Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 15 de junio de 2012

El príncipe encantao

113. Cuento popular castellano

Era una hija de un rey que estaba jugando con una bola de oro, y al tirarla se la cayó a un pozo. Entonces empezó a llorar, y se la apareció un sapo, que la dijo:
-¿Por qué lloras, niña?
Y ella contestó:
-Porque se me ha caído una bola de oro al pozo. Si me la sacas, te llevaré conmigo y comerás todos los días en mi plato.
Se la sacó el sapo del pozo, y una vez que la tuvo fuera, ella la cogió y se echó a correr. Por más que el sapo la llamaba, ella no le hacía caso. Llegó la niña a palacio, y la estaban esperando ya para comer.
Se pusieron a comer cuando pasó una muchacha y dijo que allí había un sapo que decía que tenía que pasar a comer con la niña. Entonces el rey dijo que pasara. Y al decir el sapo lo que había sucedido, la dijo el rey a la niña que lo que había ofrecido debía cumplirlo. Y le mandó que comiera con ella. Pero a ella la daba asco, y apenas comió aquel día.
Luego, después de comer, se fue a echar, y el sapo dijo que él también tenía sueño. Entonces dijo el rey que le llevara con ella. Pero como la daba asco, le dejó en la alfombra y ella se subió co­rriendo a la cama. Y el sapo no dejaba de decirla:
-Tengo sueño; tengo sueño. Súbeme contigo.
Entonces ella, ya harta de oírle, se bajó de la cama y le cogió y le dio contra una pared. En ese momento se volvió en un caba­llero muy elegante, muy esbelto, y la dijo:
-Yo era un príncipe encantao, que me había encantao una hechicera, y dijo que me desencantaría una princesa dándome un golpe.
Entonces ella se fue corriendo a decírselo a su padre. Y como el príncipe era muy guapo -pues en seguida dispusieron que se casara con la princesa. Y ya se casaron y vivieron felices, y co­mieron muchas perdices...

Sieteiglesias, Valladolid. Narrador XC, 7 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)


El pollo que fue a cobrar un real

146. Cuento popular castellano

Era un pollo que escarbando, escarbando, en un muladar, en­contró un papelito que decía: «El rey me da un real». Y dice el pollito:
-Me voy a Madrid, que el rey me da un real, y le voy a cobrar. Conque fue derecho a Madrid. Y andando por el camino en­contró a un lobo.
-¿Ande vas, pollo, que te voy a comer? -le dice el lobo.
-Voy a Madrid -contesta el pollo-. Escarbando, escarbando, en un muladar, encontré un papelito que dice que el rey me da un real, y le voy a cobrar. ¡Métete en la mi tripa, que a la vuelta me comerás!
Y se metió el lobo en la tripa del pollo.
Andando, andando, se encontró a una raposa.
-¿Ande vas, pollo, que te voy a comer? -le dijo la raposa.
-Voy a Madrid -contesta el pollo-. Escarbando, escarbando, en un muladar encontré un papelito que dice que el rey me da un real, y le voy a cobrar. ¡Métete en la mi tripa, que a la vuelta me comerás!
Y se metió la raposa en la tripa del pollito.
Fue más alante y se encontró a la mar, y le dijo la mar:
-¿Ande vas, pollo, que te voy a ahogar?
Voy a Madrid -contesta el pollo. Escarbando, escarbando, en un muladar, encontré un papelito que dice que el rey me da u nreal y le voy a cobrar. ¡Métete en la mi tripa, que a la vuelta me ahogarás!
Y se metió la mar en la tripa del pollito, y el pollo se puso un tapón al culo.
Conque allegó a las puertas del rey y a todos los guardias les dijo que quería hablar con su majestad. Se lo dijon al rey, y éste dijo:
-¡Hombre, hombre, no hagáis caso de él!
El pollo anduvo por allí ocho días, y no hicieron caso de él. Y le volvieron a decir al rey:
-Su Real Majestad, el pollo está allí, y no le podemos echar. Y dijo el rey:
-¡Llevaile, llevaile a la cuadra! ¡Cogeile y le lleváis a la cua­dra entre los caballos, y veréis qué pronto le han de matar!
Cogieron el pollo y le metieron en la cuadra de los caballos. Y el pollo soltó al lobo, y éste mató a todos los caballos.
A la mañana siguiente le dijon los criados al rey:
-¡Oy, si viera ustez lo que ha hecho el pollo! ¡Nos ha matao todos los caballos!
Y dijo el rey entonces:
-Pues llevaile ahora a la cuadra de las aves. ¡Veréis cómo a picotazos le han de matar!
Metieron el polla en la cuadra de las aves, y fue el pollo y soltó la raposa, y ésta mató todas las aves.
Y entonces los criados le dicen al rey:
-¡Si usted supiera lo que ha hecho el pollo! ¡Nos ha matao todas las aves!
Y entonces dijo el rey:
-Ahora le vamos a sentenciar a muerte; le vamos a quemar. ¡Que traigan cien carros de leña y hagan ahí enfrente del palacio una hoguera para quemarle!
Conque fueron y trajeron la leña y hicieron la hoguera de­lante del palacio, la prendieron por cuatro costaos y puson el pollo en medio. Y cuando estaba encendida toda la leña, fue el pollo y quitó el tapón del culo y empezó a echar agua. Y el agua llegó a todas las casas de Madrid. Y ya llegaba a los balcones del palacio, y el rey decía:
-¡Pollo, no me ahogues! ¡Pollo, no me ahogues!
Subió el rey a la chimenea, y ya llegaba el agua a la chimenea.
Y volvió a gritar el rey:
-¡Pollo, no me ahogues! ¡Para de echar agua, que te doy lo que quieras! ¡Te daré la mitaz del reinao!
Pero más agua echaba el pollo hasta que el rey, para que pa­rase de echar agua, le dijo:
-¡Pollo, no me ahogues, que te doy todo lo que quieras! ¡Te doy la otra mitaz del reinao!
Y por fin le dio el rey todo el reinao, y se quedó el rey sin nada. Y venía el pollo para su casa loco de contento, y venía cantando:
-¡Quiquiriquí, que he ganao! ¡Quiquiriquí, un reinao! Y por el camino venía tirando monedas de oro.

Cervera del Rio Pisuerga, Palencia. Narrador XXXI, 24 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)


El pollito

147. Cuento popular castellano

Éste era un pollito que escarbando, escarbando, se encontró una bolsita de dinero y dice:
-¿A quién se la llevaré yo? ¿A quién se la llevaré yo? Pues, ¡se la llevaré al rey!
Y iba andando, andando, y se encontró a un arriero.
-¿Ande vas, pollito? -le dice el arriero.
-Pues, voy a llevar esta bolsita de dinero al rey.
-¿Quieres que vaya contigo?
-No, no, que te cansarás -le contesta el pollito.
-No me canso, pollito, no me canso. Y andando, andando, andando, ya le dice el arriero:
-Pollito, que me canso.
-,¡Métete en mi medio culito!
Conque iba andando, andando, andando, y se encontró garduño:
-¿Ande vas, pollito? -le dice el garduño.
-Pues, a llevar esta bolsita de dinero al rey.
-¿Quieres que vaya contigo?
-No, no, que te cansarás.
-No me canso, pollito, no me canso.
Conque iban andando, andando y ya le dice el garduño:
-Pollito, que me canso.
-¡Métete en mi medio culito!
Conque iba andando, andando, y se encontró un río. Y al pasar el río se le tragó.
Y andando, andando, se encontró a un toro:
-Pollito, ¿ánde vas? -le dice el toro.
-Pues, a llevar esta bolsita de dinero al rey.
-¿Quieres que vaya contigo?
-No, no, que te cansarás.
-No me canso, pollito, no me canso.
Conque iban andando, andando, y ya le dice el torito:
-Pollito, que me canso.
-¡Pues métete en mi medio culito!
Conque ya andando, andando muy lejos, llegó el pollito a
Madrid, a palacio, y le dicen los centinelas:
-¿Ande vas, pollito?
-A llevar esta bolsita de dinero al rey.
-¡Aguárdate, aguárdate! Subemos recado.
Conque le subieron. Como era un pollito con dinero, y todos quieren dinero, pues, ¡qué pollito más guapo, qué pollito más bo­nito! ¡Qué vamos a hacer de este pollito!
-Llevarle al granero y que coma trigo y beba agua. Por la noche dice el pollito:
-¡Sal, arriero! ¡Sal, arriero!
Sale el arriero y se lleva todo el trigo.
Por la mañana van a ver al pollito y ven que todo el trigo ha desaparecido.
-¡Oh, qué pollito más malo! ¡Llevarle al gallinero!
Y le llevan al gallinero con las gallinas. Por la noche dice el pollito:
-¡Sal, garduño! ¡Sal, garduño!
Sale el garduño y mató todas las gallinas. (No las come, ¿sabe?; les chupa toda la sangre y mueren.)
Van por la mañana y encuentran que todas las gallinas están muertas.
-¿Qué vamos a hacer con este pollito? ¡Dios mío!
-¡Que enciendan el horno y le metan a la hoguera! ye meten a la hoguera, y entonces dice el pollito:
-¡Sal, agua! ¡Sal, agua!
Y salió el agua, y apagó toda la lumbre. Y entonces, asustados, dicen:
-¿Qué vamos a hacer de este pollito?
-¡Llevarle a la plaza, que le peguen cuatro tiros!
Le llevan a la plaza, y se ponen los guardias con las escope­tas. Van a tirarle el tiro, y dice el pollito: 
-¡Sal, toro! ¡Sal, toro!
Sale el toro y deja barrida toda la plaza. Y pega un salto el pollito y se fue a su pueblo.

Sepúlveda, Segovia. Narrador XII, 24 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)

El piejillo y el mono de pez

133. Cuento popular castellano

Era una mujer que tenía un niño que era muy chiquitín, más pequeño que un piejillo. Un día le mandó su madre a por aceite onde la tía María. Y como era pequeñín, se metió en la aceitera y se fue rodando. Llegó onde la tía María y dijo:
-Tía María, ¡me dé aceite!
-¿Dónde estás?
-Pues que me pisa, tía María. Metido en la aceitera.
-¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
-Aquí metido. Me coja y me saque. Ya le sacó.
-Que me ha dicho mi madre que me dé un kilo de aceite. Se le dio y le metió en la aceitera y la tapó. Y luego se mar­chó otra vez rodando.
Y un chico por el camino le dio una patada y le pegó al chico. Y gritó el chico:
-¡Ay, no me pegues! ¡No me pegues! Ya llegó a su casa.
-¡Madre!
La madre bajó y cogió el aceite y creyó que el chico se había marchado. Y fue a hacer el almuerzo para su marido y, al ir a echar el aceite en la sartén, cayó el chiquillo. Y fue la madre y le sacó con una cuchara y le puso en un ladrillo. Y ya se enfrió y se secó.
Otra vez le mandó su madre a llevar el almuerzo a su padre. Y le sacó la burra la madre y le echó el almuerzo en las alforjas. Y el chico, al salir a la calle, se metió en la oreja de la burra. Ya llegó onde su padre:
-Padre, ya le traigo el almuerzo.
-¿Dónde estás?
-En la oreja metido.
-¡Pero este diablo!
Ya le sacó. Ya descargó el almuerzo y se puso a almorzar. Y el chico le dijo que si daba una vuelta con los bueyes a arar. Y le dice su padre:
-¡Que te va a cagar el buey!
-¡Que no, padre, que no!
Ya dio la primera vuelta. Al terminar, dijo:
-Ve, como no me ha cagao. Ya dio otra vuelta y le dijo:
-Ve, como no me ha cagao.
Y dio otra vuelta; pero cagó el buey Pinto y le tapó. Y dijo el padre:
-Ves, hijo, como te ha tapao. Ya te lo decía yo.
Lo cogió con una garia y lo echó a una regadera a que se la­vara. Ya se lavó y le sacó del agua. Ya le puso los cacharros en la burra y le montó para que se marcharía.
Habían robado unos ladrones en una casa y estaban subidos en un árbol. Estaban allí para repartirse el dinero que habían ro­bado. Pasó el chico por allí en su burra, y estaban ellos diciendo:
-Esto pa mí. Esto pa ti. Esto pa ti... Y él, desde abajo, pasando por el camino, les dijo:
-Y, ¿para mí?
Y ellos dicen:
-¡Nada!
Y al asomarse ellos y no ver a nadie, comenzaron otra vez:
-Esto para mí. Esto para ti... Y dice el chico:
-Y, ¿para mí?
-Nada.
Y ellos, al ver que no había allí nadie -sólo una burra- se asustaron y echaron a correr, dejando allí todo el dinero. Y el chico se cogió todas las joyas y el oro y metió todo en las agua­deras. Y llegó a su casa y dijo:
-Madre, ábreme, que ya vengo rico.
Y la madre bajó corriendo -a poco se mata bajando por la escalera por la alegría que la dio. Bajó ya la madre, cogió todo y lo guardó en un arca.
Ya los ladrones aprendieron que había sido aquel chico que se lo había quitado. Fueron a casa de él y llamó uno. Sale la madre y le dice el ladrón:
-¿Me da usted un poco de agua?
Y el chico le bajó un puchero de oro que era de ellos. Al verlo, el ladrón se lo quitó, diciendo:
-Este puchero es mío.
Y se marchó corriendo. Subió el chico gritando:
-Madre, que me han quitao el puchero de oro. Y dijo la madre:
-Hijo, ¿qué vamos a hacer?
Ya, pues, vino otro. Sale el chico y el ladrón le dice:
-¿Me da un poco de agua?
Y le bajó el chico una jarra de oro. Y el ladrón se la llevó diciendo:
-Esta jarra es mía, que me la han robao.
Ya el chico puso en la puerta un mono de pez. Y fue a llamar otro de los ladrones. Y como estaba allí el mono de pez, y se pa­recía al chico, creía que era él y le preguntó:
-¿Me das un poco de agua?
Y no le contestó. Y le dijo el ladrón otra vez:
-Me lo das, o te doy un puñetazo.
Se lo dio y se quedó apegao. Y el chico estaba escondido de­trás. Llamó a su madre, y ella bajó corriendo y le pegó un palazo y le dejó testumbao. Ya dice:
-Ya hemos matao uno.
Y al ver que tanto tardaba el ladrón, dijeron los otros:
-¿Qué? ¿Lo habrán matao?
Y ya el chico puso una caldera de pez en la cocina. Y ya se hacía de noche. Y dijeron los ladrones:
-Vamos a robar al pequeño, que nos ha robao.
Y bajaron por la chimenea donde estaba la caldera de pez, y ya se quedaron allí todos apegaos. Ya por la mañana vino la madre y dijo:
-Ya hemos hecho caza.
Ya fueron y los mataron y se quedaron ricos. Y colorín colo­rao, este cuento se ha acabao.

Roa, Burgos. Narrador LXXIX, 13 de julio, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)


El peral de la tía miseria .085

85. Cuento popular castellano

Miseria era una mujer anciana, pobre, que dada su avanzada edad, se dedicaba para mantenerse a pedir limosna. Tenía un hijo que se llamaba Ambrosio (El Hambre), y andaba también por el mundo pidiendo. Y tenía un perrito, que se llamaba Tarro, que era el único que la acompañaba en la pequeña choza que tenía.
Así vivió varios años hasta llegar a una edad muy avanzada, disfrutando nada más que de lo que sacaba de las limosnas y el fruto de un peral que tenía próximo a la choza, del cual pocos años cogía fruto, debido a que los chicos le quitaban todas las peras. Como ella no corría, les embizcaba el perro, y los chicos huían; pero cuando no estaba ella, se las quitaban antes que lle­garan a sazonar.
Un día se presentó a la puerta de su choza un pobre, al ano­checer del día. Mas como estaba nevando, la tía Miseria le dijo que pasara a refugiarse, invitándole a cenar una sopa del poco pan que había recogido durante el día. Y luego después partió la saca donde ella dormía para dar parte al pobre. Y cada uno durmió en su saca de paja. Pero lo extraño del caso es que el perrito Tarro, que tenía la tía Miseria, era muy malo, y a todos los que se aproximaban a la puerta los ladraba. Y observó la tía Miseria que al recibir a este pobre en su casa, no sólo no le la­dró, sino que se arrimaba a lamerle los pies. Así pasaron la noche durmiendo, y al amanecer observó la tía Miseria que se levantaba el pobre con intención de marcharse. Mas como estaba nevando, no consintió que saldría. Y sí salió ella al pueblo inmediato, di­ciéndole:
-No saldrás de mi casa sin que antes desayunes, que ahora voy a recoger cuatro mendrugos de pan al pueblo. Y cuando ven­ga, almorzarás y marcharás.
Viendo el pobre la buena intención de Miseria, se conformó con lo que le propuso. Mas luego, cuando volvió y habían desa­yunao, la propuso el pobre a la tía Miseria.., y la dijo:
-En vista de tu bondadoso corazón, voy a hacerte un favor. Pídeme lo que quieras, pues aunque me ves vestido de pobre, no lo soy. Yo soy San Agustín. Y quiero pagarte el favor que me has hecho.
Dicha promesa rechazó la tía Miseria, diciendo que no quería nada; pero tanto la insistió el Santo que ella no tuvo más reme­dio que aceptar y pedir algo. Y le pidió que todo aquel que se subiera al peral que tenía, sin su permiso, no pudiera bajarse. Porque aunque daba muy buenas peras, no las recogía, porque se las quitaban los chicos. La contestó el Santo:
-Concedido. Con poco te conformas, mujer.
Pronto llegaron a sentirse los efectos de la concesión. Al año siguiente, tan pronto como llegaron las peras a media sazón, los primeros chicos que subieron a cogerlas quedaron allí presos hasta que llegó la tía Miseria. El primer día que quedaron pre­sos los chicos, al verles la tía Miseria desde lejos, ya les gritó:
-¡Ah, granujas! ¡Bien me las vais a pagar, que ahora no os escapáis de mis uñas!
Y llegando al pie del peral, empezó a golpearles con la cachava en que se apoyaba hasta que le dio lástima y les mandó bajar. A todo esto les embizca el perro y, agarrándoles de los pantalones, cuando al uno, cuando al otro, iban a sus casas llenos de jirones.
Este mismo año los chicos seguían yendo a comer las peras; pero después que se fueron dando cuenta de lo endiablado que estaba el peral, ninguno se acercaba. Al año siguiente ya pudo disfrutar la tía Miseria, con toda tranquilidad, de las peras de dicho peral. Así pasaron largos años hasta que un día se acerca a la puerta un hombre alto, seco, con una guadaña al hombro, que la llamó a la tía Miseria tres veces, diciéndola:
-Vamos, Miseria, que ya es hora.
La tía Miseria, que se acerca a la puerta y reconoce que es la Muerte, exclama:
-¡Hombre, ahora tan pronto, al mejor vivir! ¡Ahora que es­toy disfrutando del poco tiempo de tranquilidad que he tenido! (Y eso que tenía ciento y pico de años.)
Mas como la Muerte la insistía, la tía Miseria le suplicó un favor. Y la Muerte la dijo:
-Bueno, ¿qué es lo que quieres?
-Pues, que mientras yo me preparo un poco para el viaje, hagas el favor de cogerme esas cuatro peras que quedan en el peral.
Y la contestó la Muerte:
-Bueno, mujer, anda ligera. Prepárate.
A todo esto se dispuso la Muerte a coger las peras del peral. Subió al árbol; mas como estaban en lo más alto, tuvo que hacer grandes esfuerzos, a pesar de sus largos brazos, para cogerlas. Una vez cogidas, quería bajar del peral, y no podía desprenderse de las ramas. Se cansó de hacer esfuerzos por bajar, y no podía conseguirlo. A todo esto la tía Miseria, que asomada a la puerta le vio, soltó la carcajada, diciendo:
-¡Ja, ja, ja! ¡Bien estás ahí! ¡Déjame a mí, que ahora estoy segura!
Así estuvieron unos cuantos años, haciéndose sentir ya la fal­ta de la Muerte, pues había ancianos que a pesar de sus penosas enfermedades, ninguno moría. Pasaban de doscientos años. Suplicaban a los médicos que les dieran algo para acabar con la vida, que les aterrorizaba ya, y, a pesar de eso, nadie moría. Se, daban cuchilladas unos a otros; se tiraban de precipicios; queda­ban hecho una lástima; pero ninguno moría, pues la Muerte se hallaba colgada en el peral de la tía Miseria y no podía bajar de allí sin su permiso.
Cuando se llegaron a dar cuenta los pueblos irunediatos, em­pezaron a dar vueltas por todos los sitios para ver dónde podrían encontrar la Muerte. Hasta que un día el médico de Profundis, que así se llamaba el pueblo donde residía ese médico, observó que desde lejos le llamaba alguien que decía:
-¡Eh, médico de Profundis! ¡Ven acá!
Acudió a las voces y pronto observó que la Muerte estaba col­gada en el peral de la tía Miseria. Avisó a los vecinos, y todos, armados de hachas, se fueron a aquel lugar con el fin de derribar el árbol, que decían estaba endiablado. Pero por más que daban hachazos a un lado y a otro, las hachas no mellaban el árbol. Se cansaron de hacer por cortarle. Otros se subían al árbol, y aga­rrando de las manos a la Muerte, tiraban por ver si la despren­dían de allí. Pero no sólo no la pudieron arrancar de allí, sino que todos los que subían quedaban colgados como racimos. La tía Miseria se reía y decía:
-Inútil todo lo que trabajéis, pues nadie bajará sin que yo le dé el permiso.
Viendo esta fuerza tan poderosa de la tía Miseria, acudieron personalidades de distintos pueblos y provincias a suplicar a la tía Miseria que le dejara bajar de allí, porque era una lástima ver el mundo como estaba, que no se moría nadie por ningún si­tio a pesar de las horribles calamidades y sufrimientos de que muchos padecían. La tía Miseria, en vista de tanta súplica, y dándole ya lástima de la humanidaz entera, les propuso una condi­ción.
-¿Cuál es? -la dijeron.
Contestando ella que la condición había de ser de que no vol­viera a llamar la Muerte, ni se acordara de su hijo Ambrosio, mientras ella no le llamara tres veces:
-No te acuerdes de mí ni de mi hijo, Ambrosio, hasta que yo no te llame tres veces.
A lo cual accedió la Muerte, contestando que concedido lo te­nía, siempre que la diera permiso para bajar del peral. Acto se­guido bajó la Muerte del peral con todos los que a ella se habían agarrado. Y empuñando el hasta de la guadaña, empezó a cortar pescuezos por todos los sitios. Morían a millares, pues todo el que desde aquel momento se ocupaba de buscar la Muerte la encontraba inmediatamente.
Así transcurrieron largos años, viviendo la tía Miseria en su choza, mante-niéndose de los cuatro mendrugos de pan que reco­gía todos los días por la mañana y con las peras que el peral cria­ba. Y como todavía la tía Miseria no ha llamao más que una vez a la Muerte, todavía existe en el mundo. Y ella y su hijo, el Ham­bre, existirán siempre, pues no tienen intención de llamarla.

Herrera de Río Pisuerga, Palencia. Narrador VII, 25 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)

El pelo en la sopa

301. Cuento popular castellano

Vivían una vez en un pueblo un hombre y una mujer que se llamaban el tío Antonio y la tía Francisca. Y un día la mujer puso la sopa en la mesa pa comer, y el marido, cuando se iba a servir, vio que tenía un pelo. Y muy enfadado la gritó a la tía Francisca:
-¡Oye, tú, que hay un pelo en la sopa, un pelo tuyo! ¡Qué su­cia eres, por Dios! ¡Demonio, que eso de dejar caer un pelo en la sopa!...
Y vino la mujer a ver, y cuando vio el pelo en la sopa, gritó: 
-¡Ay, Dios mío! ¡Sí que hay un pelo en la sopa! Pero no es mío. ¡Es tuyo! A ti se te ha caído seguramente.
-¡Que no, que no es mío! ¡Es un pelo tuyo! ¿Qué no ves que es tuyo?
Y la mujer, muy enfadada, le dijo:
-¡Que no, te digo! ¡No es mío! Es un pelo de tus barbas, que las tienes como un carabinero. ¿Qué no ves que eso es, un pelo de tus barbas, barbas de cerdo viejo?
Y a esa el marido ya se enfadó más que nunca y la dijo a su mujer:
-¡No digas tonterías! Aquí sólo a ti se te caen los pelos. ¿Qué no ves que ya estás quedando calva? A ti se te ha caído y ha caído en la sopa y ai lo has dejao. Es tuyo.
-¡Que no, que no es!
-¡Que sí!
Y de ai se agarraron y se golpearon. Y la mujer daba tantos gritos que acudieron los vecinos del pueblo a ver qué pasaba. Y la primera mujer que llegó, luego que la dijeron lo que pasaba, dijo:
-El pelo es de usté, tío Antonio. Mire usté, que es del mismo color que sus barbas.
Y el marido de aquella mujer, que llegó entonces, la dijo a su mujer:
-¿Cómo ha de ser de él? ¿Qué no ves, tú, mujer, que es un pelo de la tía Francisca?
-Pero, y ¿cómo ha de ser de la tía Francisca, tonto? ¡Si es del tío Antonio! ¡Si clarito se ve que es de él!
-¡Que no es!
-¡Que sí!
Y por ai comenzaron a enfadarse hasta que ellos también se pegaron y se dieron palos. Y luego llegaron otros vecinos, hombres y mujeres. Y las mujeres decían que el pelo era del tío Antonio, y los hombres decían que era de la tía Francisca. Y así se pelearon todos los del pueblo hasta que tuvieron que venir los oficiales y el cura a arreglarlo. Y el cura predicó en la iglesia y les aconsejó a todos que no riñeran por esas cosas. Y al fin todos se fueron con­tentos a sus casas.
Y otro año estaban el tío Antonio y la tía Francisca comiendo en su casa y le dijo ella:
-Oyes, ¿te acuerdas del año pasado cuando se te cayó un pelo en la sopa?
Y él la respondió:
-Me acuerdo que se te cayó a ti un pelo en la sopa, no a mí. 
-¡Que no, hijo, si a ti se te cayó el pelo en la sopa! Ya no te acuerdas.
-¡Sí que me acuerdo! El pelo era tuyo.
-¡Que no, que era tuyo!
Y de ai comenzaron otra vez a enfadarse hasta que acabaron por agarrarse y darse golpes. Y vinieron otra vez los vecinos a ver qué pasaba, y las mujeres decían que el pelo que se había caído en la sopa el año anterior era del tío Antonio, y los hombres de­cían que no, que era de la tía Francisca. Y por ai comenzaron a­ enredarse hasta que todos riñeron y se dieron golpes y palos. Y tu­vieron que venir el cura y los guardias a arreglar las cosas.
Y otro día era domingo, y el cura dijo la misa y predicó el ser­món y dijo que hacían mal los vecinos del pueblo al pelearse por­que se le había caído a la mujer un pelo en la sopa. Y a eso le respondió la tía Francisca:
-¡No, señor cura, el pelo no era mío! ¡Era de mi marido!
Y el tío Antonio gritó desde onde estaba:
-¡No, señor cura, no crea usté a mi mujer! ¡El pelo aquél no era mío! ¡Era de ella!
Y de ai comenzaron todos a enfadarse en la iglesia hasta que el cura tuvo que dejar el púlpito y bajar a calmar a todos. Y se salie­ron todos de la iglesia y ya iban otra vez riñendo y amenazándose cuando gritó uno de los hombres:
-¡El pelo no era del tío Antonio ni de la tía Francisca! ¡El pelo era mío! Yo estaba en casa de la tía Francisca y me estaba afei­tando, y se me voló un pelo y se cayó en la sopa de la tía Francisca.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)

El pecu y el alcotán

51. Cuento popular castellano

Vivían juntos, durante el verano, un alcotán y un pecu. Habi­taban cerca de la sierra, y cuando venía el invierno, la vida se les hacía imposible. El pecu, con más astucia que el alcotán, a me­diados de invierno salía a invernar en tierras cálidas. El alcotán, en cambio, se quedaba en su mísera vivienda, y como le era hasta difícil encontrar alimento por la abundancia de nieves, vivía con penas hasta la primavera.
A primeros de mayo, cuando ya era más agradable el clima, y más abundante el sustento, regresaba el pecu, no cesando de cantar:
-Pecu, pecu.
Ansioso de ver al pobrecito alcotán para que le contara qué tal había pasado el invierno, le encontraba al pobre aterido de frío y encogido.
El pecu, satisfecho de su regreso, y como se encontraba fuer­te, invitó al alcotán a una lucha para probarse las fuerzas. El po­bre alcotán, tímido y aterido, no quería; pero el pecu le insistió tanto que por fin tuvo que acceder. Sostuvieron una lucha encar­nizada, y cuando el pecu se vio vencido, y desplumado, se zafó como pudo de las garras del alcotán. Y cuando el alcotán le lla­maba:
-¡Ven, espera!
Le contestaba el pecu:
-¡Anda de ahí, poco-vales, poco-puedes, que con las uñas me sujetas, y con el pico me muerdes!

Riaza, Segovia. Narrador XL, 30 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)


El pájaro sabio

138. Cuento popular castellano

Eran tres hermanas modistas. Y un día estaban cosiendo jun­tas, y da un suspiro la mayor. Y la pregunta la pequeña:
-¿Por qué suspiras, hermana? ¿Qué te pasa?
-Nada, que digo que si me casaría con el panadero del rey, ¡qué feliz sería yo!
Y la dice la segunda:
-¿Por eso suspiras? Pues, si yo me casaría con el cocinero, sería la mujer más feliz del mundo. Y dice la pequeña:
-Pues, si yo me casaría con el hijo del rey, prometería que le había de traer dos hijos como dos soles y una niña con una estrella en la frente.
Y el hijo del rey lo estaba escuchando y llamó a la puerta. Las tres hermanas se asustaron, creyendo que las castigarían. Las mandó subir al carruaje y las llevó al palacio. Y se celebra­ron las bodas. Las dos hermanas, que se quedaron en palacio para servir a la pequeña, tenían mucha envidia.
Ya quedó en estao la pequeña. Se levantó una guerra, y tuvo que marchar el hijo del rey y dejó a su mujer al cargo de las dos hermanas. Mientras el rey estuvo allá, dio a luz un niño como un sol. Le cogieron en una cesta las hermanas y le presentaron a la madre un perro. Y el niño le tiraron a ahogar. Y escribieron al rey diciendo que su señora había traído un perro. Y el rey, muy indignao, la mandaba matar; pero le aconsejaron que esperase un poco, y no la hicieron nada.
Y el niño que habían tirado a ahogar, le habían recogido unos viejecitos que vivían a orilla del río. Le criaron con leche de cabra y le cuidaron como hijo. Vuelve el rey para casa -y encinta otra vez. Y al poco tiempo vuelve a marchar. Y la mujer volvió a dar a luz mientras estuvo allá. Trae otro hermoso niño, como un sol, y la presentan las hermanas un gato.
-Hermana, tú decías que traías dos niños como dos soles, y mira lo que has traído: un perro y un gato.
Y ella, la pobre, toda asustada. Las hermanas cogen el niño y lo tiran a ahogar en una cesta. Y los mismos viejecitos le reco­gieron. Y escriben al rey otra vez y le dicen:
-Sabrás como su señora ha dado a luz y ha traído un gato.
El rey, muy enfadao, decía que eso no era lo que le había pro­metido; pero al fin no la hizo nada. Vuelve para casa, y después de estar tan alegres y contentos, vuelve a marchar. Y se la deja encargada a las hermanas. Da a luz y trae una hermosa niña, con una estrella en la frente. Y sus hermanas, llenas de envidia, la presentan un monstruo de carne. Y la niña la tiran a ahogar. La recogieron los mismos viejecitos. Y las hermanas escriben al rey diciéndole que su señora había traído un monstruo de carne. Y el rey entonces la mandó emparedar, y que todo el que pasara por allí tenía que escupirla; y si no, tenía pena de muerte.
Vino el rey -y su mujer emparedada. Ya pasó mucho tiempo, y un día los viejecitos, donde estaban los niños, se murieron. Que­daron los tres hermanos juntos. Un día fue una pobre a pedir, y estaba la hermana sola. Y la dio una limosna. Y después de dár­sela, dice la pobre:
-¡Qué casa más mona es ésta! ¿Me la quiere enseñar?
Y ella se la enseñó. Y la dice la pobre:
-Tres cosas le hacen falta: el pájaro sabio, el agua amarilla
y el árbol que canta.
Y la niña se apresuró a preguntar dónde estaba eso. Pero sin saber por dónde, se marchó la pobre, porque era la Virgen. La niña se quedó muy triste hasta que fueron sus hermanos. Y ella les contó lo que le había pasao. Y dijo el mayor:
-Pues, yo voy a buscarlo. Aquí os dejo esta botella. Cuando veáis que arde, es que me he muerto o me estoy muriendo.
Cogió un caballo y se marchó. Después de andar largo rato, encontró un hombre, sentao en una peña, que le llegaban las bar­bas hasta el suelo, y le preguntó:
-Dígame usted. ¿Me dirá dónde está el pájaro sabio, el agua amarilla y el árbol que canta?
Y el hombre le dice:
-Mira, súbete ahí arriba. Pero tápate bien los oídos para que no oigas nada. Y aunque te insulten y te digan lo que quieran, no vuelvas la cara, porque, si no, te quedas piedra negra.
Pero a los gritos él volvió la cara, y quedó piedra negra. Y la hermana vio que ardía la botella y empezó a gritar: 
-¡Hermanito muerto!
En seguida el otro hermano preparó otro caballo y se fue a buscarle. Dejó la misma señal a su hermana, la botella, y encon­tró al viejo y le preguntó si había visto pasar a un joven buscan­do el pájaro sabio, el agua amarilla y el árbol que canta. Le con­testó que sí; pero que se había vuelto piedra negra. Y entonces él dijo que cómo podría él buscar esas tres cosas. Y el viejo le dijo:
-Sigue la cuesta arriba y las encontrarás. Pero no vuelvas la cara atrás, aunque te insulten. Te pasará lo mismo que a tu hermano.
Él a las voces no hizo caso; pero volvió la cara, y quedó pie­dra negra.
La hermana vio que ardía la botella. Se viste de caballero y les va a buscar. Y encuentra al mismo viejo. Y le preguntó si había visto pasar un joven en busca del pájaro sabio, el agua amarilla y el árbol que canta. Y le contestó que sí; pero que a los insultos había vuelto la cara, y se había convertido en piedra ne­gra. Y entonces ella le dice:
-¿Cómo podría yo hacerme con las tres cosas y mis hermanos? Y le dijo el viejo:
-Tápate bien los oídos, no vuelvas la cara atrás y en subien­do la cuesta encontrarás las tres cosas. Pregunta al pájaro sabio lo que has de hacer.
Y ella así lo hizo. La insultaban, la chillaban; pero no hizo caso. Siguió adelante hasta que subió arriba. Una vez arriba, preguntó:
-Y ahora, ¿qué hago yo?
Y el pájaro la dice:
-Coge una jarrita de agua de la fuente, corta una ramita del árbol y luego echa agua en las piedras hasta que encuentres a tus hermanos.
Y ella así lo hizo. Allí salían duques, reyes, gitanos -de todas clases, que habían ido a buscar el pájaro sabio, el agua amarilla y el árbol que canta-, y sus hermanos. Luego que encontró a sus hermanos, se reunieron todos y la dieron las gracias. Cogieron las tres cosas que buscaban y se fueron para casa.
Cuando bajaron la cuesta, ya no encontraron al viejo. Había desaparecido por el misterio de la hermana, como había cogido ella ya las cosas esas. Llegan a casa y preguntan al pájaro:
-¿Dónde quiere que os coloquemos?
Y el pájaro les dijo:
-La ramita del árbol en la buerta, y en medio, la fuente, y a mí me colocan en la habitación donde tú duermes.
Desde aquel día no hacían nada sin consultar con el pájaro. Un día dice uno de los hermanos:
-Vamos de caza.
Y la hermana contestó:
-Deja, lo consultamos con el pájaro sabio a ver lo que dice.
Y contestó que sí, que irían -que se irían para el monte. Y en efezto marcharon. Y aquel mismo día estaba el rey de caza. Y se encontraron. Y el rey, al verles, quedó enamorado de ellos. Los invitó a ir a su casa; pero ellos dijeron que no podían, que tenían una hermana y no sabía nada; que ya se lo dirían a ella, a ver si les dejaba. Y entonces, con su permiso, marcharían al otro día.
Fueron a casa y se lo contaron a la hermana. Y ella fue a co­municárselo al pájaro. Y le dice:
-Mis hermanos quieren ir otra vez de caza. Les ha invitado el rey y quiere que vayan con él a su casa. Tú dirás si les con­viene o no.
Y el pájaro contestó que sí, que se irían. Y así fue. Se encontra­ron en el bosque, y el rey, muy alegre, les llevó a casa. Y al llegar a palacio ven que todos escupen a una mujer emparedada. Ellos no lo hicieron. Luego que entraron, les dice el rey:
-Por ser la primera vez os perdono por no haberla escupido.
Y ellos dijeron que como no sabían nada... Pasaron el día muy alegres. Después los hermanos invitaron al rey a que les acompañara a casa. Al llegar a la casa de los hermanos, sale una armoniosa música a recibirles. Y el rey contesta que qué musica tan alegre es ésta. Los hermanos contestaron que era el pájaro sabio, el agua amarilla y el árbol que canta. Le invitaron a cenar. La hermana fue a consultar al pájaro a ver qué cena ponían al rey. Y el pájaro contesta:
-Un pepino en un plato, un cuchillo y tenedor. Y dice la hermana:
-Pero, ¿cómo le voy a dar yo eso?
-Te lo digo yo y nada más.
Preparan la cena. Se van a cenar. Y al rey le sirven el pepino. El rey se quedaba mirando, como todos cenaban y a él no le daban más. Y coge el cuchillo y el tenedor y parte el pepino, y se convierte en perlas. Y entonces el rey dice:
-¿Cómo era posible creer que un pepino se convierta en perlas?
Y el pájaro contesta:
-Tampoco es posible poder creer que tu mujer haya traído un perro, un gato y un monstruo de carne. Siendo así que tienes aquí dos hijos como dos soles, y una niña con una estrella en la frente.
Entonces el rey se levanta y les dice:
-Veniz, hijos míos, a sacar a vuestra madre de penas.
Se fueron para casa y desemparedaron a la madre. Y llama­ron a las hermanas y les presentaron los hijos. Y lo negaban. Y mandó el rey que las ahorcaran. Y ellos vivieron mucho tiem­po felices.

Quintana Díez de la Vega, Palencia. Narrador XVII, 18 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

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