Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

El laúd maravilloso

La torre de las Infantas, residencia en otro tiem­po de las tres encantadoras princesas moras Zay­da, Zorayda y Zorahayda, estaba abandonada. Este abandono obedecía a que nadie se atrevía a habitarla, ya que, según se decía, la sombra de la joven Zorahayda, que murió en ella, se aparecía a la luz de la luna, junto a la fuente de la sala, tocan­do su laúd maravilloso.
Pero llegó un buen día en que una señora llama­da Fredegunda se fue a vivir a ella con su sobrina Jacinta, muchacha huérfana y muy bella, a la que se llamó «la Rosa de la Alhambra». Su tía no le per-mitía salir jamás de aquella torre y en ella se consumía su juventud.
Cierto día que paseaba por la Alhambra Ruiz de Alarcón, el paje favorito de los Reyes, con el hal­cón preferido de la Reina, advirtió que el ave de presa, al ver un pájaro sobre un árbol, se lanzó en su persecución. El joven siguió al pájaro en su vuelo, hasta que lo vio posarse en la alta torre de las Infantas. Creyéndola deshabitada, se dirigió hacia ella e intentó buscar alguna portezuela por donde poder entrar. Cuando lo estaba intentando, vio aparecer por una ventana un hermoso rostro de una muchacha, que desapareció en seguida. Esperó, para ver si podía verlo de nuevo, pero fue en vano; entonces se decidió a llamar a la puerta. Al poco tiempo apareció aquel rostro encantador en la ventana.
-¿Qué deseáis? -dijo.
-Quisiera subir a la torre para coger mi halcón, que está posado en lo más alto -contestó el paje.
-Perdonad, señor, que no os abra la puerta; mi tía me lo tiene prohibido.
Pero ante los ruegos del bello paje, la muchacha aceptó. Si sólo el rostro de la muchacha le había cautivado, al contemplarla ahora con su corpiño andaluz y su graciosa basquiña, quedó enamorado de ella. La joven, turbada ante su presencia, dejó caer el ovillo de seda que estaba devanando, el cual se apresuró a cogerlo galantemente el paje, y ofre­cióselo de rodillas. Estaban absortos uno y otro, cuando se oyó ruido fuera.
-Es mi tía, que vuelve de misa -gritó la mucha­cha-. Señor, os ruego que os marchéis.
El paje aseguró que no lo haría sin llevarse la rosa que llevaba ella prendida en su cabello. La muchacha se la dio, y él la cubrió de besos. Des­pués, poniéndose su bonete, se deslizó por el jardín, llevándose el corazón de Jacinta.
A los pocos días volvió el paje a la torre; la corte se ausentaba de Granada y venía a despedirse de su amada.
Jacinta se quedó en el mayor desconsuelo y no pudo disimular su pena, acabando por confesar a su tía su pasión por el paje.
Gran indignación se apoderó de la tía cuando supo que, a pesar de toda su vigilancia, se había entablado aquella tierna correspondencia entre los dos jóvenes.
Mientras así pensaba la pobre anciana, la sobri­na no olvidaba ni por un instante los juramentos de amor y fidelidad que le había hecho su amante.
Pasaron días, semanas y meses, y nada se volvió a saber del doncel de la Reina. Pasó el tiempo, y el paje no volvía.
La infeliz joven estaba pálida y melancólica; abandonó sus ocupaciones y entretenimientos. Sus madejas de seda se quedaron sin devanar. Su gui­tarra, muda. Sus flores, descuidadas. Ya no escu­chaba los trinos de los pájaros, y sus ojos, antes alegres y brillantes, se marchitaban llorando en secreto. Si hubiera de buscarse un lugar apropiado para alimentar la pasión de una triste doncella abandonada, no sería posible encontrar otro más adecuado que la Alhambra, donde todo parece evo­car tiernos y románticos ensueños. La Alham-bra es un paraíso de los enamorados.
-¡Ay, inexperta niña! -le decía, severa y casta, Fredegunda, cuando sorpren-día a su sobrina en los momentos de aflicción-. Ten la seguridad de que aunque ese joven se hubiera propuesto serte fiel, su padre, uno de los nobles más orgullosos de la corte, le prohibiría terminantemente su unión con una joven humilde y desheredada como tú. Toma, pues, una resolución enérgica y desecha de tu imagina­ción esas locas esperanzas.
Las palabras de Fredegunda sólo servían para acrecentar la melancolía de su sobrina; por lo que la infeliz criatura tomó el partido de entregarse a solas a su dolor. Cierta noche de verano, y a hora avanzada, después que la tía se retiró a descansar, quedóse la sobrina en el saloncito de la torre, junto a la fuente de alabastro, donde el desleal amante se había arrodillado a besarle la mano por vez pri­mera y le había jurado su amor. El corazón de la apenada doncella oprimíase con tan tristes recuer­dos y sus lágrimas caían abundantes en la fuente. Poco a poco comenzó a agitarse el agua y a bullir y formar burbujas, hasta que apareció ante sus ojos una hermosísima figura de mujer ricamente atavia­da con traje morisco.
Jacinta se asustó de tal manera que huyó del salón y no se atrevió a volver a él. A la mañana siguiente contó cuanto había visto a su tía; pero la buena señora lo creyó todo quimera de su imagina­ción, o que se habría dormido y lo habría soñado junto a la maravillosa fuente.
-Habrás estado meditando en la historia de las tres princesas moras que habitaron en otros tiem­pos esta torre -añadió-, y esto te habrá hecho soñar con ellas.
-¿Qué historia es ésa, tía? No la conozco.
-¿No has oído hablar nunca de las tres bellas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, encerra­das por su padre en esta misma torre y que se fugaron con tres caballeros cristianos, aunque a la menor le faltó valor para seguirlas y fue la que, según cuentan, murió en esta misma torre?
-Ahora recuerdo haber oído esa historia -dijo Jacinta-, y muchas veces he llorado por la desven­tura de la infortunada Zarahayda.
-Hacías muy bien en dolerte de su desventura -continuó la tía-, pues el amante de Zorahayda fue uno de tus antepasados. Por largo tiempo lloró a su adorada princesa mora; pero el tiempo mitigó su dolor, y se casó con una noble dama española, de la cual tú eres descendiente.
Cerca de medianoche, cuando todo estaba en silencio, se fue Jacinta a colocar junto a la fuente del saloncito. No bien la campana de la lejana torre de la Vela anunció la hora de las doce, cuando la fuente se agitó de nuevo y empezó a bullir el agua hasta que apareció la extraña visión. Era joven y hermosa; sus vestiduras estaban adornadas de riquísimas joyas y llevaba en la mano un laúd. Jacinta quedó trémula y a punto de perder el senti­do; pero se tranquilizó al oír la dulce voz de la aparecida y al ver la cariñosa expresión de su melancólico y pálido rostro.
-¡Hija de los mortales! -le dijo- ¿Qué te aque­ja? ¿Por qué enturbia tu llanto el agua de mi fuen­te? ¿Por qué interrumpen tus suspiros y tus quejas el silencio de la noche?
-Lloro la ingratitud de los hombres y me quejo de mi triste soledad y abandono.
-¡Consuélate, hija mía! Tus penas pueden con­cluir. Mira en mí una princesa mora que, como tú, fue muy desdichada en amores. Un caballero cris­tiano antecesor tuyo cautivó mi corazón y hubiéra­me llevado a su país natal y al seno de tu Iglesia. Me habría convertido de todo corazón; pero me faltó valor que igualase a mi fe, y vacilé en el momento supremo, por lo que el espíritu del mal se apoderó de mi, y en esta torre estoy encantada has­ta que un alma cristiana quiera romper el mágico hechizo. ¿Quieres tú acometer esta empresa?
-¡Ay, sí, sí quiero! -contestó la joven, conmo­vida.
-Pues acércate y nada temas; mete tu mano en la fuente, rocíame con agua y bautízame según el rito de tu religión. Así concluirá el encantamiento y mi alma en pena alcanzará el descanso.
La tímida doncella se aproximó con paso vacilante, introdujo la mano en la fuente y, cogien­do un poco de agua, verificó la aspersión sobre el pálido rostro de la triste aparecida. Sonrió con ine­fable benignidad la bella visión, y dejando caer su laúd a los pies de Jacinta, cruzó sus blancos brazos sobre el pecho y se desvaneció, convirtiéndose en lluvia de gotas de rocío que caían sobre la fuente.
Jacinta se retiró del salón con cierto terror mez­clado de asombro. Dificilmente pudo conciliar el sueño aquella noche, y cuando se despertó, bajó al saloncito y vio confirmada la realidad de la apari­ción, pues al borde de la fuente encontró el laúd de plata.
Apresuróse a buscar a su tía y le contó lo que había ocurrido. La virtud del maravilloso laúd se hizo cada día más famosa. Jacinta pasaba el tiem­po tocando el laúd, y cuantos transitaban por el pie de la torre se detenían encantados, sin atraverse a respirar, como arrobados.
La fama de este prodigio cundió por todas par­tes. Los habitantes de Granada subían a la Alham­bra para oír siquiera algunas notas de la música sobrenatural, que, aunque débilmente, se percibía en los contornos de la torre de las Infantas.
La encantadora joven salió al fin de su retiro, pues los ricos y poderosos del país se disputaban a porfía el oírla y colmarla de distinciones.
Mientras que Andalucía se hallaba poseída de aquella vehemente pasión musical, otros vientos corrían en la corte de España, pues al Rey le daba por guardar cama semanas enteras, quejándose de dolencias imaginarias.
No se encontró otro remedio más eficaz para calmar las melancolías del augusto Monarca que el poder de la música.
En la época a que se refiere nuestro relato había­se apoderado del Rey una monomanía más rara aún que las anteriores: el rey se obstinó en que se le hicieran en vida las exequias fúnebres.
Encerrados se hallaban en este insoluble dilema, cuando llegó a la corte el renombre de la tocadora de laúd, que estaba causando la admiración de toda Andalucía, e inmediatamente despachó la Reina emisarios para que la trajeran a la corte.
Impaciente por hacer la prueba, la llevó a la habitación del Monarca. Las ventanas se hallaban cerradas. La oscuridad lo invadía todo, excepto los lúgubres resplandores de los cirios que rodeaban el catafalco, donde el Monarca se hallaba tendido, ensayando su última postura.
Jacinta fue introducida por la Reina en la cá­mara y le hizo tomar asiento. Enseguida la mucha­cha comenzó a tocar el laúd y todos se quedaron maravillados al oír su melodía. El Monarca levantó la cabeza y miró a su alrededor; sentóse en su fére­tro y sus ojos empezaron a animarse.
El triunfo del mágico laúd fue completo; el demonio de la melancolía fue arrojado del cuerpo del Rey.
Se abrieron las ventanas de la habitación y todos los ojos buscaron a la hermosa cantora. El paje Ruiz de Alarcón se echó a sus pies y la presentó a la corte como su prometida, y pronto se celebraron con gran ostentación las bodas de esta feliz pareja.
Aquel maravilloso laúd estuvo algún tiempo en poder de la familia; pero luego se cree que pasó a Italia, y allí, ignorando su valor, fundieron la plata y utilizaron sus cuerdas para un viejo violín de Cre­mona, las cuales han conservado siempre su mara­villosa virtud.

099. Anónimo (andalucia)

El hombre, el tigre y la luna (1)

El hombre fue al río a buscar agua en una calabaza. Cuando regresó a su casa, se encontró con el tigre que había penetrado y estaba allí dentro, sentado en el suelo.
El hombre, pensando defenderse, dio un salto hacia el sitio en que guardaba sus armas para coger la flecha.
El tigre se puso a reír y dijo:
  No soy tonto, Pemón. Sé que debes tu poder a las armas que posees, por eso te las he destruido.
El hombre vio entonces que el tigre estaba sentado sobre los restos de sus flechas y sus hachas destrozadas.
-He venido -siguió diciendo el tigre  a demos­trarte que soy más poderoso que tú.
El animal se puso en pie y salió afuera, conduciendo al hombre hasta un matorral cer­cano. Allí se escondieron.
Al cabo de un rato, escu­charon aletazos y vieron un paují[1] que vino volando y se posó en lo alto de un árbol.
El tigre se trepó al árbol silenciosamente; cogió al pau­jí por el pescuezo y regresó junto al hombre.
  ¿Eres capaz de hacer eso? -le preguntó.
-Sin flechas, o sin cer­batanas, no puedo hacerlo -contestó el hombre.
Siguieron escondidos. Al poco tiempo, vieron moverse el monte y escucharon un rui­do de pisadas. Una danta[2] apa­reció, caminando en línea rec­ta hacia ellos.
El tigre dio un gran sal­to y cayó sobre la danta. De un solo zarpazo la dejó y lue­go la arrastró hacia el matorral.
¿Puedes matar una danta de la manera como yo he matado ésta? -preguntó al hombre.
-No dijo éste; sin armas no puedo hacerlo.
Entoces se fueron a la orilla del río.
El tigre comenzó a gol­petear sobre el agua con su lengua rosada.
Atraídos, los peces, se acercaron. Cuando fue tiempo, de un solo manotazo el tigre sacó fuera uno de ellos, enganchado en sus uñas.
-Sin los aparejos necesarios, eso tampoco lo puedo hacer -murmuró el hombre.
El tigre se quedó mirándolo, y luego dijo:
-Ahora te toca a tí, Pemón, ejecutar también tres hazañas. Si yo no puedo imitarte, quedaremos amigos, pero si las llevo a cabo, entonces te devoraré.
La luna estaba en el cielo rodeada de nubes, el hombre la miro y dijo después al tigre:
-Aguárdame aquí, Kaikusé; ya vuelvo.
El tigre, desconfiado, gruñó:
-No pretendas huir, porque si lo haces, te buscaré y cuando te haya encontrado, te daré muerte.
-No tengas cuidado -dijo el hombre y se fue.
Se metió entre la selva, y cuando estuvo fuera del alcance de la vista de la fiera, dio un rodeo y regresó a su casa por la parte posterior. Entró y buscó una torta de casabe[3]. Luego miró al cielo y cuando vio que la luna se escondía detrás de una nube, volvió donde estaba Kaikusé, a quien mostró la torta de casabe, preguntándole:
-¿Sabes qué es esto, amigo Kaikusé?
-No sé -contestó el tigre.
Pemón dijo:
-Mira el cielo. ¿No ves que la luna ha desaparecido?
La fiera miró al cielo y seguidamente a la torta de casabe.
-¡Ah! ¡Has cogido la luna! -exclamó.
-Sí -dijo el hombre, y empezó a comer casabe.
El tigre, mirando el gusto con que Pemón comía, dijo:
-Debe ser sabroso comer la luna.
El hombre le dio lo que quedaba de la torta de casabe al animal, diciendo:
-Sí, es bueno; come.
En un momento el tigre devoró todo el casabe y se quedó relamiéndose.
-Es lástima que se haya acabado -murmuró.
-No importa -dijo Pemón. Ahora saldrá otra luna.
¿Y podré cogerla yo?
-Naturalmente, de la misma manera que yo cogía la mía.
-¿Y cómo hiciste para darle alcance?
-Muy sencillo -explicó el hombre-. Me subí a los copos de un árbol y de un salto me llegué hasta ella.
La luna salió de las nubes en que se había ocultado y comenzó de nuevo a correr por el cielo.
Apenas la vio el tigre, fue rápido y se subió al árbol más alto. Allí se agazapó y, mirando fijamente al rostro para afinar la puntería, dio al fin el gran salto, pero no alcanzó la luna, sino que se vino de cabeza y se estrelló en el suelo contra una piedra.
El hombre llevó a su casa el pescado y el paují, y arrastró hasta ella también al tigre y la danta.

Cuento popular

073. anonimo (venezuela)

[1] Paují: Ave gallinácea del tamaño de un pavo (voz quichua).
[2] Danta:
[3] Casabe: Nombre que se da en Cuba a un pez del mar de las Antillas que tiene unos dos centímetros de largo, que es de color amarillento y afecta la forma de media luna.

El puma y el zorro

Cuento popular

Y sucedió que un zorro grande y muy sabido hacía muchos males en el valle. Se comía las calabazas de los sembríos, destrozaba las semente­ras, a tal punto, que decidieron los campesinos darle caza. Después de muchos afanes, lo coparon y cayó preso. Le pusieron una cadena al cuello y así sujeto se lo llevó a su casa uno de los campiñeros. Plantó una gruesa estaca bajo la ramada y allí amarró el zorro:
Muy de madrugada, antes de salir al campo, a modo de obliga-ción, el labriego le daba al zorro una gran paliza y luego se dirigía hacia sus verdes campos de maíz.
Una noche bajó desde las serranías un puma. Venía hambriento, pues mal tiempo corria por el monte. Olfateando, se deslizaba cauteloso, cuando de pronto tropezó con el zorro. Sorprendido el puma, se quedó mirándolo, más el zorro ni se movió.
  Hermano zorro, ¿qué haces allí amarrado?
-Aquí donde me ves paso la regalada vida, contestó el zorro. Cada mañana me dan de comer aves y fruta tierna y como me tienen prometido casarse con la hija del dueño de esta chacra, a fuer de seguros, me han amarrado. (Pasmado se quedó el puma y comparando sus dificultades tuvo envidia de la holgada vida del zorro).
-Sin embargo, continuó el zorro, no soy feliz, añoro mi libertad y por otra parte no deseo casarme. Mi prometida es joven y hermosa, pero ignora mis costumbres, y aquí debo estar amarrado hasta que dé mi consentimiento para la boda. Si yo encontrara una persona que me reemplazara, cambiaría de lugar.
El puma no necesitó mucho para decidirse y desató presuroso al zorro que salió disparado a campo traviesa.
A la mañana siguiente, muy temprano, cogió el cholo su garrote y sin notar el cambio comenzó a golpear al puma. A los golpes se puso a gritar el puma: "¡Estoy dispuesto a casarme. Estoy dispuesto...!" A los aullidos acudió gente y entre todos apalearon al puma, hasta que éste rompió la cadena y huyó por entre los cerros.
Pasó mucho tiempo y un buen día se encontraron, sobre el lomo de un cerro, puma y zorro. El puma se lanzó rugiendo a devorar al zorro, mas éste gritó: "¡Atiende razones! Reconozco mi mal comportamiento, pero lo pasado, pasado, debemos unirnos y juntos vengar-nos del hombre".
El puma aceptó. Unidos merodearon muchas noches, hasta que una de tantas hicieron magnífico botín. Arrastrando las presas, subieron valle arriba y después de mucho caminar el zorro dispuso: "Debemos cruzar el río para que se pierdan las huellas, yo pasaré a nado las ovejas muertas hasta la otra banda, cuando el botín esté a salvo echaré palos al río, a modo de puente, para que tú puedas salvar el río". Sabido es que los pumas temen el agua y rara vez se aventuran a nadar.
Cuando todo estuvo al otro lado, el zorro se sacudió el agua y alegre­mente comenzó a gritar: "Puma baboso, espera sentado que te haga un puente", y sin esperar más comenzó a devorar uno y otro camero. La sangre manchó el agua del río y hasta la otra banda llegaba al puma el olor de la carne fresca.
Y pasó de nuevo mucho tiempo y un día al atardecer divisó el puma al zorro que estaba escarbando el suelo de la pampa. Bajó el cerro, a grandes saltos, y pronto le dio encuentro. "¡Te voy a devorar, le dijo, por falso y por cobarde!". El zorro no se inmutó y seguía escarbando. De nuevo rugió el puma: "Te voy a devorar", entonces el zorro contestó: "Ya no temo nada, estoy haciendo un hueco para meterme, pues se acerca el fin del mundo; si me devoras no podrás salvarte, pues mi obra apenas está comenzada". Entonces el puma se puso a temblar, comprendió en un instante todo el peligro, y ya sin hablar nada, se puso afanosamente a ayudar al zorro.
Primero juntaron gran cantidad de piedras, luego continuaron haciendo el hueco, y sobre él a modo de cúpula colocaron las piedras. El zorro dispuso además entre las piedras gran cantidad de espinas.
Cuando todo estuvo listo quedó afuera esperando la llegada del fin del mundo.
Pasó un largo rato y al fin el zorro se puso a gritar: "¡Ya viene! ¡Ya viene...!". Y dio un gran empujón al techo de piedras que se desplomó sepultando al puma.

072. anonimo (peru)

El ratón y el elefante .071

Cuento con moraleja


Un ratón mordió a un elefante el cual lo aplastó al instante,

Moraleja:
Ratón que muerde a un elefante
le quedan pocos años por delante.



071. anonimo (minimo)

Tío conejo y tía la zorra muerta

Esto eran tío Lobo y tía la Zorra, que estaban reunidos una vez resolvien­do la forma de deshacerse de tío Conejo, pues francamente ya no los dejaba vivir tranquilos con el montón de perrerías y malas pasadas que, a diario, les estaba jugando, sin que ellos hubieran podido vengarse en ninguna forma, a pesar de que eran muchos los que perseguían al malicioso Patecera.
Ese día hacían recuento de todo lo que habían sufrido por culpa del guatín[1] y el recuerdo de todo ello los llenaba de rabia. Una vez había pelado con agua hirviendo a tío Lobo, a quien encerró en un cajón con huecos, cuando los perros de tío Hombre lo perseguían; otra que a tía la Zorra, a la cual hizo asistir a una fiesta sirviéndole de caballo y llevando tío Conejo un par de espuelas que chuzaban tremendamente. En fin, que ya no podían soportarlo más. Porque nada los había valido poner la queja al Rey de los Animales, pues tío León lo que hacía era reírse de los denuncios celebrando las pilatunas[2] del Patecera.
Así, pues, se pusieron a estudiar un plan y convinieron en pegarse una gran merienda con tío Conejo, seguros de que éste caería en la celada que le iban a tender. Y fue que acordaron en que la tía Zorra se iría para su casa, se acostaría en su cama y se haría la muerta. Tío Lobo mientras tanto saldría a dar la noticia, y tío Conejo, al saberla, curioso como era, iría a verla y allí lo atraparían y matarían.
En efecto, tía Zorra llegó a su casa, se acostó y se quedó quietecita como si hubiera dejado de existir. Tío Lobo salió tocando cacho por los lados de la cueva del tío Conejo para que éste lo oyera. Aauutttuuuuttuu..., aaauuuty­tuuuuttuu -gritaba tío Lobo-, auuut-tuuu... ¡¡¡Se avisa a los buenos vecinos que la pobre tía Zorra ha estirado la pata y se convida al velorio!!!
Claro, tío Conejo escuchó y salió rápidamente a curiosear. Pero al llegar a la puerta de la casa de tía la Zorra, que estaba de par en par, vio a ésta estirada sobre su cama, y malicioso como era, se puso a observarla entrándo­le cierta dudita de que en realidad no había tal velorio, sino que se trataba de algo contra él. Entonces para convencerse, y sabiendo lo atembada que era tía la Zorra, dijo en alta voz:
-Me había informado de que la pobre tía la Zorra había muerto, pero ahora, por fortuna, me convenzo de que se trata de una gran mentira. Porque cuando una zorra está muerta no hace más que voliar la pata derecha, y aquí mi amiga la tiene quieta.
Oír esto tía la Zorra y ponerse a voliar la pata que decía tío Conejo fue ahí mismo. Entonces el Patecera, lanzando una carcajada, salió volao gritando:
-¡Que te compre el que no te conozca, amiga tía la Zorra. A mí ya me salieron los dientes!

Cuento popular

070. anonimo (colombia)

[1] Guatín: agutí: Conejo.
[2] Pilatuna: Chasco, jugarreta.

Tres enamorados miedosos

Vivía en un pueblo una muchacha muy bonita; tan bonita, que tres hermanos comenzaron a enamorarla. Ella los oyó a los tres y no sabía cómo decirles que no sin que se pelearan. Esto fue lo que se le ocurrió al fin:
Llegó el mayor a declararle su amor.
-¿De veras me quieres tanto? -le preguntó.
-Ay, niña. Tanto te quiero, tanto, que haría cualquier cosa que me pidieras.
-Bueno. ¿Irías a cuidar a un muerto en el cementerio?
-Sí.
-Ven en la noche, el muerto estará listo, lo llevarás al camposanto.
-Bueno.
Al rato llegó a declararse el segundo hermano.
-Haría lo que me pidieras, para que supieras cuánto me gustas.
-¿De veras?
-Claro.
-Pues esta noche harás como si fueras muerto.
Aceptó y le tomaron las medidas para hacerle su caja.
El tercer hermano llegó más tarde.
-Ay, niña, eres mi amor. Haría por ti lo que me ordenaras.
-¿Harías de diablito?
-De lo que pidas y mandes.
Lo citó para la noche.
Cuando llegó el que iba a hacer de muerto, lo amortajaron y lo metieron al ataúd.
Al rato llegó el que debía cuidarlo: le dio cuatro cirios y lo mandó al panteón con el difunto a velarlo.
Al más chico lo vistieron con un traje cubierto de latas agujeradas. Cada lata llevaba una vela encendida dentro. Le pusieron cuernos. Salió lanzando destellos y chispas; tintineaba al caminar.
-¿Y qué debo hacer? -preguntó.
-Ve al panteón y te pones a dar de brincos.
Llegó al panteón y, aunque con miedo, comenzó a saltar.
-¡Ave María Santísima, qué es eso! -gritó el que estaba velando. Se echo a correr.
-¡Jam, un diablo! -gritó el muerto y escapó.
-¡Un muerto que corre! -gritaba el diablito al emprender la huida.
El primero volteaba y veía que lo perseguían. No paró hasta llegar a su casa. Se aventó a su hamaca.
El segundo, para escapar del diablo, se escondió en la misma hamaca.
El diablo, con el susto, ni vio que el muerto venía delante de él, se fue a encontrarlo en su mismísima hamaca.
Cuando se dieron cuenta de la broma y de su miedo, dejaron en paz a la muchacha: ni la volvieron a ver; ni adiós le dijeron.

069. anonimo (maya)

El rokhochito

Cuento popular

Era un indiecito que después de la muerte de su madre quedó a cargo de una madrastra muy mala, que por una pequeña falta le castigaba privándole de comida durante varios días. El pobre huérfano vivía buscando algún mendrugo en los depósitos de desperdicios del pueblo, y cuando no podía ya soportar el hambre, iba al cementerio a pedirle a su madre, llorando:
-Mamay, yarkhawashan, mamay yarkhawashan... (madre, tengo ham­bre, madre, tengo hambre).
Muchos días repitió el pedido. Una vez -dicen- se le presentó el alma de su madre y alcanzándole un pan, le dijo.
-Recibe este pan hijo mío. Cuando tengas hambre come la mitad y guarda la otra. Si no haces así, este pan servirá para saciarte tan sólo una vez.
El niño volvió a su casa y guardó una mitad del pan; y más tarde, cuando tuvo hambre, grande fue su sorpresa encontrarlo entero. Era un pan maravilloso que nunca se acababa.
Pero un día, la madrastra le sorprendió comiendo aquel pan maravillo­so y arrebatándole, le voceó:
-¡Malagradecido!, ladrón, este pan me has robado de la alacena hoy día. El indiecito, llorando volvió al cementerio.
-Mamay, yarkahashan, mamay, yarkahashan... (madre, tengo hambre, madre, tengo hambre).
Al escuchar los lamentos del hijo amado, otra vez se presentó el alma de su madre; le entregó un cajoncito pequeño, que se llamaba rokhochito (objeto que los niños guardan con cariño), diciéndole:
-Este rokhochito te hará devolver tu pan.
El huérfano volvió a la casa y, valiente, le pidió a su madrastra:
-Tthantayta khopuay (devuélvame mi pan).
La madrastra, al escuchar el desplante, cogió un garrote e iba a descar­gar en las espaldas del niño, cuando éste se agachó y acariciando el cajoncito, repitió:
-Rokhochito, rokhochito (salgan, salgan toros).
-Rokhochito, rokhochito (salgan, salgan toros).
Inmediatamente salieron del rokhochito muchos toros pequeños, furio­sos, que agrandándose embistieron a la madrastra, obligándola a devolver el pan al huérfano.
Después de esta experiencia, el dueño del rokhochito quiso tener fama. Se alistó en el Ejército para ir a la guerra que sostenía su patria con el invasor.
Su patria estaba perdiendo y los jefes ya pensaban rendirse. El indiecito se presentó ante el jefe y le prometió ganar la guerra. Le aceptaron. En el campo de batalla pidió ocho soldados, y en el momento de la batalla que atacaba el enemigo, que era numeroso, volvió a frotar el cajoncito, repitiendo siempre:
-Rokhochito, rokhochito (salgan, salgan toros).
-Rokhochito, rokhochito (salgan, salgan toros).
Salieron centenares de toros furiosos que acometieron al enemigo que, no pudiendo soportar el ataque, tuvo que huir derrotado.
Triunfante, volvió a su pueblo, se casó y vivió feliz sin que nunca le faltara la comida y el respeto de las gentes.

068. anonimo (bolivia)

Kalua el maori

Kalúa era un bravo cazador, habitante de un poblado maorí de Nueva Zelanda. Amaba la Naturaleza y los paisajes hermosos. Una noche que estaba sentado cerca del mar, vio por primera vez en su vida a la Dama de la Lluvia, vestida de rosa, que lucía una larga cabellera dorada mientras paseaba junto a su hermana, la Dama de la Niebla.
El cazador, hechizado por la belleza de ambas, las siguió y cuando las alcanzó les dijo:
-Soy Kalúa, el cazador. ¿Podríais decirme vuestros nombres?
Ellas se presentaron y le aseguraron que conocían su fama. Quisieron saber cómo era un cacería y él explicó con entusiastas palabras los colores de la luz, los aromas de las flores, las danzas tribales... También les mostró las chozas donde vivían sus familiares y les contó cómo eran los animales que cazaba.
Con los resplandores del nuevo día, tuvieron que despedirse. Pero, todas las noches, la Dama de la Lluvia bajaba del cielo para encontrase con Kalúa. Se enamoraron y, por fin, el cazador le pidió que se casara con ella.
-Nada me gustaría más -replicó la Dama de la Lluvia-. Pero no creo que los reyes del espacio aprueben nuestra unión.
-Pero yo no impediré tus obligaciones -insistió Kalúa-. Todos los amaneceres podrás irte a cumplir tu cometido.
Y como la Dama de la Lluvia le amaba, se casaron.

067. anonimo (nueva zelanda)

Aliwen üñfi

Calbucoy caminaba una tarde por la ladera de un cerro, ascendiendo en busca de ciertas semillas secretas que la machi de su comunidad le había pedido para usar en la confección de amuletos. Él mismo llevaba, atado a su tobillo, uno hecho con piedras sagradas, plumas de avestruz, cascabeles y semillas, que lo protegería no sólo de la fatiga y las mordeduras de serpientes, sino que ahuyentaría a cualquier mal espíritu o duende maligno que intentara hacer algo contra el joven.
Su madre le había recomendado que ascendiera sólo hasta pasado el mediodía, y en ese momento regresara, para que la noche no lo sorprendiese lejos de la comunidad y en senderos del cerro que la oscuridad volvería desconocidos.
Pero Calbucoy era un muchacho, y quién puede hacerle recomen-dación alguna a un muchacho…
El sol comenzaba ya a descender, y Calbucoy se detuvo un momento a beber y descansar. Eligió una estrecha saliente que le permitía ver por completo, allá abajo, el lago Lácar[1]. La canción del viento sobre las formas visibles e invisibles del paisaje le trajo a Calbucoy el canto antiguo de los antepasados que se cuela en los sonidos de la Naturaleza. No es que el muchacho reconociera esto con demasiada claridad, pero se esforzaba en hacerlo porque así le contaron los cazadores mayores que sucedía, y él no quería sentirse menos.
Ensimismado en sus pensamientos ‑que no trataban de nada en especial, sino que eran como aves encerradas en la confusa jaula de su cabeza yendo y viniendo y chocando contra los límites del cráneo, pero que sin embargo se parecían mucho, realmente mucho, a los cantos antiguos que el joven hubiera querido identificar claramente aunque seguía sin reconocer, Calbucoy no se dio cuenta de que a medida que corría la tarde el cielo se había ido anegando con grandes nubes negras y pesadas. Recién se enteró cuando las primeras gotas mojaron su rostro.
El descenso se convertiría en algo demasiado dificultoso en caso de que la lluvia se acrecentara, y esto no tardó más de un par de minutos en suceder. Calbucoy, entre resignado y seducido por la incipiente aventura que se abría ante él, se dispuso a hallar un lugar cercano a cubierto del agua, quizá una pequeña cueva, donde hacer un fuego y esperar que pasara la tormenta o la noche, más probablemente ambas cosas.
Cuando se puso de pie, la vista del lago bajo la lluvia lo sedujo. Desde esa altura, era un cuadro fascinante. El agua tormentosa que caía del cielo parecía abrirse al acercarse a la superficie del lago, y cuando la lluvia se hizo copiosa Calbucoy tuvo la extraña sensación de que eran las aguas del lago las que se levantaban hacia el cielo, y no al revés.
La lluvia arreciaba. En la ya brumosa imagen que el muchacho veía allá abajo, de pronto creyó distinguir algo muy extraño: un bulto grande, vagamente cilíndrico, que surgió por un momento y volvió a hundirse bajo la superficie del lago.
Calbucoy pensó que había sido una imagen falsa creada por la lluvia y el viento sobre la agitada superficie del lago. Pero, poco después, volvió a distinguir esa forma, esta vez con más claridad porque permaneció algunos segundos como encabritada sobre las aguas antes de volver a desaparecer.
El muchacho no se decidía a clasificar esa visión. La idea que le parecía más cercana era la de un tronco. Pensó que, además, eso no tendría nada de raro. Y en eso estaba cuando nuevamente vio surgir la figura de las agitas y ahora la distinguió más claramente: no sólo era casi con seguridad un tronco ‑quizá de roble, como su propio nombre[2], sino que en esta ocasión le pareció adivinar una silueta encima, como si alguien estuviera montado en la madera en la pose de quien cabalga. Esto sí tenía mucho de raro.
Calbucoy no dudó ni un segundo en decidirse a descender el cerro y llegar hasta la orilla del lago, a pesar de la terrible tormenta que aconsejaba actitudes mucho más prudentes. Su decisión tenía un motivo muy claro: él creía saber qué podía ser exactamente lo que había visto, y no quería perderse la poco frecuente posibilidad de comprobarlo.
Cuando iba descendiendo la ladera del cerro a toda la velocidad que el terrible clima le permitía, sucedió que llegando a una curva estrecha contra una de las paredes del cerro oyó, entremezclados con los sonidos naturales de la tormenta, unos agudos murmullos o chillidos bastante alarmados, que no se correspondían con nada habitual en la Naturaleza.
Instintivamente se detuvo. Apoyó sus espaldas contra la pared del cerro para tener un flanco menos que proteger si necesitaba defenderse (su padre le había enseñado esos pequeños pero fundamentales ardides) y preparó el laque[3] por si debía a su vez atacar.
Pero lo que vio doblar la curva en dirección a él no era nada de lo que podía haber esperado. Las vocecitas chillonas ‑y en este caso con tonos de alarma e inquietud‑ pertenecían a tres pequeños duendes del nag mapu[4] que venían subiendo el cerro entre saltitos y cortos vuelos, sin dejar de discutir entre ellos.
Esto último no inquietó a Calbucoy: las machi le habían enseñado que ésa era una forma habitual que tenían esa clase de duendes para comunicarse entre sí. Pero sí resultaba extraño que él pudiera verlos sin más.
Esta clase de seres se cuida bien de mostrarse a los ojos humanos, y sólo son vistos a veces por las machí en estado de éxtasis. ¿Qué extraña razón hacía que ahora Calbucoy los tuviera ante sus ojos? También para esto el joven creyó sospechar una explicación, que además reforzaba sus ideas acerca de lo que había visto sobre la superficie del lago Lácar unos momentos antes.
Decidido, se echó a andar retornando su camino cerro abajo, sin detenerse a preocuparse por los duendes. Pero éstos sí tomaron nota de la presencia del apurado joven, y por un segundo sus chillidos cesaron y las tres miradas se cruzaron, y luego, fueron a dar sobre las espaldas de Calbucoy que seguía bajando el cerro a toda velocidad.
En menos de un suspiro los duendes aparecieron de repente por delante de Calbucoy, que tuvo que clavar sus pies en la mojada tierra pedregosa del sendero para no chocarlos ‑lo cual, es obvio, no iba a suceder; pero es común que ante los duendes una persona reacciona como ante pares.
‑Lo vimos en tus ojos ‑dijo uno de ellos en la lengua de la tierra.
‑Lo vimos en tus pies que se creen alados ‑dijo el segundo.
‑Ehsuk akvpvk, wepE, nupalle... ‑dijo el tercero y se interrumpió al recordar, gracias a la mirada reprobadora de sus compañeros, que su costumbre de hablar al revés la lengua de la tierra no contribuía a la comunicación; sin contar con que siempre salía hablando de un tema distinto del que se estaba tratando.
‑Te hemos visto ‑retomó el primero‑, y no entendemos cómo se te ocurre correr tan apurado cerro abajo.
Algo impresionado por la forma tan directa en que los duendes lo habían encarado, Calbucoy balbuceó:
‑Voy... hacia el lago, porque...
‑¿Seres como nosotros se alejan ascendiendo a los cerros y tú, un simple cachorro de hombre, pretende ir hacia allí? ¿Sabes a qué te estás exponiendo?
Contrariamente a lo que el duende esperaba, su frase volvió a envalentonar a Calbucoy. Por eso de que los duendes huían y él no...
‑Claro que lo sé ‑contestó el muchacho‑. Desde aquella saliente estuve contemplando la tormenta sobre el lago, y vi algo que quiero comprobar de cerca. Que los duendes y los seres invisibles se estén refugiando en lo alto de los cerros confirma lo que pensé. ¡Y quiero verlo!
¡No, no te acerques al Aliwen üñfi[5]! ‑gritó en vano uno de los duendes, porque el atrevido joven ya se alejaba a toda carrera.
En su vertiginoso descenso, Calbucoy se cruzó con otros habitantes de los mundos espirituales que subían en busca de refugio. Algunos quisieron advertirle, pero el muchacho ni siquiera se detuvo a oírlos.
Y llegó por fin a la orilla del lago. La lluvia seguía arreciando. Las aguas se agitaban estremecedoras. Calbucoy aferró en una mano su maza, y con la otra sostenía el laque. Esperó, respirando ansiosa-mente.
No tuvo que esperar mucho. De repente, a un tiro de piedra de la orilla vio surgir de bajo las aguas el enorme tronco sobre el que iba montado el Rey Inca, monstruoso y fatal, en busca de víctimas para saciar su crueldad y su resentimiento por estar condenado a vagar eternamente en la oscuridad montado en su tronco, pudiendo salir al mundo humano sólo en determinados días de tormenta[6].
Calbucoy no se asustó. No porque fuera ni muy valiente ni muy inconsciente. Sino porque algo en esa tremenda situación le transmitió tranquilidad, serenidad, fuerza.
Claro que en ese momento no tuvo tiempo de pensar en ello. El Rey Inca se movía sobre las aguas del lago con una irreal rapidez, con vertiginosa amplitud. Casi era imposible seguir con la mirada sus evoluciones. Y de pronto Calbucoy lo tuvo delante, enorme y bestial, riendo inhumano al ver al joven como congelado en la orilla.
Pero el muchacho no estaba congelado por el miedo: sólo permanecía en una completa concentración, listo para actuar. Y así lo hizo.
Cuando el Rey Inca inclinó su gran torso hacia el joven como la sombra de una montaña cayendo sobre un débil árbol, Calbucoy saltó sobre su lugar tan alto como pudo e impulsó una pierna hacia delante, como pateando el aire. Pero no se trataba de lo que hubiera sido un inútil intento de defensa, una vana patada humana contra un ser sobrenatural: la pierna de Calbucoy extendida en ese ágil movimiento, con el amuleto de su machi en torno al tobillo, se convirtió en un gran junllu[7] que envió su energía como una k'llín[8] hacia el maldito espíritu. El Rey Inca, más sorprendido que afectado, retrocedió ante el sonido de los cascabeles que era imperceptible para cualquier humano en medio del fragor de la tormenta, pero para él sonaba como truenos intolerables que lo impulsaron a hundirse en las aguas buscando protección.
Calbucoy no abusó de sus posibilidades y echó a correr alejándose del lago hasta ponerse a salvo. Lo que lo había empujado a tan temeraria acción ya estaba cumplido. Y no se había tratado de la típica inconsciencia de un joven, sino de algo mucho más profundo, aunque él mismo no pudiera explicarlo claramente en aquel momento.
Se trataba de que en los últimos años Calbucoy había oído mucho sobre los hombres blancos que avanzaban sobre los dominios del pueblo de la tierra[9], de su gente. Y mucho también acerca de que esos invasores estaban robando las creencias de su gente, la sabiduría ancestral del pueblo de la tierra, e imponían sus propias creencias acerca de los mundos superiores e inferiores.
Calbucoy, como todo joven, había crecido oyendo las enseñanzas de los mayores y ni siquiera se había preguntado sobre ellas: las aceptó sin necesidad de comprobarlas, como era natural. Pero, como todo joven, cuando empezó a escuchar otras historias fue propenso a la duda.
Por eso, al presentir desde lo alto del cerro que las historias de su gente estaban surgiendo ante sus ojos, tuvo esa necesidad irreprimible de correr a comprobarlas, aun arriesgándose más allá de lo aconsejable. Ningún riesgo ‑Calbucoy no lo pensó con estas palabras, pero así lo sintió, ya de regreso entre su gente y ante un fuego que lo ayudaba a reconfortarse‑ es mayor que el de permitir que nos roben la propia identidad.

Fuente: Néstor Barrón
      
066. anonimo (patagon)



[1] En mapudungun, Lácar significa, literalmente, "ciudad sumergida". Así se llama el lago cuya costa este baña la ciudad turística de San Martín de los Andes. Según la leyenda más difundida, el lago debe su nombre a que Dios inundó la ciudad donde vivía cierto rey malvado, quien de todos modos no murió en aquel episodio, sino que fue condenado a vagar eternamente bajo las aguas padeciendo su propia crueldad. Este cuento se relaciona con esta leyenda; más adelante el lector podrá leer, además de esta versión, otras que circulan acerca de este lago y su origen.
[2] En mapudungun el nombre propio Calbucoy significa, literalmente, "roble azul".
[3] Se trata del arma conocida como "boleadoras", compuesta de tres cuerdas o tientos que llevaban atadas en sus cabos tres bolas de madera o bien piedras re­dondeadas; ya como arma arrojadiza o a modo de látigo‑maza, se utilizaba en la caza del avestruz, en la persecución de fugitivos, y como defensa en general.
[4]El nag mapu, como se dijo en la Introducción, es el suelo o tierra propiamente como tal, en donde conviven el hombre y la Naturaleza y sobre el que actúan las fuerzas del wenu o auenu mapu, el mundo superior. Duendes, hadas y otros seres mágicos suelen compartir este terreno con los humanos.
[5] En mapudungun, literalmente, "gran árbol malo".
[6] Por obvias razones ‑no arruinar el interés de la narración‑, no explicamos hasta aquí quién es este personaje fantástico. Tampoco diremos mucho ahora: se trata de un rey originario del Imperio Inca que dominaba una ciudad ubicada donde hoy está el lago Lácar, y que por su mala conducta fue severamente castigado por el dios de los mapuches. La historia completa está en el cuento que sigue a éste, titulado "La ciudad sumergida". Baste agregar que en los días de tormenta, para protegerse de la ira de este rey condenado, las sirenas bajaban a las profundidades del lago, y duendes y hadas subían a los cerros cercanos, mientras que humanos y animales procuraban alejarse todo lo posible de las peligrosas orillas.
[7] Varilla mágica usada por el machi, de unos 30 centímetros de longitud y con cascabeles, que además de ser un símbolo de la entidad mágica del machi tiene poder de manejo sobre los espíritus.
[8] En mapudungun, "flecha mágica".
[9] Recordemos que la palabra mapuche significa "gente de la tierra" o "pueblo de la tierra".