Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 11 de junio de 2012

El padre y el hijo

Trabajaban en el campo. Tras un largo día de tra­bajo, de vuelta hacia el hogar, el padre se sintió muy cansado y dijo:
-Hijo mío, vamos a reposar un poco, y luego seguimos caminando.
Así lo hicieron. Tan fatigado estaba el padre, que enseguida se durmió. Era un hombre calvo y de repente un tábano se paró en la cabeza del campesino dispuesto a darse el gran banquete con su sangre. El hijo lo vio y, no dispuesto a consentirlo, cogió una pesada rama y la estrelló contra el tábano. El resultado fue obvio e inevita­ble: abrió la cabeza del que estaba dormido y a punto estuvo de causarle la muerte. Cuando, pasadas unas semanas, el hombre se recuperó, le preguntó a su hijo:
-Hijo, ¿no podrías haber ahuyentado al tábano de otra manera?
El hijo repuso:
-No, padre, en absoluto; se me podría haber escapado.

El Maestro dice: No hay mejor asociación que aquella que es con sabios. Las buenas intenciones son esenciales, pero acompañadas de algún discernimiento.

Fuente: Ramiro Calle

004. anonimo (india)

El mono bondadoso

Se trataba de un mono muy compasivo y que abría su corazón a todos los animales con los que se encontraba. Era cordial y expansivo, y gustaba de departir con todo animal que lo desease. Un día conoció a una tortuga macho y trabó una buena amistad con ella. Tortuga y mono pasaban las horas hablando de temas muy diversos, compartían alimen­tos y se deleitaban con la contemplación del bosque. Tenían intereses espirituales comunes y con frecuen­cia debatían sobre filosofia, mística, la liberación y el camino espiri-tual. Comenzaron así a pasar muchas horas juntos. Pero la tortuga estaba casada...
La tortuga hembra comenzó a sentirse molesta porque su marido estaba demasiadas horas fuera del hogar. Pidió explicaciones a la tortuga macho y ésta le contó la verdad: se había hecho muy amiga de un mono y podía hablar con él de temas profundos, metafisicos y espirituales. Era una amistad enriquece­dora para ambos y, además, el mono era un ser com­pasivo, amoroso y de gran corazón. La esposa se sin­tió entonces molesta y celosa. Maquinó: «Debo hallar alguna forma de acabar con ese maldito mono.» Ideó un plan perverso y lo puso en acción. Comenzó a fin­gir que había adquirido una rara enfermedad muy peligrosa que ponía en riesgo su vida. El marido esta­ba realmente preocupado.
-¿Qué puedo hacer por ti, esposa?
La tortuga hembra explicó:
-Mis órganos están muy débiles. En cualquier momento puedo morir. He consultado a la tortuga­curandero y me ha asegurado que sólo puedo sal­varme si me alimento con hígado de mono.
La angustia atenazó al marido. La esposa insistió:
-Necesito hígado de mono o moriré; te lo ase­guro. Tú tienes amistad con ese compasivo mono. Si es tan caritativo como siempre me dices, no dudará en ofrecerte su hígado para salvar mi vida.
La tortuga fue a hablar con el mono y le mintió:
-Amigo mono, mi esposa desea conocerte y darte las mayores atenciones. Ven a comer a nuestra casa.
Las tortugas vivían en medio de un estanque y el mono no sabía nadar. Preguntó:
-¡Y cómo llegaré hasta vuestra casa!
-Muy fácil, amigo -explicó la tortuga-; sólo tengo que llevarte sobre mi caparazón.
-¡Magnífico -dijo el mono satisfecho y anhe­lante de conocer a la esposa de su buen amigo.
Comenzaron a cruzar el gran estanque, el mono sobre el caparazón de la tortuga. Estando a medio trayecto, la tortuga dijo:
-Tengo que decirte la verdad. Necesitamos tu hígado. Mi compañera está muy enferma y tiene que tomar hígado de mono si quiere salvar su vida.
El mono era muy intuitivo. Tenía una gran perspi­cacia y al momento captó las malas intenciones de la compañera de su amigo. Con toda naturalidad, dijo:
-¿Cómo no me lo has dicho antes? Resulta que me he olvidado el hígado en mi cabaña sobre el árbol. Pero sabes cuánto te quiero. Volvamos y traeré el hígado. No faltaba más. Si tu esposa está tan enferma, yo la ayudaré.
Volvieron hasta el refugio del mono. El mono trepó por el árbol y desde su cabaña dijo a la tortuga, que estaba abajo:
-¡Pobre tonto! Tu mujer te ha engañado. No puedo seguir asociado a alguien tan necio. Ella es perversa; tú simplemente eres bobo. Desde ahora cada uno seguirá su existencia sin el otro. Te deseo mucha felicidad, pero no vuelvas por aquí.

El Maestro dice: La compasión no es falta de firmeza.

Fuente: Ramiro Calle

004. anonimo (india)

El monarca y el ermitaño

Un monarca quiso probar a un eremita y poner­lo en un atolladero. Era su modo de divertirse.
Quería comprometer al eremita e incluso dejarlo en ridículo. No podía entender que alguien pasara su vida contemplativamente y no trabajase para él. Lo hizo llamar.
-Oye, ermitaño -le dijo el monarca, delante de un grupo de cortesanos-, ¿quién es más poderoso: Dios o tu rey?
Pero el ermitaño no dudó en responder:
-Tú, señor.
-Pues como no me expliques eso -dijo burlona­mente el rey-, el látigo va a golpear un centenar de veces tu escuálida espalda.
-Es muy fácil, señor -repuso apaciblemente el eremita-. Tú eres más poderoso porque puedes des­terrar a cualquier súbdito de tu reino. En cambio, Dios no puede hacer tal cosa, ¿porque adónde podría desterrar a esa persona?

El Maestro dice: Al burlarte de un sabio no estás haciendo otra cosa que poniéndote a ti mismo en ridículo.

Fuente: Ramiro Calle

004. anonimo (india)

El mendicante golpeado

Al amanecer, un monje mendicante dejó el monasterio para ir a mendigar su alimento. Iba tranquilamente caminando cuando vio que un terrateniente golpeaba cruelmente a uno de sus sirvientes. El monje, lleno de compasión corrió hasta el terrateniente e intercedió por el que estaba siendo tan severamente castigado. El terrateniente la emprendió entonces con el pacífico monje y le propinó tal paliza que lo dejó medio muerto. Un par de horas después, otros monjes del monasterio lo hallaron en tan lamentable estado y lo condujeron prestos a su celda en el monasterio. Uno de los monjes le estuvo curando las heridas con mucho cariño. Cuando el herido se reanimó, le dio leche y le preguntó:
-Hermano, ¿me conoces?
-Claro que te conozco, hermano -dijo con un hilo de voz el herido.
Aquel que me golpeó, me está ahora cuidando y alimentando con leche.

*El Maestro dice: Así es el carácter de unidad para un iluminado.

004. anonimo (india)

El medallón

Era un rey muy cambiante de ánimo. Cuando la cosecha del reino era abundante, se sentía seguro de sí mismo, pletórico, exultante. Pero cuando la cose­cha era pobre, se sentía insuperablemente abatido, sin ganas de vivir, al borde de la desesperación. Aver­gonzado él mismo de sus variaciones anímicas, hizo pública la siguiente proclama:
-Aquél artesano que proporcione al monarca un medallón que pueda servirle de consuelo y proporcio­narle equilibrio, será compensado con creces.
Todos los artesanos del reino prepararon meda­llones de las más variadas formas y diferentes moti­vos para el monarca, pero ninguno le reportaba tran­quilidad de espíritu. Pero, cierto día, se presentó en la corte un artesano de otro reino y entregó un medallón al monarca.
El rey miró el medallón por un lado con deteni­miento ¿Qué tenía ese medallón de especial, si inclu­so, a decir verdad, era menos bello y original que muchos de los que le habían presentado? Irritado, el monarca dijo:
-¿Pretendes tomarme el pelo, extrajero? Te haré ahorcar si tal es tu propósito.
-En absoluto majestad -repuso el artesano-. Me temo que no has observado el medallón por su otro lado. Ruego a su majestad tenga a bien ha­cerlo y le aseguro que si sigue lo que ahí se indica, su majestad no volverá a sufrir desequilibrios de animo.
El rey dio la vuelta al medallón y pudo leer:
«Porque hay abundancia, hay escasez; porque hay escasez, hay abundancia. Pero una y otra pasan, inclu­so el estado de ánimo de su majestad.»
Gracias a ese recordatorio, el monarca equilibró sus humores. Todas las noches leía la sabia inscrip­ción y dormía profunda y reparadoramente. Algo más hay que decir: Cuando envejeció, dejó el reino en manos de su hijo, partió a los bosques y meditó hasta que la dama de la muerte le arrebató la vida.

El Maestro dice: Todo pasa. ¿Por qué generar dolor identificándose y dejándose esclavizar por todo lo que pasa?

Fuente: Ramiro Calle

 004. anonimo (india)

El marido desconfiado

Al llegar a una edad avanzada, y tras una vida hogareña de alegrías y sufrimientos cotidianos, unos esposos decidieron renunciar a la vida mundana y dedicar el resto de sus existencias a la meditación y a peregrinar a los más sacrosantos santuarios. En una ocasión, de camino a un templo himalayo, el marido vio en el sendero un fabuloso diamante. Con gran rapidez, colocó uno de sus pies sobre la joya para ocultarla, pensando que, si su mujer la veía, tal vez surgiera en ella un sentimiento de codicia que pudiese contaminar su mente y retrasar su evolución mística. Pero la mujer descubrió la estratagema de su marido y con voz ecuánime y apacible comentó:
-Querido, me gustaría saber por qué has renunciado al mundo si todavía haces distinción entre el diamante y el polvo.

*El Maestro dice: Para aquel que se ha establecido en la Realidad, ganancia y pérdida, victoria y derrota, son impostores, porque el que ve con sabiduría no hace distinción entre uno y otro.

004. anonimo (india)

El mantra secreto

El devoto se arrodilló para ser iniciado en el discipulado, y el gurú le susurró al oído el sagrado mantra, advirtiéndole que no se lo revelara a nadie.
-¿Y qué ocurrirá si lo hago? -preguntó el devoto.
-Aquel a quien reveles el mantra -le dijo el gurú-, quedará libre de la esclavitud, de la ignorancia y del sufrimiento. Pero tú quedarás excluido del discipulado y te condenarás.
Tan pronto hubo escuchado aquellas palabras, el devoto salió corriendo hacia la plaza del mercado, congregó a una gran multitud en torno a él, y repitió a voz en cuello el sagrado mantra para que lo oyeran todos.
Los discípulos se lo contaron más tarde al gurú y pidieron que aquel individuo fuera expulsado del monasterio, por desobediente.
El gurú sonrió y dijo:
-No necesita nada de cuanto yo pueda enseñarle. Con su acción ha demostrado ser un gurú con todas las de la ley.

004. anonimo (india)

El maestro impávido

Había un maestro imperturbable. Tenía un gran corazón y era excepcional-mente compasivo, pero nada ni nadie podía alterarlo. Siempre mantenía su calma profunda y su equilibrio, hasta tal punto que algunos de sus discípulos dudaban de si el maestro fingía esa asombrosa impavidez o si es que realmente nada podría ya perturbarle. Los discípulos polemiza­ban a menudo sobre ello. Unos decían:
-Seguro que en su interior no es tan calmo.
Otros:
-Si un día le sucediera algo grave, probablemen­te no lograría mantener esa imperturbabilidad.
Otros:
-Claro, es fácil aparentar tanta calma si no te sucede nada desagradable.
El maestro sabía de las dudas de sus discípulos, pero eso tampoco lo inmutaba. Él había conseguido el rango del ser iluminado que vive en el mundo sin estar en él.
Cierto día, estaban maestro y discípulos cele­brando una reunión espiritual, cuando de repente una serpiente extraordinariamente venenosa picó al maestro en el cuello. El espanto fue general entre los discípulos. Aquella mordedura era necesariamente mortal. En pocos minutos el maestro habría abando­nado su cuerpo. Todos se quedaron atónitos cuando comprobaron que el mentor no perdió su impavidez e incluso sonrió como si nada hubiera pasado, aun­que era bien consciente de que le quedaban pocos minutos de vida. Viéndolo tan imperturbado, los discípulos le preguntaron cómo lograba hacerlo. Declaró:
-Queridos míos, si estáis en un carnaval y no sabéis qué es un carnaval y veis dragones fantasmas, esqueletos... todo ello, tomándolo por real, os angus­tiaría y atemorizaría. Pero si sabéis que es parte de un carnaval y no lo consideráis real, nada de ello os alte­raría e incluso os divertiría o entretendría. Como estoy instalado en mi real naturaleza interior, nada de lo que contemplo puede alterarme. Os quiero de corazón. Buscad la liberación sin descanso.
Y su cuerpo se desplomó contra el suelo. Había muerto, pero la sonrisa, más hermosa de cuanto pue­da decirse, persistía en sus labios.

El Maestro dice: Cuando alcanzas la total evolu­ción de la consciencia, el espectador deja de ser el espectáculo. ¿Qué habrá entonces que pudiera inquie­tarle?

Fuente: Ramiro Calle

004. anonimo (india)

El maestro funámbulo

Era un maestro budista. Estaba hablándole a uno de sus discípulos de los factores de iluminación: aten­ción, energía, contento, sosiego, ecuanimidad y otros. El disrípulo seguía muy aplicadamente la enseñanza, pero cuando el maestro comenzó a extenderse sobre el factor de la ecuanimidad, el discípulo no terminaba de comprender bien lo que representa esta elevada cualidad de cualidades.
-No termino de entender la ecuanimidad, maes­tro -se lamentó el discípulo.
El maestro nada repuso. Lanzó un cable de árbol a árbol a una altura considerable. Se subió a uno de los árboles y se decidió a caminar por el cable, ante la estupefacción del discípulo. Dijo:
-Observa muy atentamente. No dejes de hacerlo.
El maestro comenzó a caminar por el cable, tra­tando de mantener firmemente el equilibrio. Cuando su cuerpo se iba demasiado hacia un lado, corregía echándose ligeramente hacia el otro, y viceversa, evi­tando así precipitarse hacia uno de los lados. Con éxito pasó de uno a otro árbol y repitió varias veces la prueba para que su discípulo aprendiese la lección. Ya en tierra firme, preguntó:
-¿Has comprendido?
-Perfectamente -dijo el discípulo-. Has tra­tado en todo momento de mantener el equilibrio, con firmeza de mente, sin dejarte arrastrar hacia uno de los lados.

El Maestro dice: Los extremos son emboscadas, trampas. Mantén la firmeza de mente y no te dejes lle­var ni por el extremo de la avidez ni por el de la aver­sión. Sé un funámbulo hábil y mantén el equilibrio de mente y conducta.

Fuente: Ramiro Calle

 004. anonimo (india)

El loro que pide libertad

Ésta es la historia de un loro muy contradictorio. Desde hacía un buen número de años vivía enjaulado, y su propietario era un anciano al que el animal hacía compañía. Cierto día, el anciano invitó a un amigo a su casa a deleitar un sabroso té de Cachemira.
Los dos hombres pasaron al salón donde, cerca de la ventana y en su jaula, estaba el loro. Se encontraban los dos hombres tomando el té, cuando el loro comenzó a gritar insistente y vehementemente:
-¡Libertad, libertad, libertad!
No cesaba de pedir libertad. Durante todo el tiempo en que estuvo el invitado en la casa, el animal no dejó de reclamar libertad. Hasta tal punto era desgarradora su solicitud, que el invitado se sintió muy apenado y ni siquiera pudo terminar de saborear su taza. Estaba saliendo por la puerta y el loro seguía gritando: “¡Libertad, libertad!”.
Pasaron dos días. El invitado no podía dejar de pensar con compasión en el loro. Tanto le atribulaba el estado del animalillo que decidió que era necesario ponerlo en libertad. Tramó un plan. Sabía cuándo dejaba el anciano su casa para ir a efectuar la compra. Iba a aprovechar esa ausencia y a liberar al pobre loro. Un día después, el invitado se apostó cerca de la casa del anciano y, en cuanto lo vio salir, corrió hacia su casa, abrió la puerta con una ganzúa y entró en el salón, donde el loro continuaba gritando: “!Libertad, libertad!” Al invitado se le partía el corazón.
¿Quién no hubiera sentido piedad por el animalito? Presto, se acercó a la jaula y abrió la puertecilla de la misma. Entonces el loro, aterrado, se lanzó al lado opuesto de la jaula y se aferró con su pico y uñas a los barrotes de la jaula, negándose a abandonarla. El loro seguía gritando: “¡Libertad, libertad!”

*El Maestro dice: Como este loro, son muchos los seres humanos que dicen querer madurar y hallar la libertad interior, pero que se han acostum-brado a su jaula interna y no quieren abandonarla.

004. anonimo (india)

El liberado-viviente y el buscador


Un buscador espiritual viajó a la India en su afán por encontrar y entrevistar a un verdadero iluminado, a un jivanmukta o liberado-viviente.
Viajó durante meses por el país. Se trasladó de los Himalayas al cabo de la Virgen, del estado de Maharahstra al de Bengala. Recorrió montañas, dunas, desiertos, ciudades y pueblos.
Recabó mucha información y, por fin, halló, según todos los testimonios, un verdadero hombre realizado. Por fin, podría llevar a cabo su ansiado encuentro.
El graznido de los cuervos quebraba el silencio de una tarde apacible y dorada. El hombre realizado se hallaba bajo un frondoso rododendro, en actitud meditativa. El visitante lo saludó cortésmente, se sentó a su lado y preguntó:
-Antes de que usted hallase la realización, ¿se deprimía?
-Sí, claro, a veces -repuso tranquilamente el jivanmukta.
El buscador hizo una segunda pregunta:
-Dígame, y ahora, después de su iluminación, ¿se deprime a veces?
Una leve y hermosa sonrisa se dibujó en los labios del jivanmukta. Penetró con sus límpidos ojos los de su interlocutor y contestó:
-Sí, claro, a veces, pero ya ni me importa ni me incumbe.

*El Maestro dice: Cuando cesa la identificación con tus procesos psicomen-tales, ya nada puede encadenarte ni implicarte. Eres como un bambú vacío por el que libremente circula la energía universal.

004. anonimo (india)

El león y la cigüeña


Una vez, en el tiempo en que Brahma reinaba en Benarés, estaba un enorme y fiero león devorando su recién cazada presa, cuando se atragantó con un hueso. Irritósele la garganta de tal manera, que el pobre animal pasó varios días sin poder probar bocado. Y sufriendo terriblemente.
Una cigüeña, que le contemplaba desde un árbol, le preguntó una mañana, al ver cómo se retorcía de dolor:
-¿Qué os pasa, amigo?
El león explicó con apagada voz el motivo de su sufrimiento.
-Yo podría libraros de ese hueso -dijo la cigüeña cuando el otro animal cesó de hablar,- pero no me atrevo a hacerlo por miedo a que me devoréis.
-No temas -contestó el león, que como rey de los animales hablaba de tú a todo el mundo.- No te devoraré. Te suplico que me libres enseguida del estorbo que tanto daño me hace y que no me deja comer.
-Confío en vuestra palabra. Echaos sobre la espalda y abrid bien la boca.
La fiera hizo lo que le indicaba la cigüeña. Entonces el ave, no queriendo ahorrarse ninguna seguridad, colocó un palo entre las dos imponentes mandíbulas para que el león no pudiese cerrar la boca; enseguida, metiéndole el largo pico hasta la garganta cogió el hueso y en un momento libró al animal de lo que le había hecho pasar tan malos ratos. Después, con la punta del pico, apartó el palo que impedía cerrar la boca al rey de la selva, y sin aguardar más, voló a posarse sobre una rama.
A los pocos días de esta escena, el león, ya del todo curado, estaba devorando un gran búfalo, cuando la cigüeña, que le contemplaba desde un árbol cercano, decidió sondearle. Así, recitó este primer verso;

Por el favor que yo os hice
Con la mejor voluntad
Dadme vos, Gran Majestad,
El premio que se merece.

La contestación del rey de los animales fue la siguiente:

Me pides tú la merced
Que la acción de mí merece.
¿No te parece estar viva
Merced más que suficiente?
A lo que la cigüeña replicó:
Vos no sois agradecido,
Mi señor, el rey León
Habéis dado ya al olvido
El favor que os hice yo.
Algún día os hallaréis
Otra vez en gran apuro,
Y entonces no tendréis
Ningún asilo seguro.
Y dicho esto, el ave voló lejos de la tierra.

Tiempo después, cuando el dios Buda contaba esta historia a sus discípulos, solía añadir:
-En aquella época el león era Devadata, el traidor, y la blanca cigüeña era yo mismo.

004. anonimo (india)

El león .004

En una ocasión, un león se aproximó hasta un lago de aguas espejadas para calmar su sed y, al acer­carse a las mismas, vio su rostro reflejado en ellas y pensó: «¡Vaya!, este lago debe ser de este león. Tengo que tener mucho cuidado con él.» Atemorizado se retiró de las aguas, pero tenía tanta sed que regresó a las mismas. Allí estaba otra vez el «león». ¿Qué hacer? La sed lo devoraba y no había otro lago cercano. Retrocedió. Unos minutos después volvió a intentar­lo y, al ver al «león», abrió las fauces amenazadora­mente, pero al comprobar que el otro «león» hacía lo mismo, sintió terror. Salió corriendo, pero ¡era tanta la sed! Lo intentó varias veces de nuevo, pero siempre huía espantado. Pero como la sed era cada vez más intensa, tomó finalmente la decisión de beber agua del lago sucediera lo que sucediese. Así lo hizo. Y al meter la cabeza en las aguas, ¡el «león» desapareció!

El Maestro dice: Muchos de nuestros temores son imaginarios. Sólo cuando los enfrentamos, desapare­cen. No dejes que tu imaginación descontrolada usur­pe el lugar de la realidad ni te pierdas en las creacio­nes y reflejos de tu propia mente.

Fuente: Ramiro Calle

004. anonimo (india)

El ladrón policía


En un pueblo de la India había un hábil ladrón que robaba en todas las casas y jamás podía ser sorprendido.
Era un verdadero experto. La gente de la localidad, desmoraliza-da, se reunió con el alcalde y le pidió que nombrase un policía, ya que no había ninguno en el pueblo y así el ladrón lograba actuar a su aire y sin ningún riesgo. El alcalde, comprendiendo el desánimo de las gentes del lugar, entregó un bando solicitando personas que se presentaran al puesto de policía. Solamente se presentó un candidato. Se trataba del ladrón y fue elegido policía.

*El Maestro dice: Así como nunca el policía detendrá al ladrón que es él mismo, jamás el ego capturará al ego, siendo necesario recurrir al testigo que está más allá del ego y el pensamiento.

004. anonimo (india)

El incrédulo


A pesar de la ascendencia que la palabra tiene sobre la mente humana, muchas personas dudan de la eficacia del mantra o fonema místico para canalizar la energía mental y motivarse espiritualmente. Tal es el caso de un incrédulo personaje que estaba escuchando a un yogui que declaraba:
-Os puedo decir que el mantra tiene el poder de conduciros al Ser.
El hombre incrédulo protestó:
-Esa afirmación carece de fundamento. ¿Cómo puede la repetición de una palabra conducirnos al Ser? Eso es como decir que si repitiéramos “pan, pan, pan”, se haría realidad el pan y se manifestaría.
El yogui se encaró con el incrédulo y le gritó:
-Siéntate ahora mismo, sinvergüenza.
El incrédulo se llenó de rabia.
Era tal su incontrolada ira que comenzó a temblar, y furioso vociferó:
-¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? ¿Y tú te dices un hombre santo y vas insultando a los otros?
Entonces, con mucho afecto y ternura, el yogui le dijo:
-Siento mucho haberte ofendido.
Discúlpame. Pero, dime, ¿qué sientes en este momento?
-¡Me siento ultrajado!
Y el yogui declaró:
-Con una sola palabra injuriosa te has sentido mal. Fíjate el enorme efecto que ha ejercido sobre ti. Si esto es así, ¿por qué el vocablo que designa al Ser no va a tener el poder de transformarte?

*El Maestro dice: Somete la enseñanza a la experiencia. Los métodos son instrumentos para alcanzar la liberación interior.

 004. anonimo (india)

El hombre que se disfrazó de bailarina


Una fastuosa fiesta se celebraba en la corte real. El monarca esperaba con ansiedad el momento de la danza, pues era muy amante de la misma.
Quedaban unos minutos para que tuviera lugar la representación, cuando la bailarina enfermó de gravedad. No se podía desairar al rey, así que se buscó afanosamente otra bailarina para sustituir a la enferma, pero sucedió que no pudo ser hallada ninguna. El carácter del rey era terrible cuando se enfadaba. ¿Qué se podía hacer?
Uno de los ministros resolvió elegir a uno de los sirvientes y se le ordenó que se disfrazara de bailarina y bailase ante el rey. El sirviente se disfrazó de bailarina, se maquilló minuciosamente y danzó con entusiasmo ante el monarca. El rey, satisfecho, dijo:
-Aunque en algunas actitudes es un poco varonil, se trata de una gran bailarina. Me siento complacido.
  La pregunta es: Mientras el sirviente interpretaba a la bailarina, ¿dejó de saber que era un hombre?
Nadie podría contestar, excepto él.

*El Maestro dice: El ser humano común se comporta como si el sirviente se hubiera identificado tanto con su papel que hubiera dejado de saber que era un hombre. Cuando se identifica con la personalidad y todo lo adquirido, se olvida de su Ser real.

004. anonimo (india)

El hombre ocupado


Un hombre muy ocupado visitó a un sabio lama. Había oído que era un santo y tenía interés en cono­cerlo. El lama le aconsejó:
-Ya no eres joven, así que yo te diría que es con­veniente que comiences a interesarte un poco por la vida espiritual.
-Lo haría -replicó el hombre-, ¡pero estoy tan ocupado! Atiendo mis negocios, voy a reuniones de trabajo, asisto a fiestas sociales, charlo con colegas... ¡Estoy tan ocupado!
El lama repuso:
-Cuando te mueras, alguien dirá: «He aquí que ha muerto un hombre que supo llenar su vida de inú­tiles actividades. ¡Enhorabuena! »

El Maestro dice: Llegará el día en que sólo contarás con lagema que hayas pulido dentro de ti. No hagas de tu vida una inútil actividad.

Fuente: Ramiro Calle

004. anonimo (india)

El hombre ecuánime


Era un hombre querido por todos.
Vivía en un pueblo en el interior de la India, había enviudado y tenía un hijo. Poseía un caballo, y un día, al despertarse por la mañana y acudir al establo para dar de comer al animal, comprobó que se había escapado. La noticia corrió por el pueblo y vinieron a verlo los vecinos para decirle:
¡Qué mala suerte has tenido!
Para un caballo que poseías y se ha marchado.
-Sí, sí, así es; se ha marchado -dijo el hombre.
Transcurrieron unos días, y una soleada mañana, cuando el hombre salía de su casa, se encontró con que en la puerta no sólo estaba su caballo, sino que había traído otro con él. Vinieron a verlo los vecinos y le dijeron:
¡Qué buena suerte la tuya! No sólo has recuperado tu caballo, sino que ahora tienes dos.
-Sí, sí, así es -dijo el hombre.
Al disponer de dos caballos, ahora podía salir a montar con su hijo. A menudo padre e hijo galopaban uno junto al otro. Pero he aquí que un día el hijo se cayó del caballo y se fracturó una pierna. Cuando los vecinos vinieron a ver al hombre, comentaron:
¡Qué mala suerte, verdadera mala suerte! Si no hubiera venido ese segundo caballo, tu hijo estaría bien.
-Sí, sí, así es -dijo el hombre tranquilamente.
Pasaron un par de semanas. Estalló la guerra. Todos los jóvenes del pueblo fueron movilizados, menos el muchacho que tenía la pierna fracturada. Los vecinos vinieron a visitar al hombre, y exclamaron:
¡Qué buena suerte la tuya! Tu hijo se ha librado de la guerra.
Sí, sí, así es -repuso serenamente el hombre ecuánime.

*El Maestro dice: Para el que sabe ver el curso de la existencia fenoménica, no hay mayor bien que la firmeza de la mente y de ánimo.

 004. anonimo (india)

El hombre ávido


Se había vuelto el hombre más ávido de la locali­dad. Tan avaro era que él mismo se sintió muy pre­ocupado por el estado de avaricia que contaminaba su mente y que no le dejaba disfrutar ya de nada que exigiera un gasto por mínimo que fuera. Oyó hablar de un yogui que había sido muy rico y había renun­ciado a todo para vivir auste-ramente en el bosque. Había donado su fortuna y vivía semi-desnudo. El hombre ávido fue a visitarlo y explicó:
-Yo era en una época un hombre generoso, te lo aseguro, buen yogui. Pero empecé a ganar dinero y cada vez me volví más obsesio-nado por el mismo y más avaro. Al principio era sólo avaro con los otros, pero luego empecé incluso a ser avaro conmigo mismo.
-Bueno, otros disfrutarán un día de lo que tú estás acumulando -dijo sarcásticamente el yogui.
-Eso pienso, pero ni aun así logro superar mi avidez. ¡Es horrible, pero no puedo evitarlo!
-Tienes una enfermedad muy grave -aseveró el yogui-. No creas que la padeces tú solo. Hay mucha gente que la padece, aunque eso no sea un consuelo, al contrario.
-¿De qué enfermedad se trata? -preguntó el hombre alarmado.
-Padeces la enfermedad del círculo del 99
-¿El círculo del 99? -preguntó el hombre ex­trañadísimo.
-Así es. Cuando has alcanzado 99 te dices: «Voy a llegar a 100»; cuando has logrado 199, te dices: «Voy a llegar a 200», y así sucesivamente. No tiene fin. Padeces la enfermedad del círculo del 99.
-¿Y por qué lo sabes?
-Es evidente, pero además -repuso el yogui-, tambien yo la padecí. Por eso dejé todo y me he recuperado, aunque me temo que la mayoría de las personas siguen hasta su muerte con esa enfermedad. En fin, amigo, otros disfrutarán de todo aquello que tú acumulas.

El Maestro dice: La avidez condiciona la mente humana como la lagartija se adhiere a la roca. Vigila­te y medita, evitando caer en la enfermedad del círculo, del 99.

Fuente: Ramiro Calle

 004. anonimo (india)

El hijo pródigo


Uno de los más grandes discípulos del Buda fue Maha-Kasyapa, que contaba la siguiente historia:
Un joven, influido por mala compañías, aban­donó a su padre y se fue a un país lejano. El padre lo buscó por todas partes, pero no pudo hallarlo y, aba­tido, se instaló en una gran ciudad y allí se hizo una casa y, con el tiempo, consiguió hacerse con esplén­didos negocios y acumular muchas riquezas. Pero no logró ser feliz, porque frecuen-temente le asaltaba el pensamiento de su hijo y la añoranza de su ausencia. Se decía: «Sólo seré feliz el día que halle a mi hijo.» Continuó ganando dinero, y su pensamiento cons­tante era: «Ojalá pueda encontrar a mi hijo para que disfrute de todos estos bienes.»
Mientras tanto, el hijo había dilapidado sus posesiones y, mendigando, hecho un pordiosero, iba de pueblo en pueblo, desgreñado, envejecido, medio enfermo, arropado con harapos.
Un día el hijo llegó a la ciudad en la que su pa­dre se había construido una casa y, mendigando de aquí para allá, acudió a pedir limosna a la casa de su padre, en cuyo porche estaba éste con todos sus sir­vientes y trabajadores, repasando las cuentas. Cuan­do el pordiosero vio aquellos hombres manejando tantas facturas y dinero, pensó que debía tratarse de la mansión de un ministro o un poderoso propietario y temió que si mendigaba en tal lugar podían apre­sarlo e incluso condenarlo a trabajos pesados. Así que, presto, huyó de la mansión y se dirigió a las zonas pobres de la ciudad. Pero el padre había visto al pordiosero y al punto había reconocido en él a su hijo. Envió á sus servidores a que lo siguieran apresu­radamente, lo atraparon y lo llevaron a su presencia. Al ser prendido, aterrado, el joven se desmayó.
Cuando recuperó el sentido, no reconoció a su pa­dre. Entonces el padre decidió no decirle nada de momento para no impresionarlo más y le hizo creer que era un extraño muy acaudalado que deseaba que trabajase para él. Le dijo:
-Joven, puedes hacer lo que te venga en gana: irte o quedarte. Si te quedas, te pagaré por quitar la basura del patio y además te daré cobijo y alimentos.
-Acepto, señor. Limpiaré la basura y permane­ceré aquí.
Trabajó durante días limpiando la basura. Recibía su alimento y dormía en una modesta casa que había no lejos de la mansión. El padre, unos días después, le proporcionó un mejor trabajo y le dijo: «Puede que así me termine reconociendo.» Posteriormente, cuando lo creyó oportuno, le facilitó tareas más no­bles. El hijo fue recuperando toda su dignidad y, cier­to día, el padre convocó a todos sus amigos a su hijo y declaró:
-Este joven es el hijo que se marchó de mi casa hace ya tiempo. Es el dueño de todos mis bienes -y volviéndose hacia el hijo dijo-: ¿No me reconoces, mi querido hijo?
El hijo reconoció a su padre en dicho momento y prorrumpió a llorar emocionadamente, diciendo:
-Mi queridísimo padre, ¡cómo te ofendí mar­chándome de tu casa hace años! Hasta qué punto es bondadoso tu corazón que ahora, a cambio de mi perversidad, me das todas tus riquezas. Soy indigno de ti y mucho más de poseer estos bienes.
El padre lo miró con ternura y compasión. Hizo que todas sus riquezas fueran para el hijo pródigo. El hijo no pudo por menos que pensar: «Sin buscarlo ni esperarlo, ni pedirlo, he logrado un incomparable tesoro.»

El Maestro dice: Del mismo modo, el Buda, que sabe de nuestra baja disposición, nos ha reconocido como a sus verdaderos hijos y nos ha dado en herencia todo lo que posee. Se nos invitó a limpiar toda la basura de la mente y del corazón, sin sospechar que a gran recompensa que nos esperaba era el incomparable esta­do de iluminado (Maha-Kasyapa). Tal es extensivo a las enseñanzas de todos los grandes iniciados: Jesús, Mahavir, Lao Tse, Tilopa, Ramana Maharshi y tantos otros.

Fuente: Ramiro Calle

 004. anonimo (india)

El hijo del rajá y la princesa labam

Un Rajá, que gobernaba una importante provincia de la India, tenía un solo hijo, a quien le gustaba ir de caza diariamente. En una ocasión la Raní, su madre, le dijo:
-Puedes cazar hacia el Norte, hacia el Este y hacia el Oeste, pero nunca se te ocurra ir hacia el Sur.
Dijo esto porque estaba segura de que si su hijo iba en aquella dirección, oiría hablar de la hermosísima princesa Labam y entonces despediríase de sus padres para ir en busca de la bella muchacha.
El joven Príncipe obedeció por algún tiempo el consejo materno, pero una vez, después de recorrer el Norte, Este y Oeste sin haber encontrado un solo animal sobre el cual disparar sus flechas, recordó la advertencia de la Raní acerca del Sur, y decidió investigar el motivo de la prohibición. Sin la más pequeña duda, preparó el arco y penetró en el bosque que se extendía hacia el Sur.
De momento sólo vio una selva muy densa, sin encontrar en ella nada anormal, a no ser una cantidad enorme de loros. A falta de mejor caza, el hijo del Rajá disparó varios dardos contra los hermosos pájaros, que enseguida huyeron a esconderse en los árboles más altos.
En realidad no huyeron todos, pues el viejo Hiraman, que era su rey y a quien los achaques no permitían volar con la misma rapidez de sus súbditos, quedóse en la rama que le servía de trono, y con voz cascada gritó a los fugitivos loros:
-¡No me dejéis solo, para que sirva de blanco a las flechas del príncipe! ¡Volved enseguida o le contaré a la princesa Labam lo que habéis hecho!
Al oír estas palabras todos los pájaros regresaron junto a su soberano, balbuciendo humildes excusas.
El hijo del Rajá quedóse grandemente sorprendido al oír hablar tan bien a unos animalitos tan pequeños.
Decidido a enterarse de quién era la princesa Labam, que tanta importancia parecía tener entre ellos, preguntó a Hiraman:
-¿Quién es la princesa Labam? ¿Dónde vive?
El rey de los loros no quiso contestar a la pregunta del príncipe, limitándose a decir:
-No te molestes preguntando por la princesa, pues nunca podrás llegar hasta su morada.
El hijo del Rajá trató de obtener más información, pero fue completamente inútil. Al fin, cansado de preguntar, tiró el arco y las flechas y regresó a su palacio, donde estuvo cinco o seis días encerrado sin comer ni beber.
Al fin, comprendiendo que de aquella manera no podía vivir, salió de sus habitaciones y dirigiese a las de sus padres, a quienes anunció que quería ir a conocer a la princesa Labam.
-Tengo que ir -dijo.- Es necesario que la vea. Decidme dónde se encuentra.
-No lo sabemos, hijo -contestaron a la vez el Rajá y la Raní.
-Entonces iré yo mismo a buscarla, -dijo el príncipe.
-No, no -protestó el padre.
-No debes dejarnos. Eres nuestro único hijo. Será mejor para ti que no salgas de nuestros dominios, pues nunca lograrás encontrar a la princesa Labam.
-Es necesario que lo intente. Tal vez Dios se apiade de mí y acceda a mostrarme el camino. Si la encuentro volveré con ella a vosotros; pero si muero no volveré a veros. Adiós, padres queridos.
El Rajá y la Raní, vertieron ardientes lágrimas al despedirse del joven. El padre le dio hermosos vestidos, un magnífico caballo, un arco que lanzaba las flechas más de trescientos metros, y un talego lleno de rupias.
Cuando el príncipe había montado ya a caballo, acercóse la Raní, y después de abrazarle estrechamente, le tendió un pañuelo lleno de golosinas, diciéndole:
-Cuando sientas hambre, hijo mío, come dulces de estos.
El joven guardó el obsequio de su madre, y conteniendo las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos, alejóse hacia la ventura.
Al cabo de varias horas de cabalgar a través de una selva virgen, llegó a un estanque bordeado de frondosos árboles. Despojándose de sus vestiduras bañóse en él, y cuando hubo terminado, fue a tenderse a la sombra de uno de los árboles, con la intención de comer alguna de las golosinas que le diera su madre.
Al desatar el pañuelo y coger el primer dulce, vio que una hormiga había empezado a comérselo. En el segundo encontró otra hormiga. Dejó los dos pasteles en el suelo y cogió otro, y otro y otro. Fue inútil; todos estaban como los anteriores.
-No importa -murmuró.
-No comeré los dulces. Dejaré que los terminen las hormigas.
Al oír esto, la reina de las hormigas abandonó su pastel y dirigiéndose al príncipe, le dijo:
-Has sido bueno con nosotras; si alguna vez te encuentras en peligro, piensa en mí y acudiré en tu ayuda.
El hijo del Rajá le dio amablemente las gracias, y montando a caballo, continuó el viaje.
Al cabo de varias horas, salió de la selva para entrar en otra más espesa, y después de cabalgar largo rato por ella, vio a un tigre que rugía de dolor.
-¿Por qué ruges de esa manera? -preguntó el joven príncipe.- ¿Qué te pasa?
-Hace doce años que me clavé una espina en esta pata -contestó el animal.- En todo ese tiempo no ha dejado de dolerme, y por ello me quejo desde que nace el sol hasta que muere.
-Yo te quitaré ese estorbo -prometió el príncipe.- Pero has de prometerme que, cuando te haya curado, no me devorarás.
-¡Oh, no! No te devoraré. Te suplico que me libres de este dolor tan terrible.
El hijo del Rajá sacó un afilado puñal, y con un rápido movimiento, arrancó la espina. Esta se hallaba tan hundida en la pata de la fiera que, al salir hízole lanzar un rugido tan fuerte, que su hembra lo oyó desde donde se encontraba, y temiendo que algo malo le hubiera ocurrido a su pareja corrió a ayudarle.
El tigre la vio venir y ocultó al príncipe a fin de que ella no le encontrase.
-¿Quién te ha herido? -preguntó la tigresa.­ ¿Por qué has lanzado ese rugido tan fuerte?
-No me ha herido nadie -replicó el tigre.
-El rugido ha sido de alegría porque el hijo de un Rajá me ha quitado la espina que me clavé hace doce años.
-¿Dónde está ese príncipe? ¡Quiero verlo enseguida!
-Si me prometes no matarlo, le llamaré.
-Te juro que no le haré ningún daño -aseguró la tigresa.
-Sólo deseo conocerle.
El tigre llamó entonces al joven y cuando éste salió de su escondite, la pareja de tigres le saludaron con numerosas demostraciones de afecto. Después le sirvieron una excelente cena. Durante tres días el príncipe permaneció con ellos y cada mañana miraba la herida del tigre. Cuando estuvo completamente cerrada despidióse de sus amigos, quienes le dijeron:
-Si alguna vez te encuentras en peligro, piensa en nosotros y correremos en tu ayuda.
El príncipe prometió hacerlo así y, montando a caballo, llegó a una tercera selva. En ella encontró a cuatro faquires cuyo maestro había muerto, dejándoles en herencia cuatro cosas: una cama que trasladaba de un sitio a otro a quien se sentase en ella; una bolsa que proporcionaba a su poseedor todo cuanto le pidiera, joyas, comida o ropas; un vaso de piedra capaz de ofrecer siempre agua a su dueño, por muy lejos que estuviera de la fuente y un palo y una cuerda a los cuales sólo se tenía que ordenar: "Palo, golpea a todos los hombres que hay aquí, menos a mí" para que el palo golpease uno tras otro, a todos los enemigos, seguido de la cuerda que los ataba.
Los cuatro faquires se peleaban por éstas cuatro cosas. Uno decía:
- Yo quiero la cama!
El otro replicaba:
-No puede ser, porque la cama es para mí.
Y así por el estilo, sin que, ni por un momento lograran ponerse de acuerdo.
-No os peleéis por vuestra herencia -dijo el príncipe.
-Voy a lanzar cuatro flechas. Aquel de vosotros que coja la primera se quedará con la cama. Quien consiga la segunda, tendrá la bolsa. El que me traiga la tercera será el dueño de la taza de piedra y al que se apodere de la última se le dará el palo y la cuerda.
Los faquires se mostraron de acuerdo con estas condiciones y cuando el príncipe lanzó la primera flecha, los cuatro echaron a correr tras ella. Cuando le trajeron el primer dardo, el príncipe lanzó el segundo, y cuando éste también le fue devuelto disparó el tercero y después el cuarto.
Al quedarse solo por última vez, el hijo del Rajá, dejando en libertad a su caballo, sentóse en la cama, cogió la taza de piedra, la bolsa, el palo y la cuerda y dijo:
-Cama, deseo ir al país de la princesa Labam.
La cama elevóse por los aires y voló, hasta llegar al país de la princesa, donde se posó sobre un verde campo. Para asegurarse, el joven preguntó a unos campesinos:
-¿En qué país estoy, amigos?
- En el de la princesa Labam -le contestaron.
Entonces el príncipe dirigióse a una casa en la que vio a una anciana, quien le preguntó:
-¿Quién sois y de dónde venís, noble señor?
-Vengo de un país muy lejano, señora -contestó el príncipe, inclinándose respetuosamente ante la anciana. Ruego que me dejéis pasar aquí la noche.
-No puede ser, noble señor, no puedo permitir que durmáis en mi casa porque nuestro rey nos ha prohibido albergar a extranjeros.
-Por lo menos dejadme estar en vuestra casa hasta que amanezca. Ya es muy tarde y si durmiese en la selva correría el peligro de ser devorado por las fieras.
-Bien, podéis quedaros, pero mañana, a primera hora, os marcharéis, pues si nuestro rey se enterase de que os había dado cobijo, haríame pasar el resto de mi vida en un calabozo.
Dicho esto, la buena mujer entró en su vivienda, seguida del joven y se dispuso a preparar la cena, pero el príncipe la contuvo, diciendo:
-Señora, no os molestéis en preparar comida, seré yo quien os la sirva. Y metiendo la mano en la bolsa dijo en voz baja:
-Bolsa, dame la cena, -y la bolsa sirvió en dos platos de oro los más excelentes manjares que jamás viera la anciana.
Cuando hubieron terminado, la mujer quiso ir a buscar agua para beber y lavarse las manos, más también ésta vez la contuvo el príncipe, diciendo:
-No os molestéis, bondadosa señora, tendréis tanta agua como queráis. -Y sacando la taza de piedra le ordenó:
-Taza, dame agua.
Inmediatamente se llenó la taza de agua fresquísima que el príncipe vertió en los diversos recipientes. Cuando todos estuvieron llenos, ordenó a la taza que cesase de dar agua, e inmediatamente quedó vacía.
Como la noche ya había llegado, y el hijo del Rajá se extrañase de que la anciana no encendiera ninguna luz, preguntó el motivo de aquella particula-ridad.
-No es necesario -explicó la mujer.
-Nuestro rey ha prohibido que sus súbditos encendamos luces, pues, en cuanto anochece, su hija, la princesa Labam, se asoma al mirador de palacio y, es tanto el brillo que despide, que su luz alumbra todos nuestras casas y calles con la misma fuerza que la del sol.
En efecto, en cuanto cerró la noche, que era oscura como boca de lobo, la princesa asomóse al mirador. Vestía un traje hecho con rayos de luna tejidos por los dioses protectores del país. Alrededor del cuello, la cabeza y el cuerpo, llevaba largas hileras de perlas y brillantes, que, unidos a su belleza, convirtieron en un momento la noche en día claro.
El príncipe contempló embelesado a la princesa y su corazón fue muy feliz. En voz baja murmuró una y mil veces:
-¡Qué hermosa es!
A las doce, cuando todos los habitantes de la nación se hubieron acostado, la princesa retiróse a sus habitaciones.
El joven príncipe aguardó hasta que supuso que la princesa se habría ya dormido, y entonces, sentándose en su cama, dijo:
-Cama, quiero que me lleves al dormitorio de la princesa Labam.
Y la cama obedeció inmediatamente, trasladando al príncipe a la habitación donde dormía la bellísima joven.
El hijo del Rajá cogió la bolsa y pidió:
-Quiero un enorme montón de hojas de betel.
Apenas acababa de formular la petición, la bolsa se fue hinchando. En un momento se formó a los pies de la cama, un montón de las hojas pedidas. Entonces el joven sentóse de nuevo en su cama y regresó a casa de la anciana.
A la siguiente mañana los servidores de la princesa encontraron el montón de hojas de betel, y se pusieron a masticarlas.
-¿De dónde habéis sacado eso? -les preguntó la bellísima muchacha.
-Lo hallamos junto a vuestro lecho -contestaron los criados, que ignoraban por completo la visita del hijo del Rajá.
Entretanto, la anciana fue a despertar al hermoso príncipe, y le dijo muy triste:
-Debéis abandonar esta casa, pues si el rey supiese que he faltado a sus órdenes seguramente me haría matar.
-Hoy me siento enfermo, buena señora -contestó el joven.
-Os ruego que me permitáis quedarme hasta mañana por la mañana.
-Bien, -replicó la anciana, que sentía un gran afecto por él.
Aquel día comieron y cenaron de lo que les dio la bolsa encantada. Al llegar la noche la princesa Labam salió al mirador de palacio y el príncipe permaneció todo el rato con la vista fija en ella.
A las doce, la princesa se retiró a su dormitorio, y al poco tiempo, el hijo del Rajá sentóse en su lecho y solicitó ser trasladado al cuarto de su adorada. Una vez en él, pidió a la bolsa el más bello chal del mundo, y como de costumbre, la bolsa obedeció.
Apoderóse el príncipe del chal, que estaba hecho de azul de noche y espolvoreado con estrellitas caídas del cielo, y cubrió con él a la hermosa princesa, que pareció más bella que nunca. Enseguida regresó a la casa donde se hospedaba y durmió hasta el día siguiente.
Al despertarse la princesa y ver el chal, que tan bien armonizaba con su traje de rayos de luna, se sintió muy feliz.
-Mira, mamá -dijo a la Raní. Este chal tan hermoso debe de habérmelo traído Kuda.
-Sí, hijita -replicó la madre, que también se sentía muy feliz. Sin duda es un regalo de Kuda.
En aquel mismo instante la anciana que hospedaba al hijo del Rajá le indicó:
-Ahora ya podéis marcharos, noble caballero.
-Por favor -suplicó el príncipe. Os ruego me dejéis quedar unos días más, pues aún no me encuentro completamente bien. Os prometo no salir para nada de casa, y así nadie me verá.
La anciana, cautivada por las palabras del joven, cedió una vez más.
Aquella noche, lo mismo que las anteriores, la princesa Labam salió al mirador de su palacio. Y asimismo el príncipe estuvo todo el rato con la mirada fija en ella, sintiendo arder su corazón, de amor hacia la hermosa joven.
A las doce y media, un rato después de haberse retirado la princesa, el príncipe sentóse en su cama y se trasladó al dormitorio de su amada. Al llegar allí, sacando la bolsa, le pidió:
-Bolsa, dame el anillo más precioso del mundo.
La bolsa obedeció, entregando a su dueño una sortija hecha con sol del mediodía y adornada con una estrella de medianoche. El hijo del Rajá colocó suavemente el anillo en la mano de la princesa, mas, en este momento, despertóse la joven y le miró asustada.
-¿Quién eres? -preguntó.
-¿De dónde vienes? ¿Por qué estás en mi dormitorio?
-No te asustes, hermosísima princesa. No soy un ladrón, sino el hijo de un poderoso Rajá. Hiraman, el rey de los loros de la selva donde yo cazo, me dijo tu nombre e inmediatamente dejé a mi padre y a mi madre para venir a verte.
-Si eres el hijo de un Rajá -murmuró la muchacha, que había quedado prendada del hermoso joven, no te haré matar, y diré a mis padres que quiero casarme contigo.
Loco de alegría, el príncipe regresó a casa de la anciana; pero era tanta su felicidad, que aquella noche no pudo dormir.
A la mañana siguiente la princesa, que tampoco había podido descansar, dijo a su madre:
-Ha llegado a nuestro país el hijo de un poderoso Rajá y deseo casarme con él. Te suplico por favor que se lo comuniques a mi padre.
-Está bien -asintió el Rajá al enterarse por su esposa del deseo de su hija. No tengo ningún inconveniente en que ese príncipe se case con mi hija, pero antes ha de hacer lo que yo le diga. Si fracasa le mataré. Voy a darle cincuenta kilos de simiente de mostaza y si no logra extraer en un día todo el aceite que contiene, será decapitado.
Entretanto, el príncipe había despertado y lo primero que hizo fue explicar a la buena mujer que le hospedaba, que pensaba casarse con la princesa Labam.
-¡Marchaos enseguida de este país y olvidaos de la princesa! -exclamó la anciana.- Muchos Rajás y príncipes han venido a pedir su mano y el rey los ha mandado matar. A todo el que intenta casarse con su hija le impone una serie de condiciones tan terribles que no hay quien pueda cumplirlas. Si intentáis hacerlo moriréis como los demás.
Aunque los consejos de la anciana eran muy acertados, el príncipe no quiso escucharla. Era joven, adoraba a la princesa y nada podía detenerle.
Al poco rato de sostener esta conversación, llegó a casa de la anciana un mensajero del rey, que invitó al príncipe a acompañarle hasta palacio. Allí, el soberano, rodeado de toda su corte, le entregó cincuenta kilos de semilla de mostaza, ordenándole que extrajese el aceite que contenía y se lo llevara a palacio el día siguiente a la misma hora.
-Quien desee casarse con mi hija tiene que hacer cuanto yo le ordene -explicó el Rajá. Si no es capaz de ello, tengo que matarlo. Por lo tanto, si no consigues extraer todo el aceite de esas simientes, te mandaré decapitar.
Al oír esto y ver lo que abultaban los cincuenta kilos de semilla, el príncipe sintióse muy desanimado, pues comprendió que le sería imposible salir airoso de aquella prueba.
Como no podía hacer otra cosa, cogió la semilla y se la llevó a casa de la anciana. Estuvo reflexionando varias horas acerca de su situación, sin llegar a decidir nada. De pronto, acordóse de la reina de las hormigas, y apenas acababa de pensar en ella la vio aparecer.
-¿Cuál es el motivo de tu tristeza? -preguntó el animalito
El hijo del Rajá le mostró el montón de simiente de mostaza y replicó:
-¿Cómo puedo extraer en un día todo el aceite que contiene esta semilla? Sin embargo tengo que hacerlo antes de mañana, o seré decapitado por orden del Rajá de este país.
-No te preocupes -contestó alegremente la reina de las hormigas. Ve a tu lecho y descansa. Mientras tanto, entre mis súbditos y yo, haremos ese trabajo.
Confiado en aquella palabra, el príncipe fue a acostarse, y efectivamente, los pequeños insectos extrajeron todo el aceite.
Al otro día, el príncipe se trasladó al palacio del Rajá y le presentó el resultado de la laboriosidad de las hormigas. Pero el soberano movió la cabeza y dijo:
-Aún no puedes casarte con mi hija. Es necesario que antes luches con mis dos demonios y los mates.
Años atrás, el Rajá había logrado cazar en una trampa a dos terribles demonios. No supo qué hacer con ellos, y como temía soltarlos, los encerró en una jaula, esperando que algún día se presentase un hombre lo bastante fuerte para matarlos.
Hasta entonces ninguno de los príncipes que intentaron vencerlos lo consiguió, y el Rajá empezaba a temer que, aquellos demonios, se convirtie-ran en una carga eterna.
Cuando el joven vio a los dos terribles demonios, se dijo:
-¿Cómo podré vencer a dos seres tan espantosos?
En aquel momento recordó a sus dos amigos los tigres, quienes inmediata-mente aparecieron ante él.
-¿Qué te ocurre? -le preguntó el tigre.
-El Rajá de este país me ha ordenado que luche contra sus dos demonios y los mate. ¿Cómo podré hacer semejante cosa?
-No te apures -contestó la hembra. Nosotros los mataremos.
En efecto, los dos tigres vencieron en pocos momentos a los demonios, y el Rajá se sintió mucho más tranquilo al verse libre para siempre de la amenaza de los dos demonios.
-Está muy bien -dijo felicitando al príncipe.­ Mas, para conseguir a mi hija, debes hacer aún otra cosa. En lo alto del cielo tengo un enorme tambor. Es necesario que llegues hasta él y lo hagas sonar. Si no lo consigues, ya sabes lo que te espera.
El joven príncipe recordó enseguida su lecho, y sin perder un minuto, corrió a casa de la anciana que le hospedaba, y sentándose en la cama, ordenó:
-Cama, llévame hasta el tambor del Rajá.
El lecho obedeció en seguida, y a los pocos minutos el príncipe hacía sonar el enorme instrumento.
A pesar de haber oído el Rajá las notas del tambor, no quiso entregar su hija al joven, diciéndole que aún quedaba una última prueba.
-¿Cuál? -preguntó el joven.
El soberano le cogió de la mano y acompañándole al jardín del palacio, le mostró un grueso tronco, diciéndole:
-Mañana por la mañana deberás partir este tronco con esta hacha de cera.
Esta vez el príncipe quedóse muy triste. No veía solución posible al nuevo problema, pues estaban ya agotados todos sus recursos. Convencido de que al día siguiente iba a ser decapitado, quiso despedirse de la princesa Labam, y por ello, trasladóse a sus habitaciones montado en su lecho volador.
-Vengo a despedirme de ti, hermosa princesa ­dijo.
-Mañana tu padre hará rodar mi cabeza por el suelo.
-¿Por qué?
-Me ha ordenado que parta un árbol muy grueso con un hacha de cera. ¿Cómo podré hacer semejante cosa?
-No te preocupes -replicó la princesa, que habiéndose enamorado del joven no quería dejar de ser su esposa.
-Toma este cabello mío y colócalo extendido sobre el filo del hacha. Mañana, cuando nadie te oiga, ordena al árbol: "Déjate cortar por este cabello; te lo manda la princesa Labam".
Al otro día, el hijo del Rajá, siguió las instrucciones de la princesa, y en efecto, tan pronto como el cabello tocó el tronco, éste quedó partido en dos.
Maravillado por todos aquellos prodigios, el Rajá cedió al fin, diciendo:
-Has ganado a mi hija, y puedes casarte con ella.
Al casamiento de los dos príncipes acudieron todos los Rajás de los alrededores, y los festejos duraron varias semanas. Cuando se terminaron, el príncipe dijo a su esposa:
-¿Quieres que vayamos al país de mi padre?
La princesa Labam aceptó complacida y al poco tiempo los dos esposos partieron hacia los dominios del Rajá.
El padre de la princesa Labam les regaló una enorme cantidad de camellos y caballos cargados de rupias y objetos de oro. También les dio una escolta de numerosos criados que les acompañaron con gran pompa hasta la capital del vecino reino, donde, de allí en adelante, vivieron.
El príncipe conservó siempre su cama voladora, el tazón, la bolsa, el palo y la cuerda; sólo que esto último, como vivió siempre en paz, no tuvo que emplearlo nunca.

004. anonimo (india)