Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Caperucita y las aves

Aquel invierno fue más crudo que de ordinario y el hambre se hacía sentir en la comarca. Pero eran las avecillas quienes llevaban la peor parte, pues en el eterno manto de nieve que cubría la tierra no podían hallar sustento.
Caperucita Roja, apiadada de los pequeños seres atrevidos y hambrientos, ponía granos en su ventana y miguitas de pan, para que ellos pudieran alimentarse. Al fin, perdiendo el temor, iban a posarse en los hombros de su protectora y compartían el cálido refugio de su casita.
Un día los habitantes de un pueblo cercano, que también padecían escasez, cercaron la aldea de Caperucita con la intención de robar sus ganados y su trigo.
-Son más que nosotros -dijeron los hombres-. Tendríamos que solicitar el envío de tropas que nos defiendan.
-Pero es imposible atravesar las montañas nevadas; pereceríamos en el camino -respondieron algunos.
Entonces Caperucita le habló a la paloma blanca, una de sus protegidas. El avecilla, con sus ojitos fijos en la niña, parecía comprenderla. Caperucita Roja ató un mensaje en una de sus patas, le indicó una dirección desde la ventana y lanzó hacia lo alto a la paloma blanca.
Pasaron dos días. La niña, angustiada, se preguntaba si la palomita habría sucumbido bajo el intenso frío. Pero, además, la situación de todos los vecinos de la aldea no podía ser más grave: sus enemigos habían logrado entrar y se hallaban dedicados a robar todas las provisiones.
De pronto, un grito de esperanza resonó por todas partes: un escuadrón de cosacos envueltos en sus pellizas de pieles llegaba a la aldea, poniendo en fuga a los atacantes.
Tras ellos llegó la paloma blanca, que había entregado el mensaje. Caperucita le tendió las manos y el animalito, suavemente, se dejó caer en ellas, con sus últimas fuerzas. Luego, sintiendo en el corazón el calor de la mejilla de la niña, abandonó este mundo para siempre.

999. Anonimo, 

Campo raso

8 de enero de 1682
«Yo, Ruy-Lope, hijo de Lope-Ruy, cristiano viejo, de probada pureza de sangre, cirujano mayor de la corte, docto en el Arte y Ciencia de Hipócrates, por encargo de mi dueño y señor el Rey, llego a esta villa de Campo Raso con secreta misión, de la que solo daré cuenta a. Mi señor y a los tiempos venideros...»

8 de enero de 1975
Las excavadoras, alineadas frente al páramo, abren sus enormes bocas de dinosaurio de metal y avanzan, inquietando el sueno de los lagartos, amenazando la inmóvil quietud de los reptiles, aplastando con sus enormes cadenas de hierro la gozosa paz de las flores silvestres. Avanzan y, de tres en tres, de cinco en cinco, clavan sus dientes de acero en la reseca tierra, hunden sus voraces colmillos entre las milenarias piedras y buscan las entrañas -no el secreto que desconocen- del paraje denominado Campo Raso.
Por el Norte, por el Sur, por el Este y por el Oeste, carteles anunciadores, flechas indicadoras, señalan: «URBANIZACIÓN CAMPO RASO. PAZ Y SILENCIO PARA VIVIR».

8 de enero de 1982
Marta Sousa, casada con Juan de Dios Pérez y López, empleado de la banca, madre de un niño de cinco años, en la amplia terraza del piso 3º, letra B, aguarda la llegada del camión de la mudanza mientras, feliz y soñadora, contempla las vacías habitaciones de lo que será su morada en lo sucesivo, el dorado anhelo de los que, como su marido, consiguen huir del stress y la polución de las grandes ciudades. Han escamoteado salidas a cenas y espectáculos con matrimonios amigos, los viernes por la noche; han reparado, una vez mas, el viejo coche, para no caer en la tentación de adquirir el ultimo modelo; han gozado las vacaciones en casa de sus padres, en vez de ir en busca de la dorada piel, envidia de los que no veranean, en las playas calientes del Mediterráneo; han ahorrado, peseta a peseta, para ser propietarios de aquel apartamento, cercano y unido por autopista a la gran cuidad, donde, con orgullo ecológico, se ha prometido «PAZ Y SILENCIO PARA VIVIR».

10 de enero de 1682
«En mis alforjas traigo Credenciales y Mandas del Rey Mi Señor para que me sean facilitadas cama y mantel, enseres y alojamiento y cuantas cosas he de menester para cumplir mi misión. Asimismo, el Capitán de la Tropa que me acompaña, pondrá bajo mis órdenes a cuantos mensajeros precise para tener debidamente informado a Mi Señor. Otrosí dicen las Mandas: Si preciso fuere, el Capitán mandará a su tropa cumplir cuanto ordene, sin formular pregunta alguna».

10 de enero de 1975
El capataz de las obras, sobre un altozano, contempla el ir y venir, hundir, izar y arrojar, una vez y otra, la tierra que rompen las excavadoras. A vista casi de pájaro otea, intentando medir, el trabajo realizado en sólo dos jornadas: una vez más sus cálculos fueron precisos, ahondar para los cimientos del primer bloque, no llevará más que una semana. Se trabaja duro. El sol que cae a plomo no el todavía tórrido. Buen tiempo da este enero, lo que acelerará el plan de trabajo. Y él sabe que si se cumplen a la perfección los plazos tendrá prima extra.
Satisfecho se quita el casco de metal y se seca unas leves, minúsculas, insignificantes gotas de sudor, mientras el reloj señala que apenas falta una hora para el descanso de la comida.

10 de enero de 1982
Marta mira con desconsuelo los muebles, abandonados al azar, en las habitaciones. «¿Cuánto tiempo tardaré en ver todo esto en orden?». No sabe por dónde empezar. Duda sobre el salón y la cocina. En las dos alcobas, las únicas que van a ser utilizadas de momento, sólo están montadas la cama de matrimonio y la cuna del niño. Las maletas, los bultos, conteniendo las ropas, descansan esparcidos por el pasillo. «Jorge no ha debido ir a trabajar y quedar ayudándome». La ilusión de la nueva vivienda no el capaz de quitarle el desaliento: «Debimos hacer el traslado poco a poco. ¡Pero Jorge es tan cabezón para sus cosas!». No valen lamentaciones. Hay que ponerse a ordenar todo aquello.
El niño juega en una habitación vacía donde no puede hacerse daño con nada. Esto le da una sensación de tranquilidad. Debe estar muy entretenido ya que ni se lo oye.
Cuando se dirige hacia la cocina oye un extraño, largo, apagado y terrible sollozo seguido de desconsoladores quejidos. Parece provenir, a través de las paredes, de la vivienda contigua a la suya. Sale a la terraza recordando que -así al menos se lo han dicho en la oficina de ventas- ellos son los primeros habitantes de la urbanización. Mira a través del cristal que separa las terrazas y, efectivamente, el apartamento contiguo está deshabitado: las ventanas y puertas abiertas para que se seque la pintura... y, ahora, ahora que está mucho más cerca de donde parecían porvenir los quejidos, éstos desaparecen.
Contempla a lo lejos al jardinero, único empleado que ha quedado en la ciudad residencial. Piensa que todo ha sido una imaginación suya.
Y regresa a la cocina para intentar ordenar los enseres. Sin embargo, sin que pueda precisar porque lo ha hecho, abre la puerta donde juega el niño. Al verla, el pequeño sonríe.

15 de enero de 1975
«A mi Rey y Señor: Cumpliendo debidamente las órdenes recibidas, he publicado un pregón para que ante mí se presenten todos los vecinos. Todos menos los muertos. Hago esta salvedad porque muchos parecen estarlo, quedan fríos, secos, con la piel pajiza durante unos días y, después, algunos recuperan el fluir de la sangre y la capacidad de movimientos; otros nunca regresan a ese estado, aunque es difícil pronosticarlo.
«Estoy examinándolos uno a uno. No encuentro síntomas conocidos hasta la fecha de éstos males. Consulto cuantos libros traje conmigo y no hallo en ellos nota o referencia alguna a mal semejante».

15 de enero de 1975
Los dientes de la inmensa boca de una excavadora han arrancado de las entrañas de la tierra un extraño cadáver. Lo izan como un pelele grotesco y lo dejan caer sobre el montón de tierra, en una mecánica y macabra operación. El obrero que conduce la máquina lanza un grito de aviso a sus compañeros que abandonan el trabajo y acuden presurosos, llenos de curiosidad, a contemplar el desconcertante suceso. Los más osados tratan de quitarle la tierra que le cayó encima para contemplarlo mejor. Los demás, respetuosos con la muerte, apenas miran el hacer de sus compañeros.
El cadáver muestra una desconcertante, indescifrable posición: extendidas las manos, abiertos los dedos, parecen haber escarbado desesperadamente; la boca abierta, desencajada, parece haber estado buscando un aire imposible; las extremidades inferiores en posición fetal, aunque abiertas las piernas muestran inequívocamente la tensión del último esfuerzo por levantar la masa de tierra con que fue cubierto...
El capataz, con autoritaria voz, interrumpe la curiosidad de los que miran: «¡Basta! ¡Ya está bien! Todos al trabajo...».

15 de enero de 1985
Los días pasan y Marta no logra ver, de una vez, concluida su tarea de ordenar la casa. Un suceso, aparentemente sin importancia, la tiene pre-ocupada: cuantas veces ha intentado clavar unos tacos para colocar los armarios de la cocina, se le han desprendido misteriosamente. «¡Vaya una forma que tienen de construir ahora!, ni siquiera se puede clavar un taco en la pared», fue su único comentario. En otras ocasiones, al tratar de horadar otra parte del muro, el berbiquí se ha roto, sin ser capaz de penetrar en la pared. Cuando ha comentado con Jorge sus dificultades él ha quedado silencioso y preocupado, ya que en donde la taladradora no ha podido penetrar era en un simple tabique y no en cualquiera de los muros maestros. Al preguntar a la constructora con qué material había construido los tabiques, le han dicho que solamente con argamasa y ladrillos.
Pero Jorge llega tan cansado del trabajo que hace todo lo posible por evitarse preocupaciones.

15 de enero de 1682
«Ante la certeza de que se trata de una epidemia desconocida, que nada tiene que ver con el cólera ni la peste, he dado orden al Capitán que cerque, con sus tropas, el pueblo. Así lo ha hecho. El pánico ha comenzado a hacer presa en Campo Raso. Las gentes caminan con la mirada huidiza y gesto hosco. No comprenden nada de lo que ocurre y quieren que sea yo el que se lo explique. Nada puedo decirles. Mi misión está clara: debo impedir que esta epidemia se propague al resto del Reino. Y lo haré. Lo haré aunque para ello tenga que tomar medidas extremas, en las que no quiero ni siquiera pensar.
  «No ha habido ni un solo caso de curación. La ciencia es impotente, y yo, su único representante en esta villa, reconozco su fracaso.

«Cumpliré las órdenes. Eso es todo lo que puedo hacer. La tropa comienza a inquietarse. Huye de tener contacto con las gentes del pueblo y, creo que de momento, situándola en las afueras se evitará el peligro de la deserción».

20 de enero de 1975
Las excavadoras han cesado en su ruidoso latir. De la Cabeza del Partido Judicial ha llegado el juez de Primera Instancia. Pide que se siga trabajando. Pero que sean los obreros, con pico y pala quienes prosigan la tarea. Algunos se niegan y tiene que ser la autoridad quien les obligue.
Los cadáveres afloran ahora en grupos. Ninguno de ellos conserva la quietud del reposo eterno. Hacinados, amontonados, parecen haber librado entre ellos una gigantesca y macabra batalla. Muchos aparecen atados con sogas de esparto y éstos muestran, acaso más que los otros, las huellas de un desencajado estertor. Son muertos sin paz.
El forense certifica que aquellos enterramientos pueden tener siglos. Los historiadores buscan inútilmente un vago testimonio de lo que pudo acontecer.
La prensa es recibida en un elegante y cercano restaurante por el presidente del Consejo de Administración. Los canapés de caviar, salmón ahumado y patés de variados sabores, sabiamente mezclados con whisky y vinos nobles, desvían en los asistentes la atención del suceso.
El presidente del Consejo de Administración al dirigirse a "los muchachos de la prensa", comenta con excelente buen humor: «Como han visto ustedes, un hecho curioso y sin importancia».

20 de enero de 1982
Marta al abrir los grifos siente como si el agua al correr le trajese oscuros y desolados latidos de unas venas gigantes; al palpar el yeso, todavía húmedo, de las paredes, como si su contacto fuese el de huesos humanos con los tétanos todavía gelatinosos y al pisar el elegante y vidriado pavimento, unas voces lejanas, repartidas in ecos tenebrosos, le repitieran una y otra, y otra, y otra, hasta hacerla enloquecer, una larga, interminable cantinela que reza: «Paz y silencio para la muerte».

30 de enero de 1682
«El mandato ha sido cumplido: mandé a enterrar, para bien de nuestro pueblo, para salvaguardar la salud de la nación, a todos los habitantes de Campo Raso. Mandé a quemar sus hogares y, ahora, regreso a la Corte con la limpia conciencia de haber servido a Mi Señor.
«Otrosí digo: Su Majestad debiera ordenar que, por los siglos de los siglos, nadie levante muros ni viviendas en este lugar, que sea para el eterno reposo de los muertos y que de las crónicas, memorias y ficheros sea borrado, para siempre, el nombre de CAMPO RASO».

999. Anonimo, 

Campanita de oro

En un país lejano se celebraban alegres fiestas. Y resonaban los tambores y las trompetas y las músicas de sus circos y teatros.
De pronto, sobre el bullicio se escuchó el inconfundible sonido de una campana y algunos dijeron:
-¿Cómo puede oírse una campana si en la ciudad no tenemos ninguna?
Y se enviaron emisarios a recorrer la comarca y ofrecieron una crecida suma a quien la encontrara y aunque muchos salieron a buscarla, nadie la halló.
Entonces pensaron que acaso los príncipes Myra y Kiro, que amaban a los animales del bosque y hablaban su lenguaje, podrían encontrar la campana; les dijeron:
-Vosotros que podéis hablar con la ardilla, el castor, el oso y la mariposa, podríais preguntarles.
Y Myra, la princesa rubia, fue preguntando a todos sus amigos del bosque pero ninguno le daba razón de la campana y, cansada, regresó a su casa.
Sin embargo, su hermano Kiro, perseveró en la búsqueda. Y caminó desde el alba hasta la puesta de sol.
Y al fin encontró a un niño de su edad que era muy rubio y tenía un singular encanto.
-¿Tú también buscas la campana? -preguntó Kiro.
-No -respondió el niño rubio-, pero tú sí, y te voy a ayudar a encontrarla porque eres bueno y constante.

999. Anonimo, 

Cami salva la fábrica de helados

¡Menudo sábado mas aburrido!, afuera está lloviendo y no hay quien salga a dar un paseo, así que la pequeña Cami, una preciosa niña de pelo largo y castaño, que suele llevarlo recogido en dos pequeñas colas, decide ver una película de Disney para entretenerse, pero como hoy había madrugado mucho, al ratito, se queda completamente dormida en el sofá frente al televisor.
Empieza de pronto a soñar..., está en la fábrica de helados de su ciudad, ha ido de excursión con el colegio porque mañana es final de curso y van a hacer la fiesta del helado, será maravilloso, helados de todas las formas y sabores para todos los niños, los papás y los maestros.
El autobús aparca en la puerta de la fábrica, los niños bajan ordenadamente y entran en el maravilloso mundo de los helados, huele a fresa, a vainilla, a chocolate, a pistacho, a menta, a nata, a crema... ¡Ummmmm, que delicia!
El Director de la fábrica acompaña a los niños en la visita, les enseña las máquinas que hacen las cremas, las que preparan los barquillos, las que les dan la forma...pero de pronto suena una sirena.
-¿Qué ocurre? -pregunta el director al vigilante que se aproxima.
-Su amigo el ratón Fabín se ha llevado para jugar la llave que hace funcionar todas las máquinas y ahora no lo puede encontrar.
-¡Qué desastre! -exclama el Director- no podremos preparar los helados de la fiesta del colegio si no funcionan las máquinas.
Cami, se hace cargo de la situación enseguida, será horrible no poder hacer la fiesta, todo el mundo está emocionado con la idea, en especial ella a la que le encantan los helados de crema cubiertos de chocolate.
-Si estuviera aquí Agustina sabría lo que hacer, sobre todo si tuviéramos un perrito que nos ayudara a encontrar la llave -pensó Cami mientras buscaba la manera de ayudar.
-¡Ya sé! -se dijo de repente- yo misma buscaré la llave.
Con mucho cuidado para que nadie se diera cuenta, se apartó del grupo y buscó el despacho del Director.
Una vez que lo encontró, entró y buscó al pequeño Fabín.
-¿Fabín estás aquí? - preguntó sigilosamente la niña.
-Sí, detrás de la cortina -contestó una vocecita asustada.
-¡Hola, soy Cami y he venido a ayudarte a buscar la llave.
-Te lo agradezco mucho, pero la he buscado por todas partes y no está, ha desaparecido.
-Las llaves no tienen piernas, y no salen andando de los sitios -dijo Cami un poco enfadada, así que ánimo y ayúdame a encontrarla, la fiesta de mi colegio tiene que celebrarse mañana.
La niña y el ratón salieron del despacho e iniciaron la búsqueda, Fabín le dijo todos los lugares en los que creía haber estado jugando con la llave, y uno por uno los fueron recorriendo.
Primero fueron a la sala de las frutas, donde eran lavadas, peladas y cortadas para triturarlas y añadirlas a las cremas, pero allí no encontraron nada.
Después buscaron en la sala de las cremas, donde se batían la leche con el azúcar y se le añadían los trocitos de chocolate o las almendras, avellanas o pistachos.
Al comprobar que tampoco estaba allí la llave, Fabín empezó a llorar.
-¡Todo es culpa mía! -no paraba de repetir- si no hubiera jugado con la llave, nada de esto estaría pasando.
-No te preocupes pequeño -intentaba consolarle Cami- yo también hago a veces cosas que no debo, y mi mamá me regaña, pero al final siempre se soluciona.
-Si no encontramos la llave antes de las 4, la fábrica no podrá hacer todos los helados que hacen falta para mañana.
Eran ya las 3, quedaba poco tiempo, Cami no estaba muy segura de poder solucionar el problema, hasta que de pronto tuvo una idea.
-Fabín, ¿has pasado cerca de las cubas de crema, las grandes que parecen piscina? - Sí Cami, he pasado por allí, pero ahí no podemos buscar, yo no sé nadar. -No hace falta nadar, tú eres muy chiquitín, pero a mí la crema me debe de llegar como a la altura del ombligo más o menos, tan solo necesito unas gafas de bucear, estoy casi segura de que la llave se te cayó en alguna crema.
-Los señores que arreglan las máquinas tienen unas gafas que te pueden servir, ahora mismo las traigo.
Dicho y hecho, Fabín volvió en un santiamén con las gafas y Cami se las colocó y comenzó la búsqueda.
-¡Allá voy, deséame suerte! -dijo la intrépida niña cuando se quitó los zapatos y se zambulló en la primera piscina de crema de plátano.
Cami parecía un elefante rebozándose en el barro, con la riquísima diferencia de que ella estaba pringada hasta las cejas de crema dulce.
-¡Aquí no está Fabín! -dijo la pequeña un tanto decepcionada- ayúdame a salir e iré a la piscina de crema de manzana.
Cami fue buceando de piscina en piscina sin obtener ningún resultado, la llave no aparecía por ningún sitio, y ella estaba ya cansada, además de que parecía una piruleta de mis sabores y colores.
-Solo nos queda la piscina de la crema de caramelos de colores - dijo Fabín -es la que está mas cerca de la puerta por donde me he marchado de la sala.
-Pues agotemos la última posibilidad - contestó Cami con la esperanza de que esta vez si iba a encontrar la llave.
Tras un buen rato de bucear y explorar la piscina, que estaba llena de crema y trocitos de caramelo, Cami tocó algo.
-¡Fabín, Fabín... aquí hay algo! -gritó emocionada la niña.
- ¿Qué es, qué es? -contestó el ratoncito expectante.
Cami sacó la mano de la crema, y ante el asombro y la alegría de los dos, apareció por fin la llave.
-¡Viva, viva! -celebraban los dos amigos- ¡hemos encontrado la llave, ya se pueden fabricar helados...!
Enchastrados hasta las orejas y resbalándose por los pasillos, corrieron a buscar al Director para darle la buena noticia.
-Señor Director -interrumpió la niña -aquí esta la llave.
-¿Cómo la habéis encontrado?, el personal de la fábrica lleva buscándola todo el tiempo y no habían conseguido nada.
-Ha sido muy fácil señor, tan solo había que chapotear un poco. 
-¡Dios Santo, si pareces un helado de tutifrutti! -reparó por fin el Director.
-¡No se preocupe señor, seguro que mi madre comprenderá que hoy llegue a casa un poco manchada...
Ja, ja, ja... ¡todos rieron felices, por fin se había solucionado el problema, el Director le dio la llave al encargado y le dijo que empezaran cuanto antes a preparar los helados de la fiesta del colegio para el día siguiente!
El pobre Fabín que se sentía culpable por todo lo que había ocurrido, se había marchado de allí y Cami insistió en buscarlo antes de regresar a casa con el resto de sus compañeros.
Cuando lo encontró, en el despacho del Director, Fabín había preparado sus cosas para marcharse de la fábrica.
-¿A dónde vas Fabín? -preguntó Cami muy sorprendida.
-Debo marcharme Cami, he organizado un lío tremendo y seguro que ya no me quieren aquí.
Pero el Director que había ido detrás de Cami dijo:
-¡Claro que te queremos con nosotros Fabín!, lo que ha ocurrido hoy no tiene nada que ver con el cariño que todos te tenemos todos aquí en la fábrica.
Fabín por fin sonrió y le dio un fuerte beso a Cami que prometió que le invitaría algún día a su casa para que le conociera su familia, y el Director le dijo a Cami, que siempre que quisiera, podía ir a comer los helados que mas le gustaban.
Al cabo de un ratito, Cami se despertó hecha un ocho en el sofá y le preguntó a su madre.
Mamá tenemos helado en la nevera…


999. Anonimo, 

Los dos jorobados y las brujas

En los alrededores de San Juan de Pie de Puerto vivía un muchacho que tenía la desgracia de ser jorobado. A causa de ese defecto físico sufría muchas burlas de gentes poco caritativas, y su carácter se había hecho hosco y huraño. Nunca esperaba encontrar una mujer que lo quisiera, y por esto fue grande su sorpresa cuando una de las jóve­nes más bellas de la región empezó a mirarle amablemente, a buscar su compañía y a tratarle con tal cariño que se enamoró de ella. La muchacha, lejos de rechazarlo, lo aceptó como novio, ante la sor­presa y la envidia de todos, que no podían com­prender cómo una joven tan bella y que podía aspirar a ser mujer de los más ricos de la comarca, había elegido al giboso.
El muchacho estaba lleno de alegría. Sin embar­go, una cosa turbaba su contento. Era que su novia nunca consentía en acudir a las citas del sábado por la noche. Y es sabido que en aquella región es el día en que se encuentran los enamorados, y por eso se llama nechkegeguna (día de las jóvenes). Todos los ruegos y preguntas del jorobado se veían sin respuesta, hasta que un viernes, cuando se des­pedían, ella le dijo:
-Si quieres que nos veamos mañana por la noche, ven a buscar-me. Pero has de venir sin tener miedo de lo que suceda, y sin contar a nadie nada de lo que veas u oigas.
El jorobado, lleno de curiosidad, se presentó el sábado en casa de su novia. Era ya de noche cuan­do la muchacha cogió a su enamorado del brazo y le dijo:
-Has de saber que soy bruja y que los sábados voy al aquelarre. Esta noche vas a venir conmigo.
El jorobado, medio muerto de espanto, quiso huir; pero la bella bruja le cogió, y subiéndolo en su escoba, se elevó con él por el aire. Iban hacia Zugarramundi, en donde se celebraban los aque­larres. El jorobado veía pasar debajo de él los cam­pos iluminados por la luna creciente. Pasaban entre nubes, y pronto vieron que cerca de ellos cabalga­ban otras brujas.
La joven le dijo a su novio:
-Cuando lleguemos al aquelarre y oigas que decimos esto:

Lunes, uno;
martes, dos;
miércoles, tres;
jueves, cuatro;
viernes, cinco;
sábado, seis...

cuida de repetir exactamente la lista, sin nombrar el día que sigue al sábado.
El jorobado apenas pudo contestar con la cabe­za que así lo haría, pues estaba mudo de miedo.
Llegaron por fin al aquelarre. En medio de las sombras, veíanse las brujas amontonadas, con sus caras agitadas. En medio, el macho cabrío, al que adoraban. Y comenzaron, una por una, a repetir el versillo de los días. Le llegó el turno al jorobado, y apenas pudo hablar. La novia le dio un golpe, y él dijo:

Lunes, uno;
martes, dos;
miércoles, tres;
jueves, cuatro;
viernes, cinco;
sábado, seis...

Y, sin caer en la cuenta, terminó:

domingo, siete.

Al oír el nombre del día del Señor, las brujas estallaron en una algarabía infernal de denuestos y maldiciones. Empezaron a preguntar:
-¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido?
Y las más cercanas al jorobado lo señalaban. El desdichado creía que iba a perecer de espanto. Veíase ya despedazado por las brujas. Pero la novia intercedió por él, y las brujas decidieron arrancarle la joroba. Y así lo hicieron. Regresaron el jorobado y su novia a casa. A la mañana siguien­te él quiso marcharse del pueblo; pero no lo pudo hacer, porque la desaparición de su joroba había sido el acontecimiento del día. Todos le felicitaban y querían saber los medios de que el jorobado se había valido para deshacerse de su giba. Las pre­guntas más insistentes venían de otro jorobado que deseaba saber el medio de curarse su deformidad. Al fin lo supo, y el primer sábado que vino se diri­gió al monte. Al sonar las once, oyó los gritos de las brujas, y al pasar una de ellas cerca de donde estaba, se cogió a sus faldas y fue arrastrado por el aire.
Llegaron al aquelarre. Comenzó la fiesta, y cuando le tocó el momento de decir los versos de los días, exclamó al final:
-¡Domingo, siete!
Las brujas comenzaron a gritar de nuevo y a preguntar por el autor de la terrible falta, y cuando lo descubrieron, lejos de quitarle la joroba le pusieron encima la que le habían arrancado al pri­mer jorobado. Y así, el giboso volvió al pueblo con dos jorobas en vez de una.

108. Anónimo (pais vasco)

La pastora y la música

En una pequeña aldea vasca vivía una mucha­cha, huérfana de padre y madre, que tenía que ganarse la vida pastoreando el ganado. Muy de mañana recogía los rebaños y marchaba con ellos al monte; allí elegía una verde pradera para que pastaran, mientras ella, sentada en la hierba, se entretenía en fabricar, con cañas o trozos de boj, encina u otra madera, algún instrumento musical, como flautas o silbatos, con los que luego tocaba bellas melodías, pues sentía una gran afición por la música. Imitaba con sus sones el canto de los pá­jaros, que acudían en torno de ella y le contestaban con sus gorjeos, tomándola por un ave canora.
Era esta zagala muy devota; rezaba el rosario a María Santísima todos los días, mientras estaba en la pradera cuidando los rebaños, y no dejaba de invocar con un Avemaría a la Virgen cada vez que llegaba hasta ella el sonido de las campanadas de la lejana iglesia.
Estando un día rezando, se le apareció la Virgen, y con dulce voz le dijo:
-Hija mía, pídeme lo que quieras y te será con­cedido.
La pastorcita contestó:
-Yo quisiera, Madre mía, un silbato, con el que hiciera bailar a todo el que lo oyera.
La Virgen le entregó lo que le pedía, y desapare­ció al momento. Llena de júbilo, comenzó a tocarlo, y todas las ovejas y corderos del rebaño empezaron a bailar al oírlo, y ello hizo la felicidad de la pastora, que los contemplaba extasiada.
Ocurrió que el cura de la aldea había salido a cazar por aquellos montes y estaba oculto en una choza que se había hecho con zarzas y ramaje, para acechar desde allí el paso de las liebres. El sacerdote, al oír aquella música, sin poder resistir, comenzó a bailar, y continuaba bailando, aunque sus fuerzas estaban ya agotadas, sus vestidos ras­gados y su piel con heridas y sangrando por las espinas de las zarzas; sentía ya grandes dolores, y no podía pararse, a pesar de todos sus esfuerzos por estarse quieto, y así continuó hasta que la pas­tora dejó de tocar su silbato.
Cuando terminó, salió furioso y fue corriendo al pueblo para denunciarla, diciendo que era una bruja.
Fue detenida, llevada ante el Tribunal de la Inquisición y condenada a muerte por brujería. Al día siguiente, al amanecer, iba a cumplirse la sen­tencia; la sacaron de la prisión y, seguida de todo el pueblo, fue llevada hasta el patíbulo, donde la subieron. Allí le dijeron que podía pedir una última gracia. La pastora pidió que le desatasen las manos, porque las tenía doloridas por los cordeles. Le fue concedido en el acto lo que pedía.
El sacerdote, al verla con las manos libres, pidió que le ataran bien fuerte a él, al eje de un martinete. La pastora sacó rápidamente el silbato de su faltri­quera y se puso a tocarlo sin tregua, y todos los espectadores se pusieron a bailar al son de aquella música, y hasta los verdugos y el mismo sacerdote, a pesar de estar atado, bailaban y se reían a carca­jadas. Cuando la pastora dejó de tocar, todos los vecinos del pueblo, entusiasmados con aquella mú­sica dulce y agradable, fueron a pedir el indulto de la pastora, que fue concedido.
Y desde entonces la zagala les amenizaba todas sus fiestas y solem-nidades con la música celestial de su silbato.

108. Anónimo (pais vasco)

Hernando el halconero

Vivía Hernando, el Halconero, junto a la torre de Gartéiz. Era uno de los más diestros cazadores con arte de altanería y estaba reputado así entre todos los compañeros como el más entendido en su oficio. Hernando consiguió enseñar a un halcón, que era su preferido, al que cuidaba con más amor, y el que, en compensación, le traía las mejores pie­zas, las aves más montesinas, las que más difícil­mente podrían derribar otros halcones. Negro, con ojos brillantes, el halcón iba erguido en el guante de Hernando, y al solo movimiento del brazo de éste se lanzaba como una flecha de basalto contra las aves que vanamente querían huir de él. Y así, entre Hernando y su halcón llegó a haber una relación íntima, un afecto casi humano.
Una tarde, la cacería había sido larga, y Hernan­do estaba cansado y sediento. Bajaba de un alto monte, a cuya cumbre había llegado después de penosa ascensión. El halconero buscaba con gran ansiedad una fuente en que refrescar su sedienta boca. Al fin, junto a una pequeña arboleda, vio con gran alegría una fuente que brillaba al sol del atar­decer.
-¡Agua! -exclamó.
Bajó del caballo y se echó de rodillas, para beber. El halcón volaba por encima de él. De pron­to, cuando el halconero iba a aproximar a sus labios las manos, en que había recogido un poco de agua, la soltó con un grito de dolor. Había sentido un tremendo picotazo en el cuello. Se volvió, irrita­do, y vio con extrañeza que había sido su propio halcón el que le atacara. Quiso atraerlo, para suje­tarlo en el guante; pero fue inútil: el halcón siguió volando. Y cada vez que el halconero quiso beber, el halcón lo impedía, lanzándose feroz contra su dueño. Hasta que éste, lleno de ira y desasosiego, puso una saeta en su ballesta y lanzándola contra el ave, la derribó, muerta en tierra. Mas cuando el cazador iba a recoger el cuerpo traspasado del que hasta entonces había sido su fiel compañero, vio con espanto que en el nacimiento de la fuente una enorme culebra había metido su cabeza y que, cer­ca, unas aves que habían bebido estaban muertas. El halconero comprendió, con gran dolor y confu­sión, que su halcón, con el inexplicable ataque, lo había salvado de una muerte cierta. Y entonces co­gió el cuerpo del ave, que aún latía, y lo besó. Des­pués le dio sepultura, ahuyentó a la culebra y alzó allí una fuente. La fuente se encuentra cerca de la ermita de Santa Águeda, y cuenta la tradición que quien beba de esas aguas el 5 de febrero, fecha en que se celebra la romería, no tendrá mal alguno el resto del año.


108. Anónimo (pais vasco)

El yaguareté burlado

-Soy el más fuerte y el más inteligente entre los animales -decía vana-gloriosamente el yaguareté [1]
-No hay quien me iguale en astucia, ni cuya fuerza y resistencia puedan compararse con las mías. Soy el monarca de la selva, y no en balde todos los seres me temen.
Una cigarra (ñakyra) que, desde su asiento en una rama, observaba al yaguareté, y que había interrumpido su agudo silbido para escuchar sus jactanciosas palabras, díjole maliciosamente:
-Quizás seas el más fuerte entre los animales, por más que el herma­no Mboreví (tapir) afirme lo contrario; pero, en cuanto inteligencia y resisten­cia a la fatiga, hay muchos que te igualan y algunos que te sobrepasan.
-¡Insignificante insecto! -rugió enfurecido, el yaguareté; deberás pro­bar la veracidad de tus palabras o haré que te destierren para siempre de la selva.
-Conforme -respondió la cigarra-; yo misma soy más resistente que tú, y te lo probaré si estás conforme en que nos sometamos a una prueba durante el tiempo necesario. El que se duerma primero o se deje vencer por el hambre o la sed, será el menos resistente. Luego, si quieres, te demostraré que soy el más inteligente. Aquí están los hermanos Ká i Mirikina (monito) y Aka'e (urraca) quienes nos podrán servir de testigos.
Aceptó el yaguareté el desafío y comenzó la prueba de resistencia, debiéndose turnar el mono y la urraca como observadores y testigos.
Después de largas horas de vigilia, la cigarra, aprovechando un momen­to en que el jaguar se esforzaba por librarse de un enjambre de moscas que lo volvían loco, se escurrió del caparazón que, como es sabido, lo cambia periódicamente.
Dejándolo colgado de su asiento en la rama, ella se retiró sigilosamente a refrescarse con el jugo de un jugoso pakuri cercano. Luego volvió con la misma cautela y precaución, se escondió detrás de su propia piel y se echó a dormir la siesta.
Transcurría el tiempo; el yaguareté se moría de hambre y de sed; pero su rival, o mejor dicho, el carapacho vacío de su rival, continuaba mirándole imperturbable sin pestañear siquiera, ni demostrar el menor indicio de debilidad o de fatiga.
Por fin, el yaguareté se dio por vencido, y desapareció furtivamente en la maleza.
Desde aquel entonces, el yaguareté jamás se atreve a mostrarse a la luz del día por temor a las burlas del mono y de la urraca, quienes, si se atreve a asomar el hocico, llenan la selva con sus estridentes gritos. Es por eso que se convirtió en animal noctámbulo, permaneciendo bien oculto en la maleza hasta desaparecer el sol.

049. Anónimo (paraguay)


[1] Yaguareté: Voz guaraní que significa yaguar: Jaguar.

La cabra

hay una cabra comiendo, 

levanta la cabeza y dice: 
¡Qué gorda me estoy poniendo!
En lo alto de una montaña


071. anonimo (minimo)

La ciudad sumergida

Chau reinó sobre los cielos y la tierra desde que él los creó, y lo seguirá haciendo por siempre aunque los huincas crean que han logrado matarlo. Pero esta historia es anterior, muy anterior a la llegada de éstos. Eran los días en que el pueblo de Chau, los hombres y mujeres que él había puesto sobre la tierra para que convivieran con toda su Creación y que por eso llamó gente de la tierra, podían cazar libremente y vivir la vida de los hermanos de la Naturaleza. Chau y su esposa Kush[1] vigilaban las vidas de su gente, y el correr de los ríos, y la armonía de las montañas y los bosques. Durante el día Chau iluminaba la tierra con su resplandeciente sabiduría, y de noche Kushe solía ocuparse de velar el sueño de todas las criaturas de la tierra, gente o animales.
Chau tuvo hijos con Kushe. Hijos de dioses, pero hijos de padres también. Esto significa que si los seres humanos saben de dolores y preocupaciones con sus retoños es porque su Creador lo supo primero con los propios. Así lo muestra esta historia.
Cuando sus dos hijos mayores crecieron, comenzaron a cambiar su mirada respecto de sus padres. Encontraron fácil criticarlos, y todo les parecía motivo de queja. Muy pronto perdieron el respeto y comenzaron a mirar a Chau y Kushe como a dos viejos que ya no estaban en condiciones de reinar sobre la Creación. Por supuesto, dedujeron que ellos serían más apropiados para esa tarea.
A Chau, que se percató enseguida de la situación, esto lo ponía de muy mal humor. Si bien sufría por la actitud de sus hijos mayores, también su ira hacia ellos iba creciendo. Kushe intentaba calmarlo y restar importancia al asunto, pero Chau no lograba perdonarlos.
Su rabia llegó al límite cuando vio que los dos mayores intentaban transmitir sus ideas de rebeldía a los hijos menores y los instaban a confabularse con ellos. Luego de un enfrentamiento muy grande con sus padres, ambos conspiradores dijeron que si no podían reinar sobre el cielo lo harían, al menos, sobre la tierra. Y se prepararon a descender.
Chau estalló de ira. Cuando sus dos desagradecidos hijos comenzaban a bajar por las nubes hacia la tierra, los tomó a ambos de los cabellos y comenzó a sacudirlos con gran violencia, hasta que por fin los arrojó con toda su fuerza hacia abajo, hacia las heladas cumbres de las montañas. Los enormes cuerpos de los hijos de Chau se estrellaron contra la cordillera haciéndola temblar de uno a otro extremo, y se hundieron en la roca hasta formar dos gigantescos orificios en la tierra.
Esto no calmó la furia de Chau. Muy por el contrario, el dios rugía provocando tremendos rayos de fuego. Kushe, por su parte, se echó sobre las grandes nubes a llorar por todo lo acontecido. Sus inconmensurables lágrimas comenza-ron a precipitarse por entre las nubes hacia las blancas montañas, y a través de las paredes de piedra descendieron como tempestuosos ríos hacia los agujeros que habían quedado tras la caída de sus dos hijos mayores.
Las lágrimas de Kushe fueron llenando de a poco los dos enormes orificios de la tierra, hasta formar dos lagos profundos como el dolor que la madre sentía. Estos lagos son los que luego la gente de la tierra conoció como Lácar y Lolog[2].

Fuente: Néstor Barrón

066. Anónimo (patagon)


[1] En mapudungun significa "anciana", pero aquí está usado más con el sentido de “madre"; otros sentidos de esta palabra son "bruja" y "sabia". A veces, la compañera de Chau (uno de cuyos nombres es Sol) es llamada simplemente Luna.
[2] Literalmente, “lago bravo".

La ciudad sumergida (2ª variante)

Segunda variante (2)

Un niño notó, luego de varios paseos por el bosque con su abuela, que había animales con costumbres bien extrañas. El truwi[2], por ejemplo, que vivía escondido en los huecos de los árboles. Le preguntó sobre esto a su abuela, y la anciana le dijo que le contaría la historia. Que es ésta:
Muchos años atrás no era ése el hábitat de los truwi, que vivían a cielo abierto en el bosque. Cierta vez, un truwi participó de una apuesta con los otros animales de la comarca, y le tocó perder. El pago prometido era una comida para todos los contrincantes.
Al principio el truwi se preocupó, ya que no le sería fácil complacer a sus acreedores: algunos sólo comían pasto, otras raíces, otros se alimentaban exclusivamente de carne, otros de lo que pescaban en las lagunas... Iba a ser muy difícil complacerlos a todos por igual.
Pero, como se lo indica su naturaleza perezosa, muy pronto el truwi simplemente olvidó el problema. Se acercaba el día de la comida, y su compañera truwi le preguntó cómo pensaba solucionar las cosas. Irritado ‑y además sin respuesta para dar‑, el truwi hizo un gesto soberbio, se dio media vuelta y se retiró hacia el bosque.
Porque éste era el carácter típico de un truwi: perezoso y a la vez soberbio.
Caminó un buen rato, hasta que se dijo que algo tendría que intentar, aunque más no fuera para que no lo molestaran con reclamos. Decidió comenzar a conseguir los elementos para su comida.
Llegó hasta el lago Lácar, se sentó dentro del hueco de un tronco que había junto a la orilla, y comenzó a silbar.
Momentos después, entre los juncos de la orilla asomó la cabeza de una curiosa trucha, muy intrigada por aquel árbol que silbaba.
Entonces el truwi impostó una voz muy grave ‑a la que ayudaba el eco por estar dentro del tronco‑ y dijo:
‑Soy el Gran Rayo... ¡El Gran Rayo...!
Mientras la trucha escuchaba maravillada, el truwi la espiaba para evaluar el buen estado de su presa. Para seguir distrayéndola, continuó de esta manera:
‑¿Has oído hablar de mi esposa? ¡Oh, es de un hermoso color rojo! ¿Te gustaría que viniera para que la vieras? Su nombre es Amankay[3]. ¿Quieres que te haga una visita?
La trucha confesó que nunca había oído ese nombre, pero se sentía conmovida ante tanto honor y rogaba al Gran Rayo que propiciara esa visita de Amankay.
El pícaro se sonrió para sí mismo, y siempre con la voz retumbando en el hueco del tronco dijo a la curiosa trucha que con un silbido haría venir a Amankay
Por supuesto que nadie respondería al silbido... o eso suponía el truwi, porque el sonido despertó a un águila cazadora que dormía en un árbol vecino. Al ver a la apetitosa trucha lista a ser devorada sobre la orilla, el águila se lanzó a atraparla. Pero el truwi reaccionó con rapidez y, siempre aprovechando el sugestivo eco que daba a su voz el hueco del tronco, dijo para asombro de la trucha:
‑¡Qué oportuna eres, águila! Estábamos a punto de competir a ver quién podía contar el cuento con mayor cantidad de personajes, y tú puedes hacer las veces de juez para proclamar un ganador entre la trucha y yo. ‑Y agregó‑: Comienza tú, hermosa habitante del lago, que cuando mi esposa venga premiará a quien el águila declare vencedor.
La trucha no tenía muchas ideas acerca de narrar cuentos, pero le gustó tanto ser elegida para hacerlo en primer término que intentó contar algo:
‑Una vez... se acercó a la orilla un puma y... se miró en el agua. Y después... vino un zorro colorado y se miró también. Y... vino un jabalí... y se miró, al igual que hizo un gato montés, y... también vino un huemul a mirarse en el agua... y un zorrino... y un animal más asqueroso aún, el vago y despreciable truwi, y también se miró en el agua...
El truwi se enfureció ante esta descripción de su especie y estuvo a punto de salir del tronco hecho una furia, pero para su fortuna la voz del águila le hizo refrenar su impulso:
‑Es tu turno, misteriosa voz del árbol. Mantengamos lo convenido, como corresponde a buenos amigos.
El águila pensaba, en realidad, en ganar tiempo hasta poder averiguar quién se ocultaba en ese árbol. La voz sonaba tan terrible, que el águila temía que se tratara del trauko[4], y por eso aún no se había animado a caer sobre la trucha y devorarla.
Retomando su compostura y la paciencia que su astucia le indicaba, el truwi relató la siguiente historia:
‑Donde está ahora el lago, hubo hace muchos años una gran ciudad en la que reinaba un inca cruel y perverso. Maltrataba a la gente y la hacía matar por cualquier motivo, sin piedad alguna.
"Sus súbditos eran tan perversos e intolerantes como él. Odiaban a todo el que no perteneciera a su comunidad, a los que llamaban huincas[5] porque los veían vestir con plumas extrañas y pieles desconocidas en la zona de las montañas.
"Aquel inca llegó a ser tan desalmado y violento que Dios decidió intervenir y castigarlo. Pero antes decidió que incluso ese perverso merecía su oportunidad, y pensó probar su corazón enviándole a su propio Hijo disfrazado de mendigo.
"Vestido apenas con harapos, el Hijo de Dios se presentó ante el inca y le rogó que se apiadara de sus sufrimientos. Esto pareció una terrible imper-tinencia al inca, que montó en cólera y al instante ordenó que ese mendigo atrevido fuera empalado.
"Pero, cuando iban a prenderlo, el Hijo de Dios se convirtió en arroyo y escapó a través de la ciudad.
"Cuando relataban al inca este prodigio, de pronto el malvado oyó una atronadora Voz que le decía:
"Tu maldad será castigada de la peor manera.
"El inca no temió, sino que por el contrario se sintió aún más furioso que antes de oír la Voz. Pero entonces fue informado de que su propio hijo había sido hallado muerto en su casa.
"Toda la ciudad se sumió en luto, y el viento no transportaba otra cosa que lamentos y llantos. Todos aquellos sacerdotes, chamanes y videntes que allí había supieron que aquello había sido una muestra de la cólera de Dios, por lo que se lanzaron a realizar toda clase de oficios y sacrificios para calmar la ira divina. Estas prácticas habían sido prohibidas desde mucho tiempo atrás por el inca, que cuando se enteró decidió matar a todo creyente que las hubiera realizado.
"Ya casi demente de ira, el inca mandó izar una bandera negra, y con sus propias manos tomó un hacha y taló el árbol sagrado.
"Entonces volvió a oír aquella voz:
"Ahora el castigo te llegará directo a ti. ¡Morirás!
"Entonces los restos del arroyuelo en que se había convertido el Hijo de Dios para escapar comenzaron a crecer sin parar, y se desataron lluvias torrenciales que multiplicaron la masa de aguas hasta lo imposible, y el palacio del inca y todos los hombres y cada calle de la ciudad desaparecieron en esa inundación.
"El resultado de aquello es este lago que ven aquí. Pero de mi historia pasaron demasiados años y hoy casi nadie recuerda que aquí hubo una ciudad, una ciudad muerta que yace en el fondo del Lácar.

"Y bien, éste fue mi relato, que juzgo de todos modos superior en cantidad de personajes al de mi querida adversaria ya que hablaba de los habitantes de toda una ciudad y hasta del propio Dios, así que el premio me corresponde a mí, ¿verdad? El premio, que consiste en...".
Diciendo esto intentó un rápido movimiento para salir del hueco y abalanzarse sobre la trucha, pero la vista del águila era muy rápida e identificó enseguida al truhán que la había tenido engañada con su voz tenebrosa. Le cerró el paso, decidida a ser ella quien se comiera la trucha.
Pero fue entonces cuando se dieron cuenta de que la trucha no era tan tonta como la creían, porque se había percatado del truco antes de que finalizara el relato del truwi y, sin que ninguno de ellos lo notara, se escabulló con disimulo de regreso a las profundidades del lago.
Muy irritada, el águila decidió que entonces se comería al truwi, que además de merecerlo se veía bastante suculento y redondeado. Pero el pícaro animalito no le dio oportunidad y se zambulló de nuevo en el hueco del tronco.
Es desde entonces y por estas razones que el truwi vive en los huecos de los árboles, donde las aves depredadoras no pueden alcanzarlo.

Fuente: Néstor Barrón

066. anonimo (patagon)


[1] Hay distintas versiones de esta leyenda, de las cuales expondremos las dos más difundidas (la primera de ellas en dos variantes).
[2]Especie de chinchilla de la zona andina (Lagidium vulcani).
[3] Este nombre, mencionado en la versión recogida por Bertha Koessler‑llg (Cuen­tan los araucanos, Ediciones Mundo, Santiago de Chile, 1996), es de indudable procedencia quechua, lo cual indicaría las huellas del contacto con el Imperio Inca, que tan presente está en la historia del Lácar propiamente dicha.
[4] Duende u hombrecito macabro cuyas ropas están confeccionadas con plantas rastreras y trepadoras.
[5] La palabra "huinca" tiene distintas acepciones. Aquí, por el contexto de la frase, significaría ladrón de animales". Pero, por supuesto, su significado más difundido es el de "hombre blanco español” (quién sabe por qué relacionaron a los conquistadores con ladrones...).