Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 1 de junio de 2012

Temor a la colera

En una de sus guerras, Alí derribó a un hombre y se arrodilló sobre su pecho para decapitarlo. El hombre le escupió en la cara. Alí se incorporó y lo dejó. Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, respondió:
-Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado. Sólo quiero matar a mis enemigos estando puro ante Dios.

006. Anónimo (arabe)


Perfume de alcantarilla

Tajar era alcantarillero y, dada su profesión, pasaba gran parte de su tiempo en medio de olores de excrementos y putrefacción. Sin embargo, se había acostumbrado y tales hedores le resultaban familiares y en absoluto desagradables. Formaban parte de su trabajo diario.
Sin embargo, un buen día, abrieron una nueva perfumería en su barrio, y al pasar por delante del establecimiento, Tajar sintió curiosidad al oler unos aromas tan distintos a los que habitualmente percibía.
Una vez dentro, asombrado ante todas las desconocidas fragancias, aspiró profundamente para captarlas mejor, pero en ese momento su cuerpo se puso rígido y Tajar perdió el conocimiento por completo, cayendo al suelo desmayado.
Los comerciantes de la perfumería avisaron a los vecinos y muy pronto se presentó en la tienda el hermano de Tajar, provisto, para la sorpresa de todos, de una cajita con excrementos. Una vez ante Tajar abrió la caja y se la acercó a la nariz. Unos segundos después, Tajar se despertó admirado de encontrarse en el suelo y rodeado de sus compungidos vecinos y familiares.

006. Anónimo (arabe-sufi)





Peregrinos por la vida

Un sufí de impresionante aspecto llegó a las puertas del palacio. Caminaba decidido y sin reparar en los guardias que custodiaban la entrada.
Tan decidido iba y con tanta dignidad que nadie se atrevió a detenerle mientras se dirigía resueltamente hacia el trono, sobre el que se sentaba Ibrahim ben Adam, el rey de aquella comarca.
- ¿Qué es lo que deseas? -le preguntó el rey al verlo llegar.
-Un lugar donde dormir en este refugio de caravanas.
-Esto no es un refugio de caravanas. Es mi palacio.
-¿Puedo saber quién lo ocupó antes que tú?
-Mi padre, que en paz descanse.
-¿Y antes de él?
-Mi abuelo, también fallecido
-Y un lugar como éste, donde la gente se hospeda por un tiempo y luego se marcha... ¿dices que no es un refugio de caravanas?
-¡Todos estamos en la sala de espera!
El rey comprendió la sabia enseñanza de aquel monje peregrino. No sólo le hospedó gustosamente en su palacio, sino que durante el tiempo que allí permaneció, intentó aprender lo mejor de sus enseñanzas.
                                                    
006. Anónimo (arabe-sufi) 


Mahammed el mulo y los siete ogros

Se cuenta que un hombre, un pobretón que vivía en la miseria, tenía tres hijos y una hija. Un día su mujer concibió de nuevo. En la época en que las mujeres encinta tienen sus antojos, un día que ella iba por la calle, se le antojó tener un mulo. Llegado el momento del parto, ella dio a luz un niño que tenía en ciertos aspectos la naturaleza del mulo, y por eso le llamaron Mahammed el mulo.
¡Cuando su madre le fajaba, arrancaba los pañales! Cuando le daba el pecho, quería comérselo. A los cuatro meses ya caminaba. Cuando tuvo un año comenzó a romper todos los platos; iba a la fuente donde la gente cogía agua y rompía todos los cántaros. Todos los que lo veían decían:
-Tendrá como diez años -y en realidad sólo tenía uno.
Todos se quejaban de él y por causa suya su padre tenía continuas preocupaciones.
Cierta vez un grupo de personas se pusieron de acuerdo y le ataron fuertemente con una cadena, pero él rompió la cadena. En una palabra, con él no había forma de estar nunca tranquilo.
Un día se presentó a la puerta de aquella familia el Rey de los ogros, que bajo el aspecto de un mendigo les pidió un trozo de pan. La joven her­mana de Mahammed salió para dárselo. El ogro la cogió y la raptó. Cuan­cío Mahammed volvió a casa, al no ver a su hermana, le preguntó por ella a su madre, pero ésta no se atrevió a revelarle lo sucedido y le dijo que la joven se había ido a buscar leña. Mahammed, adivinando que se le escon­día la verdad, montó en cólera y la tomó con sus padres, que huyeron y tic refugiaron en el bosque.
Un día que estaba en la fuente donde todos cogían agua, rompió el cántaro de una vieja, que le dijo:
-Tú que vienes aquí a molestar a las mujeres y a romperles los cán­taros, más te valía que fueses a liberar a tu hermana que ha sido raptada por el Rey de los ogros.
-¿Quién ha osado en el mundo entero raptarme a mi hermana, mien­tras yo estoy vivo?
-Mira, pues ya ves -respondió la vieja-, eso es lo que ha sucedido.
Mahammed se dirigió inmediatamente al herrero y le ordenó que hi­ciera una camisa de hierro, una clava de hierro y una marmita de cobre. Luego se dirigió a sus hermanos y les dijo:
-¿Cómo puede ser que nosotros seamos cuatro y nuestra hermana haya sido raptada por el Rey de los ogros? Armaos y vamos a descubrir dónde está nuestra hermana, y allí donde esté, la traeremos aquí.
Rápidamente se armaron y se surtieron de provisiones para el viaje. Mahammed se puso la camisa de hierro, se ató a la cintura la marmita, em­puñó la clava y partió tras las huellas de sus hermanos que le habían pre­cedido. Se encontró a un hombre que cuidaba las ovejas.
-La paz sea contigo -le dijo.
-Contigo sea la paz -le respondió el otro.
-¿A quién pertenece este rebaño? -preguntó Mahammed.
-Al Rey de los ogros -respondió el pastor.
Mahammed alargó una mano y cogió una oveja.
-Déjala -ordenó el pastor, y estaba para quitársela de la mano, cuando Mahammed le dio un golpe con su clava y lo mató. Se llevó el animal, lo de­golló, lo desolló, lo puso en la marmita, encendió el fuego, lo hizo cocer y luego comió hasta saciarse. Después cogió la marmita y continuó su viaje.
Encontró a otro pastor que estaba cuidando los bueyes que pastaban v le dijo:
-La paz sea contigo.
-Contigo sea la paz -dijo el otro.
-¿De quién son estos bueyes?
-Son del Rey de los ogros.
-¿Le has visto pasar por acá?
-Sí, ha pasado hace poco y llevaba una joven.
-¿Y no has visto pasar a tres jóvenes?
-Sí, han pasado hace un rato.
Mahammed el mulo cogió a uno de los toros de la manada. El pastor dijo:
-Déjalo, ¿no te he dicho que esta bestia es del Rey de los ogros?
Mahammed golpeó al toro con la clava y lo mató. El pastor dio un paso adelante para golpear a Mahammed, pero éste le asestó un mazazo con la clava que lo mató al instante. Mahammed degolló al toro, lo desolló, lo puso a cocer en la marmita y luego comió de él hasta saciarse. Luego volvió a colocarse la marmita a la cintura y continuó su viaje.
Caminando, caminando, encontró otro pastor que estaba cuidando a los camellos que pastaban. Mahammed le dijo:
-La paz sea contigo.
-Contigo sea la paz.
-¿Has visto cuándo ha pasado el Rey de los ogros?
-Ha pasado por aquí hace poco con una joven... ¡Bendito sea el que la ha creado y la ha formado!
-¿Y no has visto pasar tres hombres por este camino?
-Sí, han pasado después del Rey de los ogros.
-¿De quién son estos camellos?
-Son del Rey de los ogros.
Mahammed golpeó un camello con la clava y lo mató. El pastor quiso golpearlo, pero Mahammed alzó su maza y lo dejó muerto en tierra. De­golló el camello, lo desolló, lo coció en la marmita y comió de él hasta sa­ciarse. Luego se puso la marmita a la cintura y continuó su viaje.
Caminando, caminando, encontró un jardín al lado del camino. Entró en él y vio que estaba lleno de sandías. Mahammed dijo al jardinero:
-La paz sea contigo.
-Contigo sea la paz.
-¿Has visto pasar al Rey de los ogros?
-Pasó hace muchos meses con una joven... ¡Bendito sea Dios que ha creado y formado tal hermosura!...
-¿Y no has visto pasar a tres jóvenes?
-Pasaron después de él.
-¿De quién es este jardín?
-Es del Rey de los ogros.
Mahammed empezó a coger sandías y a amontonarlas. El jardinero le ordenó:
-¡Déjalas!
Pero Mahammed alzó la clava y le dio tal golpe que lo dejó muerto. Recogió las sandías, se las comió todas y a las que no pudo comerse les dio un puntapié. Luego se puso a la cintura la marmita y continuó su viaje.
Caminando, caminando, llegó a un jardín lleno de melones. Entró y comenzó a hollar los arriates de melones. Encontró un jardinero.
-La paz sea contigo.
-Contigo sea la paz.
-¿De quién son estos melones?
-Son del Rey de los ogros.
Empezó a recogerlos y a amontonarlos. El jardinero le ordenó que los dejase, pero Mahammed alzó la clava y le dio tal golpe que lo mató. Mahammed el mulo comió melones hasta que se sació, luego pisoteó todos los melones que quedaban y continuó su viaje.
Caminando, caminando, llegó donde había una era; los campesinos estaban trillando el grano.
-La paz sea con vosotros.
-Contigo sea la paz.
Mahammed cogió el plato de cuscús, que estaba preparado para el al­muerzo.
-¿De quién es este grano?
-Es del Rey de los ogros.
-¿Le habéis visto cuando ha pasado?
-Pasó hace muchos meses.
-¿Su castillo está muy lejos?
-Necesitarás un mes para llegar a él.
-¿Iba alguien con él?
-Iba una joven... ¡Bendito sea Aquél que la ha creado y la ha mode­lado!
-¿Y después de él, no ha pasado nadie?
-Sí, tres hombres.
Al llegar a este punto, Mahammed se acercó al plato para comer.
-Vete de aquí -le dijeron los campesinos, pero él se puso a golpearlos con la clava hasta que al fin los mató a todos. Luego se apoderó del plato y lo vació y a continuación prendió fuego al grano y continuó su viaje.
Caminando, caminando, encontró por el camino un huerto con fruta­les de todas las clases. Dejó en el suelo su marmita y comenzó a ir de árbol en árbol comiendo las frutas. De pronto vio que venían a su encuentro los tres jardineros del jardín, que le dijeron:
-¿Quién te ha dado permiso para entrar en este jardín, tu padre o tu madre?
Pero él se arrojó sobre ellos, los golpeó con la clava, mató a dos y al otro le dejó medio muerto. Comió fruta hasta saciarse, y luego despojó a todos los árboles. En aquel momento el guardián que sobrevivía se incor­poró e imploró a Mahammed.
-Te conjuro en nombre de Alá el Altísimo, dime si eres un hombre o un genio.
-Soy un hombre -le respondió-. ¿De quién es esta fruta?
-Es del Rey de los ogros.
-¿Has visto cuándo ha pasado?
-Pasó hace mucho tiempo, con una joven... ¡Bendito sea El que la ha creado y la ha modelado! Y luego pasaron tres personas que seguían al Rey de los ogros y que decían que aquella joven era su hermana. Yo traté de disuadirlos, pero no quisieron volver sobre sus pasos. Estoy seguro de que si le dan alcance, el ogro les comerá.
-Aquéllos eran mis hermanos, pero seré yo quien la llevaré a casa.
Le saludó y continuó su viaje. Caminando, caminando, vio un casti­llo. Estaba lleno de ogritos, y se oía gritar: «¡Wakh, wakh!». De un golpe­tazo tiró la puerta y entró. Los mató a todos con la clava y luego continuó su viaje.
Siguió adelante un buen trecho hasta que en lontananza vio unos cas­tillos. Se encontró al pastor que cuidaba de unos caballos y le preguntó:
-¿Cuál es el castillo del Rey de los ogros?
Aquél se lo indicó. Mahammed caminó hasta que se encontró con una mujer, a la que dirigió la misma pregunta.
-Hijo mío -le respondió ella-, el Rey de los ogros no tiene sólo un castillo, sino que tiene trescientos sesenta y tres, tantos como días del año, y en cada castillo tiene encerrada a una joven de belleza extraordina­ria. Hace poco trajo una nueva.
-¿Sabes cuál es el castillo de la joven que vino la última?
-Sí, lo sé, pero no puedo enseñártelo.
Mahammed le suplicó que lo hiciese. Entonces la mujer le dijo:
-Mira, arrancaré un trozo de mi vestido, tú sígueme desde lejos y yo dejaré un pedazo de tela delante de la puerta de aquella joven.
Así Mahammed la siguió desde lejos hasta que vio que la mujer tiraba en tierra el pedazo de tela. Ella continuó su camino y Mahammed se detu­vo delante de la puerta donde aquélla había dejado la tela. Golpeó la puerta y vino a abrirle su propia hermana. Al reconocerlo se echó a llorar y le hizo entrar, temblando de miedo de que el Rey de los ogros entrase y lo devorase, como ya había hecho con los otros tres hermanos.
-Yo estaba aquí sentada cuando sentí golpes a la puerta, creí que fuese el ghul, pero vi que eran nuestros hermanos. Durante un instante fui feliz, pero luego comprendí que el ogro podría comerlos y entonces los escondí en la bodega. Cuando el ogro volvió y se puso a olfatear, se dio cuenta de que había alguien. Yo le dije que no había nadie, pero él descendió a la bodega, les sacó de su escondite y los mató a los tres. A uno se lo comió aquel mismo día, como almuerzo, el otro le sirvió de cena y al tercero se lo comió al día siguiente. Yo lo he visto todo con estos ojos míos.
Y derramando lágrimas continuó su relato.
-Yo he completado el número de las trescientas sesenta y tres jóvenes que el ogro ha raptado a sus padres, y desde que me raptó para venir aquí hasta el castillo, no hemos hecho más que caminar sobre sus propiedades. Ahora ven, hermano mío, trataré de esconderte en la parte más profunda de la bodega. Si Dios te protege, bien, pero si el ogro te reserva la misma suerte que han tenidos nuestros hermanos, sólo podré confiar en la ayuda de Alá.
-No, no quiero esconderme de él -dijo Mahammed-. Yo le haré a él que sufra esa suerte. Y luego te llevaré conmigo.
-¡Ah, salir de la casa de este monstruo! Es como decir que los muer­tos puedan salir de sus tumbas.
Mientras así hablaba, llegó el Rey de los ogros. Cuando entró, Maham­med el mulo se levantó, fingiendo saludarlo respetuosamente.
-¿Quién te ha traído aquí? -le preguntó el ogro.
-Esta es mi hermana y yo soy tu cuñado.
-Sé bienvenido -dijo, entonces, el Rey de los ogros.
Salió y ordenó que degollasen una oveja. Una vez hecho esto, la her­mana de Mahammed les preparó el cuscús y lo puso en un gran plato de madera para que el ghul lo comiese con su cuñado.
Cuando llegó la hora de la cena, Mahammed le dijo al Rey de los ogros:
-Levántate y vete a lavarte las manos.
-Vete tú a lavarte las manos.
-¿Por qué? Mis manos están limpias, eres tú el que comes carne hu­mana y tienes las manos sucias.
El Rey se levantó y fue a lavarse las manos. Cuando volvió vio que Mahammed el mulo tenía en la mano el plato de madera ya vacío, como se tiene un tambor y que lo golpeaba con la otra mano.
El ogro se quedó estupefacto ante tanta voracidad y al final prefirió salir e irse a otro castillo.
Mahammed pasó la noche hablando con su hermana hasta que salió el sol, así es que ninguno de los dos durmió.
A la mañana siguiente el Rey de los ogros volvió con sus hermanos, que querían saludar, según decía, al cuñado de su hermano. Así pues, le saludaron y le invitaron a cenar con ellos. Mahammed aceptó la invitación. Cada uno de ellos había preparado para cenar un gran plato de cuscús. Llegada la hora trajeron todos los platos y los sirvieron. Cuando estaban para empezar a comer, él dijo:
-Levantaos e id a lavaros las manos.
-También tú debes lavarte.
-No, yo no como a los hombres como hacéis vosotros.
Aquéllos tuvieron que levantarse y fueron a lavarse las manos. Termi­nada la comida dijeron a Mahammed:
-¡Duerme aquí!
-¡No! -respondió él.
Se había dado cuenta de que proyectaban cogerlo a traición para ma­tarlo. Mahammed no dejaba nunca su clava de hierro y la tenía siempre en la mano.
Entonces aquéllos le invitaron a dar un paseo, y él salió a pasear con ellos. Pero mientras caminaba no les perdía de vista.
-Ahora voy a irme a dormir -dijo al llegar a cierto punto-. Pasaré la noche con mi hermana. Tengo muchas ganas de volver a verla.
Por entonces el Rey de los ogros se había retirado al castillo donde vivía la hermana de Mahammed el mulo. Los otros ogros se pusieron a re­flexionar cómo atacarlo y matarlo. Cuando él comprendió que querían combatir con él, les desafió:
-Por Alá -dijo- ¿lucha a mano abierta o con el puño cerrado? ¿Con cuchillo o con la espada? Pero ninguno sabe combatir como yo con la maza de hierro.
El primero de los ogros se acercó a él para batirse, pero Mahammed lo mató. Se presentó otro ogro y tuvo la misma suerte. Uno detrás de otro los fue matando, los dejó tumbados en tierra y volvió al castillo donde es­taba su hermana. Se encontró al Rey de los ogros que había venido a pasar la noche. Mahammed se puso a espiarlo. A mitad de la noche el Rey salió y entró solo por la mañana. Llevaba consigo a una joven que se llamaba Estrella del Norte... ¡Bendito sea Aquél que la había creado y modelado! Mahammed el mulo se dirigió al Rey de los ogros, que desconocía la muerte de sus hermanos, y le dijo:
-Hoy me voy con mi hermana.
-Prueba a repetir otra vez eso -respondió el ogro- y verás lo que te hago.
Después de una breve disputa los dos se levantaron decididos a com­batir con la espada. Combatieron con armas iguales durante tres días, des­de la mañana a la noche, pero ninguno de los dos resultó vencedor. Luego pelearon con la maza de hierro durante otros tres días, desde la mañana a la noche, pero tampoco esta vez ninguno de los dos fue superior al otro. Lucharon luego con las manos desnudas durante otros tres días, y ninguno fue superior al otro.
Entonces el Rey de los ogros fue a buscar un puñal para apuñalar a traición a-Mahammed el mulo, pero Estrella del Norte lo vio, fue donde la hermana de Mahammed y le dijo:
-El Hediondo ha cogido un puñal, creo que puede herir villanamen­te a tu hermano.
El Rey de los ogros se dirigió donde Mahammed fingiendo querer re­conciliarse con él, se sentó a su lado y de improviso le apuñaló. Pero Mahammed se había puesto la camisa de hierro, de modo que el puñal sal­tó hacia atrás. Mahammed saltó como un león enfurecido, le golpeó con la clava de hierro y lo tiró a tierra muerto.
Estrella del Norte se puso a gritar de alegría. Mahammed le cortó el cuello al Rey de los ogros, metió la cabeza en un saco y lo apartó. Estrella del Norte empezó a contar a Mahammed cómo el ogro la había raptado del jardín de su padre, que era el Rey de la China.
Sin demora alguna Mahammed pasó por todos los castillos del Rey de los ogros. Entraba y decía a las mujeres que encontraba:
-Si alguno matase al Rey de los ogros, ¿cómo le recompensarías?
La primera respondió:
-¡Ay de mí, no tengo nada, Dios le dará su recompensa!
Así fueron diciendo todas las demás, hasta que llegó a la sesenta.
-Si alguien lo matase y me trajese su cabeza y me la dejase ver, yo le daría mi cofre de plata y el anillo que está dentro.
-Ven conmigo, yo haré que veas su cabeza.
-Tengo miedo de ir contigo, temo sólo de pensar que el ogro pueda verme.
-No temas nada -le respondió Mahammed- ni de él ni de mí.
La joven fue con él al castillo de la hermana de Mahammed y vio un cuerpo sin cabeza. Mahammed sacó la cabeza del saco y se la mostró. La joven dio gritos de alegría. Estrella del Norte la oyó, la oyó también la hermana de Mahammed y todas juntas empezaron a dar gritos de alegría. Todas las jóvenes que el ogro había raptado a sus padres se reunieron en el castillo de la hermana de Mahammed, empujándose unas contra otras para ver la cabeza del Rey de los ogros. Luego Mahammed las condujo donde estaban los seis hermanos ogros muertos en el suelo.
La joven que le había prometido el cofrecillo de plata y el anillo se alejó del grupo para ir a buscarlo. Abrió el cofrecillo y sacó el anillo. Este anillo tenía poder sobre siete genios, o mejor dicho, sobre siete de los genios más potentes, los que se llamaban `afarît. Mahammed ordenó a los siete `afarît que llevasen a cada joven a su país. Apenas había ter­minado de dar vueltas al anillo que todas las jóvenes se encontraron en su casa. Sólo Estrella del Norte, que se había negado a irse, permaneció con él.
-Por lo que a mí se refiere -había dicho-, iré donde vaya aquél que me ha liberado del Hediondo.
Entonces Mahammed ordenó al afarît que cogiese a Estrella del Nor­te y a Aisha, su hermana, y todos los objetos de valor que se encontraban en el castillo del ogro, y que los transportara todos a casa de Mahammed el mulo.
Su madre se había quedado ciega a fuerza de llorar y su padre se había tenido que poner a pedir limosna. Los tres hicieron su aparición felices y triunfantes, acumulando montañas de oro y de plata. Sin tardar un segun­do Mahammed ordenó a los genios que devolvieran la vista a su madre y luego hizo que les construyeran un Palacio revestido de oro y de seda. Después hizo venir los rebaños de ovejas, de bueyes y de otros animales y todo aquello que había poseído el Rey de los ogros. En fin, se casó con Estrella del Norte. Se hicieron grandes festejos y después de seis días y seis noches de celebración, la víspera del octavo día, ella entró en la cámara nupcial.
Vale la pena decir algo del cofre del anillo. Sabemos que pertenecía a una de las jóvenes que el ogro había raptado a sus padres, pero no hemos dicho que la joven pudo lograr quitárselo, y que por todo el oro del mun­do no se lo hubiera vuelto a restituir, habría preferido la muerte, que al menos la hubiera liberado de la presencia del ogro, ya que gracias a aquel anillo, el ogro podía raptar a las hijas del Rey.
Y si aquel anillo estuviese aún en las manos del ogro, jamás Maham­med el mulo habría podido triunfar sobre él.


Contado por Mustafá Ben Sidi Hallu, de Blida.

 006. Anónimo (arabe) 

Las siete hermanas y la ogresa

Las siete hermanas y la ogresa
Anónimo
(arabe)

Cuento

Erase una vez un mercader riquísimo que viajaba siempre a países le­janos. Este hombre tenía siete hijas. Un día seis de ellas perdieron la razón y sólo la más joven conservó el sentido. El padre sintió un profundo dolor ya que en esta situación no podía continuar viajando. Permaneció en aquel estado de ánimo durante dos años, pero he aquí que un día pensó:
-Yo poseo mucho dinero y puedo encontrar una solución ¿Y si hi­ciese cubrir toda mi casa con una cúpula de cristal? ¿Y si levantase cuatro muros, dejando sólo una tronera en la terraza? Incluso podría cerrarla con barras de hierro...
Hizo que viniesen los albañiles y los herreros y transformó su casa en una fortaleza bien defendida por todas partes. Luego compró muchas pro­visiones, todas las que podían ser suficientes para un año para todas sus hijas, y la cantidad que sus riquezas le permitían escoger. En fin, tomó to­das las precauciones necesarias y partió.
Cierto día, en la tronera de la terraza, se presentó una ogresa.
-¿Qué tal estáis, jóvenes? ¿Todo va bien? Pero, ¿cómo es que no me reconocéis? ¡Soy vuestra tía materna, hermana de vuestra madre!
Las jóvenes que habían perdido la razón, le dijeron:
-¡Entra!
-No, volveré dentro de algunos días.
Pero la hija menor no quiso hablar. La ogresa volvió por segunda vez.
-¿Qué tal estáis?
Las pobres locas se pusieron a hablar con ella, y sólo la menor se mantuvo aparte. Cuando la ogresa se fue, la joven dijo a las hermanas:
-No debéis hablar más ¡Es una ogresa, no es una mujer!
Pero las locas continuaban convencidas de que era su tía, aunque la menor les recordaba continuamente.
-Cuando nuestra madre vivía, nos decía que no tenía ninguna her­mana.
La ogresa volvió a buscarlas a la terraza y las seis jóvenes le dijeron: -Baja y pasa la noche con nosotras. Velaremos juntas.
-Vendré uno de estos días -respondió la ogresa-, pero quiero en­contrarlas todas untadas de aceite.
Las jóvenes se volvieron a su hermana y le dijeron:
-¿Por qué no quieres hablar a tu tía?
Pero ella permaneció callada.
-Nuestra hermana dice que, tú eres una ogresa.
-Pero, ¿no te avergüenzas? -dijo la ogresa a la hermana menor-. Soy vuestra tía, soy para vosotras como una madre y tú me acusas de ser una ogresa.
El día establecido, la ogresa llegó.
-Buenos días, hijas mías.
-Buenos días, tía -respondieron las hermanas-, estamos todas un­tadas de aceite, hija.
La ogresa bajó, pero mientras entraba, la hermana menor salió y esca­pó, corriendo sin mirar atrás, y se adentró en el desierto. Se hizo de noche y salió la luna.
-¡Oh, luna! -dijo siempre corriendo la joven- ¿Dónde están mis herma-nas?
-Están con la ogresa -le respondió la luna.
-¡Oh, luna!, ¿dónde están mis hermanas?
-Se ha comido una.
-¡Oh, luna!, ¿dónde están mis hermanas?
-Se ha comido otra.
Y así continuó hasta que supo que también la sexta había sido devo­rada. Y mientras seguía corriendo. Aún preguntó:
-¡Oh, luna!, ¿dónde están mis hermanas?
-La ogresa está corriendo tras tus huellas y quiere, también, comerte a ti.
Ella corría, corría, pero la ogresa se acercaba cada vez más y estaba a punto de cogerla, cuando encontró un león que la salvó, haciéndola entrar en su caverna. La ogresa tuvo que volverse. La joven se quedó a vivir con el león, comiendo y bebiendo.
Pasó un año y el padre regresó a la casa. El pobre sólo encontró hue­sos. ¿Qué les había sucedido a sus hijas?
Volvamos a la joven que vivía con el león. Un día ella descubrió desde lejos un ogro que encendía fuego. Se acercó a él y le dijo:
-Dame un poco de fuego para el Rey.
-¿Cuál Rey? -preguntó el ogro.
-Tu jefe, el león.
El ogro le dio fuego y así lo hizo otras veces, porque los ogros tienen miedo a los leones.
Un día llegaron allí algunos mercaderes. La joven corrió hacia ellos:
-¿No conocéis a mi padre, que es Fulano, hijo de Mengano, de pro­fesión comerciante?
-Sí, lo conocemos -le respondieron.
-Decidle que su hija Aisha ha logrado huir de la ogresa, que la luna le ha dicho que sus hermanas habían sido devoradas, y que hoy le pide que venga a buscarla lo antes posible.
Los mercaderes fueron a decírselo al padre. Este cogió ovejas y bue­yes para ofrecérselos de regalo al león, y salió inmediatamente.
-Te ofrezco estos regalos -dijo el hombre al león, que había venido a su encuentro-. Mi hija se ha refugiado junto a ti. Que Alá te recompen­se por esta buena acción, porque mi hija te debe la vida.
En aquel momento su hija salió y lo abrazó llorando. El padre se la llevó consigo de viaje de país en país, hasta que llegaron felizmente a su casa.
Un día el ogro al que la joven le había pedido fuego para el Rey, vino a verla a la terraza. Ya antes el ogro había querido comérsela, pero no lo había hecho por miedo al león, y la había seguido hasta su casa. Ahora, cada vez que la encontraba sola, venía a verla y le gritaba:
-¡Aisha, hija del mercader!
-Aquí estoy, señor mío -respondía ella.
-¿Dónde has visto que me siento?
-Sobre un trono de oro.
-¿Qué cosa me has visto preparar?
-Carne de perdiz.
-¿Con qué cosa me has visto removerla?
-Con una cuchara de oro.
Cada día el ogro venía a hablar con ella, escogiendo el momento en que el padre no estaba. Un día la joven le dijo al padre:
-No puedo seguir en esta casa, tenemos que irnos a otro país, o por lo menos cambiar de residencia.
El padre fue a consultar con un sabio, un hombre de gran experiencia, y le contó su historia, desde el principio hasta el fin.
-Excavad un pozo en el corral de vuestra casa -le aconsejó aquél-, y rellenadlo de leña. Y os recomiendo que sea profundo.
El ogro volvió y gritó:
-¡Aisha, hija del mercader!, ¿dónde estás?
-Aquí estoy.
-¿Dónde has visto que me siento?
-Sobre un trono de oro.
-¿Qué me has visto preparar?
-Carne de perdiz.
-¿Con qué cosa me has visto removerla?
-Con una cuchara de oro.
Mientras así hablaba, la joven seguía en sus ocupaciones. El ogro de buena gana habría querido comérsela, pero, ¿cómo hacer? Ella oía su voz y él la suya, pero sólo a través de aquella estrecha abertura. El mercader volvió a ver a su consejero.
-Me habéis recomendado excavar un foso y llenarlo de leña, para luego prenderle fuego, pero, ¿luego?
-¿Qué cosa dice el ogro a tu hija cuando viene a buscarla? El padre se lo refirió.
-Bien, abrid un poco más la tronera y cuando el ogro le diga: «Aisha, hija del mercader», en vez de responderle: «Aquí estoy», deberá respon­der: «¿Qué diablos quieres?». Y cuando diga: «¿Dónde has visto que me siento?», deberá decirle: «Sobre una cabeza de asno». Y cuando le diga: «¿Con qué cosa me has visto revolver?», deberá responder: «Con una pata de asno». Si le habla en estos términos, el ogro se pondrá furioso, dará un salto hacia ella para devorarla, pero se caerá en el pozo. Ocúpate de que la leña esté encendida y el ogro se quemará y morirá.
Llenaron el pozo de leña y le prendieron fuego. El ogro vino y la llamó:
-¡Aisha, hija del mercader!, ¿dónde estás?
-¿Qué diablos quieres?
-¿Dónde has visto que me siento?
-Sobre una cabeza de asno.
En resumen, le dio las respuestas que le había recomendado el conse­jero. El ogro se enfureció, saltó hacia la casa para devorarla, pero cayó en el pozo y en un instante se quemó.
Así es como se libraron de él y vivieron en paz.

Narrado por Khira, la mujer de Mohammed
ben El Haj ben Nfisa, de Blida.

Las mariposas y la luz

Las mariposas y la luz
Anónimo
(arabe)

Cuento

Una noche las mariposas se reunieron, con el ansia de conocer la llama. Decía:
“Es necesario que alguien nos dé alguna noticia”.
Una de ellas se acercó a un castillo, y desde afuera vio, a lo lejos, la luz de una vela. Contó su impresión, según lo que había podido entender.
Pero la mariposa que presidía la asamblea no se dio por satisfecha. “No sabes nada de la llama”, dijo.
Partió otra, y penetró en el castillo, tocando la vela, pero manteniéndose lejos de la llama. También esa reportó un pequeño manojo de secretos, contando su encuentro con la vela. Pero la sabia mariposa le dice:
“Tampoco esto es un informe, querida. Tu relación vale tanto como la otra”.
Partió una tercera, y ebria, ebria se posó moviendo las alas, sobre la llama. Estiró las patas y la abrazó, perdiéndose alegremente en ella.
Envuelta completamente por el fuego, sus miembros se pusieron rojos como el fuego. Cuando una sabia mariposa la vio desde lejos, convertida en una sola cosa con la llama, ya del color de la luz, dijo:
“Sólo ésta ha alcanzado el objeto. Sólo ésa, ahora, sabe algo de la llama”.


La ogresa de las siete cabezas

La ogresa de las siete cabezas
Anónimo
(arabe)

Cuento

A propósito de los ogros y de su fealdad, la gente cuenta que hace tiem­po había una ogresa que tenía siete cabezas, siete bocas y siete pares de ojos, en resumen siete por cada uno de los miembros que tenemos nosotros. Su madre andaba buscando algún ogro de su raza, pero si alguno la acogía y le daba la bienvenida, otros hacían como si no existiese. Cuando ella se dio cuenta de que su hija era tan fuerte que ninguno podía vencerla, le dijo:
-No salgas de casa, voy a ir a dar una vuelta entre mis conocidos. Iré a ver al Rey de los ogros; si me acoge y me da hospitalidad, bien, pero si me dice algo desagradable, volveré aquí y tú entonces tírate sobre él, so­bre su mujer y sobre sus hijos.
Así pues, dejó a su hija y se fue directamente a ver al Rey de los ogros. Entró a su presencia y le dijo:
-Rey de los ogros, he venido a pedirte hospitalidad.
El respondió:
-Sé bienvenida, tú que tienes una hija con siete cuerpos y que le has dicho que si no te recibía como huésped que me la enviarías para que se arroje contra mí.
La ogresa, muy sorprendida, le dijo:
-¿Cómo lo sabes?
El Rey respondió:
-Te oí mientras hablabas con ella.
Realmente cuando esta ogresa hablaba, las montañas retumba-ban tan­to por su voz como por su tono, y todas sus bocas hablaban a la vez.
El Rey añadió:
-Te ofrezco hospitalidad a ti y a tu hija.
En realidad el Rey había comprendido que si la ogresa continuaba creciendo le mataría, y que también mataría a todos los suyos. La madre de la ogresa de las siete cabezas regresó a su casa y le dijo a la hija:
-Todo lo que hemos hablado, el Rey lo ha oído y se ha puesto muy contento por tener noticias tuyas y mías. Creo que está pensando en casar­se contigo.
-No estaré contenta -respondió la hija- hasta que no me haga con él. Quiero casarme con él, pero con una sola intención, que una vez cele­brada la boda, esperaré el momento propicio en que todo lo que haya co­mido se ponga a cantar en su panza, y entonces me arrojaré sobre él y le comeré. Y lo mismo haré con todas las personas que le rodean.
Su madre le dijo:
-Cuando sepas si te va a tomar por mujer, espera a que mande algu­no a buscarte, o que venga él mismo en persona.
Entretanto el Rey había ordenado a sus súbditos que se reunieran en asamblea para deliberar. Todos los ogros se reunieron en torno a su sobe­rano. Este dijo:
-Debo advertiros que entre nosotros ha surgido un castigo que au­menta su fuerza con los años, y no tendremos salvación alguna. Tenemos que buscar un sistema para librarnos de él.
Uno de los ogros sugirió:
-Tenemos que hacer que venga la ogresa y su madre.
El Rey respondió:
-No querrá venir a menos que nos valgamos de una estrategia. Vete a verlas y dile que el Rey está orgulloso de ellas y lleno de satisfacción des­de que su madre vino a verle, y que no hace más que decir: «Con esta pe­queña ogresa podremos apoderarnos de todo aquello que poseen los demás ogros».
Una delegación de cerca de mil ogresas se puso en camino. Llevaban consigo cien bueyes, cien seres humanos, cien ovejas, en resumen un cen­tenar de todas las especies. Estaban todavía lejos del lugar a donde iban, cuando oyeron como un batir de tambores. Entrando en la caverna, dije­ron a la madre:
-Hemos venido en busca de tu hija, para conduciros donde el Rey, que quiere que seáis sus huéspedes.
La ogresa respondió:
-Antes de que me naciese esta hija, no había nadie que mostrase de­seos de conocerme, y ahora que ha crecido, incluso el Rey me envía men­sajes y regalos. Exijo que vuestro Rey de los ogros venga a verme en per­sona.
Mientras intercambiaban estas palabras, la joven de las siete cabezas estaba escondida en el fondo de la caverna. Las enviadas del Rey hicieron toda clase de esfuerzos para convencerla, pero ninguna de las dos quiso poner los pies fuera de la gruta. Así es que algunas de las enviadas volvie­ron donde el Rey para informarle, y otras permanecieron allí para custo­diar los regalos que habían traído. Junto a las mujeres el Rey había enviado a sus emisarios, que apenas volvieron, le informaron.
-Lo que dijiste es verdad. Ellas nos matarán a ti y a nosotros. Es ab­solutamente necesario encontrar un medio de salvarnos.
-Antes de que yo la traiga aquí -dijo el Rey- tenemos que tomar precauciones. Yo iré en persona a invitarlas a las dos, pero no me pondré en camino con ellas hasta que no hayáis cavado una fosa y la hayáis llena­do de fuego. El día que partamos os haré llamar fingiendo que quiero te­neros como escolta, y cuando lleguemos donde está cavada la fosa, debe­réis de reuniros todos en torno a ellas y arrojarlas dentro.
El Rey de los ogros dejó su palacio real y partió junto a aquellos que habían venido a informarle. A su llegada él y su madre se pusieron a hablar con la madre de la joven a la entrada de la caverna. La madre preguntó:
-¿Habéis venido en busca mía o de mi hija?
-A buscarte a ti y a tu hija.
-¿Has traído a tu madre para que vea a mi hija? Dile que entre en la caverna.
Cuando la madre hubo entrado, la madre de la joven de las siete ca­bezas y el Rey de los ogros se quedaron hablando fuera.
-¡No has aceptado los regalos que te he mandado! -se lamentó el Rey.
-Sí, ahora los acepto.
Entonces el Rey hizo que entrasen los rebaños que le traía como re­galo. La joven se echó sobre ellos y se comió de una vez la mitad.
El Rey tuvo miedo de que al comer a los animales se comiese también a su madre, y le dijo a la ogresa:
-Tú no sabes a lo que he venido. He venido a pedirte que me des a tu hija como esposa.
Aquélla respondió:
-Entra en la caverna y háblale tú mismo.
El Rey entró y no encontró a su madre. Se apresuró a salir y no fue capaz de decir una sola palabra a la joven ogresa. Así es que se fue y regre­só a su país con todos los suyos. Todos estaban muy desencantados. El Rey dijo a los suyos:
-En el fondo no tenemos nada que temer de la madre, sólo de la hija. Basta con que la matemos y estaremos a salvo.
Hizo publicar en toda su provincia un edicto que decía:
«Quiero un ogro que sepa transformarse, por ejemplo, en topo. Cuando esté así transformado, deberá cavar un agujero y entrar en la ca­verna y escuchar lo que las dos digan de mí.»
Se presentaron, por lo menos, veinte ogros. Uno de ellos dijo:
-Yo puedo trasformarme en abeja, entrar en la caverna y pincharle un ojo, y así dejarla ciega de uno de los catorce ojos.
-Yo podré convertirme en escorpión, entrar en una de sus orejas y tapársela -dijo otro.
-Yo podría convertirme en mosca, entrar por su boca y luego trans­formarme en cuchillo y cortarle una lengua. Así sólo le quedarían seis. Otros amigos míos harían el resto.
Todos se apartaron y tomaron la forma que habían escogido. Se in­trodujeron en la caverna, pero aquellos que se habían transformado en topos vinieron cerca de la joven, pero ella se los comió; aquellos que se habían transformado en abejas, le entraron por los ojos, pero ella cerró los párpados y los aplastó; aquellos que se habían convertido en escor­piones entraron por las orejas, pero ella se frotó las orejas contra las pa­redes, y también se aplastaron; aquellos que se habían transformado en víboras entraron por sus narices, pero sus estornudos les hicieron caerse fuera muertos. En fin, aquellos que se habían transformado en moscas, entraron en sus bocas, pero ella les aplastó contra la lengua y murieron inmediata-mente.
Los demás ogros que estaban escondidos espiando lo que iba a suce­der, al no ver aparecer a ninguno de sus compañeros, no sabían qué hacer, si volver donde el Rey o quedarse donde estaban. La vieja en aquel mo­mento salió y les vio.
-¡Id, id a llevar la noticia!
Habían ya emprendido el camino de regreso, cuando la ogresa de las siete cabezas les encontró en el camino y antes de que pudieran darse cuenta se encontraron reunidos en el fondo de su panza con sus compa­ñeros.
El Rey, entretanto, esperaba su regreso, pero no volvió ninguno. El Rey envió otros, pero siempre con el mismo resultado. En fin, pidió ayuda a otro Rey, famoso por los ogros, de los cuales era señor.
-Debo informarte -le mandó decir- que sobre nuestro país se ha desen-cadenado un castigo. Si las cosas continúan adelante, tal como han comenzado, todos moriremos.
El Rey extranjero le respondió:
-Por lo que a mí respecta, esta ogresa de seguro que no me hará mo­rir. Deja que venga aquí, que en un momento me libraré de ella.
El Rey, que había perdido a todos sus ghul, lleno de cólera fue perso­nalmente contra ella, llevando consigo a todos las ogros que le quedaban. También se llevó toda la leña que se había amontonado en la fosa.
Cuando le vio acercarse, la ogresa salió de la caverna y gritó:
-Os concedo mi protección.
Ellos se acercaron y ella les hizo sentarse cerca. Y ellos pudieron oír a la madre del Rey de los ogros gritar desde el fondo de la panza de la ogresa de las siete cabezas. Los otros, aquellos que se habían transformado en víboras, en escorpiones, en moscas, en abejas, se pusieron a gritar al Rey:
-Nuestra astucia no nos ha servido de nada.
La madre de la ogresa de las siete cabezas dijo al Rey:
-¿Oyes qué cosa dicen?
Y luego volviéndose a la hija:
-Restitúyele su madre al Rey.
La hija estornudó y la echó por la nariz.
-Ahora vete -dijo la vieja al Rey- y llévate también la leña que has traído para hacer fuego.
Pero la ogresa de las siete cabezas resopló:
-No me iré de aquí sin haberme vengado de la sangre del Príncipe Ruhaniin.
El Rey le preguntó:
-Quisiera saber quién se ha comido al hijo del Rey y cómo ha suce­dido.
Ella respondió:
-Un día salió del mar para pasear por los campos. Los ogros lo vie­ron y fueron a darle caza. Era aún un niño. Lo capturaron. El suplicó y les amenazó. Dijo: «Os arrepentiréis», pero ellos dijeron: «Nosotros te re­partiremos entre nosotros, y tu familia hará lo que quiera». Así es que se lo comieron. Como el niño tardaba en volver, sus padres muy angustiados nos dieron el encargo de encontrar a aquellos que se lo habían comido y de vengarle.
La vieja madre de la ogresa de las siete cabezas, le dijo al Rey:
-Cuando he venido en tu busca te he pedido hospitalidad y te he dicho que tenía una hija y que la había traído conmigo. Luego lo hemos vuelto a repetir y tú has cavado una fosa para quemar a mi hija. Si vas al continente no temes a Dios, nosotros en el mar lo tememos, y no raptamos a nadie. Vosotros tenéis un proverbio que dice: «Todo lo que viene del mar, se puede comer», pero si conociérais a Dios, ¡no seríais antropófagos! Y ahora iros de aquí, porque pueden venir nuestros amigos del mar.
Los ghul se fueron bien contentos de poderse retirar sanos y salvos. El Rey preguntó a su madre:
-¿Qué tal te encontrabas en su panza?
-No estaba en su panza, cuando me tragó -respondió ella-, me he encontrado en el mar.
-¿Y a los que yo he enviado?
-Los ha soltado de cabeza al mundo.
-¿Y los rebaños que le di de regalo?
-Se han desleído en el agua.
-¿Y cómo han podido trasformarse en agua?
-La ogresa les ha soplado encima como una sierpe que silba, y de pronto se han convertido en agua.
El Rey de los ogros hizo una proclama a sus súbditos.
-¿Quién de vosotros ha ido del lado del mar y se ha comido un niño?
Uno de ellos contestó:
-He sido yo y conmigo cuatro de aquellos que se han transforma-do en escorpiones, víboras, etcétera. Pero ahora me he quedado solo.
-¡Arréglatelas con los del mar! -le dijo el Rey.
-¿Cómo voy a arreglármelas yo solo? ¿Qué Rey es el que habla así con sus súbditos y no se ocupa de protegerles? ¡No, no hagas nada, adiós, me iré con otro Rey!
-Vete -le respondió el Rey-. ¡Vete donde quieras, porque no debo perderme por tu culpa!
Este ogro que se había comido al niño hijo del Rey de Ruhanün, se trasladó al país de aquel Rey al cual el Rey de los ghul había pedido inú­tilmente ayuda. Fue a pedirle ayuda al soberano explicándole cómo la ogresa había sido un castigo para todos.
Cuando éste le vio llegar, le dijo:
-¿Por qué motivo has venido a verme?
El ogro le contó desde el principio hasta el fin. El Rey le escuchó con atención y finalmente exclamó:
-Vuestro Rey no sirve para nada. Que venga aquí que yo le borraré de la faz de la tierra.
Apenas había terminado de decir estas palabras, que se oyó un ruido como de un trueno. Todos los ogros de aquel país se asustaron mucho, so­bre todo porque no lograban saber de dónde venía.
Eran la ogresa y su madre que resoplaban en su caverna. Poco después la ogresa de las siete cabezas apareció junto a su madre. El Rey de los ogros fue a su encuentro con un séquito inmenso de súbditos y dijo:
-¡Sed bienvenidos!
Pero la vieja les respondió:
-Vete a dar la bienvenida a los huéspedes que han venido a pedirte socorro y protección. Nosotros, por nuestra parte, no aceptamos la hospi­talidad de aquellos que comen carne humana y capturan a traición a los hijos del Rey, como hacéis vosotros.
-Esta noche si tú te quedas aquí con tu hija -le amenazó el Rey-, coceremos tu carne y la comeremos. No somos como el Rey que te ha traído tantos regalos, mientras hacía cavar la fosa donde trataba de que­marte, mientras tú te ilusionabas con la esperanza de casarte con su hija. Nosotros somos siete valientes y os combatiremos a cara descubierta.
Unos días después se presentaron cuatro mujeres con la ogresa de las siete cabezas. Ellos la rodearon.
-¿Qué venís a buscar aquí? Ya os hemos dicho que si os hubiéramos encontrado os habríamos dado muerte.
Pero el Ruhaniin respondió:
-La tierra pertenece a Alá. ¿Cuál es vuestra pretensión?
-No sabemos quién es este Alá del que hablas.
-Si teméis a Dios, tenéis que renunciar a aquellos, que rechazados de país en país, se han refugiado entre vosotros , y os exigimos que dejéis de alimentaros de carne humana.
-Continuaremos haciendo lo que siempre hemos hecho y también os comeremos a vosotros -respondieron los ogros y su Rey.
Pero no pudieron acabar estas palabras pues los Ruhanün del mar so­plaron sobre ellos y todos los ogros y su Rey con ellos se prendieron fue­go. Acudieron otros ogros, la gente del mar sopló también contra ellos y se dispersaron como polvo en el aire. Los ogros que quedaron con vida obligaron al proscrito que habían acogido a irse a otro país.
Un día, también en este país se oyó un fragor fuerte como el trueno de enero. El Rey de los ogros de aquel país preguntó:
-¿Qué sucede?
Le respondieron:
-Quizá se trate del proscrito que se ha escondido en nuestro país y ha devorado al hijo del Ruhanün del mar. Los cómplices ya han sido cas­tigados y él huye de país en país.
-Quiero que lo busquéis, que lo atéis y que lo traigáis aquí -dijo el Rey-. No quiero que suceda eso que les ha sucedido a los otros ogros.
Le buscaron, y después de haberlo apresado con engaños, le llevaron delante del Rey. Apenas lo habían atado, el tronar cesó y se oyeron, a su vez, gritos de alegría. Los ogros se lo entregaron a la ogresa de las siete cabezas, con las manos atadas detrás de la espalda. Luego ellas soplaron sobre él y fue llevado por el aire y fue a juntarse con sus cómplices a la otra extremidad del mundo. Así fueron castigados los culpables, y la gente del mar junto a la ogresa de las siete cabezas y su madre, desaparecieron bruscamente sin que ninguno pudiera decir dónde habían ido, si la tierra se los había tragado o si se habían disuelto en el aire.