Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

El cuervo y la luz del dia

Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando el mundo era nuevo todavía, ocurrió lo que voy a contaros.
En Alaska no había luz diurna, de modo que allí reinaba constantemente la obscuridad y los habitantes de aquella región se hallaban en plenas tinieblas, llevando la existencia de la mejor manera que les era posible. Y ya comprenderéis que no sin grandes dificultades conseguían hallar lo necesario para su sustento, porque como no había luz de ninguna clase, era imposible ver cosa alguna.
Con frecuencia disputaban acerca de si era de día o de noche. La mitad de la gente dormía, mientras los restantes se dedicaban al trabajo, pero como podéis comprender muy bien, nadie sabía cuándo era llegada la hora de acostarse ni cuándo la de levantarse, porque la obscuridad era siempre la misma.
En un pueblecito vivía un cuervo y todo el mundo le manifestaba afecto y cariño, porque además lo creían muy inteligente. Y así se lo decían muchas veces.
También es preciso añadir que le dejaban vivir en sus “kasgas".
El cuervo era muy charlatán y como estaba provisto de alas y había viajado mucho, refería a los pobres habitantes de Alaska las cosas maravillosas que había visto y llevado a cabo, cuando, después de extender sus alas, realizó grandes viajes al vuelo, en dirección a tierras muy distantes y extrañas.
Había olvidado añadir que los habitantes de Alaska disponían de una luz, es decir, de la llama de sus candiles de aceite de morsa.
En cierta ocasión el cuervo parecía estar muy triste y, contra su costumbre, guardaba el mayor mutismo. Los hombres, sus amigos, se preguntaron qué le ocurría y aun algunos se entristecieron, porque echaban de menos la animada conversación de su alegre cuervo. Y, al fin, acabaron preguntándole:
‑¿Por qué estás tan triste, querido Cuervo?
‑Me dan mucha pena los habitantes de Alaska ­contestó el ave‑, porque no tienen luz del día.
‑¿Y qué es luz del día? ‑preguntaron algunos extrañados‑. ¿Cómo es? Nunca hemos oído hablar de ella.
‑Pues bien ‑contestó el cuervo-, si tuvie­seis luz del día en Alaska podríais ir por todas partes y verlo todo, incluso a los animales, des­de gran distancia.
Aquello pareció algo maravilloso y extraño a todos ellos. Y, después de unos momentos de reflexión, alguien se dirigió al cuervo, diciéndole:
‑Y tú, que sabes dónde está la luz del día, ¿no podrías hacernos el favor de traernos un poco?
En el primer momento el cuervo no quiso oír hablar de ello. Mas después les dijo:
‑Sé muy bien dónde está la luz del día. Pero me sería muy difícil traerla aquí.
Tales palabras despertaron el interés general, de manera que todos los amigos del cuervo lo rodearon, rogándole que los complacíase con su petición.
‑No te costará grande esfuerzo ‑le dijeron‑. Por suerte tienes alas y puedes viajar rápidamente, hasta grandes distancias. Compadécete de nosotros y mira la situación en que nos hallamos. Ya lo ves. Tú mismo te apenas de nuestro estado. Se, pues, nuestro buen amigo y procúranos una cosa que tanta falta nos hace.
El cuervo siguió negándose y aun les dijo que no podría obtener aquella luz. Pero los demás le rogaron tanto y tanto y, especialmente, el jefe del pueblo lo alabó en tales términos por su inteligencia y su valor que, finalmente, el cuervo halagado no tuvo más remedio que consentir.
‑Bien -dijo‑. Puesto que os empeñáis tanto, iré.
Y, en efecto, cumplió su palabra, porque al día siguiente, después de comer y de beber en abundancia, dada la gran distancia que había de recorrer, agitó alegremente las alas y emprendió el vuelo.
Como ya hemos dicho, toda la región estaba a obscuras, pero por suerte el tiempo era bueno. El cuervo tomó el rumbo del este, recordando que el sol procede de allí. Largas horas voló a través de la obscuridad, hasta que las alas empezaron a dolerle, tan cansado estaba, pero, sin embargo, aun no se detuvo. Por último no tuvo más remedio qué interrumpir su vuelo y como en aquel país, por falta de luz, no había vegetación, no pudo posarse en ningún árbol, sino que vióse obligado a hacerlo sobre unas rocas y en un lugar donde se consideró seguro y al abrigo de todo ataque.
Después de unas horas de descanso, emprendió de nuevo el vuelo. Aquella segunda jornada fué también muy larga y así continuó alejándose en dirección al este, hasta que por último llegó a un punto en que el cielo mostraba ya algunos rayos de luz.
Allí empezaba la vegetación, y el cuervo, que estaba hambriento después de su larga abstinencia, buscó ante todo el cadáver de alguna alimaña; después de satisfacer el hambre y la sed se dedicó algunas horas al descanso, feliz por haber llegado casi al final de su viaje.
Continuó el vuelo al día siguiente y aquella vez tuvo el placer de llegar a un punto en que ya la luz del día era esplendorosa. Estaba ya en el término de su largo viaje.
Buscó un pueblo y, una vez en él quiso averiguar de dónde procedía la luz. Después de buscar largo rato, vio que resplandecía en el interior de una gran casa de nieve, situada en el centro del pueblo.
Aquella era la morada del jefe del poblado, quien tenía una hija muy hermosa. Todos los días salía la niña en busca de agua, que sacaba de un agujero practicado en el hielo del río, pues ya sabéis que éste es el medio más fácil que emplean los esquimales para obtener agua en invierno. Y en cuanto ella hubo salido de la casa de nieve, el cuervo salió de su propia piel, que dejó junto a la entrada de la casa; luego, cubriéndose de polvo, pronuncio unas palabras mágicas que, más o menos decían así:

“Ya‑ka-ty, ta‑ka‑ty, na‑ka‑ty‑o,
hazme pequeño, iOh, dios del frío!
Cámbiame pronto en una motita,
que no me vea la muchachita.

En efecto, sufrió en el acto una honda transformación, para convertirse en una mota de polvo. Entonces se ocultó en un rayo de sol que salía por una de las rendijas de la puerta y esperó la salida de la hija del jefe.

En cuanto ella hubo llenado el odre de piel de focá que llevaba, volvió desde el río a la casa, y el cuervo, que parecía una mota,de polvo, como esas que flotan a la luz de un rayo de sol, fué a posarse en el traje de la joven y, con ella, atravesó la puerta y penetró en la casa de donde procedía la luz diurna.
Una vez dentro pudo notar que aquello estaba muy soleado. Además vió a un lindísimo niño, de ojos negros, que jugaba sobre la piel de un oso polar, muerto recientemente.
El niño tenía multitud de juguetes tallados en colmillos de morsa. Por ejemplo, había unos perros y unas zorras muy pequeñas, diminutas cabezas de morsa y, además, varios "kayaks"[1]. Y ponía los juguetes dentro de una caja de marfil, provista de una tapa, para desparramarlos, de nuevo, sobre la piel.
El jefe, muy satisfecho y con tierna sonrisa, observaba el juego de su hijito, pero al cabo de un rato éste pareció haberse cansado ya de sus juguetes.
Cuando entró la hija con el odre lleno de agua, lo dejó en un rincón de la estancia y luego se inclinó para tomar al niño, que estaba en el suelo. En aquel momento cayó una mota de polvo de su traje, yendo a introducirse en la oreja del niño. Y como ya podéis comprender, aquella mota de polvo era el cuervo de nuestro cuento.
El niño empezó a llorar y a patalear y entonces su hermana le preguntó:
‑Pero, ¿qué quieres, niño?
El cuervo, que estaba en la oreja del pequeño, le aconsejó en voz baja:
‑Pídele la luz del día para jugar con ella.
Al niño le pareció excelente aquel consejo y en el acto, con su linda vocecita, se apresuró a pedir la luz del día.
Al principio la niña no quería dársela, pero intervino el padre para ordenar a su hija que diese al pequeñuelo una pequeña bola de luz del día, para que jugara con ella.
La joven desenrolló la correa de cuero, sin curtir, que llevaba en su saco de caza y sacó una cajita de madera, cubierta de dibujos que, gráficamente referían la historia de los hechos heroicos realizados por el jefe. Y del interior de aquella cajita sacó una brillantísima bola y la dió al niño.
A éste le gustó sobremanera el nuevo juguete y con él se divirtió largo rato. Pero ya sabemos que el cuervo ansiaba apoderarse de aquella luz del día, de modo que en cuanto juzgó llegada la ocasión murmuró al oído del niño que pidiese una tira delgada de cuero, para atarla en torno de la bola de luz.
Su hermana satisfizo también aquel capricho y aun llevó su complacencia al extremo de atar la bola de luz con la tira de cuero, porque el niño no habría sabido hacerlo.
Este continuó entreteniéndose con el juguete así transformado y cuando más distraído estaba, el jefe y su hija salieron de la casa, dejando la puerta abierta con gran satisfacción del cuervo que, precisamenté, esperaba aquella oportuni-dad.
En cuanto el niño, en el curso de su juego, llegó cerca de la puerta, el cuervo volvió a hablarle al oído, diciéndole que saliera al exterior, sin olvidar su bola de luz.
Así lo hizo el niño y al pasar cerca del lugar en que se hallaba la piel del cuervo, la mota de polvo abandonó la oreja del niño y volvió a meterse en su propia piel y, en el acto, recobró la acostumbrada forma. Entonces tomó con su pico el extremó de la tira de cuero que sujetaba la bola de luz y emprendió el vuelo a toda prisa, dejando al niño lloroso en el suelo.
Los gritos del pequeñuelo fueron causa de que acudiesen el jefe y su hija, acompañados de la mayor parte de los habitantes del pueblo y como es natural, pudieron darse cuenta de que el cuervo se alejaba al vuelo, llevándose su preciosa luz del día, Y aunque quisieron alcanzarlo disparándole varios flechazos, no pudieron darle y, por lo tanto, el fugitivo siguió su vuelo.
Aunque el viaje era muy largo, como ya sabemos, aquella vez no pareció tan penoso al cuervo. En cuanto estuvo ya en tierra de Alaska y pasó por el primer pueblo, quiso darse cuenta del efecto que haría la luz que llevaba. Por consiguiente, desprendió un fragmento de la bola y, al caer en el pueblo, lo alumbró del modo más hermoso que podéis imaginaros. Al pasar luego por encima de los demás pueblos, repitió la operación, hasta que, por último, llegó al lugar de donde había salido.
Revoloteó unos momentos, describiendo círculos y al mismo tiempo se ocupaba, en desmenuzar la bola de luz, que difundía en todas direcciones.
Ya podéis imaginaros con cuánta alegría le acogieron su amigos. Eran tan felices que, sin distinción de sexos y edades, empezaron a bailar. Y en cuanto se hubieron fatigado y su primer entusiasmo estuvo un tanto apaciguado, se ocuparon en preparar un gran festín en honor del cuervo, que era su bienhechor.
En efecto, sentían tal agradecimiento por el beneficio que les había dispensado, que no sabían cómo manifestárselo.
El cuervo les dijo entonces que si hubiese una bola de luz mucho mayor, ya nunca más existiría la obscuridad en Alaska, ni siquiera en invierno, pero les dió a entender que habría sido demasiado pesado para él y que sus fuerzas no hubieran sido suficientes para tal empeño.
Y tanto se perpetuó la hazaña del cuervo de nuestro cuento, que, a partir de entonces, ninguno de los habitantes de las regiones árticas ha dejado de sentir gratitud por los descendientes de aquél, y la prueba de eso es que jamás dan muerte a ningún cuervo.

036 Anónimo (esquimal)

[1] Embarcación esquimal, cubierta e insumergible.

El cuervo tramposo

Se dice que, en tiempos pasados, un gran cuervo llegó a buscar gente. Vigilando un poblado, se precipitó sobre los iglús y exclamó:
-¡Vienen en camino muchos visitantes! Convendría que salierais a recibirles. Si no encontráis a esta gente antes de que caiga la noche, acampad al pie del acantilado.
La gente de los iglús creyó al cuervo y se puso en camino para recibir a los visitantes. Cuando llegó la noche montaron sus abrigos al pie del acantilado, y pronto las llamas de sus lámparas de grasa parpadeaban en las paredes de las casas de nieve.
Un poco después, antes de irse a la cama, apagaron todas las lámparas. El cuervo esperó hasta que estuvo apagada la última lámpara de piedra y luego remontó el vuelo hacia la oscuridad. Voló directamente a la punta del acantilado que coronaba los iglús. Allí en la cima había un enorme alero de nieve que podía desmoronarse al menor movimiento.
Este cuervo de la desdicha se posó en la nieve y empezó a saltar, correr y bailar de un lado para otro para producir un alud. Sus esfuerzos pronto se vieron compensados. La nieve acumulada se desprendió y cayó sobre los iglús de abajo. Los habitantes, que estaban dormidos, quedaron enterrados para no despertar nunca más.
El cuervo esperó a que llegase la primavera y desapareciese la nieve. Esperaba ansiosamente, porque sabía lo que iba a encontrar. Le gustaba arrancar los ojos a sus víctimas.
La nieve se derritió poco a poco y dejó al descubierto los cuerpos de las desdichadas gentes. El cuervo no había esperado en vano. Se divirtió vaciando los ojos de los que habían seguido inocentemente sus instrucciones. Toda la primavera estuvo debajo del acantilado, sin miedo a quedarse sin provisiones.


Fuente: Maurice Metayer

036 Anónimo (esquimal)

El cisne y la grulla

Un cisne paseaba por el borde de un lago buscando esos sitios en que las plantas son altas y espesas. Encontró un campo de plantas tiernas salpicado de ramilletes blancos. Una grulla hembra volaba por encima y empezó a dar vueltas alrededor de él para llamar la atención. Volando en picado hacia el cisne, le llenó los oídos con el sonido silbante de sus alas.
El cisne levantó la cabeza complacido y le hizo un guiño cómplice. La grulla respondió ejecutando una danza, agitaba las alas para que el cisne no le quitara los ojos de encima.
El cisne la siguió con los ojos y dijo:
-¡Qué alegre eres! Ven a descansar junto a mí. Ven a jugar conmigo.
-¿Qué clase de juego? -preguntó la grulla-. ¿Quieres que baile-mos?
El cisne contestó que él era muy mal bailarín.
-Pero podemos jugar tirándonos del cuello uno al otro. Vamos a ver quién de nosotros tiene el cuello más fuerte.
-De acuerdo -accedió la grulla al posarse en el campo junto al cisne.
Los dos se prepararon. Poniéndose cara a cara, enlazaron sus cuellos y cada uno empezó a tirar hacia su lado. Lenta pero segura, la grulla tiró del cuello de su oponente hacia el suelo.
El cisne vio que no iba a poder librarse de caer. Con todas sus fuerzas, dio un tirón violento para recuperar el equilibrio. Pero este esfuerzo repentino agotó completamente al cisne; ahora su cuello estaba flojo y cayó de espaldas.
Un instante después estaba otra vez en pie mirando a la grulla. La grulla empezó a entonar su canción de victoria.

No hay nada sólido en el cuello de un cisne,
mientras que el mío está bien hecho.
¡Confiesa que te caíste de espaldas
sin poder evitarlo!

El cisne también había pensado unos cuantos versos. No podía dejar sin respuesta la canción burlona de la grulla. Se puso a cantar:

Ka, ka, ka, ka.
Si mi cuello me hizo perder,
mis pies siempre me harán ganar.
No los hay como ellos
para ir de lago a lago.

Justamente entonces la grulla le interrumpió con una nueva canción:

¡Escucha, escucha!
Aquí vienen algunas grullas
y yo no tengo nada que ofrecerles,
ni hierba verde, ni brotes tiernos.
Me falta de todo y mis botas están desgastadas.

La grulla intentó persuadir al cisne para que cantara y bailara. El cisne se negó, ya no estaba dispuesto a moverse porque otra vez hubiera perdido: era un bailarín malísimo, mientras que la grulla tenía unos pies muy ligeros.

Fuente: Maurice Metayer

036 Anónimo (esquimal)




El cazador y los niños

Un día un hombre viejo fue a cazar focas a poca distancia de tierra. Cerca del lugar que había elegido para cazar, la costa marina formaba un contrafuerte rocoso sobre el que había una capa alta de nieve. Por debajo de este acantilado, un grupo de niños reía y gritaba mientras jugaba.
Sin pensar más que en la foca que esperaba matar, el cazador se colocó junto a lo que podría ser un respiradero. Aquí esperó, sin moverse. Finalmente se oyó la respiración de la foca. Levantó tranquilamente el arpón, dispuesto para el golpe mortal. De repente se rompió el silencio. El ruido de los niños jugando al pie del acantilado distrajo al viejo y alertó a la foca. Sumer-giéndose en las profundas aguas, la foca escapó.
El viejo bajó el arpón de mal humor y declaró:
-¡Esos niños! ¡Espero que caiga la nieve del acantilado y los entierre!
Pero no pasó nada, y los niños siguieron con sus ruidosos juegos.
Una vez más el cazador reanudó la guardia junto al respiradero. De nuevo volvió la foca. Levantando el brazo con el arpón tendido, el cazador esperó. Por segunda vez no pudo lanzarlo. Las risas de los niños disgustaron tanto al viejo que la foca se marchó de nuevo. Así las cosas, el viejo cazador apeló a sus poderes mágicos. Llamó a los espíritus que traen mala suerte:
-¡Que esos niños queden sepultados bajo la nieve!
Y sucedió.
Un alud de nieve cayó del acantilado y engulló a los niños. Se cuenta que sus gemidos se oyeron durante mucho tiempo, haciéndose poco a poco más débiles, hasta que, al fin, callaron.
Cuando los padres de los niños vieron lo que había pasado, quisieron vengarse y fueron en busca del viejo. Al verlos llegar, el cazador intentó huir. Cuando estaba a punto de ser atrapado, recurrió por última vez a sus poderes mágicos y se elevó a los aires. Sus perseguidores le vieron subir al cielo, para desaparecer finalmente y reaparecer luego como una estrella fugaz. En las noches claras, si miras bien, aún puedes ver al viejo huyendo por los cielos.

Fuente: Maurice Metayer

036 Anónimo (esquimal)



El cazador de fantasmas

Un chico joven vivía solo con su abuela. Cuando se fue haciendo mayor, llegó a obsesionarle el miedo a los fantasmas. Su angustia era tal que no podía dormir de noche.
Su abuela le decía muchas veces:
-Vete a dormir como los demás. De cualquier manera, no tiene sentido preocuparse; si alguna vez ves un fantasma, puedes estar seguro de que rápidamente podrá contigo.
El muchacho, que era terco por naturaleza, siempre contestaba:
-No habrá nunca un fantasma que me haga eso a mí.
Cuando se convirtió en un hombre joven, el chico decidió cons-truirse un iglú. Pero, para hacerse su hogar, eligió un sitio algo apartado de los demás iglús, de manera que pudiera ver cualquier cosa que se acercara desde cualquier dirección.
Su iglú estaba construido como un fuerte grande. Abrió ventanas todo alrededor e hizo aberturas por las que poder disparar flechas a cualquier mal espíritu que pudiera presentarse.
Cuando el iglú estuvo terminado, el joven montaba guardia de noche desde el interior de su fortaleza. Equipado con el arco y las flechas que le había dado su abuela, esperó a que aparecieran los fantasmas. Su abuela y algunos otros viejos intentaron convencer al joven para que se fuese a la cama de noche. Tenían miedo de lo que pudiera pasarle si de verdad apareciera un fantasma.
-Te matará -le advirtieron.
El joven replicaba obstinadamente:
-No, no, no puede pasarme nada.
Era un error despreciar la sabiduría de los que eran más viejos que él, pero estaba tan obsesionado con sus ideas que nadie podía hacerle cambiar de opinión.
Una vez, ya bien entrada la noche, cuando hacía su guardia habitual, creyó ver que algo se movía fuera tras la ventana. Miró cuidadosamente, confiando en que al fin iba a poder ver un fantas-ma. Se estiró para mirar qué podía ser. Para sorpresa suya, no era un fantasma, sino una bellísima mujer joven vestida con pieles elegantes. Estaba de pie junto a la vivienda de su abuela.
El joven quedó fascinado por su belleza, y cuanto más la miraba, más se entusiasmaba con su hermosura. Quería tomarla por esposa. Rendido de emoción, el joven olvidó todo lo demás, incluyendo fantasmas y espíritus, arcos y flechas. Sin pensarlo más, y hasta sin ponerse nada caliente, salió del iglú y echó a correr hacia ella.
Al ver acercarse al joven, la mujer habló:
-Ven conmigo y vas a ser mi marido. Vamos a casa de mis padres. Mira allá y podrás ver la luz de nuestro iglú. Es la ventana de la casa de mi padre.
El joven miró y vio la ventana iluminada. Después de dar unos pasos, vaciló:
-No, no te voy a seguir. Me quedo aquí.
La muchacha insistió:
-¡Pero está tan cerca! Ven, y viviremos juntos como marido y mujer.
La belleza y la insistencia de la chica terminaron por vencer la resistencia del joven. La siguió en la noche hacia la brillante luz del iglú de su padre.
Durante mucho tiempo anduvieron juntos. El joven se volvía periódicamente para ver las luces de su poblado, que se iban alejando. Parecía como si cada vez se apartaran más y más de su casa, pero la de la chica no estaba más cerca.
El joven estaba empezando a cansarse del largo viaje. Su propio poblado ya había desaparecido de la vista y sólo los ánimos que le daba la chica le mantenían andando. Fue un gran alivio cuando por fin llegaron a casa de la chica. Dentro del iglú, los padres y los dos hermanos menores de la muchacha les dieron la bienvenida.
Al ver a esta gente junta, el joven cayó en la cuenta de lo que había sucedido. No eran personas corrientes, en absoluto. Eran fan-tasmas. Siempre había querido ver un fantasma y ahora había sido engañado por lo que creyó que sólo era una chica muy guapa. Pero no podía dar marcha atrás. El joven y la chica se convirtieron en marido y mujer.
Durante mucho tiempo vivieron juntos. Finalmente el joven terminó por aburrirse a falta de cosas interesantes y emocionantes que hacer. Sus cuñados salían de caza, pero, como él no tenía ni kayak ni armas, se quedaba en casa. Cuando los cazadores volvían con abundantes piezas, el joven se ponía celoso. Le era difícil reprimir lo que sentía. Acudió a su mujer y le dijo cuánto le gustaría ir de caza.
-Quizá tu padre, que no caza, podría prestarme un arco.
La chica fue a ver a su padre.
-A mi marido le gustaría que le prestases el arco para poder ir a cazar con mis hermanos.
El viejo no tuvo nada que objetar, de modo que el marido hizo planes para irse a los terrenos del caribú. Justo antes de que se marchara, el viejo le dio un consejo:
-No te separes de tus cuñados por ningún motivo. Si ves un caribú paciendo en la ladera de la montaña, ten cuidado de no perseguirlo.
El joven siguió este consejo e hizo varias expediciones de caza. Cada vez volvía al poblado con muchas piezas. Pero un día, mientras iba con sus dos compañeros, el joven dijo:
-He visto algo allí enfrente, en la ladera de la montaña. Debe ser un caribú.
Sus cuñados replicaron:
-No, ése no podemos cazarlo. Ése es el caribú que nuestro padre nos prohíbe cazar. Lo dejaremos en paz. Hay muchos otros.
Diciendo esto, los dos hermanos se fueron a cazar a otra parte. El joven era incapaz de quitarse de la cabeza la idea del caribú solitario.
-¿Por qué el viejo no quiere que vayamos detrás de él? -se pre-guntaba. Después de esto el joven se pasó días pensando en el caribú de la ladera de la montaña.
Un día, durante otra cacería, decidió ir detrás del caribú. Sus cuñados intentaron disuadirle, pero el joven se puso terco. Dejó a sus compañeros y se echó a andar solo. Mataría el caribú, este caribú tan misteriosamente protegido.
Acercándose a la montaña con precaución, el cazador acechó a su víctima. Se acercó todo lo que pudo y, luego, con puntería mortal, disparó la flecha. El caribú cayó. El joven empezó inmediatamente a desollar el animal.
No bien había empezado, una niebla comenzó a cerrarse en torno a él. Trabajando rápidamente, el cazador intentó terminar su tarea antes de que la niebla borrase por completo el sendero que conducía de vuelta al poblado. Cuando terminó, dejó el cadáver del caribú en el suelo, lo tapó con el contenido de su estómago para que ningún animal lo tocara, miró en torno para cercionarse del camino y se marchó a casa.
Por más que lo intentó, no fue capaz de encontrar el camino correcto. Nunca lograba avanzar más que una corta distancia antes de tropezar con un acantilado abrupto. Entonces deshacía sus pasos hacia el cadáver, se encaminaba en otra dirección y echaba a andar otra vez. Una y otra vez el acantilado se levantaba de la niebla impidiéndole el paso. Aún más, parecía que el muro de rocas se cerraba en torno a él. ¡Lo aplastarían!
Por suerte, el joven siempre llevaba con él un amuleto de gran poder mágico. Era un vestido de mangas muy cortas y estaba hecho de la piel de sus ancestros. Esta prenda se la ponía pegada al cuerpo. Dándose cuenta del gran peligro en que estaba, el joven apeló a los poderes mágicos del amuleto. Tiró de una manga y, medio quitándose la prenda, imploró:
-¡Abuela, estoy en gran peligro!
A esta llamada, el tiempo mejoró de repente. La niebla se levantó y el desamparado cazador pudo volver a casa.
Sus cuñados estaban preocupados por él. Querían saber qué había sucedido. Al principio el joven se resistía a decir nada. Pero sus cuñados no paraban de insistir y, por fin, les habló del caribú, de la niebla y de su petición de ayuda a su abuela. Pero no les dijo nada de la chaqueta mágica. Los cuñados no quedaron satisfechos. Le prohibieron al joven volver a salir de caza. Tendría que quedarse en casa mientras los hermanos cazaban.
Durante mucho tiempo el joven cazador se quedaba solo y lo único que podía hacer era mirar con envidia cómo sus cuñados iban en busca de más caza. También en esta ocasión sus celos le pudieron. Dijo a su mujer:
-Tu padre tiene un kayak y un arpón. Yo podría sacarles partido y seguir a los otros cuando van a cazar focas.
Su mujer accedió a preguntar a su padre.
-Mi marido quiere cazar focas. ¿Podrías prestarle el kayak y el arpón?
El padre no tenía nada en contra.
-Puedes usarlos -le dijo a su yerno.
-Mi kayak está a la orilla del río y el arpón está dentro. Pero, antes de irte a cazar, quiero decirte algo. Sólo debes cazar las focas de este lado de la isla. Las focas del otro lado son feroces. Cuando vayas, asegúrate de quedarte por el lado más cercano a tierra.
Los tres jóvenes cazadores escucharon el consejo del viejo y fueron juntos a cazar focas, recordando que no tenían que ir al otro lado de la isla. Durante muchos días estuvieron cazando de esta manera. Pero un día al marido se le ocurrió ir al otro lado de la isla. Se lo dijo a sus cuñados, pero éstos no querían saber nada de ello.
-No, no iremos allí; nuestro padre lo ha prohibido -replicaron.
El joven no se convenció tan fácilmente. Iría solo. Dejando a sus compañeros, remó hacia la zona prohibida. Cuando hubo llegado al otro lado e iba a explorar la costa, una bestia extraordinaria surgió de pronto de las profundidades del mar y nadó hacia el kayak del cazador.
El joven arrojó el arpón. El arma dio en el blanco y, en ese mismo instante, el joven perdió el conocimiento.
Cuando despertó no sabía dónde estaba. Se encontró en un campo de hielo desde el que no se veía ninguna tierra. Mirando alrededor, el cazador vio una gigantesca casa de nieve, tan grande como un iglú ritual. Fuera había un hombre que le hacía señas para que entrase. El joven entró. Dentro del iglú, de pie formando un círculo, había mucha gente. Tendida en el suelo estaba la foca mons-truosa que había arponeado. Todos le increpaban:
-Has matado a nuestra amiga -dijeron-. Saca el arpón de su cuer-po. Cuando lo hayas hecho, corta un trozo grande de carne. Lo vas a necesitar para comerlo en el largo viaje que te espera.
El joven siguió sus instrucciones y se preparó para un largo viaje.
Arrastrando el kayak por la tierra, el joven cazador viajó durante todos los meses del largo invierno. Llegó un momento en que el kayak se desgastó hasta tal punto que tuvo que desguazarlo. De las piezas que quedaron hizo un paquete, que el joven se puso a la espalda.
Cuando llegó la primavera este viaje interminable parecía no tener fin. Al llegar el tiempo más caliente, tuvo que enfrentarse a otros problemas. Por todas partes había charcos de agua. Incluso cuando llegó a tierra este problema continuó. La isla por la que andaba el cazador se cubrió de agua. Más aún, la profundidad del agua iba creciendo. Dándose cuenta de que corría un gran peligro, el joven tiró de la manga de su chaqueta mágica y exclamó:
-¡Abuela, estoy en gran peligro!
Inmediatamente tuvo lugar una gran transformación. El joven fue elevado a los aires y convertido en una golondrina marina y así pudo continuar viaje como un pájaro, bajando al agua para coger peces cuando tenia hambre.
El vuelo le llevó a la zona donde había vivido con su abuela hacía mucho tiempo. Ahora todo estaba en ruinas. Toda la gente se había ido. Su única esperanza era volver junto a su familia política, y así, usó el poder mágico de su vestido para transformarse otra vez en un hombre.
Al llegar al iglú de su familia, el joven fue abordado por sus parientes. Tenían curiosidad por su extraña desaparición y muchas preguntas que hacer. Al principio se negó a contestar. Le daba vergüenza reconocer que había ido al otro lado de la isla. Pero sus cuñados no le dejaban en paz. Desesperado, terminó por ceder:
-¡Está bien! Os lo diré todo, pero primero traedme un pequeño tazón de agua y ponedlo a mis pies.
Sentado en el borde de la cama con el tazón de agua delante de él, en el suelo, el joven procedió a contar toda la historia. No omitió ningún detalle, excepto uno. No mencionó su vestido mágico hecho de la piel de sus ancestros. Era su última protección.
El joven terminó su historia confesando que había querido volver al iglú de su abuela, pero que, al encontrarlo abandonado y en ruinas, no le había quedado más remedio que volver a casa de sus cuñados y de su suegro.
Su historia indignó a la familia, pero no bien hubo terminado su relato, el joven, con el vestido mágico en la mano, saltó de la cama y se tiró de cabeza al tazón de agua. Desapareció y se fue para siempre.

Fuente: Maurice Metayer

036 Anónimo (esquimal)



El águila y el cazador

Había una vez un hombre que nunca mataba por el placer de matar. Nunca hizo daño gratuitamente ni aun al animal más pequeño, ni siquiera a una araña. Pero un día, cuando un águila se posó cerca de él, tomó el arco y la mató con una flecha. Se llevó el ave a casa, le quitó la piel sin estropear las plumas y sin perder ni una pizca de plumón. Secó el águila y la colgó en la parad del iglú. Se comió toda la carne y quemó los pocos huesos que quedaron.
Un rato después, cuando salía del iglú, vio dos águilas posándose cerca. Cuando se disponía a dispararles, apartaron la cabeza dejando ver caras de hombre.
Una de ellas dijo:
-Nuestra madre nos ha mandado a buscarte. Te llevaremos por turno mi hermano y yo. Si una de nosotras quiere descansar, la otra te llevará. Cuando nuestra madre haya terminado de decirte lo que tiene que decir, te volveremos a traer aquí.
El hombre las siguió sin vacilar. Se acostó, se enroscó y una de las águilas lo envolvió con las plumas largas de la cola. De esta manera las águilas emprendieron el vuelo con el hombre, pasándole de una a otra durante el viaje. Mientras era transportado de esta manera, el hombre oía un ruido persistente, como de golpes regulares, que no cesaba, sino que se hacía más y más alto.
Su destino era un extraño país. Cuando llegaron, las águilas depositaron el hombre frente a un iglú. Dentro había una mujeráguila que los saludó con una sonrisa. Era la madre. Los latidos de su corazón eran muy fuertes. Éste era el sonido que el hombre había oído desde lejos.
La mujer habló al visitante:
-Te doy las gracias por lo que hiciste por mi hijo. No desper-diciaste ni su carne ni sus plumas. Conservaste su plumaje entero, lo secaste y lo pusiste al calor de tu iglú. Te doy las gracias otra vez y me gustaría hacer algo por ti. Mira, y llévate cualquier cosa que te guste.
El águila-mujer enseñó al hombre todos los tesoros que guardaba. Había toda clase de cosas. Todos los animales del mundo estaban colocados en estantes. El hombre miró, pero dudó en tomar nada, porque tenía miedo a la mujer, cuyo hijo había matado. La mujer insistió:
-Elige lo que quieras, y mis hijos lo llevarán a tu casa.
Cuando la mujer le enseñó los zorros blancos, el hombre vio que había muchos y aceptó el ofrecimiento. Entonces la mujer tomó algunos zorros, les cortó las orejas en trozos pequeños y las metió en una bolsa hecha de una membrana transparente. La mujer entregó la bolsa al hombre y les mandó a sus hijos que lo volvieran a llevar a su casa. Justo antes de marcharse, la mujer-águila le dio un consejo:
-Mis hijos te dejarán cerca de tu país, pero todavía tendrás que recorrer una pequeña distancia antes de llegar a tu iglú. Si tienes sed cuando vayas andando, ten mucho cuidado de mantener los ojos cerrados cuando te inclines a beber agua.
Los dos hermanos emprendieron el vuelo con el hombre y lo devolvieron a su país. Lo depositaron en un sitio a cierta distancia de su casa, que se podía recorrer fácilmente a pie. Tan pronto como se marcharon, el hombre echó a andar hacia el iglú, con la bolsa de membrana colgada del hombro. Conforme andaba, se iba cansando y tenía sed. Todo el tiempo había estado pensando en el consejo de la mujer-águila, pero, cuando se paró a beber, lo olvidó por completo. ¡Se inclinó sobre el agua con los ojos abiertos!
Reflejada en el agua vio cómo se hinchaba la bolsa que llevaba a su espalda, se agigantaba y luego reventaba. Los diminutos trozos de oreja cobraron vida, convirtiéndose en zorros blancos de verdad, que saltaron al suelo y echaron a correr.
El hombre continuó hacia el iglú ya con muy pocos zorros en la bolsa. Sólo con ayuda de sus vecinos fue capaz de coger algunos de los que se habían escapado.

Fuente: Maurice Metayer

036 Anónimo (esquimal)

Oro encantado

Un pobre campesino soñó tres noches seguidas que al pie de una mata situada a corta distancia de su casa, estaba enterrado un saco lleno de oro.
‑Es muy posible ‑pensó que mi sueño no sea verdadero, pero no me costará nada ir a cavar un poco por allí. Y si encuentro un tesoro, bien recompensado quedará mi tra­bajo.
A nadie comunicó sus intenciones, de igual modo como tampoco había referido su sueño. Al obscurecer del día siguiente, tomó una azada y se dirigió a la mata que viera en sueños. En cuanto hubo dado algunos azadonazos, tropezó con algo duro y ello le dió la esperanza de que había hecho un importante hallazgo.
En efecto, al poco rato puso al descubierto un saco lleno de lingotes de oro y de magníficas piedras preciosas. Contento a más no poder, se cargó el tesoro al hombro, aunque a causa del peso apenas podía andar y, mientras tanto, pensé en lo que haría con aquella riqueza.
Al llegar a la casa, se dirigió al establo y dejó el saco frente a las tres vacas que tenía, pues deseaba evitar la posibilidad de que algún vecino se enterase de lo ocurrido.
Anduvo acertado al tomar esta precaución, porque, al entrar en su casa, vió a dos desconocidos sentados ante el fuego y que, al parecer, no tenían ninguna prisa por marcharse. Aquellos viajeros hablaban muy bien inglés, pero, en cambio, desconocían el dialecto que usaban el campesino y su mujer. Por eso el primero pudo dirigirse a la segunda y en voz baja y seguro de no ser comprendido más que por ella, le dijo:
‑En el establo tengo un magnífico tesoro. Es un saco lleno de lingotes de oro y de piedras preciosas.
‑¡Oh, tráelo aquí! ‑contestó ella. ¡No sabes cuánto me gustaría ver eso!
‑No quiero que nadie se entere de mi hallazgo -replicó él. Espera a que se hayan marchado estos dos hombres. Entonces traeré el saco aquí.
En cuanto se hubieron marchado los dos viajeros, marido y mujer fueron a contemplar el saco y ambos se quedaron pasmados y sin saber lo que les pasaba.
‑¿Has escupido sobre el tesoro? ‑preguntó la mujer.
‑No ‑contestó él.
Entonces ella le demostró que había cometido una grave equivocación.
‑¿Cómo es posible? ‑preguntó sorprendido el marido.
‑Mi padre ‑le dijo la mujer ‑era muy entendido en esas cosas y con frecuencia le oí decir que esos tesoros suelen estar encantados y que si no se tornan las precauciones debidas pueden desaparecer por completo. En cambio, cuando el que hace el hallazgo tiene la precaución de escupir sobre el tesoro, no hay duda de que ya no sufre ninguna transformación.
‑Sería una verdadera lástima ‑replicó él que, después de haberlo traído aquí y de que tengo la espalda molida por el peso, desapareciese sin quedar nada. Por ahora no hay, afortunadamente, la menor señal de que el tesoro haya de desaparecer, sino que, por el contrario, pesa lo mismo que antes y estoy seguro de que hay aquí más de doscientas libras de oro y joyas.
Luego ambos se dirigieron al establo y pudieron observar que las tres vacas tiraban de sus ronzales como si quisieran huir.
‑No hay duda de que tienen miedo del contenido del saco ‑observó la mujer. El ganado tiene más sentido común de lo que parece y muchas veces ve cosas que los hombres no son capaces de descubrir.
‑Mira, no digas más tonterías acerca de las vacas -observó el marido. Fíjate en ese hermoso saco que está lleno a más no poder.
Pero cuando estuvieron a menor distancia de aquel saco, la mujer profirió un grito de miedo.
-¿Qué demonios has traído aquí? ‑preguntó al marido­. Estoy segura de que dentro del saco hay algo vivo. Ten la seguridad de que ahí no hay ningún tesoro.
‑¡Cállate, mujer! ‑exclamó el marido, enojado y aun temeroso a causa de las palabras de su esposa.
‑Pero ¿no ves que el saco está rodando por el suelo?­ -preguntó ella.
El marido se dio cuenta de que la mujer decía la verdad, pero, sin embargo, no quiso reconocerlo y menos aun dejarse asustar por sus palabras.
-Seguramente ‑dijo una rata se ha metido dentro del saco y ahora, como no puede salir, se revuelve de un lado a otro.
‑Tú abre el saco y, mientras tanto, yo rezaré pidiendo a Dios que nos proteja. Estoy segura de que ahí dentro hay algo muy raro y espantoso ‑dijo la mujer.
Mientras tanto, el marido se inclinó sobre el saco, lo levantó y lo apoyó en la pared. Y cuando se disponía a abrirlo, las vacas parecían estar muy asustadas, tirando de sus ronzales, mugiendo y pateando en su deseo de huir.
Cuando el hombre metió la mano en el saco, asomó la cabeza de una anguila enorme. Tenía los ojos del color de fuego y tan resplandecientes, que deslumbraban como si fuesen dos soles. El campesino dió un salto hacia atrás, yendo a parar casi a la puerta y allí se quedó inmóvil por el terror. Ella, por su parte, profirió un grito que habría podido oírse desde el pueblo vecino, pero no se movió de donde se hallaba, porque la habían abandonado las fuerzas.
La anguila, mientras tanto, salió del saco retorciéndose y empezó a arrastrarse por el suelo. Luego se retorció sobre si misma, de un modo espantoso, y su cuerpo, que sin duda alcanzaba la longitud de un metro treinta centímetros, parecía ser todavía mucho más largo. Luego levantó la cabeza y el cuello, balanceándose ligeramente de un lado a otro. Marido y mujer se hallaban al lado de la puerta, pero era tal su miedo, que ni siquiera pensaron en atravesarla. Con los ojos desorbitados contemplaban la anguila y pronto vieron cómo se encaramaba por un poste que habla en el centro de la cuadra, hasta tocar el tejado con la cabeza. Y entonces atravesó el tejado, se desvaneció o se ocultó en algún lugar. Los dos espectadores no pudieron darse cuenta de ello. Pero aquella anguila enorme y espantosa fué todo el tesoro que salió del saco, que el hombre desenterró y luego llevó a hombros hasta el establo. Así se desvaneció el tesoro.

035. Anónimo (escocia)

Manopla roja

Roberto Redgauntlet, o sea Roberto Manopla Roja, era un laird, es decir, un señor feudal escocés, que habla guerreado en el siglo XVII durante el reinado de Carlos II, cuyo favor conquistó por el apoyo que le diera antes de subir al trono. El laird Roberto era hombre cruel y violento, y cuando salía de su castillo, acompañado de su séquito y de sus perros, no había colina, valle ni gruta donde pudieran creerse seguros sus vasallos sus enemigos, pues a unos y a otros perseguía como si fuesen ciervos.
Por esta razón era odiado y temido, a la vez, en la comarca. Muchos aseguraban que había hecho pacto con el diablo y que era in­vulnerable hasta el punto de que las balas rebotaban en su cota de búfalo y que las armas blancas no podían penetrar en su cuerpo. A la yegua que montaba se le atribuían tales condiciones de resistencia y de ligereza, que, según se decía, aventajaba a las liebres a la carrera.
Así, pues, los mejores deseos que se expresaban con respecto a él eran que se lo llevasen los diablos. Solamente trataba bien a sus arrendadores y también a sus criados,
Entre los habitantes de la aldea que rodeaba el castillo, había un tal Steenie Steenson, famoso por su habilidad en tocar la gaita, de modo que cuantas veces se celebraba algún festín en el castillo era llamado allí para que amenizase la fiesta. Y en tales ocasiones era ya sabido que el laird Roberto no sabía prescindir de él.
El tal Steenie Steenson era hombre de alegre carácter, que ignoraba en absoluto el arte de economizar. Por esta causa se había retrasado en el pago de sus alquileres al laird, por lo menos en dos anualidades. Salió del paso con respecto a la primera, gracias a sus buenas palabras y tocando la gaita en algunos de los banquetes que diera su señor. Pero, al fin, el laird le advirtió que si no pagaba en un plazo corto las cantidades que debía, sería desposeído de la casa en que habitaba y tendria que marchar a otra parte.
Steenie comprendió que la cosa iba de veras y como no deseaba vivir en otro lugar, donde sería desconocido y no podria gozar del trato de sus amigos, empezó a buscar la manera de pagar su deuda. Algunos de sus amigos le hicieron pequeños préstamos y, entre todos, pudo reunir la suma conveniente, que ascendía a mil marcos.
Con el corazón alegre y libre ya de toda preocupación, Steenie se dirigió al castillo de Manopla Roja, cargado con una pesada talega y sin temer ya la cólera del laird. Al llegar al castillo, se enteró de que sir Roberto acababa de sufrir un ataque de gota, a causa de la irritación que le ocasionó el hecho de que Steenie no se hubiese presentado allí antes de las doce. Pero Dougal, que era el criado favorito del laird, opinaba que su irritación se debía no al dinero que el gaitero había de pagarle, sino porque a su amo le disgustaba no gozar de la compañía del buen Steenie.
Este fué llevado directamente al gran salón antiguo del castillo y allí vió al laird sentado en un sillón y con una de sus piernas muy bien envuelta en vendajes y apoyada en un taburete. A la espalda del señor vió también un mono bastante grande, que era su favorito y que estaba dotado de la mayor malignidad que se pudiera imaginar. A veces aquel animal iba por el castillo gritando como un loco y mordiendo a cuantos hallaba al paso. Sir Roberto le puso el nombre de Mayor Weir y lo cierto era que nadie en el castillo, a excepción del amo, tenia la menor simpatía por aquel bicho.
Steenie experimentó cierta inquietud al observar que la puerta se cerraba a su espalda y que se quedaba a solas con sir Roberto y Dougal MacCallum, que era el criado principal del señor y, ademas, el mono, cosa que nunca le había sucedido en cuantas ocasiones visitó el castillo.
Como ya se ha indicado, sir Roberto estaba sentado, aunque mejor podría decirse tendido en un sillón. Vestía una bata de terciopelo y uno de sus pies estaba apoyado en un taburete acolchado, En aquel momento el rostro del laird tenía satánica expresión. El mono, sentado frente a él, lucía una chaquetilla roja y se había cubierto la cabeza con la peluca del laird, cuyas muecas de dolor remedaba malignamente.
En la pared estaba colgada la cota de búfalo del señor del castillo y sobre una mesa, a su alcance, veíase la espada de sir Roberto y sus pistolas, pues conservaba la antigua costumbre de tener las armas siempre pre­paradas y un caballo ensillado de día y de noche.
Sobre la mesa vió Stecnie un libro registro, con cierres de cobre y entre dos hojas de él había una señal para indicar donde estaba su cuenta.
Sir Roberto dirigió a su arrendatario una mirada penetrante y, arrugando el ceño, le preguntó:
‑¿Vienes, acaso, con las manos vacías, hijo de Belcebú? Si es así, ¡vive Dios que va a pesarte!
Pero Steenie no se asustó. Dió un paso hacia adelante, puso sobre la mesa la talega que contenla el dinero y el laird, al verlo, preguntó:
‑¿Está ahí toda la suma que me debes, Steenie?
‑Su señoria podrá convencerse de que está completa.
‑Dougal ‑dijo el laird‑, dad a Steenie una copa de aguardiente, mientras yo cuento el dinero y extiendo el recibo.
Pero apenas habían salido los dos hombres de la habitación, cuando sir Roberto profirió un grito espantoso, que se pudo oír en todo el castillo. Dougal retrocedió presuroso, seguido de otros criados y encontraron a su señor gritando como un loco.
Steenie, muy apurado, no sabía si continuar donde estaba o salir, pero, al fin, se aventuró a volver al salón, donde pudo entrar sin que nadie advirtiese su presencia. El laird aullaba como una fiera, pidiendo agua fria para su pie y vino para recobrar el ánimo. Y su boca vomitaba toda suerte de maldiciones.
Un criado acudió con un cubo de agua, donde metieron el pie del enfermo, pero ésto apenas sintió la frescura del liquido, empezó a gritar diciendo que se abrasaba, cosa que quizá era cierta, pues algunos aseguraron luego que el agua del cubo empezó a hervir como si estuviera al fuego. Sir Roberto, víctima de dolor espantoso, arrojó la copa de vino a la cabeza de Dougal, diciendo que, le había dado sangre, en vez de vino de Borgoña y lo cierto fue, también, que, al día si­guiente, se encontraron algunos coágulos de sangre en la alfombra.
En aquella escena terrible el mono gritaba, a su vez, como un condenado y cualquiera hubiese podido creer que se burlaba de sir Roberto.
Asustado, Steenie olvidó el dinero y el recibo y echó a correr escaleras abajo, pero a medida que se alejaba, oyó cómo los gritos del laird se debilitaban por momentos, para terminar, al fin, en un gemido tembloroso. Y a los pocos instantes circuló por el castillo la noticia de que el laird había muerto.
Una vez le hubo pasado la impresión que le produjera aquella escena, Steenie se alejó confiado en que Dougal había presenciado como dejó sobre la mesa la talega llena de monedas de plata y que también su señor había oído a hablar del recibo.
Dos días más tarde llegó a Edimburgo sir John hijo de sir Roberto a fin de hacerse cargo de la herencia y poner orden en los negocios y asuntos de su difunto padre. Nunca estuvo en buena armonía con él, a causa del mal carácter del laird, Por eso, cuando aun era muy joven, se dirigió a Edimburgo y estudió la carrera de leyes.
Dougal MacCallum, después de la muerte de su amo, se dejó invadir por una tristeza espantosa y empezó a recorrer el castillo como una sombra, aunque sin olvidar para nada sus deberes y sin dejar de dirigir el servicio de sus subordinados.

A la noche siguiente de la muerte de su amo, Dougal se debilitó en extremo, Mas, a pesar de todo, fué el último en acostarse. Su dormitorio estaba situado frente al de su amo, que allí yacía de cuerpo presente.
A media noche y cuando la casa estaba silenciosa, se oyó el sonido del silbato que en vida utilizaba sir Roberto para llamar a Dougal. Este, sin recordar en aquel momento el hecho de que su amo estaba muerto y obedeciendo tan sólo a la costumbre, se dirigió al dormitorio de su amo. Una vez allí vió al mono que se había sentado sobre el ataúd de sir Roberto y tal impresión le produjo el espectáculo, que cayó allí mismo inanimado. Y cuando, a la mañana siguiente, lo encontraron los criados de la casa, observaron que había exhalado el último suspiro.
A partir de entonces y durante varios días, los criados del castillo creyeron oír en la parte superior del edificio el sonido del silbato de sir Roberto, cosa que despertó la superstición de todos. Pero sir John, al enterarse del caso, prohibió que se hablase de él.
El entierro se celebró con la mayor sencillez posible en aquel caso. Y luego la vida en el castillo tomó el ritmo que le impuso su nuevo propietario.
El cual, dispuesto a enterarse del estado de la hacienda, llamó a todos los arrendatarios y les exigió el pago de sus atrasos. Y cuando Steenie acudió a presencia del nuevo señor, éste le conminó a pagar la cantidad por la cual aparecía en descubierto en el registro. Steenie le refirió la historia de lo ocurrido y el joven señor, por todo comentario replicó:
‑Siendo así, supongo que mi padre os dió el recibo de esta cantidad y que, por consiguiente, Podréis mostrármelo.
‑Lo cierto es -contestó Steenie -que no tuve tiempo de recogerlo, porque en cuanto hube dejado sobre la mesita la talega que contenía el dinero, vuestro padre, el laird, se vió acometido de terribles dolores y ya no tuvo ocasión de extender el documento.
‑Realmente ‑contestó sir John -es un caso extraordinario. Pero, en fin, confío en que, al menos, pagasteis en presencia de algún testigo. Yo sólo pido una prueba, por ligera que sea, pues no quiero mostrarme riguroso ni exigente con un hombre pobre.
‑En aquel momento -contestó Steenie -hallábase en compañía del laird su criado favorito, Dougal MacCallum, pero ya sabéis que el pobre hombre ha muerto,
‑Realmente, no estáis de suerte, amigo Steenie -­contestó sir John‑. No podéis presentarme ningún testigo de vuestro pago. ¿Cómo puedo creerlo?
‑Sólo puedo decir ‑replicó Steenie ‑que tengo nota de las monedas que había en la talega. Por cierto que ese dinero me ha sido prestado por varios amigos y todos ellos podrán jurar la verdad de lo que digo.
‑Yo no dudo ‑contestó sir John ‑que hayáis pedido prestado ese dinero, pero necesito alquna prueba de que hicisteis el pago a mi padre.
En vista de eso, sir John llamó a todos los criados de la casa, y les preguntó si estaban enterados del pago que Steenie aseguraba haber llevado a cabo. Pero todos contestaron negativamente, porque ninguno de ellos estaba enterado del caso.
La situación era, pues muy desagradable para Steenie y no sabía cómo salir de ella, de modo que, tras de despedirse con temblorosas palabras, de su señor, salió del castillo en extremo preocupado y triste, porque no hallaba el remedio de aquella situación tan molesta.
La noche era obscura. Steenie montó en su caballo, pero estaba tan disgustado y tris­te, que dejó al animal en libertad de tomar el camino que quisiera.
Cuando apenas había recorrido cosa de quinientos metros, el animal, fatigado o hambriento, dió tales señales de debilidad, que su jinete dudó de que pudiera sostenerlo en la silla. Y en aquel preciso instante, se presentó un jinete que parecía haber surgido de la tierra.
‑Muy debilitado está ese caballo, amigo ‑dijo el desconocido‑. Pero, si queréis, os lo compraré.
Mientras decía estas palabras, tocó el cuello del animal con el mango de su fusta y el caballo pareció recobrar milagrosamente su vigor.
‑Aunque de momento se haya reanimado ‑observó el desconocido‑ pronto volverá a perder las fuerzas.
Steenie apenas prestó atención a estas palabras y, espoleando su caballo, dio las buenas noches y trató de pasar de largo.
Pero el desconocido estaba, sin duda, deseoso de continuar la conversación, porque, siguiendo de cerca a Steenie, le dirigió nuevamente la palabra.
‑Decidme, de una vez, qué se os ofrece -replicó este último, dirigiéndose al desconocido‑. Si sois un ladrón, debo advertiros que no llevo conmigo ni una sola moneda. Y sí sois una buena persona que quiere compañía, sabed que no tengo humor de hablar. Y sí necesitarais un guía por desconocer el camino, yo me encuentro en el mismo caso.
‑Decidme cuáles son los motivos de vuestra preocupación, porque tal vez pueda consolaros y aun ayudaros ‑dijo el otro.
Steenie que, realmente, deseaba desahogar su pena, contán-dosela a otro, refirió al desconocido la historia de lo que le habla sucedido.
‑Mal asunto es ése ‑observó aquel jinete‑. Pero creo qué podré ayudaros.
-Si pudierais prestarme esa suma, caballero, concediéndome un largo plazo para su devolución ‑dijo Steenie‑, quizá consiguiera salir de la situación en que me hallo.
‑Yo podría prestaros esa cantidad ‑contestó el otro‑, pero tal vez no aceptarais mis condiciones. Sin embargo, puedo deciros una cosa interesante y es que vuestro laird está inquieto en su tumba por las maldiciones que le dirigís. Y sé, también, que si tuvieseis el valor necesario para ir a verlo, os daría el recibo que es falta.
Erizáronse los cabellos de Steenie al oír tal proposición. Pero en seguida creyó que el desconocido le hablaba en broma o que, tal vez, quería asustarlo un poco, antes de prestarle aquella cantidad.
Sonrió el desconocido y ambos continuaron el camino a través del bosque. De repente, el caballo de Steenie se detuvo a la puerta de un castillo y si el jinete no supiera que el del laird Roberto se hallaba a diez millas de distancia, hubiese jurado que era el mismo.
Los dos jinetes penetraron en el patio interior y Steenie observó que la fachada prin­cipal aparecia con las ventanas iluminadas; había algunos individuos que tocaban instrumentos músicos, de cuerda, y otros bailaban como era costumbre ver en algunos días señalados en el castillo de sir Roberto.
Apeáronse Steenie y su compañero y el primero arrendó su caballo a una anilla que le pareció la misma utilizada por él aquella mañana.
‑¡Dios mio! ‑murmuró para sí‑. ¿No habrá sido un sueño la muerte de sir Roberto?
Siguiendo las indicaciones de su compañero, Steenie llamó a la puerta, que abrió casi en el acto su conocido Dougal MacCallum.
‑¡Hola, gaitero Steenie! ¿Otra vez por aquí? Sir Roberto ha preguntado muchas ve­ces por vos.
Steenie creyó soñar. Volvió los ojos en busca de su compañero, pero observó que había desaparecido. Por fin hizo un esfuerzo y contestó:
‑iAh, Dougal! ¿Estáis vivo? Yo me figuraba que habíais muerto.
‑No os ocupéis de mí, sino de vos mismo ‑contestó Dougal‑. Y ahora voy a aconsejaros una cosa: no habléis a nadie de los demás. Limitaos a pedir el recibo que necesitáis.
Dichas estas palabras, Dougal condujo a Steenie a través de varios salones, y a lo largo de algunos corredores, hasta llegar, por fin, a la sala con arrimaderos de roble, donde se oían escandalosas canciones, improperios, choque de vasos y animadas conversaciones, como en los buenos tiempos de sir Roberto.
Este último estaba sentado en la sala, entre sus amigachos y, al ver a Steenie, con voz de trueno le ordenó que se acercara. El laird tenía las piernas apoyadas en una banqueta y muy bien envueltas con trapos de franela. A su lado se veían las pistolas y, apoyada en la silla, su gran espada, es decir, que todos aquellos detalles eran los acostumbrados. A su lado se hallaba, también, el almohadón destinado al mono, pero aquel maligno bicho no estaba allí.
‑¿No ha venido aún el Mayor? ‑preguntó sir Roberto al observar que se acercaba Steenie.
-El mono estará aquí antes de amanecer- contestó uno de los comensales.
Al aproximarse Steenie, sir Roberto o su fantasma gritó:
-¡Vamos, gaitero! ¿Has arreglado ya el asunto del pago del alquiler?
Steenie, haciendo un esfuerzo por contestar, replicó:
-El laird John no quiere dar por terminado el asunto, sin ver antes el recibo de Vuestra Señoría.
‑Pues te lo daré ‑contestó sir Roberto ‑siempre y cuando, antes, toques un poco la gaita.
-No la he traído conmigo -contestó Steenie.
-Tú, MacCallum, hijo de Satanás ‑gritó sir Roberto‑­. Trae la gaita que tengo guardada para Steenie.
El criado obedeció y, a los pocos momentos, regresó con la gaita, que ofreció a Steenie. Este observó que el instrumento era de acero y que estaba al rojo blanco, de modo que se abstuvo de tocarlo siquiera y se excusó diciendo que estaba muy fatigado y no podría siquiera hinchar de aire el odre de la gaita.
‑Bien, como quieras ‑contestó sir Roberto‑. Y ahora acércate. Come y bebe cuanto quieras, porque aquí apenas hacemos otra cosa. Además, no conviene hablar con el estómago vacío.
Pero Steenie, que no se fiaba de las amables invitaciones de su señor, se guardó muy bien de aceptar. Contestó que no había ido alli para comer ni beber y menos para tocar la gaita, sino con el único objeto de averiguar donde estaba el dinero que había pagado y obtener el recibo que acreditase la entrega de aquella suma.
Luego, Steenie, animándose hasta un punto que a él misrno le asombró, atrevióse a dirigir cargos a sir Roberto, por no haber cumplido con su deber y aun le aseguró que no gozaría de paz ni reposo mientras no aliviase su conciencia.
El fantasma sonrió rechinando los dientes, y luego, sacando una cartera de su bolsillo, extrajo de ella el recibo que entregó a Steenie.
‑Ahi tienes el documento que pides ‑dijo‑. En cuanto al dinero, mi hijo puede buscarlo, si quiere, en la Cuna del Gato.
Steenie dio las gracias y se disponía a retirarse, cuando sir Roberto le gritó:
‑¡Espera, idiota! Aun no he terminado contigo. Aqui no se da nada sin la justa correspondencia. Es preciso que dentro de un año, a contar del día de hoy, vuelvas para ofrecer tus respetos a tu amo, en agradecimiento de la protección que te dispenso.
‑Cumpliré con la voluntad de Dios y no con la vuestra ‑se atrevió a contestar entonces Steenie.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando desapareció todo y se vio sumido en la obscuridad. Luego sufrió una sacudida y se cayó al suelo sin sentido.
Al recobrarlo, no habría podido decir dónde se hallaba, ni cuanto tiempo llevaba allí. Pudo ver que estaba en el cementerio contiguo a una iglesia y ante la puerta del panteón de la familia de Manopla Roja, fácil de reconocer, gracias al escudo de sir Roberto esculpido sobre el dintel de la puerta. Una espesa niebla le ocultaba casi todo cuanto lo rodeaba, pero pudo ver que su caballo pacía tranquilamente la hierba, al lado de las dos vacas del cura.
Tentado estuvo de creer que todo aquello había sido un sueño, pero pronto se convenció de lo contrario, pues tenía en la mano su recibo escrito y firmado de puño y letra de sir Roberto, aunque las últimas letras de la firma estaban algo borrosas, como trazadas por un hombre a quien, de repente, le hubiese atacado un dolor repentino.
Con el ánimo perturbado, Steenie se alejó de aquel lugar y se dirigió al castillo de Manopla roja, donde, no sin hallar algunas dificultades, fué recibido por el joven laird.
‑¿Otra vez aquí? ‑preguntó sir John con acento de enojo-. ¿Traéis el dinero?
‑No, señor. Lo que traigo, contestó Steenie ‑es el recibo de sir Roberto.
‑¡Voto al diablo! ‑exclamó el joven laird?‑. ¿Cómo se entiende eso? ¿El recibo de mi padre? ¿No me dijisteis que no os lo había dado?
‑Tal vez Vuestra Señoria me hará el favor de ver si este documento está al corriente. Sir John leyó aquel papel, con la mayor atención y, por último, se fijó en la fecha, detalle que había pasado por alto a Steenie.
"En el lugar de mi destino" ‑leyó‑ “el 25 de noviembre del año...”
‑¿Cómo? ‑exclamó sir John‑. Eso fué ayer. ¡Tunante! Para obtener ese recibo, habría sido necesario ir al infierno.
Solamente sé que me lo entregó vuestro señor padre­ -contestó Steenie ‑e ignoro si se halla en el cielo o en el infierno.
‑Pues voy a denunciaros al Consejo Privado, como estafador ‑replicó el joven laird ‑y luego os enviaré al infierno, para que os reunáis con vuestro amo.
‑Yo mismo me denunciaré al Presbiterio ‑contestó Steenie ‑para dar cuenta de lo que vi anoche, porque allí podrán juzgar el asunto mucho mejor que un ignorante como soy yo.
Sir John se quedó pensativo. Al parecer, se había serenado un tanto. Luego quiso conocer detalladamente la aventura de Steenie y éste se la refirió punto por punto,
‑Esa historia ‑dijo, al fin, el joven laird, ‑interesa al honor de muchas nobles familias, aparte de la mia, lo cual es, para vos, un peligro tan grave, que lo menos que puede sucederos es que os taladren la lengua con un hierro al rojo. Sin embargo, cuanto acabáis de contarme podría ser cierto y si encontrásemos el dinero, no sabré qué pensar acerca del particular. ¿Dónde está esa Cuna del Gato? Ignoro por completo dónde puede hallarse.
Steenie aconsejó preguntar a alguno de los viejos servidores del castillo y el laird llamó al más viejo de ellos, para índagar el asunto. El criado contestó que había en el castillo una torrecilla ruinosa, adonde nadie iba hacía largo tiempo y que se llamaba la Cuna del Gato. Añadió que sólo era posible entrar por la parte exterior, puesto que la escalera que conducía allí estaba derruida desde muchos años atrás.
Sir John decidió ir inmediatamente allá. Tomó una pistola, le dirigió al lugar indicado y ordenó a sus criados que aplicaran una escalera de mano a la torrecilla.
Sin vacilar un instante, subió por la escalera penetró en la torre y, al hacerlo, algo saltó hacia él, rozándole el rostro. Sir John disparó su pistola y Steenie y el criado que subían tarabién por la escalera de mano, oyeron un grito.
Un momento después el joven laird arrojó al exterior el cadaver del mono. Luego se asomó y dijo a Steenie que acababa de descubrir la talega llena de monedas de plata.
Encontráronse también en aquel lugar muchas cosas que sucesivamente, se habían echado de menos. Luego sir John bajó y volviendo con Steenie al comedor, le ofreció excusas por el trato de que le había hecho objeto.
-Y ahora, Steenie –añadio el joven laird– aunque nuestra visión favorece, en cierto modo, el buen nombre de mi padre, conmo hombre honrado, puesto que aún después de su muerte ha querido hacer hacer justicia a un pobre como vos, conviene que guardéis silencio acerca de ello. En cuanto a ese recibo, me parece un documento muy extraño y creo que sería mejor arrojarlo al fuego.
‑Desde luego será extraño ‑contestó Steenie‑, pero justifica el pago de mis alquileres.
Sir John extendió inmediatamente otro recibo y, además, ofreció a Steenie rebajarle el precio del alquiler, a cambio de su silencio.
‑No hablaré con nadie de este asunto -contestó Steenie­, a excepción de que deseo confesarme con un sacerdote, pues no me gusta que vuestro padre me ordenara acudir nuevamente a su presencia dentro de un año.
‑Si tanto os inquieta eso, hablad con nuestro párroco­ -contestó sir John‑. Es una excelente: persona, que se interesa por el honor de nuestra familia y es posible que encuentre una solución.
Pronunciadas estas palabras, sir John arrojó el recibo al fuego, pero, por más que hizo, el papel no se quemó, sino que voló le­jos de la chimenea, dejando en su camino un rastro de chispas y produciendo un leve sil­bido.
Steenie se dirigió a casa del párroco y le refirió la historia de lo que había sucedido o de lo que creyó ver y oír. El sacerdote, después de escucharlo atentamente, le dijo que si bien Steenie se había comprometido en un asunto muy peligroso, como rehusó el ofrecimiento del diablo con respecto a comer y beber, y se llegó, además a rendirle homena­je, era evidente que Satanás no podría aprovecharse de lo ocurrido ni obligarlo a cosa alguna. Steenie resolvió no volver a tocar la gaita y no probar el aguardiente hasta que hubiese transcurrido el año, pero luego, si bien ya no bebió más, se dedicó, de nuevo, a tocar su instrumento favorito.
Sir John y su arrendatario fueron, desde entonces, muy buenos amigos y Steenie no tuvo de él ninguna queja y siempre le manifestó su agra-decimiento por el trato de que lo hacía objeto.

035. Anónimo (escocia)