Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 3 de junio de 2012

El muchacho mago

En la costa de Groenlandia, en un lugar extremadamente solitario vivían una anciana y su nieto. Su morada consistía, simplemente, en un profundo hoyo excavado en la tierra y cubierto de maderos, llevados por las tempestades a aquella inhospitalaria costa, y sobre los cuales habían extendido una gruesa capa de tierra muy bien apisonada. De este modo, cuando llegaba el invierno con sus crueles fríos, era posible la vida en aquella triste región, y la abuela y el nieto se guarecían en aquel agujero, alumbrados por su lámpara de aceite de foca, manteniéndose del producto de las trampas que ponía el muchacho y de algunos regalos que les hacían los cazadores del pequeño poblado “innuit", que es el nombre que los esquimales se dan a sí mismos.
Como ya se comprende, para sostenerse en aquella desierta región, abuela y nieto habían de trabajar de firme. Ella se dedicaba al cuidado de la casa, si casa podía llamarse a semejante madriguera, y el muchacho, siempre que la crudeza del tiempo no se lo impedía, iba a poner trampas para los animales que constituían su alimento o bien se dedicaba a recorrerlas para apoderarse de los que habían caído en ellas.
Tanto la anciana como el muchacho no podían ser muy exigentes en cuanto a la clase de carne que comían. Zorros, lobos, martas armiños, alguno que otro pájaro, todo les parecía bueno para satisfacer el apetito y, como ya sabéis muy bien, aquellos climas tan fríos exigen la ingestión de grandes cantidades de comida para que se conserve el calor vital.
En otoño, en verano y en primavera, únicas épocas en que, sin peligro de la vida, era posible abandonar la vivienda, la abuela nunca dejaba de recomendar a su nieto:
‑Dirígete siempre al este. Nunca vayas hacia el oeste, porque allí encontrarías un gran peligro.
Pero siempre se negaba a decirle en qué consistía el peligro y no porque el muchacho dejase de preguntárselo con la mayor insistencia.
El había observado, en más de una ocasión, que alguno de sus amigos, que vivía en el mismo poblado, dirigíase, a veces, al oeste, sin que le ocurriese nada desagradable y, por lo tanto, se preguntó, más de una vez, por qué no podía imitarlos.
Pero su abuela, siempre vigilante, le hacía prometer que nunca se atrevería a desobede-cerla.
El muchacho acabó por conformarse y, de este modo, transcurrieron varios años, hasta que se hubo convertido en un hombre. Y como quiera que aun seguía atormentándolo la extrañeza de aquella recomendación de su abuela, empezó a insistir una y otra vez, a fin de que ella le diese la explicación de semejante misterio.
Ella se resistió cuanto pudo, pero, al fin, obligada a decir la verdad, contestó:
‑En el oeste hay un ser que está deseoso de causarnos daño. Y si te ve, puedes dar por seguro qué de ello resultará la muerte tuya y mía.
Pero esta afirmación, en vez de asustar al muchacho, sólo contribuyó a darle la secreta resolución de dirigirse hacia el oeste, a la primera oportunidad que se le ofreciera.
Claro está que, ni remotamente, tenía el deseo de ser causa de algún dolor o desgracia a su abuela, y mucho menos a sí mísmo, pero fiaba en su fuerte brazo, y en su aguda inteligencia, así como en su astucia para librarse de una vez de aquel temido enemigo.
Cierto día, después de haber dejado bien provista la casa de carne de foca y de reno, sin contar otros pequeños animales, como algunas liebres polares y dos o tres zorros, emprendió el viaje, diciendo a su abuela que quería ir hacia un punto lejano de la costa, con objeto de cazar algunas morsas.
Ella lo creyó sin recelar el verdadero objeto que perseguía su nieto, el cual, después de tomar, ostensiblemente, el camino del este, dió un gran rodeo y siguió la dirección contraria. Continuó andando durante todo el día, de modo que cuando ya el sol de otoño empezaba a inclinarse hacia el horizonte, pues, en aquella estación, comenzaba el tránsito del interminable día a la larga noche de seis meses, llegó a un gran lago y como ya estaba fatigado de su largo viaje, se detuvo a descansar. Pero llevaba muy poco rato sentado, después de haber encendido una hoguera, cuando oyó una voz poderosa, que exclamaba:
‑¡Ajajá, muchacho! Ya te veo.
El interpelado miró a su alrededor y luego levantó los ojos al cielo, mas sin ver a nadie.
‑Voy a enviarte un huracán ‑añadió la poderosa voz‑. Y espero que, aun cuando vuestra habitación está excavada en la tierra, lograré hacer rodar hasta ella una o dos locas de gran tamaño, que, con su peso, rompan la techumbre. ¿Qué te parece de esto?
‑Muy bien ‑contestó el joven con alegre acento‑. Precisamente estábamos ya cansados de nuestra cabaña subterránea y me proponía construir otra. De modo que, si quieres, puedes destruirla, porque me harás un favor.
‑Pues bien, vuelve a tu casa y verás lo que sucede ‑contestó la voz en tono burlón‑. Creo que no te gustará mucho.
Sin asustarse lo más minimo, el joven aventurero volvió sobre sus pasos, Cuando ya estaba cerca de su casa, se levantó un viento huracanado que hacía rodar las rocas sueltas por encima de la capa de nieve que ya empezaba a cubrir la tierra.
‑iDate prisa! ‑exclamó su abuela, que había salido de la casa‑. Ven en seguida porque, de lo contrario, moriremos los dos.
El joven, a pesar de la amenaza de aquella poderosa voz, no dudó un momento en entrar en su cabaña subterránea.
La anciana, que adivinó la causa de lo que sucedía, regañó ásperamente al nieto por su desobediencia, mostrándole los resultados de ella, pero el muchacho calmó sus temores, diciéndole:
‑No te apures, abuela. Aunque tú lo ignores, el "angelook" [1] del poblado me enseñó bastante magia en la Casa del Canto. Por consiguiente, no llores, porque yo pondré remedio a todo eso. Voy a hacer de manera que el techo de nuestra cabaña se transforme en dura piedra y, de este modo, las rocas, que ahora van rodando de un lado a otro, no podrán causarnos ningún daño.
En efecto, el muchacho empezó a entonar una extraña canción, profiriendo fuertes chillidos, tal como le había enseñado el brujo, y seguramente su conjuro fué eficaz, porque la abuela no tardó en darse cuenta de que, si bien el techo de la cabaña continuaba en la misma forma de siempre, tanto los maderos como la tierra apisonada que los cubría, habíanse transformado en durísima piedra, de modo que ya nada tuvieron que temer.
Como si el enemigo se hubiese dado cuenta de lo que sucedía, cesó casi de repente el huracán y las rocas que había arrastrado de un lado a otro se quedaron inmóviles en los sitios adonde habían ido a parar.
Además, aquel huracán tuvo la ventaja de hacer llegar a corta distancia de la cabaña algunos maderos flotantes, que fueron arrojados a la costa, de modo que, gracias a ellos, aumentó la provisión de leña y de madera de construcción para todos los habitantes del poblado.
Al día siguiente el joven se disponía a partir de nuevo hacia el oeste, pero los suplicantes ruegos de su abuela fueron causa de que tomara el camino contrario, aunque sólo durante una hora. En cuanto ya estuvo lejos del poblado, dió, otra vez, un gran rodeo y se dirigió al oeste; así que hubo llegado a la orilla del lago, oyó nuevamente aquella voz, a pesar de que su dueño continuaba invisible.
‑Voy a mandar una horrible tempestad de granizo sobre vuestra cabaña –anunció-. ¿Qué te parece eso?
‑Muy bien ‑contestó el joven‑. Me gustará en extremo, porque siempre he necesitado puntas agudas para mis arpones.
‑Pues vuélvete a casa y lo verás ‑añadió la voz.
El joven emprendió el camino de regreso y a medida que se aproximaba a su casa obscurecíase el cielo que, por fin, casi pareció que fuese de noche. Y en cuanto estuvo dentro de su cabaña empezó a caer un granizo fortísimo, cada una de cuyas piedras tenía, quizá, el tamaño de la cabeza de un hombre.
‑Esta vez si que quedaremos destruídos -se quejó la anciana‑. ¿Cómo nos salvaremos?
Pero el joven se limitó a señalarle el tejado de roca, contra el cual nada podían aquellas piedras del granizo, que se estrellaban al chocar contra la dura superficie del tejado. Por último aclaró el cielo y el joven, en cuanto salió de su cabaña, vió diseminadas, por doquier, hermosas puntas de arpón.
‑Voy a preparar unos cuantos mangos de madera ‑­dijo‑, y así tendré abundantes arpones para la pesca.
Pero en cuanto hubo preparado dos o tres docenas de mangos para sus arpones observó, con la mayor extrañeza, que todas las puntas de arpón habían desaparecido.
‑¿Dónde habrán ido a parar? ‑preguntó a su abuela.
‑Eran de hielo, tonto ‑le contestó ella‑, y se han fundido.
El joven esquimal se irritó mucho por aquel desengaño sufrido y juego trató de encontrar la manera de vengarse del ser misterioso que acababa de jugarle tan mala pasada.
‑Ten cuidado ‑le recomendó su abuela-, y no cometas imprudencias. Sigue mi consejo, y déjalo en paz.
Pero el espíritu aventurero del muchacho lo impelió a buscar el término de la aventura, de modo que tomó una piedra, se la ató en torno del cuello para que le sirviese de amuleto protector y, otra vez, se dirigió al lago. En aquella ocasión observó con el mayor cuidado la dirección de donde procedía la voz y de este modo vió en el centro del lago una enorme cabeza, que tenía un rostro en cada uno de sus dos lados extremos.
‑iAjajá, tío! ‑exclamó el joven‑, Ya os veo. ¿Os gustaría que desecase el lago?
‑Eres un imbécil ‑contestó la voz, enoja­da. Eso no sucederá nunca.
‑Pues id a casa y lo veréis ‑le contestó él con igual acento burlón que el otro adoptara en ocasiones anteriores.
Y, mientras hablaba, cogió la piedra, la volteó dos o tres veces por encima de su cabeza y la arrojó al aire. Cuando empezó a descender, aumentaba de tamaño por instantes y en el momento en que penetró en el lago, el agua empezó a hervir.
El muchacho, en extremo satisfecho, regresó a su cabaña para dar cuenta a su abuela de lo que había hecho.
‑Es inútil ‑le dijo ella‑. Muchos cazadores han tratado de matar a ese monstruo, pero todos perecieron en el intento. Tu pobre padre fué una de las víctimas, y tal fué la causa, también, de la muerte de tu madre, pues la pobre no pudo resistir el dolor de su viudez.
A la mañana siguiente, nuestro héroe emprendió, de nuevo, el camino hacia el oeste y encontró el lago ya seco del todo. Todos los peces estaban muertos, a excepción de una enorme rana verde, la cual, en realidad, era el ser malicioso que tanto había querido destruir a la abuela y a él mismo. Un buen garrotazo acabó con aquel extraño animal y el joven, triunfante, llevó la buena nueva a su anciana abuela que, desde aquel momento, ya vivió tranquila y satisfecha.


036 Anónimo (esquimal)


[1] Nombre que dan los esquimales al hechicero de la tribu.

El lobo y la lechuza

Un lobo fue a visitar una lechuza. Era la época del año en que el lobo mudaba el pelo, y su piel tenía un aspecto sucio y deplorable.
La lechuza se burló de su visitante:
-¡Eh, tú! ¡Qué color de pelo tan raro tienes! ¿Tienes una enfermedad de la piel? Estás feo. ¿Cómo te pones esos harapos cuando vienes a verme?
-Te aseguro -contestó el lobo- que una vez he tenido piel buena de sobras, del caribú que maté para hacerme algunos vestidos elegantes. Pero cuando los tengo no los puedo conservar por mucho tiempo. Cada primavera me nace una camada nueva, y me destrozan las pieles de caribú. Pero, si quieres, me buscaré alguna ropa nueva. A cambio, tú puedes ir a cambiarte de vestido. ¡Luego ya veremos quién de nosotros dos es el más guapo! Dentro de tres días mi mujer habrá tenido tiempo de coserme un vestido nuevo, y entonces volveré.
Aceptado el reto, el lobo volvió junto a su mujer y a sus hijos. Durante tres días se quedó en su cubil sin molestarse en merodear alrededor de la lechuza.
Por su parte, la lechuza se pasó todo el tiempo lavándose las plumas y dejando que su esposa le cepillara las manchas blancas y negras. Pasaron los tres días y el lobo volvió. Estaba guapo. Su pelo era largo y lustroso y su pecho estaba cubierto de pelo espeso. Apenas tropezó con la lechuza, empezó a ridiculizar al pájaro.
-¿Por qué no te cambiaste de ropa? Lo que llevas encima ahora no es mejor que lo que vestías antes.
La lechuza había intentado embellecerse, pero tenía tantas plumas en el cuerpo que sus esfuerzos apenas dieron resultado. Se enfadó y se volvió contra el lobo. Para evitar que le mordiera, el lobo galopó hacia su madriguera. Pero la lechuza continuó atacando, abalanzándose sobre el lobo y golpeándole en el pecho con la parte carnosa de su pechuga. La fuerza de los golpes dificultaba la marcha del lobo. La lechuza lo agarró y no tardó en matar al lobo a picotazos y golpes con las garras.
Tres días después llegó al terreno de la lechuza una loba con dos lobeznos. La lechuza los observó cuando se acercaban y luego salió volando, dejando atrás a sus propias crías. La loba los mató rápidamente. Después de haberse vengado, la loba volvió corriendo a su madriguera con sus lobeznos.
La lechuza los siguió. Primero atacó a los lobeznos. A golpes duros, primero los debilitó y luego los mató de uno en uno. A pesar de los repetidos ataques de la lechuza, la loba corrió hasta que se desplomó agotada. Entonces la lechuza le desgarró el pecho, matándola como había matado a su marido.


Fuente: Maurice Metayer

036 Anónimo (esquimal) 



El huérfano y los osos

Cerca de la desembocadura de un río vivía un grupo de cazadores. Sus iglús estaban situados de tal manera que los hombres tenían fácil acceso tanto al hielo del mar, donde se encontraban las focas, como a las colinas de los alrededores, donde pacían los caribús.
Un día un grupo de hombres fue en busca del caribú. Abandonaron el poblado en sus kayaks y recorrieron muchas millas río arriba. No regresaron. Finalmente, un segundo grupo de cazadores se puso en marcha para ir a buscar a los ausentes. Tampoco estos regresaron. La gente que quedó en el poblado estaba indecisa acerca de lo que debía hacer. Tenían miedo de que aún pudieran perderse más cazadores.
Sucedió que vivía entre la gente un joven huérfano. Como sus pertenencias personales eran escasas, a menudo soñaba con tener un kayak y ser un gran cazador. Cuando se enteró de que algunos cazadores del poblado no habían vuelto de cazar, el chico pensó que quizá podría ir en busca de los hombres que faltaban. Decidió preguntar al cazador más importante si podía prestarle su kayak para ir en busca de los perdidos. El viejo le advirtió.
-Si te marchas, hay una posibilidad de que tampoco tú vuelvas. Pero, si quieres arriesgarte, mi kayak y mi arpón están allí a la orilla del río. Puedes cogerlos.
El chico no cabía en sí de contento. Rápidamente salió río arriba. Durante el viaje usó el arpón para disponer de comida. Había patos y oras aves en abundancia. Su puntería era tan buena que podía matarlos cuando volaban por encima de él. De esta manera, el chico avanzó mucho. Al cabo de algún tiempo vio algunos iglús grandes cerca de la orilla del río.
«Qué raro -pensó-. Nunca había oído que hubiera gente viviendo aquí. ¿Serán éstos los iglús de los hombres perdidos? Quizá están cautivos aquí y les han prohibido marcharse.»
El muchacho remó hacia la orilla para mirar mejor.
Muy cerca del río había un iglú gigantesco. Pensando en la posibilidad de que los cazadores estuvieran prisioneros allí, el chico inclinó el kayak hacia la orilla, saltó a tierra y se encaminó precavida-mente hacia el iglú. Llevaba consigo el arpón y los pájaros que había matado.
No había nadie a la vista cuando salió del río. Al entrar en el iglú lo encontró vacío. Sin saber muy bien qué hacer, el muchacho se sentó dentro a descansar un rato. Mientras meditaba qué hacer, a continuación notó que había una abertura en la pared del iglú. Lo que parecía ser una ventana estaba situado en la parte alta de la pared, a medio camino de la cúpula.
Un momento después oyó el ruido de alguien que se acercaba. Mirando hacia, arriba vio algo por la abertura que parecía una ventana. Todo cuanto pudo distinguir fue una boca grande pidiendo algo de comer. Sin dudarlo, el muchacho tiró por el agujero uno de los patos que había cazado. En un instante la cara de la ventana arrebató el pato y desapareció.
El chico continuó en el iglú. Aunque estaba asustado, había reconocido al hambriento visitante. Era un hombre-oso. El muchacho había oído muchas historias de estas bestias que vivían en iglús como la gente y que podían quitarse sus pieles externas siempre que estaban dentro de sus casas. Cuando salían a cazar, los hombres-osos llevaban sus pieles puestas y eran muy muy peligrosos.
Al cabo de un breve tiempo, el hombre-oso volvió. El joven cazador vio una vez más la boca amenazante en la abertura. Por segunda vez el muchacho tiró a la bestia uno de los patos que le quedaban. El hombre-oso se marchó, pero sólo para regresar una y otra vez, hasta que el chico se quedó sin nada de comida. La próxima vez que apareciera la cara en la ventana no tendría qué darle.
El muchacho se sintió atrapado. «Sin duda esto es lo que les pasó a los cazadores que estoy buscando», pensó. «También ellos se quedaron sin comida, y estos hombres-osos les mataron. ¡Mi única esperanza es el arpón!»
Cuando la bestia apareció de nuevo, el muchacho estaba preparado. Apuntando cuidadosamente, arrojó el arpón con todas sus fuerzas. El arma dio en el blanco, penetrando profundamente en el cuerpo del hombre-oso. El muchacho se aferró a la cuerda del arpón tirando cuanto podía, pero la cuerda se rompió; la bestia aún estaba viva, y el muchacho estaba indefenso.
Dándose cuenta de que corría un gran peligro, el chico escapó del iglú. Temía que los padres de la bestia que había herido fuesen a buscarle. Fuera del iglú vio otra vivienda cercana. Era mucho más pequeña que la primera. Fue corriendo hacia ella y, sin molestarse en llamar a la puerta, se refugió dentro.
Aquí encontró dos mujeres-osas viejas tumbadas en la cama. Sin dudarlo, se abalanzó sobre ellas y las mató a las dos. Trabajando febrilmente, tomó una de las mujeres-osas muertas y la colocó en la cama como si estuviera dormida. A la otra empezó a quitarle la piel. Tan pronto terminó de despellejarla, ocultó el cuerpo debajo de la cama y se vistió con la piel de su víctima.
No bien hubo hecho esto, oyó aproximarse pasos. Uno por uno los hombre-osos entraron en el iglú.
-Nuestro gran cazador del iglú vecino ha sido herido -dijeron-. Hay algo clavado en su cuerpo. Ven a cuidarlo.
El muchacho, aparentando ser la vieja mujer-osa que acababa de matar, respondió:
-Yo ya no puedo andar. He perdido las fuerzas. Mi compañera se ha quedado dormida, pero no la despertéis. Necesita descansar.
Los hombres-osos insistieron:
-Te tomaremos en brazos y te llevaremos al iglú. Nuestro gran cazador no vivirá mucho si no le ayudas. ¡Ven rápidamente!
El joven, vestido con la piel de oso, se puso lentamente en pie, imitando al hacerlo los temblores de la vieja mujer-osa. Los hombres-osos le ayudaron a ir hacia la puerta. Lentamente lo arrastraron hasta el otro iglú. Por más que lo intentaba, el muchacho no fue capaz de representar bien el papel de la vieja mujer-osa. Los hombres-osos empezaban a sospechar.
-¿Cómo es que pareces más fuerte que de costumbre? -preguntaron.
-Es porque estoy intentando andar con todas mis fuerzas -respondió el muchacho-. Puede que os parezca que soy más fuerte de lo que realmente soy -los hombres-osos no hicieron más preguntas.
Una vez dentro del otro iglú, el chico vio la bestia herida tendida en medio del suelo. Buscó una piedra larga y afilada y empezó a calentarla a la llama de la lámpara de grasa. Mientras hacía esto, dijo a los hombres-osos lo que tenían que hacer.
-Voy a sacar el arpón del cuerpo del gran cazador. Mientras lo hago, tenéis que apagar la lámpara, daros la vuelta, poneros cara a la pared y haced todo el ruido que podáis. Así lo hicieron.
El chico se puso a trabajar. Primero agarró el extremo de la cuerda rota del arpón e intentó retirar el arma. Como antes, la correa se rompió. Después tomó la piedra afilada que había calentado e hizo con ella una hendidura penetrante en la carne de la bestia alrededor del gancho del arpón. El arma salió limpiamente. En la herida abierta hundió la piedra caliente. El gran cazador aullaba de dolor, pero los otros hombres-osos no podían oírle. Estaban haciendo demasiado ruido y además le daban la espalda a su amigo herido. El chico sabía lo que tenía que hacer. Dejó caer su piel de oso, tomó el arpón y echó a correr todo lo que pudo hacia su kayak. Sin parar, saltó al kayak y se puso a remar furiosamente. Los hombres-osos, al darse cuenta de que les habían engañado, intentaron perseguirle. Sus esfuerzos fueron vanos. Cada vez que llegaban cerca del kayak, el joven cazador blandía el arpón y los espantaba. Finalmente, renunciaron al acoso.
Cuando el muchacho volvió a su poblado, contó la historia de sus aventuras. Ahora la gente sabía lo que les había ocurrido a los hombres perdidos. El gran cazador que había prestado al muchacho su kayak y su arpón estaba contento con lo que el chico había hecho y, desde entonces, este hombre cuidó del joven.

Fuente: Maurice Metayer

036 Anónimo (esquimal)

Los hijos de nut

Hace mucho tiempo, Ra, el señor de todos los dioses, aún reinaba sobre la Tierra como faraón. Vivía en un enorme palacio a orillas del Nilo, y todos los habitantes de Egipto acudían a presentarle sus respetos. Los cortesanos no dudaban en complacerlo, y él pasaba el tiempo cazando, jugando y celebrando fiestas. ¡Una vida realmente placentera!
Pero un día llegó a palacio un cortesano que le contó una conversación que había oído. Thot, el dios de la sabiduría y la magia, le había dicho a la diosa Nut que algún día su hijo sería faraón de Egipto. Ra se puso muy furioso. Nadie salvo él era digno de ser faraón. Caminaba de un lado a otro gritando:
-¡Cómo se atreve Thot a decir eso! ¡Ningún hijo de Nut me destronará!
Reflexionó sobre ello largo tiempo, al cabo del cual, tras invocar sus poderes mágicos, lanzó la siguiente maldición:
"Ningún hijo de Nut nacerá en ningún día ni en ninguna noche de ningún año".
La noticia pronto se extendió entre los dioses. Cuando Nut se enteró de la maldición. Se sintió muy apesadumbrada. Deseaba un hijo, pero sabía que la magia de Ra era muy poderosa. ¿Cómo podría romper el maleficio? La única persona que podía ayudarla era Thot, el más sabio de todos los dioses, así que fue a verlo.
Thot quería a Nut y, al verla llorar, decidió ayudarla.
-No puedo romper la maldición de Ra, pero puedo evitarla. Espera -le pidió.
Thot sabía que Jonsu, el dios Luna, era jugador, así que lo retó a una partida de senet. Jonsu no pudo resistirse y cedió al desafío.
-¡Oh, Thot! -exclamó-. ¡Tal vez seas el dios más sabio, pero yo soy el mejor jugador de senet! No he perdido ninguna partida. Jugaré contigo y te ganaré.
Los dos se sentaron a jugar. Thot comenzó ganando todas las partidas.
-Has tenido suerte, Thot -dijo Jonsu-. Apuesto una hora de mi luz a que te gano la siguiente partida.
¡Pero también perdió! Thot continuó ganando y Jonsu siguió apostando su luz hasta que Thot hubo conseguido una luz equivalente a la de cinco días.
Entonces Thot se puso en pie, dio las gracias a Jonsu y se fue llevándose la luz consigo.
-¡Menudo cobarde! -murmuró Jonsu-. Mi suerte empezaba a cambiar. ¡Habría ganado esta partida!
Thot colocó los cinco días entre el final de ese año y el comienzo del siguiente. En aquella época, un año tenía 12 meses de 30 días cada uno, lo que sumaba un total de 360 días.
Nut se sintió feliz cuando Thot le contó lo que había hecho. Como los cinco días no pertenecían a ningún año, sus hijos podrían nacer en esos días sin romper el maleficio de Ra.
El primer día Nut dio a luz a Osiris, que sería faraón después de Ra; el segundo día, a Harmachis, que está inmortalizado en la Esfinge; el tercer día, a Seth, que más tarde mataría a Osiris y se convertiría en faraón; el cuarto día, a Isis, que sería la esposa de Osiris; y el quinto día, a Neftis, que sería la esposa de Seth.
En cuanto a Jonsu, el dios Luna, quedó tan debilitado tras la partida que ya no pudo brillar con fuerza todo el tiempo. Aún hoy, la Luna sólo brilla toda entera durante unos cuantos días del mes, y ha de pasar el resto del tiempo recobrando fuerzas.

034 Anónimo (egipto)

La sandalia de nitocris

En un pequeño pueblo del Bajo Egipto vivía una joven de veinte años cuya belleza se asimilaba a la de una diosa. Su nombre era Nitocris.
Le gustaba ayudar a su padre que trabajaba como escriba de rebaños, contando cabezas de ganado y evitando las discusiones entre los ganaderos. Nitocris sabía leer, escribir y contar, y cuando su padre se jubilara, lo sustituiría.
Todos los chicos del pueblo y de los alrededores deseaban casarse con Nitocris, pero ella sólo compartiría su vida con un hombre al que amara con todo el corazón. Los jóvenes seguían insistiendo pero ella los rechazaba tajantemente. Su padre se extrañaba, incluso le proponía casamiento con el apuesto hijo del alcalde, pero ella no podía soportarlo.
Sus padres sólo deseaban la felicidad de la hermosa joven:
-Nitocris, solamente tú puedes elegir al hombre al que amarás como esposo.
La tarde estaba soleada y Nitocris salió a darse un baño al canal pensando que a esa hora nadie la molestaría. Se quitó las sandalias, se desvistió y se metió poco a poco en el agua que gozaba de una temperatura deliciosa. Estuvo nadando durante mucho tiempo.
Por allí cerca, los chicos cazaban o jugaban a la pelota. Cuando la joven volvió hacia la orilla, un chico le hizo señas con la mano ofreciéndole su ayuda para salir del agua. Se trataba del hijo del alcalde, que muy orgulloso, armado con un arco y unas flechas, le regalaba una liebre que había cazado.
-No quiero tus regalos. ¡Aléjate de mi! - dijo Nitocris.
-¡Ni hablar! Deseo hablarte. Sabes que yo seré tu marido -contestó el joven.
-¡Jamás! ¡Nunca me casaré contigo!
Nitocris iba en busca de sus sandalias, cuando escuchó el ruido de un aleteo. Un halcón bajó hacia el suelo a gran velocidad cogiendo una de sus sandalias con sus garras, y de nuevo subió al cielo.
Cuando el hijo del alcalde tensó su arco apuntando hacia el halcón, Nitocris gritó:
-¡No tires! El halcón es el animal sagrado del dios Horus, el protector del faraón. Nadie puede matarlo.
El joven se fue muy avergonzado por su acción.
Un poco más tarde se celebraba el consejo de ministros presidido por el faraón en el jardín del palacio. El rey continuaba soltero y esta situación no debía alargarse más. La Regla exigía que reinara junto a él una gran esposa real, pero ninguna le interesaba.
Estaba pensativo y no prestaba atención al ministro, cuando de repente el halcón se abalanzó hacia el rey y dejó caer algo en sus rodillas. Se trataba de una sandalia, la más bonita que jamás había visto. Rápidamente hizo llamar al jefe de guardia, y se dirigió a él enérgicamente:
-Envíe a sus hombres a todas las ciudades y pueblos y ordene que todas las muchachas se prueben la sandalia. ¡Encuentren a su dueña!
El hijo del alcalde iba hacia la casa de Nitocris, cuando vio a dos guardias cumpliendo el encargo del faraón. No dudó en preguntar qué ocurría, a lo que le respondieron amablemente. Sólo les quedaba visitar la última casa del pueblo que se encontraba al final de la calle. El chico, al reconocer la sandalia de Nitocris, trató de evitar que la encontraran. Pero en ese momento la muchacha salió de su casa portando un ramo de flores de loto. El guardia, al verla, quedó impresionado por su belleza, y al probarle la sandalia comprobó que era suya.
Nitocris atravesó los inmensos jardines de tamariscos, sicomoros y palmeras, llegando a una enorme sala del palacio. El suelo estaba decorado con azulejos en forma de lotos y en las paredes se representaban preciosas pinturas con escenas de caza. Allí, en su trono, estaba sentado el faraón de Egipto.
La joven se arrodilló ante el faraón como muestra de admiración y respeto. El rey, portando sus insignias reales, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. Admirado por su belleza, el faraón le calzó la sandalia que le había hecho llegar el halcón. Nitocris era la esposa elegida por los dioses, y ella se había enamorado del faraón.
-Reinarás en Egipto junto a mí como Gran Esposa Real. Mandaré construir para ti una pirámide que inmortalizará nuestro amor y hará brillar tu nombre para siempre.

034 Anónimo (egipto)

La historia de ra y de isis

En los tiempos lejanos a más no poder, que aun no registra la Historia, se dice que vivió en Egipto una mujer de inteligencia extraordinaria, llamada Isis. Era muy hábil en todas las artes y en la magia, de manera que su sabiduría e inteligencia podían sostener digna comparación con la de los dioses. Tal superioridad sobre su prójimo, sólo sirvió para hacerle desear todavía más honores y poderío, en vez de contentarse con lo que ya poseía.
‑¿Por qué ‑se decía‑ no me haré dueña de toda la Tierra y no seré tanto cómo una diosa celestial? Si conociese el nombre secreto de Ra, no hay duda de que podría alcanzar el cumplimiento de mi ambición.
Es preciso tener en cuenta que cuando Ra, el más grande de todos los dioses, fué creado, su padre le dió un nombre secreto, tan temible, que ningún hombre se atrevió siquiera a intentar indagarlo, ni a hacer el menor esfuerzo por averiguarlo. El tal nombre contenía en sí un poderío inmenso, de modo que todos los demás dioses deseaban conocerlo y hacerse dueños de aquel secreto valiosísimo. Y, a pesar de cuanto intentaron y de todo lo que pusieron en práctica para conseguir su objeto, a despecho de los encantamientos y conjuros mágicos de que se valieron, nada les fue posible averiguar, porque aquel nombre estaba oculto dentro del cuerpo del mismo dios del Sol. Y a pesar de que los hombres no se atrevían a acometer tal empresa y de que los dioses fracasaban en ella, Isis, que no ignoraba nada de eso, no por ello se asustó ni renunció a su empeño, sino que resolvió poner de su parte cuanto pudiese para conseguir su codiciado fin.
Todas las mañanas salía Ra del reino de la obscuridad y atravesaba el Cielo en su Bote de Millones de Años. Isis había observado que de la boca del dios manaba agua. Procuró obtener una porción de ella y tomando un poco de la tierra en que había caído, formó con aquel barro una serpiente sagrada, la cual, a causa de haber sido formada con una substancia divina, o sea con el agua que despedía la boca del dios, gozó inmediatamente de la vida en cuanto Isis hubo pronunciado sobre ella algunos de sus conjuros mágicos.
Logrado esto, la atrevida e inteligente mujer dejó el reptil en el camino de Ra, de manera que el dios no lo descubriese y, sin embargo, lo pisara al pasar.
Asi ocurrió, en efecto. Al día siguiente y cuando el más grande de los dioses pasaba por el lugar donde se ocultaba la serpiente, esta le mordió, causándole un dolor intenso, tanto, que Ra empezó a exhalar quejas diciendo:
‑¿Qué es eso? ¿Quién me ha herido?
‑¿Por qué das estas exclamaciones de dolor? ‑le preguntaron los dioses que le servían.
Pero Ra no encontró palabras apropiadas para contestarles. Además, sus miembros estaban temblorosos, castañeteaban sus dientes, palideció su rostro y todo su cuerpo era invadido por el veneno del reptil.
Por último, el dios del Sol llamó a sus compañeros:
‑Acercaos, dioses -exclamó‑. Y oíd lo que acaba de ocurrirme. He sido mordido por algo mortífero. Mis ojos no han podido descubrirlo y también estoy seguro de no haber creado ese ser. Sin embargo, jamás experimenté un sufrimiento tan grande y mortal como ahora. Soy un dios, hijo de una divinidad y recorria mis tierras para visitarlas y para vigilar a mi pueblo, cuando ese ser ignorado surgió en mi camino y me infirió este daño. Id, pues, en busca de los demás dioses y traedme cuanto antes a los que sean hábiles en pronunciar conjuros y encantamientos, a fin de que me libren del dolor horrible que siento.
Muy pronto los dioses, y especialmente los que estaban versados en el uso y empleo de las palabras mágicas, habíanse reunido en torno del bote de Ra; y con ellos llegó también la inteligente y ambiciosa Isis.
En vano los compañeros de Ra apelaron a sus talismanes y pronunciaron sus conjuros, porque el veneno de la serpiente continuaba atormentando al dios, cual si le quemase las entrañas. Entonces y cuando ya era palmarla la inutilidad de lo que se había intentado, se acercó Isis, a su vez y dijo:
‑¿Qué es eso? i Oh, Ra! Sin duda te ha mordido alguna serpiente. Alguno de los seres creados por ti se habrá atrevido a levantar la cabeza contra la mano que lo formó. Dime tu nombre, te lo ruego, tu nombre secreto, a fin de que, gracias al poder que en sí contiene, pueda arrojar de tu cuerpo el veneno y nuevamente te sientas sano, dichoso y libre de toda incomodidad y de todo dolor.
‑Yo soy el hacedor del Cielo y de la Tierra ‑­contestó Ra‑. Y sin mí no existiría nada de lo que existe. Cuando abro uno de mis ojos aparece la luz, y cuando lo vuelvo a cerrar reina otra vez la obscuridad. Mis palabras originan la crecida del Nilo, para que éste riegue toda la tierra de Egipto. Yo hice las horas, los días y todas las fiestas del año. Soy quien fui, soy y seré.
‑No hay duda de que acabas de decirme exactamente quién eres ‑contestó Isis‑, pero el caso es que aun no me has comunicado cuál es tu nombre secreto. Y si quieres quedar curado, es absolutamente preciso que me lo digas, a fin de que, gracias a su poderío y a mi ciencia, pueda destruir el mal que te ha sobrevenido.
Mientras tanto, el veneno iba invadiendo el cuerpo de Ra, quien, por momentos, se sentía peor. Es preciso tener en cuenta que la serpiente que lo niordió era un reptil mágico y también que no había sido creado por el mismo Ra, de modo que aun cuando éste fuese el más grande de los dioses, no tenía el poderío suficiente para destruir y anular los efectos del veneno. A veces su cuerpo ardía como si por sus venas corriese fuego líquido y otras, en cambio, sentíase frio como el hielo, según las alternativas de la fiebre que lo agobiaba.
Por fin, ya sin fuerzas para continuar en pie, se dejó caer sentado en el bote.
Entonces llamó a Isis a su lado.
‑Consiento ‑dijo a los dioses que le rodeaban‑, consiento en ser examinado por Isis y también en revelarle mi nombre secreto y terrible.
Y a consecuencia de esto, Ra e Isis se alejaron a cierta distancia, con objeto de que los demás dioses no pudieran oír el nombre secreto. Una vez seguros de la imposibilidad de que así fuese, Ra confesó a la inteligente mujer aquel terrible secreto que tanto deseaba ella conocer.
En cuanto hubo logrado el objeto que se propusiera, Isis empezó a pronunciar sus conjuros mágicos, haciendo gala de su antigua y extraordinaria sabiduría. Por último gritó: ‑¡Sal, veneno! ¡Abandona el cuerpo de Ra! ¡Deja vivir a Ra! ¡Ojalá Ra pueda seguir viviendo! ¡Veneno, abandona para siempre y por completo el cuerpo de Ra!
En cuanto hubo pronunciado estas palabras, el poderoso dios experimentó un cambio extraordinario y favorable. Ya no tuvo la sensación de que se estaba muriendo. Rápidamente recobró el vigor, y, al poco rato había desaparecido toda incomodidad y estaba dispuesto a continuar su viaje en el Bote de Millones de Años.
E Isis, que, gracias a su inteligencia y a su sabiduría, pudo averiguar lo que desconocían en absoluto los hombres y los dioses, vió satisfecho su deseo y en adelante fué conocida y reverenciada como dueña y señora de las divinidades.
Es posible que el lector pregunte cuál era aquel nombre terrible, pero eso no podemos decirselo. Precisamente los sabios de todo el mundo y de todas las épocas han buscado este secreto durante millares de años. Algunos llegaron a penetrarlo, pero lo raro del caso es que ninguno comunicó a nadie aquel nombre terrible.

034 Anónimo (egipto) 


La creacion del universo

EL NACIMIENTO DE LOS DIOSES

Al principio, en medio de las tinieblas, sólo existía un océano infinito de aguas inmóviles, el cual se llamaba Nun. Y así, de este océano, emerge Amón-Ra, el dios del Sol, sin padre ni madre. Ha nacido del océano. Ha nacido el primer dios.
Aparece en la cima de una colina saliendo de Nun y escupe a Shu, dios del aire, y a Tefnut, diosa de la humedad. Y juntos engendran a Gueb, el dios de la tierra, y a Nut, la diosa del cielo... Y Gueb y Nut dan nacimiento a los demás dioses egipcios.
De esta forma, nace el universo.
Pero el océano Nun no desaparece, sino que rodea el cielo. Ante esto, los egipcios temen que se vierta sobre la tierra inundándola. Por eso, ante este miedo que provoca esta situación, representan este océano con la forma de un lago sagrado junto a sus templos.

EL NACIMIENTO DE LOS HOMBRES

Una vez que el universo está en su lugar, deben nacer los hombres, que después serán faraones.
Los egipcios consideraron como creador de los hombres al dios con forma de carnero llamado Jnum. En su torno de alfarero fue modelando el cuerpo humano, y también su alma, preocupándose especialmente en formar a los futuros faraones, y darle su ka, es decir, su energía vital.

034 Anónimo (egipto)

La cámara del tesoro de rhampsinitus

Rhampsinitus fué un rey del antiguo Egipto. Había emprendido diversas guerras contra las tribus vecinas y en cada una de ellas alcanzó la victoria y, además, conquistó gran número de cautivos y valiosos tesoros. Puso los primeros a rescate o los vendió como esclavos, y gracias a eso aumentó aún las riquezas extraordinarias que las guerras le habían proporcionado. Pero en vez de gastar cosa alguna, lo guardó todo con el mayor cuidado. El monarca era avariento y su única ambición consistía en poseer cada vez mayores riquezas, a pesar de que ya las tenía en cantidad muy superior a la fortuna de cualquier rey de los tiempos pasados. Pero ya es sabido que el avariento es víctima de un mal espíritu, llamado Miedo, que no le permite un solo momento de descanso, pues le hace vivir en temor constante de que alguien quiera arrebatarle las riquezas que constituyen la delicia de su corazón.
Aunque Rhampsinitus era rey, no por eso dejó de molestarle aquel mal espíritu, y continuamente temía que le robasen o que pudiera perder el tesoro amasado con tanta diligencía. Por consiguiente, y a fin de gozar de mayor tranquilidad, hizo llamar a su arquitecto y le dió orden de construir una cámara para su tesoro, en la que nadie pudiese entrar sin que él lo notase.
El artífice puso manos a la obra y construyó una espaciosa estancia, contigua a uno de los muros de palacio; y las piedras estaban trabadas entre sí con tanta maestría y, además, tan fuertemente sujetas por medio del cemento, que ni siquiera el ladrón más astuto del mundo hubiese podido penetrar allí.
Ya se ve, pues, que el arquitecto era un hombre muy hábil, tanto, que ni el rey siquiera sospechaba hasta dónde llegaba su habilidad. Aunque el monarca no se lo dijo, adivinó el destino de aquella cámara y dispuso las piedras de tal manera que fuese fácil sacar una de ellas. Oprimiendo en un punto secreto aquella gíraba sin ruido, cual si lo hiciese sobre unas bisagras y dejaba una abertura bastante grande para dar paso al cuerpo de un hombre. Pero cuando estaba cerrada, aquella piedra encajaba de tal manera con las demás, que aun, mirando con la mayor atención y examinando las uniones de ella con sus vecinas, nadie habría observado la menor diferencia en aquel punto de la pared.
El rey encerró sus riquezas en la nueva y secreta cámara. Había allí numerosos arcones llenos de oro y plata, jarrones que contenían grandes cantidades de piedras preciosas y cestillos de maravillosa labor amontonados unos sobre otros, también llenos de tesoros. Y alli iba Rhampsinitus casi todos los días, para embelesarse en la contemplación de sus tesoros y deleitarse ante la belleza de tan preciosos objetos.
Por lo que antecede, ya se habrá comprendido que el arquitecto cons-tructor de la cámara tenía sus propósitos particulares con respecto al tesoro; pero ya fuese por miedo de ser descubierto o por otros motivos más honrosos, el caso es que nunca utilizó aquella entrada secreta. Mas llegó un día en que enfermó y, comprendiendo que se acercaba el fin de su vida, llamó a sus dos hijos Hoplira y Sen‑nu, les dijo lo que había hecho y añadió que al obrar de aquel modo lo hizo pensando en ellos, con, objeto de que nunca careciesen de lo necesario. Les explicó exactamente la situación y las dimensiones de la piedra giratoria y les hizo jurar, al mismo tiempo, que no revelarían a nadie tal secreto. Y después de haber revelado este hecho a sus hijos, no tardó en morir.
El rey Rhampsinitus estaba sentado en un sillón y sumido en profundas reflexiones. Tres días antes visitó la cámara de su tesoro y pudo observar que uno de los arcones, antes lleno de monedas de oro, aparecía casi vacío sin embargo, los sellos de la puerta estaban intactos. Aquella misma mañana hizo otra visita y descubrió que una urna, que contenía una gran cantidad de piedras preciosas, había sido despojada de ellas. Tampoco se habían roto los sellos, y los guardias que vigilaban la puerta, juraron que nadie se había acercado a ella durante la noche. Era evidente la existencia de alguna traición, y Rhampsinitus no sabía cómo evitarla.
Muy perplejo, golpeó al batintín que tenía a su lado y en cuanto apareció el etíope que estaba a su servicio lo ordenó ir inmediatamente en busca del gran chambelán.
Este acababa de abandonar el lecho, porque nunca era llamado por el monarca a aquell hora, sin habérselo avisado el día en­ anterior. Y, temiendo que de la entrevista no pudiese resultar nada agradable para él, se vistió presuroso, con objeto de hallar la causa de un hecho tan extraordinario. Pero lo re­pentino de aquella oreden, que se contradecía muy mal con la fiesta del día anterior, solamente sirvió para sumirle en mayor confusión; y, dando un suspiro de resignación, dejó de pensar en ello y entró en la estancia regia con una expresión tan digna y virtuosa como pudo fingir.
‑Hola, Ra‑men‑ka ‑dijo el rey‑. Mala cara tienes esta mañana. Me parece que te acuestas demasiado tarde, desde que el príncipe de Nubia nos honra con su visita.
‑Los cuidados del Estado, oh, señor ‑contestó el chambelán‑, son muy exigentes y, con gran frecuencia, me obligan a velar durante buena parte de la noche. Hay que disponer muchas cosas en beneficio de los placeres y de las comodidades de los huéspedes de mí señor.
‑Es cierto ‑replicó el rey secamente‑ Sin embargo. no te he llamado para eso. ¿No sabes que los ladrones han penetrado dos ve­ces en la cámara de mi tesoro?
Fué tan inesperada aquella pregunta, que Ra‑men­-ka se quedó más apurado que antes y, por un momento, la sorpresa no le permitió replicar.
‑¡Imposible, señor! ‑tartamudeó por fin.
‑Supongo, Ra‑men‑ka ‑dijo el rey con la mayor gravedad‑, que no vas a darme a entender que miento. Te he dicho que los ladrones han penetrado en la cámara de mi tesoro, y añado ahora que me han robado gran cantidad de monedas y de joyas.
‑iImpo...! ‑empezó a decir el chambelán, pero el acerado brillo de los ojos del rey le obligó a contenerse‑. Sin duda, señor ‑se apresuró a contestar, corrigiéndose rápidamente.
‑¡Sin duda! ‑gritó Rhampsinitus‑. ¡Sin duda! ¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué sabes acerca del particular, para poder hablar con tanta certeza?
‑Nada, señor ‑tartamudeó el chambelán‑. Me limitaba a aprobar lo que acaba de decir mi rey.
‑Aprobado, ¿eh? ‑ exclamó el monarca‑. Pues te aconsejo que no sigas aprobando lo que digo.
‑No lo haré, señor ‑contestó humildemente Ra­-men‑ka.
‑¿Ah, no? ‑exclamó Rhampsinitus mirándole torvamente‑. Pero dejó de referirse a ello para hablar de otra cosa. Ahora, escúchame ‑dijo‑. Esos ladrones no son malhechores vulgares, porque se han llevado las joyas sin dejar huellas de su presencia. Están intactos los sellos que puse en la puerta, y los soldados de guardia no han visto a nadie. Hemos de disponer una trampa para esos tunos.
‑Sí, señor ‑contestó el charribelán‑. Haré disponer una pequeña trampa, difícil de descubrir y en cuanto el ladrón meta la mano en un jarrón, se verá cogido e imposibilitado de huir.
‑¿No has oído hablar de la zorra que quedó cogida en la trampa por el rabo? ‑preguntó el rey.
‑No, señor.
‑Pues escucha. En cierta ocasión, una zorra quedó cogida en una trampa por el rabo. Sabía muy bien que, en caso de no poder libertarse, el cazador le daría muerte cuando, a la mañana siguiente, fuese a visitar sus trampas, y así, aunque lamentaba profundamente la pérdida de su hermosa cola, con los dientes se la cortó. De este modo pudo recobrar la libertad. Nada importa ahora el resto de la historia, pero procura que tu ladrón no pueda proceder como la zorra.
‑Ten en cuenta, señor, que yo me propongo cogerlo por la mano ‑replicó el asombrado chambelán.
‑Ra‑men‑ka ‑dijo el rey‑, en lo sucesivo te ordeno que no te acuestes tan tarde, porque, de lo contrario, comprenderé que los cuidados del Estado son excesivos para tu salud. ¿Conoces el calabozo que hay en el patio del oeste del palacio y sabes si está en la misma situación de siempre, para recibir huéspedes?
‑Como hace muchos años que no se utiliza, seguramente necesitará algunas reparaciones­ -contestó el chambelán.
‑Muy bien ‑dijo el monarca‑. Y ahora, atiende. Es preciso que imagines una trampa tal, que cuando el ladrón llegue y toque la urna, quede cogido por los brazos, las piernas y el cuerpo. Escucha otra cosa. Tanto si logras el éxito como no, me propongo alojarte en el calabozo de que hemos hablado.
Y mientras reflexionaba acerca de aquella terrible amenaza, el chambelán recibió orden de salir.
Los dos hermanos Nohpra y Sen‑nu estaban planeando una tercera excursión a la cámara del tesoro del palacio real. Cierto es que ya hablan substraldo riquezas sin cuento, pero cuando éstas se obtienen con dema-siada facilidad, desaparecen prontamente. Los dos hermanos, que gastaban sin contar, viéronse, de pronto, casi desprovistos de dinero.
‑La noche de hoy será obscura ‑dijo Hohpra‑. Por consiguiente, podremos ir otra vez a la cámara del tesoro, para sacar algo.
Sen‑nu dió su conformidad al proyecto, y los dos hicieron los prepa-rativos. En cuanto llegó la medianoche salieron a poner en obra su plan.
Se acercaron cautelosamente al muro ex­terlor de la cámara del tesoro y, después de convencerse de que nadie les observaba, bus­caron la piedra giratoria. Hophra, que se dis­ponía a entrar, oprimió el muelle secreto y, mientras tanto, Sen‑nu se quedaba de centi­nela en el exterior.
Giró la piedra como de costumbre, y Hophra penetró en el recinto. Una vez dentro vol­vió a cerrar para evitar una sorpresa des­agradable y peligrosa a un tiempo, golpeó eleslabón y, después de haber encendido la yesca pudo prender fuego a un pequeño candil que llevaba.
A la luz escasa y vacilante de aquella lámpara diminuta, el joven miró a su alrededor y, por un momento, se quedó indeciso, pues no sabia por cuál de los jarrones que contenían piedras preciosas debía decidirse. Por fin se dirigió a uno de ellos, mas apenas hubo metido la mano en el interior, se sintió cogido por los brazos, las piernas y el cuerpo, y de tal manera, que, por más esfuerzos que hizo, no le fué posible soltarse y ni siquiera hacer el menor movimiento.
Luchó un rato y se ensangrentó los miembros en sus esfuerzos por recobrar la libertad, pero tan ingeniosa y fuerte era la trampa que le había cogido, que no pudo conseguir cosa alguna. Por fin, exhausto y dolorido, dejó de resistirse y examinó la situación.
Era evidente que estaba perdido, Ni él ni su hermano tenían las herramientas necesarías para romper aquel mecanismo antes de que llegase el día y con él, probablemente, el monarca o algunos de sus oficiales. No. No había esperanza y comprendiéndolo perfectamente, se resignó a morir. Poco a poco se serenó y entonces con voz queda llamó a Sen nu, diciendo en voz baja:
-¡Hermano!
‑¿Qué quieres? ‑murmuró Sen‑nu‑. ¿Que pasa?
‑Ven cuanto antes ‑replicó Hophra.
Comprendiendo Sen‑nu que sucedía algo desagradable, hizo girar la puerta, penetró en el recinto y volvió a cerrar. Hecho esto se aproximó a Hophra, que le dijo:
‑Mira. He quedado cogido en una trampa y no puedo libertarme. ¿Te crees capaz de ayudarme?
Sen-nu luchó con toda su alma con las piezas de bronce que sujetaban a su hermano, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Tiró, empujó y con todo su peso y fuerza quiso romper las argollas, pero éstas no cedieron en lo más mínimo, de modo que, al fin, Sen-nu, desesperado, se quedó mirando a su hermano.

‑No hay duda de que estoy cogido -dljo Hophra‑. Y puesto que es así, debo resignarme y tú también has de conformarte con lo que no tiene remedio. No hay necesidad de que los dos seamos castigados. En cuanto llegue la mañana llegarán los guardias y si me encuentran y me reconocen, sabrán que tú eres el otro ladrón. Así, pues, desenvaina el cuchillo y córtame la cabeza, para llevarla a casa. De este modo no podrán identificar mi cuerpo.
Sen‑nu se quedó horrorizado y empezó a rogar a su hermano que desistiese de tan espantoso proyecto. Pero Hophra estaba decidido, sereno y firme. Insistió en que llevase a cabo lo que acababa de decir, dándole a entender que si los dos eran condenados a muerte, su pobre madre, viuda, quedaría privada de todo socorro y, además, expuesta a la venganza del soberano.
Esta última consideración convenció a Sen-nu, quien se manifestó dispuesto a obedecer el horrible mandato de su hermano.
Con lágrimas en los ojos le dió muerte de una puñalada en el corazón y luego, seguro de que ya no sufría, le cortó la cabeza y abandonó aquel lugar para él espantoso. Antes de alejarse cerró cuidadosamente la piedra giratoria y regresó a su casa llevando consigo la cabeza de su hermano.
En cuanto amaneció, el rey, que se habla levantado muy temprano, se apresuró a dirigirse a la cámara del tesoro. Rompió los sellos de la puerta y penetró en la estancia. La escasa luz reinante le permitió ver, sin embargo, el cuerpo de un hombre sujeto por numerosas argollas de bronce; pero, de momento, no pudo darse cuenta de que le faltaba la cabeza. Y así, satisfecho de haberse vengado al fin y persuadido de que estaban ya en su mano todos los hilos de la trama y de que podría encontrar a los cómplices del ladrón, se acercó a éste. Entonces, horrorizado, extrañado y admirado a la vez, vio que el cadáver carecía de cabeza.
Esto le probó la existencia de, por lo menos, un cómplice, que, de un modo u otro había podido salir de allí.
Empezó a buscar con el mayor cuidado, pero por más que hizo y a pesar del registro que ordenó, nadie pudo encontrar la menor señal de alguna abertura o paso.
‑Eso excede ya a todo cuanto se ha visto u oído en el mundo entero ‑dijo el monarca al chambelán, que le acompañaba‑. Es evidente que ese ladrón tenía un aliado, a quien es preciso prender, sea como sea. Y con objeto de descubrir a este cómplice, haz de manera que cuelguen el cadáver de uno de los muros exteriores del palacio real y dispón la guardia de manera que pueda observar el semblante a todos los que pasen, con orden de prender a cualquiera a quien vean llorar o quejarse, o que demuestre la menor compasión por el cadáver. Y en cuanto lo hayan cogido, debe serme presen-tado inmediatamente.
Dió el rey una gran muestra de su astucia al dictar aquellas instrucciones, porque, para lograr la vida futura, los egipcios creían que los cadáveres habían de ser enterrados con toda suerte de ritos y ceremonias, y el monarca esperaba que alguien iría a reclamar el muerto o, por lo menos, que alguno acudiría a visitarlo y a dar muestras de su dolor.
En cuanto la madre de Hophra se enteró de que el cadáver de su hijo mayor había sido vergonzosamente expuesto al público, lloró con la mayor amargura y echó en cara su cobardía a Sen‑nu. Este se defendió lo mejor que pudo, pero la irritada y dolorida madre no quiso oír cosa alguna y al fin ordenó:
‑Tráeme el cadáver de mi hijo o, por los dioses de mis padres, iré a visitar al rey para informarle de lo que has hecho.
‑¿Cómo quieres madre mía, que me apodere del cadáver? -preguntó Sen‑nu‑. Está custodiado de día y de noche y los soldados observan atentamente a todos cuantos se aproximan a aquel lugar. Y ¿de qué te servirá ir a delatarme al rey? En tal caso perderías a tus dos hijos, en vez de haber perdido a uno solo.
Pero en vano fué cuanto hizo o dijo, Porque su madre no le escuchó siquiera, de modo que Sen-­nu acabó por acceder a su deseo Y le prometió esforzarse en hacer todo lo posible por complacerla.
El empeño era en extremo difícil. Así lo comprendió inmediatarnente, pero no por eso se dió por vencido, sino que se entregó a profundas reflexiones, en busca del medio de salir airoso de su empresa. Largo rato permaneció pensativo y al fin, creyó haber encontrado la manera de cumplir el deseo manifestado por su madre.
Tomó media docena de asnos y los cargó de pellejos llenos de vino. Al anochecer se disfrazó y salió de su casa, llevando la recua de asnos con la cual tomó el camino del palacio real. Al llegar al punto en que los guardias vigilaban el cadáver de su hermano, se acercó disimuladamente a uno de los burros y desató la boca de dos pellejos. Empezó a derramarse el vino por el suelo y, al verlo, él se dió algunos puñetazos en la cabeza y en el pecho, gritando y maldiciendo la desgracia de que era víctima. Los soldados, al observar el caso, se apresuraron a ir en busca de cuan­tos recipientes pudieron encontrar y con ellos empezaron a recoger vino y a beber sin fre­no ni medida.
‑¡Ladrones! ¡Pillos! ¡Sinvergüenzas! gritó San‑nu, con fingida rabia‑. ¿De este modo os aprovecháis de la desgracia de un hombre? ¡Así reventéis todos! ¡Ojalá este vino os sirva de veneno! ¡Apartaos de ahí! ¡Dejarme en paz, porque, de lo contrario, os juro por Amén[1] que iré a quejarme al rey de vuestra conducta!
‑¿Cómo? ‑exclamó un soldado riéndose‑. ¿Te figuras que somos capaces de permitir que se desperdicie un vino excelente como éste? Sería una locura. No hay duda de que, con el vino, has perdido el juicio. No te hemos quitado nada que pudieras salvar. Cálmate, pues, y con gusto te ayuda-remos a arreglar mejor la carga de tus asnos.
Estas palabras afables y, a un tiempo, razonables, apaciguaron un tanto al dueño de los asnos y, por fin, olvidando su cólera, empezó a charlar con los soldados y hasta rió con toda su alma la chanza que pronunció uno de ellos.
Así estuvieron un rato juntos y luego el dueño de los asnos y del vino ofreció a los soldados un pellejo entero lleno de mosto, como prenda de buena amistad, y todos empezaron a beber,
No tardó mucho el vino en hacer su acostumbrado efecto; pero, sin embargo, todos seguían charlando y riéndose a más no poder. Sen‑nu ofreció otro pellejo a los soldados y después el tercero, de manera que, al fin, todos se quedaron borrachos como cubas y dormidos a lo largo del muro de palacio.
Pero Sen-nu se abstuvo de beber en la mis­ma cantidad que los demás, aunque fingió es­tar borracho como ellos. Esperó a que hubie­se obscurecido por completo y entonces des­colgó el cadáver de su hermano, lo cargó en uno de sus asnos y lo llevó a su casa, para entregárselo a su madre.
Ya se puede imaginar cuánta fué la cólera y cuál la decepción de Rhampsinitus al observar que, por segunda vez, había fracasado en su empeño de apoderarse del ladrón. Insultó de tal manera a Ra‑men-­ka, que el desgraciado cortesano habría renunciado a su alto cargo con el mayor gusto, aunque no se atrevió por las consecuencias que ello pudiese tener.
Pero Rhampsinitus no cejó en su empeño de apoderarse del ladrón; comprendiendo que con un hombre tan astuto nada lograría apelando a la fuerza, resolvió valerse de la astucia. El monarca tenía una hija muy hermosa y pensó en valerse de ella para lograr su objeto. Maduró el proyecto durante un par de días y llegando, por fin, a ultimar todos los detalles, ordenó anunciar por medio del pregonero que daría en matrimonio a su hija y, además, la mitad de su reino, al hombre que se presentará a la princesa y, en secreto, le revelase una fechoría por criminal que fuese, siempre y cuando demostrase en ella una astucia extraordinaria.
En cuanto Sen‑nu se enteró de aquel pregón, comprendió perfectamente lo que se proponía el monarca, pero como era tan atrevido corno astuto e inteligente, decidió aceptar el desafío y acudir al palacio real.
El día señalado se presentó allá, envuelto en un largo manto. Penetró en la antecámara de la princesa, en donde aguardaban siete u ocho aspirantes a su mano. No temió ni por un momento siquiera que ninguno de ellos pudiese alcanzar la mano de la princesa y, ade­más, le constaba que tanto ésta como su pa­dre lo habían dispuesto todo con el único ob­jeto de cogerle a él. Pero no temió cosa al­guna.
Acercóse, pues, respetuosamente y cuando la princesa le preguntó qué cosas podría relatar, en demostración de su astucia, le refirió, sin ambages, toda su historia, es decir, que le dio cuenta de cómo penetraron en la cámara del tesoro él y su hermano, de que decapitó a éste para que no fuese reconocido y el medio de que se valió para apoderarse del cadáver.
Si bien en la estancia sólo se veía a la princesa, lo cierto es que en las inmdiatas había numerosos guardias, dispuestos a acudir a una voz de la joven. En cuanto ésta tuvo la certeza de que su interlocutor era el hombre de que su padre quería apoderarse, alargó la mano y lo agarró por el brazo. Pero en el acto se quedó muda, de sorpresa, de pasmo y de horror, al observar que, a pesar de tenerlo asido aquel hombre huía rápidamente y dejaba en su poder un brazo frío y perteneciente a un cadáver.
Cuando la joven hubo soltado aquel horrible despojo y se recobró del susto para llamar a los guardias, Sen‑nu estaba ya muy lejos.
Como es natural, se divulgó la aventura y el pueblo entero ridiculizó al monarca, quien empezaba ya a cansarse de su inútil empeño. Se convenció, al fin, de que no tenía la talla suficiente para luchar con aquel hombre que poseía una inteligencia privilegiada y decidió otorgarle amplio perdón.
¡Cuál no sería la sorpresa del rey, cuando, el mismo día en que mandó publicar esta orden, se presentó Sen-nu, declarándose culpable de todos los hechos que Rbampsinitus; conocía ya en parte!
En cuanto el monarca vió al joven, no pudo abstenerse de preguntarle:
‑¿No temes nada, puesto que te presentas a mí después de lo que has hecho?
‑El rey me ha otorgado su perdón ‑contestó Sen‑nu ‑y con seguridad no faltará a su palabra,
Eres tan valeroso como inteligente y no te has equivocado al confiar en mi palabra. Te perdono, pues, aunque a cambio, de que no me ocultes nada de cuanto ha sucedido.
Entonces Sen-nu reveló a Rhampsinitus la entrada secreta de la cámara del tesoro y le probó que el muerto era su propio hermano. Y tan asombrado quedó el rey ante la sagacidad, inteligencia y atrevimiento del joven, que le concedió a su hija en matrimonio y le tributó, además, grandes honores.

034 Anónimo (egipto)

[1] Llamado también Amon o Annon‑ka, padre de los dioses egipcios, y creador de la vida.