro aspecto es agradable. Ahora nos dirigimos precisa­mente (y los otros días también íbamos al mismo lugar) a ver a la hermana de mi ama. Está algo delicada de salud y por eso reside actualmente en este valle; en cuanto lleguemos le notificaré vues­tros deseos y como estoy seguro de que accederá os ruego, señor, que empecéis a hacer ya todos los prepara-tivos nece­sarios para la boda, pues no pasarán muchas lunas sin que os traiga a la que ha de ser vuestra esposa.
Muy agradecido quedó el letrado al buen sirviente. Al instante le prome­tió hacer todo lo que le había dicho.
La dama y su séquito se alejaron de nuevo. Ts'oei se despidió cortésmente de sus huéspedes y desde aquel mismo instante empezó a hacer los preparati­vos para su boda. Transcurridas dos semanas el letrado, una tarde que esta­ba en su jardín pensando en su amada, vio acercarse un rico palanquín del que descendieron dos damas. Eran su futu­ra esposa y la hermana de ésta. Ts'oei salió a su encuentro inmediatamente y las alojó en su casa.

El joven Ts'oei era el más feliz de los mortales. Tenía la esposa más per­fecta que pudiera existir. No había flor que admitiera comparación con su be­lleza, ni gorjeo de pájaro de trinos más suaves y puros que los de la voz de su amada. Pero el letrado en su precipita­ción se había olvidado de cumplir con un deber fundamental: no había no­tificado su enlace matrimonial a su ho­norable y anciana madre. Decidió po­ner remedio a su descuido inmediata­mente. Tan pronto como le fue posible emprendió el viaje con su esposa hacia la ciudad donde moraba la anciana.
Cuando a la honorable señora le fue presentada su nuera quedó gratamente sorprendida; su hijo no habría podido encontrar en toda la ciudad doncella más hermosa ni más educada que la que había hallado en pleno valle de Lo.
La madre de Ts'oei les rogó encare­cidamente que no se marcharan, les suplicó que permanecieran ambos a su lado y los jóvenes esposos así lo hi­cieron.
La vida transcurría feliz en casa de Ts'oei. Una mañana llegaron unos ser­vidores procedentes de la casa de su cuñada. Eran portadores de delicadas golosinas para el letrado y su parente­la. Al probar aquellos manjares, Ts'oei y sus familiares quedaron descon-cer­tados. Aquellos dulces tenían un sabor exquisito, lleno de suaves y delicados perfumes que no parecían de este mun­do.
La vieja señora admiraba cada día más a su nuera, pero en su admiración empezaba a mezclarse cierta temerosa desconfianza que no acertaba a disimu­lar totalmente. Su hijo, que amaba tier­namente a su madre, pronto se dio cuenta de ello y respetuosamente le preguntó cuál era la causa de su preo­cupación.
-Honorable madre, os ruego que os dignéis revelarme el origen de vues­tro pesar. Leo en vuestro dulce rostro que algo os atormenta.
-Hijo mío, no sabes cuánto siento tener que revelarte el motivo de mis te­mores. Desconfío de tu esposa. No pa­rece un ser de este mundo. Su voz es más cristalina y más pura que los gor­jeos del ruiseñor, sus manos tañen el laúd mejor que el más consumado ar­tista, su piel es más blanca que los ra­yos de la luna, y la seda y el brocado de sus vestidos es más brillante y suave que los pétalos de las flores de tu jar­dín; y aún hay otra cosa que me preo­cupa más: las golosinas que nos envió tu cuñada no parecen alimentos de la tierra, sino manjares celestes; hijo mío, creo..., creo que tu linda esposa es un espíritu maligno que quiere posesio­narse de ti para atormentarte; mejor será que la devuelvas con los suyos.
Ts'oei experimentó una aguda pena al oír aquellas palabras de su venerable madre, pero como era un hijo bueno y respetuoso sabía que su deber era obe­decer y callar.
Con profundo pesar se dirigió al encuentro de su esposa para comuni­carle la triste noticia. Entró en sus ha­bitaciones y la encontró llorando; es­taba ya enterada de lo que había dicho su suegra y de la terrible separación que les había sido impuesta. Triste­mente escuchó lo que le decía su mari­do, y de común acuerdo decidieron em­prender el viaje al día siguiente. Lo único que se atrevió a decir la dulce esposa fue que su honorable suegra es­taba equivocada al juzgarla de aquel modo tan despiadado.
Tan pronto como apareció el sol en cl horizonte traspusieron el umbral de la puerta de su casa Ts'oei y su esposa; fuera los estaban esperando ya los ser­vidores de ésta. Se formó el cortejo y lentamente se encaminaron hacia el valle de Lo. Tras varios días de fatigoso camino llegaron a una frondosa hon­donada. Las más variadas plantas cre­cían en aquella tierra ocultando apenas los curvados techos de un suntuoso pa­lacio. Ts'oei quedó maravillado al con­templarlo: ni el palacio del emperador podía comparársele.
Al ver llegar la caravana salieron a recibirles numerosos ser-vidores que miraron despectivamente al letrado mientras ayudaban a descabalgar a su amo. Uno de los criados hizo una pro­funda reve-rencia a su señora y otra muy ligera a Ts'oei y les invitó a entrar en la casa. En una de las salas del palacio estaba esperando a los esposos la cu­ñada del letrado. Ésta al verlos saludó ceremonio-samente a ambos y dijo a Ts'oei:
-Eres un buen hijo, pero eres tam­bién un hombre inconstante y tu hono­rable madre ha sido una desconfiada. Las relaciones entre nuestras dos fami­lias han terminado, pero teniendo en cuenta que durante todo el tiempo que mi hermana ha permanecido entre vos­otros la habéis tratado con cariño quiero agasajarte y despedirte con un banquete. Venid conmigo que ya lo ten­go todo preparado.
Ts'oei sentado cómodamente sobre esteras volvió a comer aquellos manja­res, que habían provocado la descon­fianza de su madre, y bebió un aromáti­co vino cuyo sabor, tal como había dicho la honorable señora, no podía ser cosa de este mundo. Mientras esta-ban comiendo, unas bellísimas doncellas empezaron a tocar el laúd. Los sones de aquella música eran tan armoniosos que Ts'oei notó que un dulce sueño le hacía cerrar los ojos. Tardó mucho en despertar. Cuando por fin sus ojos vol­vieron a abrirse oyó como su cuñada le decía:
-Ha llegado el momento de la des­pedida, hermana. Desea feliz viaje a tu esposo y entrégale algo como recuerdo, si tal es tu deseo.
La esposa de Ts'oei lloraba dulce­mente; sin decir nada sacó de una de sus mangas de brocado plateado «un cofrecito de jade blanco», de bellísima factura, y se lo ofreció a su marido. Ts'oei lo cogió con gran emoción y tam­bién de sus ojos brotaron lágrimas. Luego se inclinó más de cien veces; sa­lió de palacio, montó en su caballo y se alejó lentamente hacia su mansión. Al cabo de un rato, acariciando dulcemen­te el cofrecillo con su mano, se volvió para ver por última vez el lugar donde había dejado a su amada, pero no vio nada: sólo abruptos roquedales y hon­das simas quedaban atrás.
Fueron pasando los días, los meses y los años. Ts'oei seguía yendo en vera­no a cultivar su hermoso jardín del valle de Lo. Una tarde, cuando ya se disponía a entrar en la casa, vio apare­cer en el sendero a un bonzo. Iba pere­grinando por aquellas tierras y se diri­gía directamente hacia él. Cuando se hallaron frente a frente, el bonzo le sa­ludó diciendo:
-Ilustre letrado, vengo en tu busca desde muy lejos. Sé que guardas un preciado tesoro: muéstramelo, por fa­vor.
-¿Cómo sabéis que tengo tal cosa en mi poder?
-En tu cara lo veo escrito, hijo mío. Una persona muy importante te ofreció algo. Enséñamelo, te lo ruego.
Ts'oei estaba asombrado, pero deci­dió complacer al bonzo; le pareció ser alguien lleno de bondad. Entró en la casa y salió llevando el precioso cofreci­tó de jade entre sus manos. El bonzo al ver aquel objeto quedó profundamen­te emocionado; inmediatamente ofre­ció una enorme cantidad de sapeques al letrado para comprárselo. Deseaba adquirirlo a toda costa. A Ts'oei su cu­ñada le había llamado inconstante, pero además de inconstante era bastante avaricioso. Así que decidió vendérselo al bonzo.
El taoísta le dio las gracias con emo­ción, y se disponía a marcharse ya cuando oyó que Ts'oei le decía:
-Señor ¿podríais revelarme quién era la que fue mi esposa?
-Serás complacido, honorable le­trado. Tuviste par esposa a la hija ter­cera de la divinidad del Oeste. Su nom­bre es Ánfora de Jade. Fue una lástima que tu anciana madre fuera tan descon­fiada y tú tan inconstante y débil que no supieras guardar a tu esposa contigo y justificarla ante los ojos de tu madre. Si la hubieras hecho así tú y toda tu familia habríais vivido eternamente, pero tu desconfianza, tu inconstancia y tu cobardía te perdieron.

005. Anonimo (china),