Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 2 de septiembre de 2012

Vera

A través de la densa cortina de lluvia creí percibir una luz como a medio kilómetro de donde me encontraba. Seguí conduciendo a paso de tortuga pidiendo al cielo que el motor no se detuviera definitivamente antes de llegar a las proximidades de aquella casa, y al parecer mis súplicas surtieron efecto no obstante el gran número de mis pecados, con lo que se demuestra que en caso de avería de automóvil en una noche lluviosa y en pleno campo una súplica ferviente pude sustituir a un buen mecánico.
No obstante, en respuesta probablemente a mis impíos pensamientos, al llegar junto a la pared de piedra que rodeaba la propiedad se oyó un chasquido debajo del capó y a continuación una pequeña explosión; comprendí al instante que aquello era la forma en que el motor me comunicaba que no estaba dispuesto a hacer nada más por mí.
De una carrera llegué al porche y, subiendo las escaleras de un salto llamé con los nudillos en la puerta al no encontrar ningún timbre.
Al cabo de unos instantes alguien se asomó por la mirilla y me contempló detenidamente, acto seguido la puerta se abrió y pude ver que quien se encontraba al otro lado era una mujer de edad, aunque no anciana.
Empapado por el aguacero, le conté que mi coche había sufrido una avería, le rogué que me dejara telefonear.
-Lo siento mucho -dijo la mujer amablemente, pero tenemos el teléfono estropeado.
Decepcionado por el contratiempo reflexioné durante unos instantes, pero antes de que hubiera encontrado una solución a mi problema, la mujer se dirigió a mí diciéndome:
-No se quede ahí. Hace una noche infernal 
-Y haciéndose a un lado me invitó a entrar.
Una gran parte de la planta baja de aquella casa la ocupaba una amplia y confortable habitación que parecía hacer las veces de comedor y sala de estar. Acogedoramente iluminado, aquel interior tan grato lo era mucho más merced a una magnífica chimenea baja donde ardía un fuego al que la dueña de la casa me invitó a aproximarme.
Muy amablemente me pidió que me despojara de la chaqueta y, colgándola en el respaldo de una silla, la situó a una prudente distancia de la lumbre para que se secara. Yo me excusé por las molestias y me interesé en saber si había algún otro teléfono cerca desde donde pudiera pedir ayuda.
-Hay una cabina en la carretera a un kilómetro aproximadamente, pero suele estar casi siempre estropeada -explicó la señora.
-Tendré que aventurarme -repuse.
-¿Con este temporal? Ni pensarlo -dijo ella, y añadió sonriendo. Me temo que tendrá que aceptar ser nuestro huésped por esta noche.
Yo me negué en principio más que nada por una razón de cortesía, aunque, vistas las circunstancias, no me quedaba más remedio que aceptar aquella amable invitación. Y di gracias al cielo interiormente por haber tropezado con gente hospitalaria.
La señora salió un momento,  y regresó al cabo de un instante con algo en la mano.
-Es un batín de mi marido -dijo. Si quiere ponérselo tenderé a secar también sus pantalones. No se puede quedar así exponiéndose a coger un enfriamiento.
  -No se moleste -repuse. Ya ha sido demasiado amable.
-Espero que no le importe. Mi marido murió hace muchos años, pero conservo la mayoría de sus cosas -y añadió: Está lavado y limpio.
Yo hice protestas, y aseguré que no tenía el menor reparo en ponérmelo, cosa que era verdad, como no fuera la molestia que le estaba causando, y ella salió de la estancia para permitir que me cambiara.
Cuando lo hube hecho me dediqué a observar la habitación. Todo tenía un toque agradable campestre, aunque se advertía que la dueña de la casa gustaba de los muebles confortables y no había renunciado a la comodidad en aras de lo genuino. Sillas, mesas y armarios eran sin duda enseres de rancio abolengo campesino, pero junto a aquellos objetos había un diván y tres sillones de diseño moderno aunque de líneas clásicas, y por los candiles y almireces que formaban parte de la decoración, licenciados ya de sus primitivos cometidos, deduje que me encontraba entre personas de un cierto buen gusto. Las notas más indicativas de que aquella familia estaba en contacto con la civilización, a pesar de lo apartado de su retiro, eran la presencia del teléfono, un televisor y una pequeña radio de transistores, además de un considerable montón de periódicos de lo que parecía deducirse que en aquella casa se recibía la prensa diariamente.
Mi anfitriona volvió a entrar y sonrió al ver que el batín me llegaba hasta los tobillos y se abolsaba por encima del cinturón.
-Mi marido era un hombre muy alto y muy corpulento -dijo sonriente-, pero por esta noche espero que no le importe. No se sienta ridículo, hijo. Tírese un poco por encima del cinturón y verá como le queda algo más corto.
-Cuánto lamento las molestias... -me excusé.
-No es ninguna molestia -repuso. No iba a dejarle en pleno campo en su situación, y además así nos hace compañía. Estamos tan solas en este destierro... A mí no me importa, pero la gente joven se aburre. Mi hija está aquí a la fuerza, pero es una buena muchacha y no abandonará a su madre, aunque está a punto de contraer matrimonio.
-Ah, me alegro -dije yo suponiendo que esperaba de mí algún comentario.
-Yo también -repuso ella. Especialmente porque seguirán viviendo aquí. Mañana es la boda.
-Oh -dije- ¿mañana? Mi más cordial enhorabuena. ¿Vendrán a buscarla a usted pronto? -añadí pensando en la posibilidad de obtener un medio de transporte.
-No, no -explicó mi anfitriona-, la boda se celebrará aquí en la intimidad.
-Enhorabuena, y haga extensiva mi felicitación a la novia cuando llegue -repuse yo.
-Vera ya está aquí -contestó la dama. Y añadió: Ahora si me lo permite voy a la cocina un momentito. Dentro de media hora cenaremos.
-No quisiera...
-No sea ridículo -me atajó. Es usted nuestro huésped y no vamos a mandarle a la cama sin cenar, así que no rechiste y siéntese ahí mientras termino.
Yo se lo agradecí con un gesto, y la amable anfitriona me invitó a mitigar la espera señalándome un montón de periódicos y revistas apilados en la parte baja de un mueble.
-La televisión no funciona -añadió. A Vera y a mí no nos gusta. Una vez se estropeó y no hemos vuelto a arreglarla.
Mientras la señora se retiraba a su laboratorio culinario, yo seguí su consejo, y en vista de que su hija, a quién se había referido llamándola Vera, no hacía su aparición, me dediqué a hojear las revistas.
Siempre me las he dado de psicólogo barato intentando adivinar los gustos y las inclinaciones de la gente a través de lo que leen o de la forma en que decoran su casa, así que, más que nada por distraerme, intenté formarme un juicio acerca de madre e hija por medio de aquella colección de ejemplares de prensa.
El periódico no me dijo gran cosa, salvo que si lo recibían era probable-mente debido a que dedicaba un considerable número de sus páginas a tratar los problemas del campo y a incluir noticias relativas a aquella región. En cuanto a las revistas, pertenecían a la llamada prensa del corazón. El único rasgo llamativo era el hecho de que las páginas centrales estaban arrancadas como si alguien se hubiera dedicado a coleccionar un serial.
 Lamentando no conocer el género de artículos que constituían aquella colección, fui pasando las hojas distraídamente, hasta que caí en la cuenta de que buscando el índice podía enterarme de qué trataban aquellas páginas arrancadas.
Lamentablemente el título de aquellos artículos, que en efecto formaban parte de una serie, no me dijo gran cosa: Historia de Cayolueco, se llamaba el serial.
Al cabo de más o menos media hora apareció de nuevo mi anfitriona con un mantel y los demás servicios de mesa.
-¿Me permite que ponga la mesa? -pregunté.
-Encantada -respondió ella. Yo suelo sentarme en este lado, y usted, si le parece, puede ponerse aquí -dijo indicando un lugar próximo.
La cena fue exquisita, y a los postres la dama me ofreció una copa de coñac invitándome a saborearlo antes con precaución por si no se encontraba en buen estado. Excusó su ignorancia respecto a las bebidas y comentó que aquella botella llevaba abierta mucho tiempo, porque Vera y ella no bebían. Como me parecía que el licor se encontraba perfectamente me serví una generosa dosis y le pregunté si le molestaba que fumara.
-En absoluto, hijo -repuso. Mi marido era un fumador empedernido y yo tuve que acostumbrarme al humo del tabaco. Fume cuanto quiera -repitió. Ahora, si me permite, voy a subirle la cena a Vera.
Lamentando que la muchacha no hubiera compartido la mesa con nosotros, encendí un cigarrillo y me senté confortablemente en un sillón a contemplar el fuego. El momento era tan agradable a pesar de lo accidentado de mi viaje que me sentía relajado y a gusto, habiéndome liberado ya, gracias a la amabilidad de la dama, de la violencia inicial de ser considerado como un huésped forzoso.
Esta se retiró de nuevo a la cocina, y mientras escuchaba el familiar ruido de los platos en el fregadero se me ocurrió que debería haberme ofrecido a lavar la vajilla para dar una mínima prueba de mi agradecimiento.
Salí al pasillo con ánimo de dirigirme a la cocina y brindarme a la tarea, aunque estaba seguro de que la buena señora rechazaría mi proposición.
Al fondo del corredor se veía luz y de allí procedía el ruido, así que me acerqué y golpeé suavemente en la puerta entreabierta. Al momento mi anfitriona se estremeció y dejó caer el plato que estaba secando, el cual se estrelló contra el suelo haciéndose pedazos. Al volverse me vio en el umbral y exclamó:
-Qué susto me ha dado. Por un momento creí que era Vera.
-Permítame que sea yo quien lave los platos, ya ha sido usted demasiado amable -dije.
-Oh, qué tontería. ¿Un hombre fregar los platos? -dijo ya repuesta del susto. En mi vida lo consentiría. Nosotras estamos chapadas a la antigua. ¿Acaso piensa que me debe algo por alojarle aquí esta noche? -añadió. Me ofendería se así lo creyera, hijo. Lo hacemos de todo corazón. Ande -me empujó amablemente-, póngase a leer al lado del fuego, hace mucho tiempo que no teníamos un hombre en casa y verle sentado allí me reconforta. Me recuerda a mí pobre marido.
-Lamento lo del plato -dije excusándome.
-Es sólo un plato, y la culpa ha sido mía que soy una descuidada. Vamos -insistió-, siéntese en un sillón y sírvase otra copa.
Regresé hacia el comedor por el pasillo débilmente iluminado, cuando, al pasar junto a la puerta de una habitación en la que no había reparado antes, no pude impedirme mirar hacia dentro con curiosidad.
Durante unos instantes en que, sin detenerme, mi vista se posó en el interior de aquel cuarto, me pareció ver cantidades ingentes de cilindros alargados que se apilaban en el suelo junto a una de las paredes. Guardando la impresión visual sin que momentáneamente pudiera identificar de qué se trataba, volví al comedor, y al sentarme de nuevo comprendí que lo que había en aquella habitación eran velas de cera. Velas, y especialmente velones de grosor considerable, y recorriendo con mis ojos el comedor advertí, cosa que hasta el momento me había pasado desapercibida, que toda una pared de la estancia estaba adornada con gran cantidad de candelabros, metálicos o de barro cocido, ornamentados con bellos motivos populares. En aquellos candelabros había embocadas una gran cantidad de velas de diferente grosor, adecuado en cada caso al de los brazos del candelabro.
  Preguntándome el por qué de aquella profusión de cirios, me levanté a examinar algunos de ello que aparecían bellamente ornamentados con complejos adornos realizados también en cera.
-¿Le gustan? -dijo una voz a mis espaldas.
Me volví sobresaltado y vi a mi anfitriona que depositaba sobre la mesa una bandeja con un plato de sopa humeante y otras viandas.
-Los fabrico yo -añadió la dama aproximándose. La mayoría de ellos los tengo apilados por las habitaciones, y los que está viendo son como una muestra, una exposición de mi arte.
En efecto las velas, algunas de ellas teñidas de suaves colores, adoptaban caprichosas formas, y las filigranas realizadas en cera que constituían una decoración suplementaria parecían el resultado de la más delicada artesanía.
-Son muy bonitas -dije yo sorprendido de no haber reparado antes en ellas.
-La vela propiamente dicha se realiza vertiendo la cera líquida en moldes y dejándola enfriar, después de colocar la mecha, naturalmente.
-¿Y estas filigranas? -pregunté.
-Oh, todo eso es trabajo a mano; es lo que da valor a estas velitas que suelo llevar a la ciudad una o dos veces al mes. Se venden bien, aunque no lo hago por ganar dinero -me explicó mi anfitriona. Es una distracción, una manera de pasar las noches, porque duermo muy poco.
-Esta es mi preferida.
-Pues quédese con ella, se la regalo -dijo ella.
-Es usted demasiado amable -repuse, no puedo aceptarla.
-¿Cómo que no puede? -preguntó la simpática dama. Ya es suya, pero la dejaremos de momento en el candelabro, si no podría estropearse. Aquí donde lo ve -confesó- a mí me gustan más las velas sencillas, las tradicionales. Los cirios. -Y dirigiéndose hacia la mesa tomó la bandeja diciendo-: Perdóneme, pero se va a enfriar la sopa.
Sentado junto al fuego vi como la dama subía la escalera con la cena y atravesaba un corredor del piso alto separado únicamente por una balaustrada de la habitación en que yo me encontraba. Al llegar a una puerta me pareció que extraía de su bolsillo una llave y que la introducía en la cerradura dando media vuelta. Acto seguido golpeó con los nudillos diciendo:
-¿Puedo pasar, nena? -Y entró en la habitación.
Intrigado por lo que vi, no pude menos de poner en marcha mis pretendidas facultades deductivas, y supuse que, o bien el novio no era del agrado de la muchacha y la boda era forzada, cosa a todas luces extravagante, o bien la mujer desconfiaba de la presencia de un hombre joven en la casa, lo que rechacé al instante porque en ningún momento después de llegar yo había visto que la dama subiera al piso superior; o la novia era extremadamente timorata y me había visto llegar habiéndose encerrado o habiéndolo hecho su madre, cosa que prestaba validez a la rechazada hipótesis anterior; o bien... La serie de «o bien» era tan amplia que era preferible dejar  de formular suposiciones, porque lo más probable era que lo que me hubiera chocado tanto tuviera una explicación sencilla y racional, pero no obstante abandonar mis pensamientos, una cierta lucecilla se encendió en mi cerebro.
Al cabo de un rato, volvió a abrirse la puerta y la dama salió de la habitación volviendo a echar la llave. Cuando descendió pude ver que la cena estaba intacta; mi anfitriona observó la dirección de mi mirada y dijo:
-Pobrecilla, está tan nerviosa que apenas ha probado bocado.
Yo sonreí comprensivo y por decir algo comenté:
-Estará impaciente esperando la llegada del novio.
-Oh, no -dijo ella-. El novio ya está aquí. Deben ser los nervios -añadió guiñando un ojo picarescamente. Ahora mismo friego esto y vengo a hacerle compañía.
Ahora comprendía, sin dejar de parecerme una monstruosidad, que la señora mantuviera a su hija encerrada bajo llave. Si el novio se encontraba en la casa, cosa que debía ser cierta puesto que ella lo había afirmado, la única explicación posible era el preservar durante aquella noche la integridad de la muchacha, de lo que se deducía otra triple interrogante: o el novio era un casanova inveterado a quien producía más placer arrebatar a la fuerza lo que al día siguiente se le otorgaría de buen grado, y su futura suegra lo sabía; o bien la muchacha era una joven ardiente incapaz de soportar veinticuatro horas de espera, y su madre conocía su «faiblesse»; o acaso mi anfitriona profesaba un puritanismo enfermizo y humillante para los inminentes esposos. Cualquiera de los tres casos no dejaba de resultar singular, y la formulación de mi razonamiento me hizo arder en deseos de conocer a los novios, especialmente a la futura desposada.
Una vez que terminó de recoger la cocina, mi huésped se sentó conmigo al amor de la chimenea no sin haberme preguntado antes si me encontraba cansado y deseaba acostarme. Yo repuse, como era la verdad, que sería más de mi agrado que un rato de charla delante el fuego antes de retirarme a descansar.
  La dama en cuestión, de igual modo que otras señoras dan trabajo a sus manos haciendo punto mientras conversan, colocó sobre sus rodillas una caja con velas y sobre una mesa próxima otra más pequeña que contenía aquellos celajes de cera ya confeccionados con los que ornamentaba las bujías, y a la vez que charlábamos, ella iba dando forma con pasmosa habilidad a los ejemplares de aquella curiosa artesanía. Era como si hubiera transpuesto, por alguna razón que yo ignoraba, la confección de la complicada filigrana del encaje de bolillos a la no menos compleja labor de la creación de blondas y puntillas en aquella moldeable materia.
-¿De veras no le importa que hagamos un rato de sobremesa? -preguntó de nuevo solícita.
Yo respondí que no e insistí a mi vez, por pura cortesía, en el mismo extremo en lo que a ella concernía. Supuse que con el ajetreo de la boda tendría que madrugar para disponer todo convenientemente y así se lo dije, a lo que la dama me respondió con toda naturalidad «que ya estaba acostumbrada».
  Ante lo ambiguo de su contestación estaba a punto de hacerle alguna demanda que de forma indirecta me permitiera interpretar aquella curiosa réplica, cuando se dirigió a mí diciendo:
-¿Cómo se le ocurre ponerse en camino de noche y con este tiempo?
Lo que yo traduje de inmediato como una manera cortés de preguntarme de dónde venía y adónde me dirigía.
A pesar de que durante toda la noche la lógica de la situación había hecho esperable aquella pregunta, yo pospuse durante unos instantes la respuesta intercalando un comentario banal acerca de la inclemencia del tiempo mientras pensaba rápidamente en si debía o no decir la verdad acerca de aquel viaje en horas tan intempestivas. De una parte la confianza que me había demostrado la señora me invitaban a no ocultar los motivos de mi marcha, pero por otro lado temía entristecerla haciéndola sabedora de hechos que parecía inoportuno sacar a la luz en la víspera de la boda de su hija. Finalmente, y acaso como una forma de catarsis, decidí no mentir si la conversación derivaba más profundamente hacia aquellos extremos o la dama me formulaba una pregunta más directa.
-¿Es usted casado? -me preguntó como si hubiera adivinado mi pensamiento.
-Sí, lo soy, es decir, lo era -repuse con cierta confusión que no pasó desapercibida a mi anfitriona. Y como ésta, no obstante lo difuso de la respuesta, no pareciera tener intención de pedir una aclaración, añadí-: Hace unas horas he mantenido con mi esposa una violenta discusión y he decidido separarme.
La dama arrojó al fuego uno de aquellos celajes que había resultado dañado al aplicarlo a la vela y tomando otro continuó con su tarea sin hacer comentarios.
-Supongo que no resulta oportuno hablar de una separación matrimonial cuando está a punto de celebrarse la boda de su hija -añadí, explicando acto seguido que sólo a aquello debía atribuirse mi vacilación antes de responder.
-No se preocupe -repuso ella. Comprendo que no todo sale a pedir de boca en la vida, pero no me gusta inmiscuirme en asuntos privados, aunque -añadió vencida por la curiosidad o quién sabe si por un sincero deseo de lenificar la confusión de mi espíritu- si le sirve de consuelo considere que soy su madre y desahóguese. Con toda seguridad no volveremos a vernos más cuando usted se vaya y el secreto quedará bien guardado. Yo soy muy reservada a este respecto y puedo asegurarle que ni con Vera comentaré el asunto.
-Se trata de una historia vulgar -comencé yo animado por la confianza que me inspiraba mi anfitriona-. Me casé hace dos años y todo marchó perfecta-mente hasta hace dos meses en que... Bueno, comenzaron las discusiones entre mi  mujer y yo y la situación se ha hecho insoportable. Resulta bastante delicado explicar -añadí, y más en estas circunstancias en que me encuentro ante una persona tan comprensiva, que lo que desencadenó la crisis fue el hecho de que la madre de mi esposa viniera a vivir con nosotros No obstante -me apresuré a decir-, he de añadir que su carácter y su forma de ser son completamente opuestos a la simpatía y comprensión de usted.
-Oh, no tiene por qué excusarse, hijo -dijo ella. Comprendo perfecta-mente que una suegra no es lo más adecuado en el hogar de un matrimonio joven, pero no me siento afectada por ello. Es mi hija la que no se separa de mí, me necesita -añadió- y confieso que, modestia aparte, mi futuro yerno me considera una persona comprensiva, simpática y prudente.
-No puedo decir lo mismo de mi suegra -afirmé.
-Aunque -continuó mi anfitriona- comprendo que a una anciana se le haga muy cuesta arriba ser abandonada por su hija. En el fondo todas las madres somos reacias a abandonar a nuestras hijas en las manos de un hombre, especialmente si se trata de nuestra única compañía, pero es la ley de la vida. Afortunadamente -añadió- yo no estoy en ese caso.
-No hubiera querido sacar este tema a colación -dije yo.
-Oh, no sea tonto. Pero... -vaciló. No es un asunto que me concierna, ya lo sé...
-Continúe, se lo ruego -dije yo animándola a proseguir.
-¿Usted ama a su esposa, verdad? 
-Y como mi respuesta fuera sin vacilar afirmativa ella continuó diciendo: ¿Por qué ha de separarse entonces? Siempre hay soluciones hasta para los casos más difíciles. Créame, hijo -afirmó-. Todo tiene arreglo menos la muerte.
La dama hizo una pausa para ofrecerme un vaso de leche, cosa que yo denegué cortésmente, y cuando regresó de la cocina con el suyo, tomó la botella de coñac y la acercó a la mesa invitándome a servirme otra copa. «No me gusta beber sola», dijo con sentido del humor. De pronto ladeó la cabeza y miró hacia arriba con gesto de quien escucha atentamente.
-¿Ha oído? -preguntó, y como yo denegara se levantó de su asiento diciendo: Creo que Vera me ha llamado. La pobre depende enteramente de mí, no se puede mover sin mi ayuda.
Yo permanecía confuso un momento ante un hecho que no había supuesto en modo alguno. No sabiendo si debía o no hacer algún comentario, pregunté finalmente con vacilación:
-¿P... paralítica?
La dama hizo un gesto elocuente mientras su rostro se entristecía, y comenzó a subir la escalera en dirección al cuarto de Vera. Una vez ante la puerta, golpeó con los nudillos y preguntó:
-¿Querías algo, nena?
La señora, a quien la confesión de la desgracia de su hija parecía haber echado encima diez años más de vida, descendió pausadamente asiendo el pasamanos con su mano derecha y me dijo al pasar junto a mí camino de la cocina:
-Su vaso de leche.
Mientras permanecía solo en el comedor, sorprendido ante la revelación de que Vera no podía ejecutar movimiento alguno si no era con la ayuda de su madre, experimenté sentimientos contradictorios.
Ignorante del tiempo que la muchacha llevaba en aquel estado, aunque presumible se trataba de años, consideré la abnegación de la madre, constantemente dedicada al cuidado de su hija, y sin poder evitarlo sentí que se mitigaba considerable-mente el odio hacia mi suegra. Seguramente se trató de una reacción sentimental, pero me representé a Janet postrada en una cama y a su madre procurándole todos los cuidados necesarios. ¿Habría sido excesivamente injusto? De una cosa estaba seguro ahora, y era de que yo amaba a mi mujer y no iba a abandonarla y a destruir nuestro matrimonio por una causa marginal a nuestra propia relación. Probablemente habría algún remedio: buscar un apartamento próximo al nuestro para mi suegra, visitarla con más frecuencia, qué sé yo. Lo que era evidente es que, a la mañana siguiente, me proporcionaría cualquier medio para regresar al lado de mi esposa.
En cuanto al lugar en que me encontraba, debo decir que mi curiosidad por conocer a la singular pareja que iba a contraer matrimonio próximamente se había acrecentado mucho. ¿Acaso, pensaba ya en el límite de lo absurdo, el novio también era paralítico y por eso no había hecho todavía su aparición? No descarto que una persona en perfecto ejercicio de sus facultades físicas y mentales se una en matrimonio con un impedido, pero si la invalidez de Vera llegaba al extremo que las palabras de su madre habían dejado traslucir, no cabía duda de que el novio debería ser un hombre abnegado y experimentar por la muchacha un amor muy profundo, porque nadie iba a forzarle a desposarla. Aunque, ¿por qué no? Si resultaba en extremo extravagante por falta de una explicación adecuada que la muchacha estuviera bajo llave, ¿quién me decía a mí que el futuro consorte no se hallaba en otra parte de la casa, encerrado, a la espera del obligado himeneo?
Descarté semejantes pensamientos por absurdos, aunque no podía negarse que parecía extraña la ausencia del novio, se encontraba allí. Tampoco parecía lógico el hecho de que cada vez, como ahora, que Vera necesitaba algo y su madre tenía que entrar en la habitación, hubiera de franquear la puerta valiéndose de una llave. Y por último, lo que no terminaba de comprender era la singular exclamación de mi anfitriona cuando entré en la cocina y dejó caer el plato que estaba secando: «Qué susto, creí que era Vera», había dicho.
Contemplé a la dama de nuevo junto a mí. La tranquila forma en que sus dedos iban aplicando los adornos a las velas, tratándose como lo era de un trabajo delicado, no dejaba traslucir la mínima muestra del natural nerviosismo que hubiera debido de suponer en la víspera de la boda de su hija. Pero, aunque amable y servicial, su carácter parecía fuerte, y lo más probable era que tratase de ocultar lo que quizá le pareciera una debilidad.
Sentí que comenzaban a cerrárseme los ojos de cansancio, y apurando el coñac para no parecer descortés, me levanté aproximándome a la pequeña librería de donde tomé una de las revistas que hojeé distraídamente.
-Le voy a enseñar  su cuarto -dijo la señora para quien no había pasado desapercibido mi bostezo. Va siendo hora de que nos vayamos a la cama. Yo suelo levantarme muy temprano, en Cayolueco hay muchas tareas que realizar -añadió incorporándose.
-Se lo agradezco -repuse yo. Me gustaría madrugar y acercarme a la cabina de la carretera para llamar a un mecánico, se es que funciona.
-No es muy probable. En todo caso lléguese hasta el pueblo. Puede llevarse mi coche -dijo ella.
En aquel momento advertí dos cosas. La primera que no se me había pasado por la imaginación que la señora tuviera ningún coche. No es que se tratara de algo extravagante, todo lo contrario. Lo que me extrañaba es que no me lo hubiera ofrecido antes, claro que yo al fin y al cabo era un desconocido para ella (un desconocido al que no había vacilado en alojar en su casa). Por otra parte, viviendo en aquella soledad era imprescindible un medio de transporte, y ella me había dicho que acostumbraba a bajar a la ciudad de vez en cuando para vender sus velas. La segunda cosa que advertí era que el cable del teléfono estaba desconectado, y a fuerza de parecer desconfiado se lo hice notar.
-Ya le dije que no funcionaba -repuso. Así que da igual que esté o no enchufado.
Evidentemente la respuesta no contradecía ninguna de las leyes de la lógica, pero me resultaba molesta la visión de aquel cable desconectado. La segunda parte de la respuesta de mi anfitriona podía considerarse por lo menos grotesca.
-Se estropeó hace dos años, pero como a Vera ni a mí nos gusta hablar por teléfono... -añadió. Y viendo que yo volvía a depositar la revista en la librería dijo: Súbasela, a lo mejor le gusta leer para conciliar el sueño.
Yo estaba tan cansado que no me iba a hacer falta ninguna clase de ayuda para dormirme, además no acostumbraba a leer en la cama, pero por evitar otro tira y afloje de cortesías que preveía menos obsequioso por mi parte no solté el semanario.
-Voy a coger mi traje -dije con cierto malhumor que no sabía a que atribuir. Pero la dama, en el colmo de la amabilidad, se ofreció a planchármelo.
-Un ligero repaso nada más -dijo ante mi insistencia. Luego se lo dejaré en una silla de la habitación sin hacer ruido y cuando se lo ponga estará seco y planchado.
Le di las gracias nuevamente y siguiendo a la cortés dama subí la escalera camino del que iba a ser mi dormitorio por aquella noche. Por un momento temí que me ofreciera un pijama de su marido, pero no fue así.
Al pasar junto a la puerta tras la cual se encontraba Vera, mi anfitriona me miró sonriente, y se detuvo en la siguiente habitación invitándome a entrar. Así pues iba a dormir pared con pared con la todavía no entrevista novia.
Deseándome buenas noches mi gentil anfitriona desapareció, y debo decir que experimenté una sensación de alivio al perderla de vista. Su amabilidad y su obsequio llegaban a tal grado que en el transcurso de la velada se había ido acrecentando mi malhumor de una manera irracional, lo confieso, debido a las continuas sonrisas y atenciones que me dispensaba aquella señora a las que yo tenía que corresponder para no pecar de grosero ante sus ojos.
La habitación que me había sido destinada parecía en extremo confortable. Su mobiliario estaba constituido por una gran cama de matrimonio, un sólido armario de luna y un escritorio de patas hermosa-mente talladas, indepen-dientemente de varias sillas y un sillón. A los pies de la cama había extendida una alfombra cuyo dibujo hacía juego con el de las cortinas, lo que me pareció un punto excesivo. Ni que decir tiene que sobre la mesilla había un candelabro con dos magníficas velas.
Pero lo que más me llamó la atención fue que, precisamente en la pared que separaba mi habitación de la de Vera, había una puerta de comunicación entre los dos cuartos, que naturalmente supuse cerrada. Me aproximé a ella cuando de súbito oí voces.
Aplicando el oído sobre la superficie de madera, me mantuve completamente inmóvil y pude escuchar el final de una breve conversación. Fue la madre la que dijo:
-Hasta mañana, preciosa. Te deseo la mayor felicidad del mundo en tu tercer matrimonio.
A continuación oí que se cerraba la puerta y el girar de una llave en la cerradura.
«Caramba con la nena», me dije, «si no llega a necesitar ayuda para moverse se casa con la Sinfonía de Boston».
Como no se oyó hablar a nadie más, supuse que la muchacha se encontraba sola. Desde su habitación llegaba únicamente una musiquilla emanada seguramente de una radio, y alejándome con cuidado de la puerta me hice el propósito de no abandonar la casa por la mañana sin conocer a los contrayentes.
Me quedé dormido casi al instante de caer sobre la cama, y no sé cuánto tiempo había pasado cuando una luz me dio en los ojos y vi entre sueños que la señora de la casa depositaba mi traje, en una silla cerca a la puerta. Después volvió a salir tan silenciosamente como había entrado y yo continué durmiendo de inmediato.
En un determinado momento de la noche me desperté de nuevo desvelado por el ruido de un motor. Mi reloj, que había depositado sobre la mesilla de noche, señalaba las tres menos cuarto. Me aproximé a la ventana, desde la cual pude contemplar cómo mi coche era introducido en los límites de la propiedad remolcado por un tractor a cuyo conductor no podía distinguir en la oscuridad. Quizá se tratase del novio de la joven, no podía precisarlo. En todo caso nadie se llevaba el coche, que por otra parte no podía moverse sin auxilio ajeno, igual que Vera. El tractor y mi vehículo se dirigieron hacia la parte de atrás de la casa y dejé de verlos; aunque lo que sí vi a la luz de los faros de un coche que pasaba, fue un cartel indicador en la carretera en el que no había reparado a mi llegada. Esforzando la vista distinguí un nombre que la señora había empleado al referirse a su casa: Cayolueco. Sin duda ésta era la denominación de la propiedad.
De pronto recordé que aquella palabra formaba también parte del título del serial que había sido arrancado de la colección de revistas ilustradas, de las cuales mi anfitriona había insistido en que me subiera una a fin de conciliar el sueño mediante su lectura. Tomé el semanario que había depositado sobre la alfombra, y a la tenue claridad que entraba por la ventana leí en la portada el anuncio del primer capítulo de la serie «Historia de Cayolueco», experimen-tando un fortísimo deseo de conocer cuál era aquella historia separada del semanario, como ya había advertido anteriormente.
Me disponía a volver a la cama cuando me di cuenta de que, a pesar de lo avanzado de la hora, todavía se oía la radio en la habitación de Vera, y debía de tener la luz encendida a juzgar por el ligero resplandor que podía verse por debajo de la puerta de comunicación. Me aproximé sigilosamente y escuché.
La música era suavísima, y tenía cierto parecido con las melodías que se escuchan en los lugares que...
No pude terminar mi reflexión porque me apercibí con sorpresa de que la puerta no estaba cerrada con llave. Al apoyarme ligera e inadvertidamente en ella noté que se movía como si ni siquiera tuviera pestillo. Prescindiendo de los buenos modales, y acuciado por la curiosidad, fui deslizándome poco a poco hacia abajo hasta que mis ojos se encontraron a la altura del orificio de la cerradura. Miré a través de él y pude comprobar que lo que alumbraba la estancia era un cirio de considerables dimensiones, aunque en realidad las fluctuaciones de la luz y las diferentes sombras me hicieron comprender que en la habitación había encendidos algunos más que no pude ver a pesar de moverme ligeramente de izquierda a derecha. El ojo de la cerradura era demasiado exiguo para permitir un mayor campo de visión.
Como podía ser sorprendido en aquella tan poco digna actitud, decidí salir un momento al pasillo para vigilar, y temiendo llamar la atención si encendía la luz no me entretuve en buscar el batín que debía de encontrarse a los pies de la cama y me puse los pantalones y la chaqueta del traje recién planchado, pero comprobé en el acto que aquellas ropas no me pertenecían por lo holgadas que me estaban. Me acerqué al armario de luna, y el espejo me devolvió una imagen singular de mí mismo: estaba vestido de chaqué.
Al punto comprendí que mi anfitriona había sido víctima de una confusión y, tomando aquel traje de gala, que sin duda pertenecía al novio, por el mío, lo había depositado en la silla en el transcurso de la noche.
Contemplándome en el espejo me sentí ridículo y, por qué no decirlo, tuve miedo. Un miedo que me recorrió la espina dorsal de arriba abajo y no supe a qué atribuir.
A la fantasmal luz de la luna, mi imagen distorsionada por las aguas que formaba el antiguo espejo me resultaba irreconocible dentro de aquel solemne vestido.
Acuciado no obstante por la curiosidad, abrí la puerta de mi habitación y salí al pasillo. Toda la casa al parecer, excepto la habitación de la novia permanecía a oscuras. Y tranquilizado por aquella comprobación volví a cerrar, pero bastó una pequeña corriente de aire para que la puerta de comunicación se abriera ligeramente con un siniestro rechinar y la luz de los cirios, que penetraba por aquella rendija, oscilara vacilante.
Me aproximé a la puerta por la que se deslizaba ahora con más fuerza aquella música dulcísima y la abrí un poco más. Era probable que la muchacha se hubiera despertado, se es que dormía, y necesitaba explicar que no había sido yo quien había abierto la puerta, aunque en mi fuero interno era una irracional curiosidad lo que bajo el disfraz de aquella excusa me impelía a entrar.
Musitando un «se puede» ridículo y golpeando ligeramente la puerta con los nudillos me dispuse a penetrar en el cuarto vecino llevando en la punta de los labios preparada la frase: «señorita, no se asuste», porque lo esperable era que la irrupción de un desconocido a tales horas, y por añadidura vestido con el traje de su novio, provocara en la muchacha una natural reacción de sobresalto que podía ponerse de manifiesto gritando, por ejemplo; y cualquier explicación ataviado de aquella guisa hubiera resultado cuando menos enojosa y violenta, si no increíble para el prometido y la madre de Vera.
Lo primero que vi me dejó espantado: una gran cama en la que reposaba una joven, dormida al parecer, rodeada por cuatro cirios gigantescos que iluminaban la estancia desde las cuatro esquinas del lecho, y un pequeño magnetófono en el que una cinta sin fin desgranaba una tranquilizante música de órgano como la que se escucha en los salones de funeral.
Con el corazón latiéndome agitadamente me aproximé a la cama y comprobé que la muchacha era de una belleza poco corriente. Su rostro era blanquísimo, excepto en las mejillas, en donde un ligero sonrosado semejaba un repentino rubor. Sus labio carmesíes brillaban bajo la luz vacilante de las velas como recientemente humedecidos y sus ojos cerrados se ensombrecían merced a unas largas y negrísimas pestañas.
-Vera  -musité, pero no obtuve respuesta.
Me aproximé un poco más admirado por la belleza de aquel rostro para caer en la cuenta de que la muchacha yacía acostada vestida ya con el traje de novia.
-Vera, no tenga miedo  -repetí, pero como la joven continuara muda toqué suavemente en uno de sus hombros para despertarla. Entonces fue cuando comprobé que no respiraba.
Horrorizado por mi descubrimiento retiré mi mano tan violentamente que, sin quererlo, mis dedos se enredaron  en la cabellera de la muchacha. Tiré con nerviosismo para desasirme de su pelo, y vi con mis ojos a punto de salirse de sus órbitas, cómo atraía hacia mí la cabellera completa de la joven al tiempo que su bello rostro se movió violentamente y rodó hasta caer al suelo dejando al descubierto una horrenda calavera a la que había pegados trozos de carne momificados.
Dando un alarido retrocedí pisando el rostro de cera que se rompió en mil pedazos y corrí hacia mi habitación. De súbito vi a alguien frente a mí y sentí un fuerte golpe en la cabeza. A continuación perdí el sentido.
Cuando recobré la consciencia advertí que no podía moverme. Alguien me había ligado fuertemente las manos y los tobillos. Abrí los ojos, y la sangre se heló en mis venas al ver que yacía sobre la cama al lado del cadáver de Vera, que de nuevo lucía sobre su descompuesta cabeza una exquisita máscara de cera. Me volví ligeramente y vi a mi anfitriona, elegantemente vestida, sentada en una silla cercana a nosotros a la espera seguramente de que yo recobrara el conocimiento. Apoyado en la silla había un grueso palo con el que supuse me había golpeado, pero cuando me fijé mejor advertí que algo brillaba junto al suelo: aquella barra de madera era el mango de un hacha cuya hoja relucía a la luz incierta de los cuatro cirios que nos rodeaban.
Al reparar en que ya estaba consciente, mi futura suegra (pues comprendí al instante que yo era el novio de aquella fantasmal boda), se levantó aproximándose a la cama y sin mirarme dio unos toques al vestido nupcial del cadáver arreglando algunos pliegues y sacudiendo algunas motas de polvo.
-Enhorabuena, querida -dijo aquella mujer con una extraña luz en sus ojos. Y a continuación su mirada se posó en mí y sonriendo siniestramente hizo extensiva a mi persona su felicitación: 
Hazla dichosa o no te lo perdonaré -añadió la elegantemente ataviada dama.
Yo recobré el uso del habla finalmente, pero mi confusión y el terror que me embargaban eran de tal magnitud que no acertaba a manifestar mi pensamiento. Al cabo, las palabras se atropellaron en mi boca:
-¿Qué hace? -grité-. ¡Está loca! ¡Desáteme!... ¡Suélteme le digo!
-Es una reacción lógica, hijo -dijo la dama con calma-. Dentro de unos instantes todo habrá pasado y os convertiréis en un nuevo matrimonio. ¡Oh, qué feliz soy! -Y comenzó a gimotear.
Mi cerebro estaba a punto de estallar, y en los inútiles esfuerzos por desasirme de las ligaduras sólo conseguía aproximarme al cadáver des-compuesto de Vera.
-¡Déjeme! -grité con todas mis fuerzas. ¡Quiero marcharme!
-Me prometiste que vivirías aquí -dijo la que aspiraba a convertirse en mi siniestra madre política. Sólo bajo esa condición consentí en entregarte a mi Vera. Una madre no puede ser abandonada como un perro, hijo. Os quedaréis a vivir aquí para siempre.
-¡Oh, Dios mío! -sollocé. ¡Estoy en manos de una demente!
-Sí, estoy loca -repuso mi funesta anfitriona, loca de amor por mi querida niña, y bien sabe Dios que se me parte el corazón al tener que entregársela a un hombre, pero hay cosas que no se pueden evitar. Mi único consuelo es saber que no me abandonará -continuó la versánica señora arreglándose el ridículo sombrero de fiesta.
-Pero, ¿no comprende que Vera está muerta? ¡Muerta!
-Yo la ayudaré a moverse y andar. La cuidaré día y noche, y tendré cuidado de que tú no te acerques a ella. Mi hija es una buena chica y sabe cómo tiene que comportarse  -dijo la madre de Vera. Ha tenido el capricho de casarse y yo no puedo impedírselo, pero...
-Se lo ruego  -dije yo aterrorizado -déjeme en libertad. Le aseguro que no diré nada a nadie, me marcharé y no volverá a verme.
-Todavía no ha llegado el momento. Primero ha de celebrarse la ceremonia-. Y acercándose a mí me anudó en torno al cuello una corbata gris que hacía juego con el traje de gala que yo mismo me había puesto inadvertidamente.
  Acto seguido se aproximó al magnetófono y al cabo de unos instantes se escucharon los primeros compases de la marcha nupcial de Mendelssohn. Regresó hasta la cama lentamente caminando al ritmo de la música y tomando un librito lo abrió por una de sus páginas al tiempo que se ponía unas elegantes granudas de concha.
-Estoy aquí  -leyó con voz trémula- para unir en santo matrimonio a este hombre y a esta mujer. Si alguno de los presentes conoce algún impedimento...
-¡Yo lo conozco!  -exclamé sintiendo que debía cambiar de táctica. ¡Soy un hombre casado!
-Ese no es ningún impedimento legal  -repuso con voz de juez. Te has separado de tu anterior esposa, hijo mío.  
-Y continuó leyendo las fórmulas para la celebración del matrimonio.
-¡Socorro!  -grité con todas mis fuerzas.
-Vera Ramírez  -recitó ella imperturbablemente-. ¿Aceptas a este hombre en matrimonio y prometer respetarle y amarle hasta que la muerte los separe?
Y aproximándose al cadáver agitó la cabeza de éste en sentido afirmativo al tiempo que ella misma musitaba el sí. Acto seguido regresó al pie de la silla en al que había estado sentada y dirigiéndose a mí inquirió:
-Tú... ¿Cómo te llamas, hijo?
-¡Suéltame!  -grité al tiempo que notaba cómo a merced de mis espasmos por liberarme mi rostro casi estaba en contacto con la máscara de cera.
-¿Aceptas a esta mujer en matrimonio?  -continuó imperturbable- y ¿prometes respetarla y amarla hasta que la muerte os separe? 
-Y como yo permaneciera silencioso repitió acariciando el mango de su hacha-:... ¿hasta que la muerte os separe?
-Sí acepto...  -musité espantado.
-Pues con la autoridad que me confiero  -sentenció- os declaro marido y mujer. 
-Y añadió para colmo de mis desgracias: puedes besar a la novia.
Previendo que en su estado aquella mujer era capaz de cualquier cosa y venciendo mi repugnancia, acerqué mi boca a la pintada máscara y deposité un beso en la sonrosada mejilla. De pronto un estentóreo grito me hizo estremecerme:
-¡¡Vivan los novios!!  -exclamó la que se pretendía mi suegra. Y abandonó de pronto la habitación.
Yo volví a intentar desatar mis ligaduras, pero las correas de cuero que mantenían juntas mis muñecas y mis tobillos eran tan fuertes que resultaba imposible aflojarlas. Di un gran tirón, con tan mala fortuna, que me quedé espantado al notar que debido al impulso me deslizaba hacia el centro de la cama. El cadáver, al provocar el peso de mi cuerpo una depresión en el centro del lecho, rodó por inercia y se apretó junto a mí.
En aquel momento entró de nuevo la trastornada señora. Se había despojado del vestido de fiesta y lucía una bata de casa con la que la había visto a mi llegada. Aproximándose al lecho exclamó a voz de grito:
-¡Degenerado! ¡Repugnante! No has podido esperar siquiera a que yo me perdiera de vista. ¡Todos sois iguales! ¡Ay, hija mía!  -dijo dirigiéndose al cadáver-. ¡Qué poco caso te has hecho de tu madre! Tres veces te lo advertí, y tres veces caíste en la trampa. Menos mal que yo sé como tratar a estos pervertidos.
-¡Deje que me vaya!  -grité.
-¿Ahora me salís con éstas? Ya sospechaba que una vez casados me abandonaríais, pero de algo me ha de servir la experiencia. Así como os acabo de unir en santo matrimonio, de igual modo puedo provocar vuestra separa-ción.  
-Y tomando la afiladísima hacha rodeó la cama y se aproximó a donde yo me encontraba. Levantando el arma sobre su cabeza se disponía a terminar con mi vida cuando de pronto se oyeron fuertes golpes en la puerta de abajo.
La demente se detuvo y escuchó atentamente cuando los golpes se repitieron.
 Una voz gritó:
-¡Señora Ramírez!
-¡L... los invitados a la boda!  -exclamé repentinamente inspirado.
Ella permaneció unos segundos con el hacha en alto y después la bajó con suma lentitud y la depositó en el suelo, momento en el cual yo, tomando un fuerte impulso, rodé sobre la cama y me tiré al suelo ocultando con mi cuerpo el hacha al tiempo que gritaba:
-¡Auxilio! ¡Ayúdenme, por favor! ¡Quieren matarme! La versánica anfitriona se arrojó sobre mí en intentó sacar el hacha de debajo de mi cuerpo mientras yo procuraba impedirlo y gritaba sin cesar. Al cabo de unos instantes se oyó un fuerte golpe y pasos de varias personas en la escalera. Se abrió la puerta de la habitación y entró la policía.

*  *  *
En las dependencias de la jefatura de policía me repuse de aquel macabro susto mientras un oficial me tomaba declaración.
Cuando los trámites preliminares hubieron terminado, el comisario se aproximó a mí y aferrándome solidariamente el hombro me felicitó por no haber corrido la suerte de los demás «maridos» de la difunta.
La señora Ramírez, me explicó, nunca había estado casada. En su juventud había mantenido una relación con un hombre que desapareció dejándola embarazada. Cuando su hija Vera se fue haciendo mayor, ella le impidió cualquier aproximación al sexo opuesto convirtiéndose en una madre tiránica y obsesiva. Se fabricó un marido ideal para el que compró incluso ropas, y cuando llegó el momento en que, lógicamente, la muchacha conoció a un hombre del que se enamoró, a pesar de la estrecha vigilancia de su madre, ésta le hizo la vida imposible recordando sin duda su frustrante experiencia.
Todo lo cual, unido a la imposibilidad de impedir una boda que legal-mente podía celebrarse con o sin su consentimiento, puesto que Vera ya era mayor de edad, provocó un cambio en su actitud y la llevó a admitir el matrimonio con la condición de que su hija no la abandonara nunca y continuara viviendo en la casa.
Al día siguiente de la boda, los recién casados confesaron a su madre que habían accedido aparentemente a sus pretensiones para poder celebrar la ceremonia sin complicaciones, pero que en sus planes no entraba en absoluto la idea de permanecer en aquella casa. Entonces, la mujer, sin reparar en lo que hacía, tomó un hacha y asesinó a su reciente yerno intentando hacer lo mismo con su hija, la cual, al tratar de huir por la ventana, cayó desde el primer piso y se mató.
En atención a lo que evidentemente no se podía calificar sino de locura transitoria, la anciana fue condenada a ocho años de reclusión durante los que permaneció en un sanatorio psiquiátrico del que salió apenas hace año y medio.
Obsesionada por lo que había hecho, desenterró el cadáver de Vera que yacía en el pequeño cementerio familiar a cien metros detrás de la casa, y procedió a casarla varias veces para paliar en su desequilibrio la muerte de su única hija.
-Los maridos que proporcionó al cadáver fue gente que acudió a su casa de manera accidental, igual que usted -dijo el comisario, y tras la macabra ceremonia fueron asesinados ritualmente en recuerdo del primer esposo, y enterrados en un cobertizo donde ahora hemos encontrado sus cadáveres.
Como yo le preguntara por la coincidencia que me salvó la vida, el comisario me dijo que no hubo tal.
Al salir de mi casa tras una violenta discusión, y pasar las horas sin que hubiera regresado, mi esposa había telefoneado a la policía alarmada y les había dado la descripción del coche.
Un vehículo de la policía, antes de conocerse la denuncia, había pasado junto a la casa precisamente cuando el tractor conducido por la anciana arrastraba un coche de las mismas características hacia el interior de la propiedad. Enseguida, naturalmente, conexionaron ambos datos y se dirigieron hacia la casa.
-El resto ya lo conoce usted -concluyó el comisario.
A continuación me anunció que mi esposa esperaba en la antesala. Llamó a un agente y éste condujo a mi mujer a la habitación en la que nos encontrábamos. Cuando entró no pude contener las lágrimas y me abracé llorando a ella. El comisario me dijo que si lo deseábamos podíamos marcharnos para regresar cuando se celebrara el correspondiente proceso.
-Vámonos, querida -dije. Y dirigiéndome al comisario rogué: ¿Sería posible llamar a un taxi por teléfono?
-No es preciso, amor mío -dijo mi mujer. He venido en coche.
-¿En que coche? -pregunté extrañado.
-En el de mi madre -repuso. Ella nos está esperando fuera.

999. Anonimo

No hay comentarios:

Publicar un comentario